El Tesoro de Gastón: Novela - 2

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interrumpiendo los calendarios de su sobrino.--Importa muchísimo que
no nos oiga nadie... ¡nadie!... Á estas horas no aparecen monjas por
aquí... Lo que te voy á decir es sólo para tí... ¿me entiendes? Para
tí... tú eres el único nieto varón de mi hermano Felipe... y ya no
queda en este mundo más personas que tú y yo llevando directamente el
apellido de Landrey...
Gastón se estremeció. Acababa de presentir que no iba á escuchar de
labios de su tía el obligado sermón al sobrino manirroto. Conocía el
culto de doña Catalina por el apellido de la familia, única debilidad
mundana que siempre se notó en la ejemplar reclusa, que no había cesado
ni un día de enterarse de los nacimientos, bodas, muertes, malandanzas
y bienandanzas de sus sobrinos. La Comendadora no era verosímil que
conociese el estado de la hacienda de Gastón, y por consiguiente,
lo que iba á dejar salir de su hundida boca de sibila agorera, la
revelación anunciada, sólo podía referirse al pasado, á ese _ayer_ de
todas las familias, más romántico en las nobles, en quienes se enlaza
estrechamente con la historia.
[Ilustración]


III
La revelación

--¡Qué miedo he pasado de morirme antes que tú volvieses de ese
París!--exclamó la anciana subrayando con tedio el nombre de la capital
francesa.--¡Lo que he rezado á santa Rita para que me conservase la
vida unos días más!
--¡Pero, tía, si está usted para vivir cien años!--afirmó Gastón
chanceramente.
Doña Catalina clavó en el rostro de su sobrino los negrísimos ojos, lo
único que sobrevivía en su semblante momificado, con extraordinaria
expresión, sobrehumana casi.
--Á la lámpara se le acaba el aceite,--dijo en voz sorda,--pero la
misericordia divina no ha permitido que la muerte me sorprenda. Sé de
cierto que se acerca la hora...
--Vamos, tiita, aprensiones... Me ha de enterrar usted á mí y pedir
para que me admitan en la gloria,--insistió el sobrino.
--No lo digas á nadie, hijo mío,--prosiguió la reclusa sin
atenderle.--¡Sólo á tí y al confesor lo descubriré!... ¡Como te estoy
viendo... he visto... he visto á don Martín de Landrey, tu bisabuelo...
mi padre!
Estremecióse Gastón. En aquel jardín embalsamado, entre los vitales
efluvios que derramaba el sol ascendiendo á su zenit, sintió pasar el
soplo frío del _más allá_, un hálito del otro mundo.
--¡Si vieses qué mal color tenía!--continuó doña Catalina tiritando
como si las frescas azucenas de Mayo fuesen copos de nieve.--Lo mismo
que cuando lo deposité en la caja... ¡Y una cara de sufrir!... ¡Virgen
Santísima, Madre de los afligidos, perdón para él... y para todos los
pecadores!
La cabeza agobiada de la Comendadora cayó sobre el pecho, y Gastón,
cariñosamente, sólo acertó á murmurar:
--Tía... ¿no habrá sido... una figuración de usted?... ¡Hay así...
momentos en que desvariamos!...
--¡No! Era él en persona... ¡Podría yo desconocerle! ¡Podría confundir
con cualquier ruido su voz, que me dijo... en un tono tan triste...
como si las palabras saliesen de la pared!... «¡Catalina... te
espero... hasta luego, Catalina!...»
Hizo una pausa, y Gastón vió humedecerse ligeramente las áridas pupilas
de la dama, que movía los labios, rezando para sí, sin articular.
Gastón, quebrantado aún del viaje y de las penosas impresiones
recientes, notaba un vértigo que atribuía al olor subido de las flores,
más aromosas cuanto más calentaba el sol. No quería Gastón reconocer
que, á pesar suyo, le impresionaban las palabras de la Comendadora.
De pronto doña Catalina se enderezó, ya tranquila y al parecer olvidada
de sus temores.
--Natural es morir, hijo mío,--declaró serenamente.--Otros eran
jóvenes y se han ido primero. Eso sí que asusta. Ya no hay más Landrey
que tú. Á mí la tierra me llama, después de ochenta y ocho años y cinco
meses que estoy en el mundo. Tú ahora empiezas la jornada... ¡Cómo te
pareces á tu abuelo, al pobre Felipe!... ¡Qué bien has hecho en venir
aprisa!...
--En cuanto me avisó Telma. Ayer mismo llegué á Madrid... Ya ve usted,
ni veinticuatro horas...
Algo que remedaba una sonrisa y era más bien fúnebre mueca, animó el
semblante amojamado de la Comendadora.
--Acércate más, hijo del alma... Ya apenas tengo voz; no puedo
esforzarme... Si me paro, no te asustes... Me falta resuello... Soy muy
viejecita... Además, tengo frío... Mira, mira... Helada estoy.
La diestra glacial de la Comendadora cayó sobre la de Gastón, que
sintió impulsos de retirarla, pero se contuvo. Parecíale advertir
el contacto de un cadáver: tal estaba de inerte y seca á la vez
aquella mano que había debido de ser bella y que conservaba aún las
proporciones y el delicado dibujo de una mano patricia.
[Ilustración]
--¿Eres buen cristiano?--preguntó de improviso doña Catalina.
--Bueno no sé; cristiano sí,--respondió no sin extrañeza Gastón.
--¡Es que si eres... de esos... que sólo creen en la materia...
entonces... aunque te llames Landrey... yo... no tengo nada que
decirte!...--¿Crees firmemente en Dios, que nos perdona... que nos ha
redimido?... ¿Crees, ó no crees? No mientas... ¡Un Landrey no miente...
sería mucha vergüenza! ¡Sería propio de un villano!
--Creo en Dios,--murmuró Gastón sonriendo del á su parecer pueril
interrogatorio.
--¿Y en la Virgen?
--Y en la Virgen,--afirmó el mozo con calor involuntario, más conmovido
ya de lo que aparentaba.
Doña Catalina cruzó las manos como transportada de gozo. Después, sin
transición, exclamó, fijando en Gastón sus vividos ojos:
--¿Has estado alguna vez en nuestro castillo de Landrey, cerca de la
Puebla de Beirana?
--Nunca, querida tía,--declaró Gastón desorientado y algo confuso.--Y
eso que siempre me daba curiosidad. Debe de ser una antigualla
preciosa... es decir, con carácter... de eso precisamente, de
antigualla. Pero ya sabe usted lo que sucede: se forman planes, se
fantasea el viaje... y hoy por esto y mañana por aquello... se queda
todo en proyecto, y corren días, y meses, y años... Nada, que no he
visto Landrey.
--Mal hecho... ¡Lo mismo hicieron tu padre y tu abuelito... yo no se
lo aprobé! ¡Aquel es nuestro solar, el sitio en que se respeta nuestro
nombre, el sitio en que éramos como reyes! ¡Los señores de Landrey!
¡Eso era decir algo! El que fundó el castillo y los señoríos,--por
cierto que se llamaba como tú, Gastón de Landrey,--fué de los que
vinieron á ayudar á don Enrique... Me lo contó mil veces mi padre,
que eso sí, era estudiosísimo... ¡El estudio es cosa buena cuando no
nos aparta de Dios!... ¿Por qué decía yo esto?... ¡Ah! Sí, sí... Aquel
Landrey ó Landroi era ya un caballero muy noble... sus abuelos habían
estado en las Cruzadas, con San Luis... El caso es ser grande en el
cielo... pero en fin, los que desde hace siglos...
Detúvose la Comendadora, fatigada sin duda, y Gastón, que callaba por
respeto, empezó á creer que estaba perdiendo el tiempo lastimosamente.
--La pobrecilla ya chochea...--pensó,--y se le va el santo al cielo...
Incoherencias, alucinación... ¡Cerca de noventa años y el claustro!...
Querrá que restaure á Landrey y junte allí mesnadas y alce pendón y
caldera... ¡Y cómo revela el orgullo nobiliario, su flaco, en pugna con
la humildad cristiana! ¡Si supiese que el último Landrey va á carecer
de lo más preciso!
--Mi hermano,--continuó la Comendadora,--pudo titular, y prefirió ser
Landrey á secas... Hay condes y duques nuevos, pero los Landrey son
todos viejos... ¡Ah! Ya recuerdo, ya sé... Hablábamos del castillo.
Digo, no; hablábamos de tu bisabuelo, de mi padre... ¡que Dios le haya
perdonado!--y el acento de doña Catalina se quebró en un sollozo.--¡El
pobre!... esto pasó la noche antes de morir... porque murió en Landrey,
en el cuarto de _la parra_, que tiene pintada una, al temple... Pues
me llamó... así, en voz alta... «¡Catalina!» «Aquí estoy.» «¿Me oyes
bien?» «Sí, señor, diga lo que quiera.» «Acércate, santita...» (me
llamaba _santita_ por cariño y por chiste). «Así que yo fallezca,
registrarás mis papeles... y quemarás lo que deba quemarse...» «No
tenga miedo...» «¡Pero cuidado!... En el mueble de concha, unas
cartas... ¡las quemas sin leerlas!» «Lo que usted mande, señor...»
«Hay también en el mismo mueble... ¡atiende! una caja de plata, de
resorte... y dentro dos papeles doblados y enrollados... de mi letra...
¡Esos sí que los lees... y los guardas... y te guías por ellos para
encontrar el tesoro!...»
--¡El tesoro!...--repitió Gastón fascinado por la palabra mágica que su
tía acababa de pronunciar.
--Así dijo: «el tesoro...» Y me acuerdo bien, que me cogió la mano y
me la apretó mucho, mucho, y añadió... ¡verás! «Es para tí sola... es
tu dote... Te prohibo que le dés nada á Felipe... ¡ni un maravedí! Á
Felipe no... Es mi enemigo: me ha tratado como á un perro... sé que
me ha llamado _traidor_... Me cree renegado, apestado y maldito... Tú
aquí, encerrada en estas paredes conmigo en lo mejor de tu edad...
Á cada cual su recompensa... Felipe, el mayorazgo, se lo lleva casi
todo... Tú tienes una legítima corta... ¡Más rica tú que él! ¡Para tí
el tesoro!...»
Guardó silencio otra vez la Comendadora, exhausta por el esfuerzo, pero
sus ojos centelleaban. Gastón no sabía lo que le pasaba: el olor de las
azucenas le atravesaba como un clavo las sienes, y su corazón latía de
esperanza: en aquel momento daba por cuerda y muy cuerda á la monja.
Ésta, con dolorido acento, articuló despacito:
--Al otro día murió...
--¿Y la caja?--exclamó aturdidamente el mozo.
--¡Ah!... La caja... Es verdad, hijo, es verdad... No, no creas que
la perdí... Allí estaba como _él_ dijo, en el mueble de concha...
junto á las cartas... que olían á esencias... y las quemé... ¡Qué bien
ardieron! ¡Como yesca!
--Pero... la cajita... con sus misteriosos papeles dentro...
--La recogí... ¡No faltaba más!... Aquí la tengo... Espera... espera.
Y con un movimiento que parecería cómico á quien no fuese capaz
de estimar lo que representaba de dignidad y de pudor y de vida
inmaculada, la Comendadora se volvió hacia la pared, se alzó el
escapulario y se registró el seno con una mano que la vejez hacía
insegura... Gastón, ansioso, disimulaba la impaciencia y la curiosidad.
Vuelta de cara ya la señora, presentó á su sobrino un objeto oblongo,
una cajita de plata algo mayor que una tabaquera y finamente cincelada
al estilo de Luis XV; cazadores con tricornio y damiselas con peinado
de erizón acosaban á un ciervo entre el follaje de un bosquecillo.
Gastón tendió la mano vivamente, pero doña Catalina le contuvo
sonriendo con alarde de malicia casi infantil.
--El resorte... Sino ni tú ni diez como tú la abrís...
[Ilustración]
Y apoyando de cierta manera la uña del seco pulgar en la charnela de
la caja, alzóse lentamente la tapa, y Gastón pudo ver en el dorado
fondo, enrollado, un papel amarillento. La monja casi reía, gozosa y
triunfante.
--¿Eh? Ya lo ves, ahí lo tienes... Sesenta y pico de años hace que lo
conservo... Ni un solo día se ha separado de mí...
--Pero, tía,--observó enajenado Gastón, que sin poder contenerse se
entregaba á férvidas ilusiones,--si poseía usted esto, ¿por qué no
buscó el tesoro? ¿Ó es que ya lo ha buscado usted? No entiendo...
--No, no, yo no lo he buscado... Dios no quiso que lo buscase... Por
cosas que... que yo me sé... desde que me faltó mi padre... ofrecí ser
monja... ¡y para eso no necesitaba grandes riquezas! Mi padre había
prohibido que el tesoro fuese de Felipe... Pude dárselo á los pobres...
sino que... no sé si Dios me castigará por esto... la verdad, tengo
un delirio por el nombre de la familia... es falta de humildad, lo
conozco... ¡Quería que ese tesoro se lo llevase un Landrey!...
Y volviendo á apoderarse de la mano convulsa de Gastón, añadió bajo,
casi al oído del mozo:
--Tú puedes hacer que Dios me perdone esta debilidad... Eres cristiano,
hijo mío... Usa del tesoro, no como pagano, sino como cristiano...
Las riquezas son un depósito... No abuses, no derroches, reparte con
los infelices... y acuérdate también del alma... de la tuya... de la
mía... ¡y sobre todo de la de mi pobre padre!... Esto último no te
lo encargo, que te lo mando... ¿lo oyes? Te lo mando con un pie en la
sepultura...
--Prometo á usted hacer lo que desea,--declaró Gastón subyugado, lleno
de fe en el tesoro.
Y tomando la cajita, apresuróse á desenrollar el papel que contenía,
con ansia de leerlo. Antes de que lo hiciese, recordó de súbito y
exclamó:
--Mire usted, tía, que usted habló de dos papeles... y aquí hay uno,
uno no más.
Indescriptible expresión de pena cavilosa oscureció el mirar de
doña Catalina. Su cabeza tuvo un temblequeteo senil y sus manos se
enclavijaron, como si pidiese misericordia.
--¡Yo, yo destruí el otro!--gimió desconsolada.
--¿Usted? ¿Por qué?... ¿Lo destruyó usted á propósito? ¿Qué era?
--Era el que más valía... ¡Era el plano!...
--¡El plano!--repitió Gastón.--¿Un plano del castillo, sin duda?
--Del castillo y de sus alrededores... Con tinta azul, y señalcitas de
puntos encarnados... Hecho por _él_ mismo... ¡Si tenía una cabeza, un
saber de todo!
--¿Pero y cómo destruyó usted ese documento... cómo fué?...
--Porque... ¡Verás!... Yo, en el mundo, padecía síncopes... y unas
congojas... así como convulsiones... Cuando me encerré sola á quemar
aquellas cartas... ¡las de las esencias! mientras ardían, abrí la caja
esta de plata... saqué los papeles... los estuve mirando... Y cátate
que de improviso me da el ataque... no quiero llamar, porque las cartas
no las debía ver nadie... lo pasé allí, sin auxilio... caigo junto
al fuego... el plano enrollado rueda á la chimenea... ¡y gracias á
Nuestra Señora, que no ardí yo... pero se me tostaron las suelas de los
zapatos! Milagrosamente me salvé.
--Y el otro papel... no el plano... ¿Á ver qué dice?--exclamó Gastón
sin acertar á reprimir su impaciencia.
Y desenrollando el papelito, vió que sólo contenía escritas en muy
clara letra, estos renglones:
«Hallarás lo que buscares, si guiado por el Norte sigues el camino
de los antiguos en peligro de muerte. Las piedras viejas son las más
preciosas, y el que se humille se ensalzará.»
[Ilustración]
--¿No sabe usted qué significa esto?...--interrogó el mozo, que
encontró el texto, más que oscuro, negro como boca de lobo.
--No, hijo mío... Con el plano, de seguro se entendía... Yo no hice
nada, y ahora mi cabeza... Ya ves... ¡Los años!... Pero en Landrey lo
entenderás perfectamente, tú que eres muchacho y listo... Guarda esa
cajita ¡guárdala! y véte, que es cerca de mediodía, se acaba la hora de
locutorio, y vendrán á llamarme... Y si cumples lo que me ofreciste...
¡Dios te bendiga!...
Doña Catalina alargó sus brazos flacos y cogió la bonita cabeza
pelicastaña de Gastón, pegando el rostro á la blanca frente juvenil del
último de su linaje. Un hielo mortal serpenteó por las venas del mozo;
pensó que acababa de besarle un fantasma sin labios.
[Ilustración]


IV
Gusanillo

Salió Gastón del convento fluctuando entre la convicción y el
escepticismo. Su convicción era involuntaria; pero su incredulidad,
sostenida por el amor propio cifrado en no _caer de inocente_, no
se fundaba únicamente en lo enigmático del texto del papel y en la
destrucción del plano, sino en lo inverosímil de que existiese nada
menos que un tesoro, soterrado de un modo tan novelesco, en un sitio
tan romántico y llegando tan á punto para salvar de la ruina á la casa
de Landrey. ¡Vamos, si tenía que ser á la fuerza una paparrucha, una
quimera nacida en el pobre meollo de una monja alelada! Á pesar de
la caja, que apretaba contra su pecho,--y que instintivamente en el
tranvía cubrió con ambas manos, por defenderla de algún rata,--Gastón
temía ser ridículo ante sí propio, si prestaba fe absoluta á la
historia. Lo que más influye en que nos parezcan _irreales_ los
sucesos, es la comparación con un medio en el cual esos sucesos no
encajan. Venía Gastón de París, saturado de aquel ambiente positivo
y prosaico, sin más aspiración que el goce material del momento
presente, y la Comendadora, siempre con la vista fija en lo pasado y
en lo porvenir, tomando la tierra como tránsito, existiendo únicamente
para expiar las culpas de su padre y para evocar las memorias de su
raza, era como figura de cuadro ó de tapiz, algo artístico, singular é
interesante sin duda, pero tan fuera de la realidad como los santos de
piedra de los viejos pórticos...
--La chifladura se pega,--cavilaba el mozo,--y si estoy con la buena
señora una horita más, ¡nada! que me creo lo del tesoro á pies
juntillas.
Sin embargo, Gastón notaba cierta calentura, esa fiebre ligera que
acompaña á los accesos de esperanza violenta y repentina. Pasó el
día vagando por Madrid, sin decidirse á ver á nadie, y se acostó
temprano, como hombre que tiene mucho que conferir consigo mismo.
Durmióse pronto pesadamente, y soñó cosas raras; vióse descendiendo
á un negro subterráneo por torcida escalera de caracol; delante de
él, guiándole, iba un espectro con hábito monástico, que llevaba en
sus manos descarnadas--manos de esqueleto--una linterna, la consabida
linterna sorda de las novelas y de los dramas espeluznantes. El
espectro, al deslizarse por los peldaños de la húmeda y resbaladiza
escalera, producía un medroso ruido de choque de huesos, y los pliegues
del hábito, al pegarse al cuerpo, diseñaban planos sin carne y palillos
mondos y lirondos. La luz de la linterna, al caer sobre la pared,
dejaba ver fungosas vegetaciones, é inmundos insectos, asustados,
correteaban en busca de los rincones oscuros. Bajaban y bajaban, sin
encontrar nunca el término de aquella escalera horrible, que sin duda
se perdía en las entrañas del planeta, buscando su centro. Gastón
anhelaba de cansancio, pero el espectro seguía bajando cada vez más
aprisa, y era preciso ir tras él hasta el mismísimo averno. Allá abajo,
en la sombría profundidad última, Gastón divisaba un punto rojo, y
á medida que descendían, el punto se agrandaba, cundía, acabando
por ser la boca de un horno gigantesco, en que ardía--¡temeroso
espectáculo!--un monigote con chupa y casaca, un pelele de principios
del siglo, retorciéndose entre las llamas sin consumirse... Y el
espectro, de pie ante el horno, sollozaba:
--¡Agua bendita! ¡Agua bendita! ¡Trae agua bendita, Gastón!...
En este punto del sueño despertó el mozo. Notaba una sed devoradora, y
tendió la mano, cogiendo la copa sobre la mesa de noche. Cuando bebía
con ansia, la puerta se abrió, penetró Telma lo mismo que un rehilete,
abrió atropelladamente las ventanas por donde entró la luz del día y
se plantó delante de la cama, exclamando en voz que entrecortaba el
llanto:
--Señorito... Señorito... La señora Comendadora...
--¿Qué... qué ocurre?
--¡Ay, señorito!... ¡Acaban de traer el recado! Esta noche...
--Ha muerto, ¿verdad?--preguntó el mozo que recibía la noticia en
aquel instante, sin la menor sorpresa, como si se tratase de un hecho
previsto.
--Sí, señor... ¡Ay, Jesús! ¡Señorita querida mía, que era como
mi madre! ¡Santa de mi alma!--exclamó Telma, derramando lágrimas
abundantes.
--Voy ahora mismo al convento...--declaró Gastón, mientras salía la
criada, sofocada de pena.
Y en efecto, ni una hora tardó el sobrino de doña Catalina en pisar
nuevamente el locutorio del convento: sólo que de esta vez le recibió
la abadesa, dama cincuentona, gruesa, afable y de porte señoril,
con ribetes mundanos, porque antes de vestir el noble hábito, doña
Francisca de Borja Mascareñas y Quevedo había frecuentado más los
salones que las iglesias, y de su conversión se habló bastante,
atribuyéndola á rudos desengaños, ó como decía ella en su gracioso y
expresivo lenguaje, á _bofetones en el alma_. Lo que refirió la abadesa
á Gastón fué lo que era de suponer sobre el caso, ni impensado ni
sorprendente, del fallecimiento de una monja tan anciana:
[Ilustración]
--Muy viejecita, muy viejecita era la pobre... Ya nos temíamos lo que
ocurrió, y cada noche que se recogía, decíamos:--¿Se levantará la
madre Catalina?--Así es que dormía á su lado una lega, por precaución,
y gracias á tal medida no careció de auxilios en sus últimos momentos.
Pudo recibir,--y no fué pequeño consuelo para ella y para todas
nosotras,--el Viático y la Extrema. ¡Alabado sea el Señor! Murió con
una paz... Estaba contentísima de haberle visto á usted... Eso me
lo decía ayer tarde. ¿Y sabe usted que desde hace unos quince días
andaba con el tema de que se acercaba su último instante? Era un
presentimiento, sin duda...
--¿Pero de qué murió?--preguntó Gastón afanoso.--¡Porque estaba tan
bien, ayer, tan locuaz, tan entera!
--¡Á esa edad! De muerte natural... ¡de acabársele la cuerda al reloj!
Nada, un ataquillo de asma, que para una persona joven sería cuestión
de toser y carraspear un poco... Pero ella no tenía fuerzas para mondar
la garganta, y la menor cosa ¡psé! ¡una flemita! basta para ahogar á un
anciano... No somos nada... ¡una miseria! Al volver la cabeza así...
se acaba todo, alegría, ilusiones, proyectos, gustos y disgustos...
Asustaría si lo pensásemos bien.
--¿No puedo verla?--preguntó Gastón, que sentía el pecho oprimido y el
corazón en un puño.
--Está de cuerpo presente, en su cama, y las celdas son clausura... No,
no es posible... ¡Y es lástima, porque si viese usted qué natural se
ha quedado! Hasta parece joven... El funeral se cantará ahora, dentro
de poco, en la iglesia, y bajarán el ataúd ya cerrado: y esta tarde se
dará sepultura al cadáver. ¿Desearía usted conservar algún recuerdo de
su tía? Puedo darle á usted el rosario que usaba, con las medallitas...
--Mil gracias, señora,--contestó Gastón inclinándose.--Poseo un
recuerdo de la tía Catalina, que ella misma, en previsión de la
desgracia, me entregó ayer.
Y como la abadesa le mirase con cierta curiosidad, Gastón añadió
sencillamente:
--Una tabaquerita de plata... Pero si ustedes creen que no tengo
derecho á conservarla, estoy pronto á devolverla.
--¡Santo Dios!--dijo cortesmente la abadesa.--Hizo divinamente; que
usted la disfrute mil años. Le quería á usted mucho, y bien puede
usted rogar por ella, aunque creo piadosamente que es ella la que debe
interceder por nosotros.
--¡Ojalá que de aquí á un año les regale yo á ustedes en compensación
de la tabaquera, una Santa Catalina de plata maciza!--añadió
Gastón.--Si algo la ocurre á usted que mandarme... Esta tarde misma
necesito salir para una finca que tengo allá en Galicia, en la Puebla
de Beirana... á no ser que necesiten ustedes ordenarme cualquier cosa
relativa al entierro de la tía, que entonces...
--Que Santa Catalina le dé á usted feliz viaje,--contestó la abadesa
sonriendo, mientras el mozo besaba respetuosamente la manga de su
hábito.
[Ilustración]
Al salir del locutorio Gastón entró en la iglesia. Empezaban los
preparativos del funeral y se alzaba en el centro el túmulo, vestido de
paños negros orlados de galones de oro apagado y mustio. El monaguillo
arreglaba las hachas en los grandes hacheros. Á poco bajaron la caja
forrada de paño negro también y el sacristán ayudó á colocarla sobre el
catafalco. Cuatro ó seis caballeros de la Orden, avisados temprano,
mal despiertos aún, iban acomodándose en los bancos de la nave. Uno de
ellos, el conde del Sacrovalle, divisó á Gastón apoyado en un pilar,
y le llamó con la mano, brindándole sitio en el banco, á la cabecera.
Encendidos los altos cirios, cuya llama amarilla chisporroteaba
vivamente, poblóse el altar de sacerdotes con negras vestiduras, y
en el coro aparecieron las siluetas de las monjas, visibles tras el
espeso enrejillado de madera. El órgano empezó á quejarse, acompañando
las voces de los sacerdotes que clara y ahincadamente entonaban las
plegarias y las invocaciones graves, tan humanas en su terror, del
Oficio de difuntos. Gastón escondía la cara en el pañuelo. Sentía
como si unos dientes sutiles y agudos se le hincasen dentro, muy
adentro, á su parecer más allá del corazón, en un lugar que, por lo
recóndito y lo sensible, debía de ser el ápice de la conciencia. No
podía Gastón atribuir tal efecto al dolor de haber perdido á doña
Catalina: si es cierto que la quería bien, poco lugar ocupaba en su
vida; ningún vacío le dejaba la Comendadora: sus muchos años hacían
de su muerte algo previsto, que no arrancaba lágrimas. No: lo que
sentía Gastón era un torcedor íntimo, una cólera secreta contra sí
propio, esa sensación oscura que lentamente se condensa para formar
el sentimiento de la responsabilidad moral. Era la detestación de
nosotros mismos, la censura,--más que ninguna severa,--que hacemos de
nuestros propios actos; era el juez interior que tantas veces duerme,
pero que cuando sacude la modorra nos registra el alma y nos condena
sin defensa ni apelación, porque tiene las pruebas, la evidencia en
la mano... Del enlutado ataúd, Gastón creía que se elevaba una voz,
preguntando:--¿Eres cristiano?--Y que el juez, el rígido juez de negra
toca, respondía:--Como si no lo fueses... Lo has sido en el nombre,
¿pero en los hechos? ¿Cuándo te has acordado tú de Dios? ¿Cuándo has
pensado en el prójimo? ¿En qué y cómo has dilapidado tu hacienda? Buen
comer, regalo, deleites, ociosidad... ¿Y qué más hicieras si fueses
pagano? ¿Eras cristiano cuando al salir de una cena desordenada, en una
noche fría, por no desabrocharte el gabán de pieles no dabas limosna?
¿Eras cristiano, ni aun caballero, cuando por un quítame allá esas
pajas, en aquella solitaria encrucijada del bosque de Bolonia, le
abrías la cabeza á tu mejor amigo? ¿Eras cristiano, ni aun caballero,
cuando con tu derecha apretabas la mano del duque de Argentán, mientras
en tu izquierda crujía un diminuto billetito de su esposa? ¿Eras
cristiano cuando?...--La lista fué larga, y Gastón seguía con el
pañuelo sobre el rostro, escuchando al inflexible juez.--¡Y todavía
te indignas porque, aprovechando tus horas de culto á los ídolos, un
bribón te ha robado la bolsa! Para lo bien que tú la empleabas... ¡Y
todavía serás capaz de desenterrar el tesoro de Landrey, y darle el
mismo paso, iguales despachaderas que á la hacienda que te dejó tu
madre! ¡Ay de tí, si con tal objeto descubres ese tesoro! ¿No sé yo
acaso que ayer, al soñar con él, pensabas en nuevos goces, en nuevas
locuras?...--Y aquí el invisible juez tomaba forma humana: era doña
Catalina, del color de la cera, con los párpados cerrados, la nariz
afilada, la boca sin labios, las manos en los puros huesos, toda ella
de una catadura tan espantable y temerosa, que Gastón quitaba el
pañuelo y miraba al ataúd con ojos de loco...
[Ilustración]
Entretanto resonaban los sublimes acentos del _Dies iræ_, y el viejo
conde del Sacrovalle decía al derrengado marqués del Altocueto:
--¿Sabe usted que noto al sobrino muy afligido? Tiene buenos
sentimientos ese muchacho...
La misma noche, en el tren correo, salieron Telma y Gastón hacia el
Noroeste, con rumbo al castillo de Landrey.


V
Landrey

De tres maneras tuvieron que viajar Gastón y su leal servidora
antes de sentar el pie en el castillo: al dejar el tren, tomaron la
diligencia que por una carretera provincial descuidada conduce á
la Puebla de Beirana, y antes de llegar á la Puebla alquilaron dos
peludos y trasijados rocines con su espolique y bagajero, para el
trozo sin camino practicable que conduce á «las torres.» Al pronto, en
aquella hora del crepúsculo, Gastón no distinguió, de su casa solar,
sino una masa informe, un hacinamiento de construcciones pintorescas
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