El Tesoro de Gastón: Novela - 4

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los antiguos_, la veta que guiase hasta el filón áureo del tesoro?
Fosforito tras fosforito, Gastón reconoció las paredes y el techo,
que tocaba con la mano. Una vegetación verdosa, húmeda, resbaladiza,
cubría las piedras, pero no había en ellas señal de abertura, de reja,
de argolla, ni de ninguna otra particularidad de las que indican una
entrada secreta. Los sillares eran gruesos, sólidos, bien trabados,
y el pavimento tampoco presentaba nada de anormal; raso como las
paredes, sin indicio de trampa ó sumidero. Golpeó Gastón por todos
lados, y no sonó á hueco. Entonces fatigado ya, con las yemas de los
dedos abrasadas, desanduvo el camino, y salió á ver el sol, á respirar
libremente.
[Ilustración]
Rióse de sí mismo. ¿Pues no había entrevisto, en su fantasía, el
tesoro? Sentóse en los escombros, y, cogiéndose la cabeza entre las
manos, concentró el pensamiento en la hipótesis. Todas las fuerzas de
su inteligencia se pusieron en juego, solicitadas por el problema de
que dependía su porvenir.
¿Existía en realidad el tesoro, no aquí ni allí, sino en alguna parte,
oculto, difícil, pero no imposible de encontrar? ¿Ó era sólo delirio de
un moribundo y una reclusa? Y si no deliraban, si en efecto el tesoro
se depositó en algún escondrijo del castillo, ¿no lo había descubierto
nadie durante los sesenta y pico de años que la mansión de Landrey
llevaba entregada á manos pecadoras? ¿Aquel don Cipriano Lourido, ave
de rapiña cebada en el cuerpo de sus amos, no podría haber olfateado
las enterradas riquezas?
Al ocurrírsele esta probabilidad, Gastón se fijó en ella, herido
por un destello luminoso. Recordó las vigas arrancadas, las paredes
recebadas de nuevo, las piedras de la torre removidas á mano y
amontonadas como para disimular la puerta, y estas señales extrañas le
pareció que demostraban con elocuencia la sospecha que germinaba en su
espíritu.
--Si Lourido no descubrió el tesoro, por lo menos lo ha
buscado,--discurrió con lógica.--¿Será esa la explicación de su fortuna
y el cimiento de aquella casa tan maja en la plaza Mayor de la Puebla?
Otra vez repasó en la memoria las palabras del papelito amarillento:
«Hallarás lo que buscares...» Con la ayuda del plano quemado por doña
Catalina, debían de ser clarísimos los pocos y enigmáticos renglones.
Faltando el plano, un logogrifo. Lourido no tenía ni plano, ni el
papelito siquiera.
--Le llevo una ventaja,--dedujo Gastón,--y si no acierto es que seré
doblemente torpe que él.
Volvió á recordar la misteriosa cláusula: «Si guiado por el Norte
siguieres el camino que seguían los antiguos en peligro de muerte...»
¿Cuál podía ser el maldito _camino_? Se golpeó la frente Gastón.
¡Una mina que permitiese á los moradores del castillo, sitiados y no
pudiendo resistir, huir por ignorado subterráneo y salvarse! ¡Una
mina... la mina que las gentes del país prolongaban diez leguas, y
donde creían sepultada á la Reina mora!
¿De qué manera encontraría la mina? Por dos sitios podía intentarse; ó
desde el castillo mismo, ó donde desembocase: á orillas del río, ó en
la montaña. La única indicación algo exacta era la de «guiado por el
Norte.» Al Norte estaba la torre vetusta, y de ella tenían que arrancar
las exploraciones. Sin embargo, el calabozo no ofrecía resquicios; la
obra subterránea del torreón moría allí.
--Volveré con una linterna, un pico y una pala,--pensó Gastón, que
lejos de desalentarse, sentía crecer su engreimiento.
Engolfado en tales propósitos le sorprendió un ruido á sus espaldas.
Eran dos voces, una infantil, otra muy timbrada, de mujer, que
discutían. Antes que se diese cuenta de nada Gastón, un niño como de
ocho años saltó por las piedras hacinadas en la puerta, á riesgo de
torcerse un pie, y con agilidad vino á caer al lado de Gastón, que le
amparó con los brazos, le sostuvo y le libró de un descalabro cierto.
La mujer exhaló un chillido y trepó impetuosamente por las primeras
piedras en seguimiento de la criatura, y Gastón corrió en su auxilio,
gritando:
--Cuidado, señora... que esas piedras ceden... apóyese usted...
Ningún caso hizo la señora del ofrecimiento; ligera como una corza
salvó el montón de ruinas, y brincó al otro lado, palpando al niño con
ansiedad. Segura ya de que no se había hecho daño alguno, volvióse á
Gastón diciendo:
--Mil gracias... ¡Si no es por usted, este diabólico...!
[Ilustración]
Mirábala Gastón de hito en hito, sorprendido de la aparición. Tenía
delante á una mujer que representaba de veintiséis á veintiocho años,
alta y bien proporcionada, de gentil presencia. Su traje, singular
en aquel rincón del mundo, era el que prescribe la moda á las
excursionistas; una falda de tartán escocés á cuadros verdes y azules,
bastante corta, polainas de paño sujetando fuerte y holgado zapato de
cuero, y gabancillo de alpaca azul, recto y flojo, sobre el cual un
cuello vuelto, de batista sin almidonar, dejaba libre la garganta. Esta
era morena y mórbida, y remataba en una cabeza que no podía llamarse
hermosa, pero sí expresiva y agraciada. El sol y el aire habían dorado
la tez, y sus tonos de ágata fina aumentaban la luz de los garzos ojos
y la frescura de la boca limpia y grande. El cabello, oscurísimo, se
recogía en sencillo rodete bajo el sombrero marinero de paja amarilla,
sin más adorno que el ala disecada de una paloma. Llevaba la señora
guantes gruesos, de hilo, y á la cintura una escarcela de charol.
Gastón se inclinó, se descubrió y dijo extremando el rendimiento:
--¡Ojalá fuese verdad que yo hubiese tenido la fortuna de servir á
usted de algo! Soy tan inútil, que ni aún quiso usted que la ayudase á
salvar las piedras...
--Estoy muy acostumbrada á pasos difíciles,--respondió la
excursionista,--y como usted comprenderá, ahí por los pedregales y los
derrumbaderos no siempre se encuentran señores amables que ofrezcan la
mano... Miguel, hijo mío, dí, ¿no te has hecho mal?
--¡Qué mal!--chilló el travieso con vocecilla aguda.--¡Si no necesité
del señor! Salté perfectamente solo...
--Calla, fanfarrón... Si no fuese tu antojo de entrar en la torre de
la Reina mora, no molestábamos á este caballero... Dale las gracias, y
vámonos, que es preciso volver á casita antes que se enfríe el caldo...
--¡Yo no me voy!--replicó el chico.--¡No me voy sin buscar el tesoro!
Atónito se quedó Gastón al pronunciar el niño tales palabras.
--¡El tesoro!--repitió con una emoción que le ponía la voz temblona.
--El tesoro de la Reina mora,--explicó la dama riendo.--¿Es usted
forastero? Entonces no tiene nada de particular que no sepa que en esta
torre estuvo cautiva una sultana, y la sepultaron con sus alhajas en
una mina descomunal que hay debajo, y que llega hasta los antípodas...
Gastón sintió frío... En vez de confirmar sus ilusiones, la leyenda,
referida así en chanza, las prestaba color de insensata quimera. ¡La
graciosa boca que se burlaba de la mina, disipaba á la vez los sueños
de oro!
--Nada de eso sabía, señora,--dijo disimulando el cuidado,--pero si el
tal tesoro anda por aquí, Miguelito y yo lo encontraremos.
--¡De fijo!--contestó con el mismo aire de buen humor la dama.--En
asociándose...
--Para que Miguelito y yo nos asociemos--insistió, Gastón,--es
preciso que su mamá nos autorice á ser amigos; y para que se digne
autorizarnos, que sepa quién es el futuro amigo de Miguelito... Me
llamo Gastón de Landrey.
--¡De Landrey!--repitió ella con acento de sorpresa y simpatía.--¡Es
usted el dueño del castillo!
--En este momento no,--contestó Gastón galantemente.
--Gracias otra vez... ¡Landrey!--murmuró la señora como hablándose á sí
misma.--¡Qué bonito nombre! ¡Qué antiguo en este país! ¿Es la primera
vez que viene usted á su casa?
--Sí, pero me detendré bastante tiempo.
--¡Bien hecho! Lo merecen estas pobres piedras tan simpáticas y tan
abandonadas. Me alegro en el alma de que esté aquí el señor de
Landrey... y celebro que haga amistad con Miguelito, y que desentierren
los capitales de la sultana, que ya habrán criado moho... Como usted no
va á adivinar mi nombre, me presentaré, aunque sea incorrecto. Me llamo
Antonia Rojas, viuda de Sarmiento, y vivo en una casita de campo, á
poco más de un cuarto de legua de aquí. Si en algo podemos servirle...
[Ilustración]
--Conozco la casa. Es más, la he visto á usted en ella...
--¿De veras?
--Esta mañanita, á cosa de las seis, en el jardín... Miguelito
estaba cerca del estanque, y usted salió de casa; llevaba usted un
traje claro, y un sombrero mayor que ese... Cogió usted de la mano á
Miguelito... ¡Ah! También había un perrazo negro, muy hermoso...
Ligero rubor se extendió por la morena cara de la viuda, y Gastón
comprendió que pecaba de indiscreto. Sus reflexiones lo eran, de
seguro, pues giraban alrededor de un punto que realmente no tenía por
qué importarle:
--¿Esta mujer que la casualidad me trae aquí, es una persona formal?
¿Es siquiera lo que se dice una señora?
La fatuidad y la extrañeza debían de transparentarse en su cara, porque
la dama, hasta entonces tan franca y corriente, se puso grave, y miró
de soslayo hacia los anteojos marinos de Gastón.
--Estos son los culpables,--dijo aturdidamente el mozo,--y si usted
les guarda rencor, yo se los ofrezco para que los arroje, si gusta, al
río...
Antonia Rojas levantó la mirada, rehusó con un gesto digno y afable, y
sin alargar la mano al señor de Landrey, se puso en franquía con pocas
palabras, corteses, pero llenas de reserva y aplomo.
--¿Me permite usted que la escolte hasta su puerta?--preguntó Gastón
algo contrito.
--Voy siempre sola con mi hijo, y me he encariñado con esta
costumbre,--respondió la señora trepando ágilmente por las piedras.
--¿Molestaré á usted al presentarla mis respetos?--insistió Gastón.
--Al contrario,--fueron las últimas palabras de Antonia, que sonrió un
instante, de despedida, mientras Miguelito daba á su amigo el beso más
voluntario; ese beso abierto y confiado de los niños á la gente que les
ha caído en gracia.
[Ilustración]


VIII
Lourido

La aventura preocupó á Gastón, que se entregó á mil conjeturas
impertinentes acerca de la desconocida excursionista. La curiosidad le
inducía á dirigirse aquella misma tarde á la quinta para «presentar sus
respetos,»--como se dice en la hipócrita jerga del mundo,--á la que
había visto en la torre. No se atrevió, sin embargo, porque si la mamá
de Miguelito era una señora cabal, de hecho tomaría por donde quemase
tan inconveniente apresuramiento, y la acogida sería correspondiente
á él. Resolvió, pues, no bajar á la quinta de Antonia Rojas hasta
haberse enterado minuciosamente de la fama, hechos y calidad de aquella
mujer, único medio que ha encontrado la sociedad para prevenir errores
é inconveniencias. Por este sentir mundano de Gastón, comprenderá el
lector que ya se había aquietado el bullir de aquel gusanillo que
empezó á roerle el espíritu en los funerales de la Comendadora...
Deparó la suerte á Gastón los informes que deseaba más pronto de lo que
pudo imaginar. Vino Telma de la Puebla, á donde había bajado por mil
fruslerías indispensables en toda casa, y trajo un convite de Lourido,
en regla, para el señorito: le aguardaban á comer al día siguiente sin
falta. Como si se tratase de alguna invitación diplomática, Gastón
envió temprano un billete aceptando y saludando á la señora y señoritas
de Lourido. Para asistir al convite se acicaló Gastón... No obstante,
al bajarse de un mal rocín en la plaza; al ver la antipática morada de
Lourido, con su reluciente lápida de seguros mutuos, sólo se acordó
de lo positivo; de que allí dentro habitaba un hombre con quien tenía
pendientes asuntos de interés, y que acaso este hombre se había
enriquecido desentrañando lo que don Martín de Landrey pensó dejar
tan oculto. Subió, pues, las escaleras haciendo coraje y cachaza, y
murmurando entre sí:
--¿Qué emboscada me preparará este malsín?
Lourido recibió al señorito bajo palio. ¡Qué honra para él, y para el
señorito Gastón, qué penitencia!... ¡Comer en la pobre choza, él que
estaría acostumbrado á no menos que vajilla de plata y servicio de oro,
en mesas de príncipes! Si no dijo esto mismo el Alcalde, la esencia de
su discurso sonaba á cosa parecida.
Gastón afirmó que comería divinamente, y entonces varió el registro
Lourido, insistiendo en que no permitiría que el señorito se alojase
más tiempo en tan desmantelada vivienda como Landrey.
--No le digo á usted que no, don Cipriano,--respondió Gastón aceptando
un puro y sentándose en el sillón del escritorio del apoderado.--Lo
he pensado bien, y es muy tentador venirse á esta casa confortable;
¡Landrey parece un hospital robado! Sólo que no me decidiré mientras
no arreglemos los asuntos. Quisiera hacerme cargo del estado en que se
hallan mis intereses por aquí... Como usted corre con esto... mejor es
para los dos que hablemos de una vez.
--¡Alabado sea Dios!--respondió el Alcalde de la Puebla revolviendo los
sagaces ojillos.--No hay descanso como tratar las cosas así de _pe_ á
_pá_... Con aplazamientos no hacemos nada.
Levantóse diciendo esto, y fué á abrir una alacenita de hierro
incrustada en la pared. Trasteó en ella un rato, y al fin sacó en
triunfo voluminoso mazo de papeles, sellados y por sellar; desató el
balduque que lo contenía, y esparció sobre la mesa los legajos que
despedían su olor peculiar á polilla y polvo.
--El señorito,--continuó,--querrá hacerme el favor de repasar estos
documentos, que son los comprobantes de mi administración desde que el
señorito heredó los bienes... Las cuentas del tiempo de su madre, que
en paz descanse, aprobadas las tengo ahí. Las otras, también, que las
aprobó el apoderado general, don Jerónimo, con poderes del señorito; de
manera que yo, por mi parte, seguro estoy: mi pío es que el señorito
quede contento y tenga satisfacción de que he cumplido con él y con la
casa; y mientras el señorito no diga: «Lourido cumplió,» me molesta á
mí el flato y no estoy á gusto...
--¿Dice usted,--interrogó Gastón,--que don Jerónimo aprobó esas cuentas?
--Año por año, ahí obra su firma redonda como un sol,--contestó
Lourido hojeando con viveza los papeles.--Y sepa el señorito que la
casa de Landrey tiene conmigo un crédito... un créditucho... poco,
una cochinada. ¡Verá los comprobantes, verá! Por servir á la casa de
Landrey me veo con el agua al cuello... que á veces me voy á fondo.
¡Nada! Me comprometí, vamos, y busqué el dinero... debajo de tierra.
--Debajo de tierra se encuentra dinero á veces,--replicó Gastón
haciéndose el distraído, pero espiando la cara del mayordomo, á quien
vió demudarse.--¿De modo que le debo á usted... cuánto?
--Para el señorito muy poco... Para un pobre como Lourido... un
dineral... ¡Bah! todo lo más serán cuatro ó cinco mil duros... Desde
que le administro, señorito, ni se me han satisfecho mis honorarios, ni
los reparos y las obras que ejecuté en el castillo, con autorización de
don Jerónimo...
[Ilustración]
--¿Reparos y obras?--preguntó Gastón, que empezaba á hervir en
cólera.--¡Pero si está aquello inhabitable!
--Y ¿cómo estaría si yo me descuido? Ruinas nada más. Tuve que
registrar y que afirmar la cimentación...
--¿La cimentación? Esa obra es la más á propósito para que un edificio
se venga abajo...
Gastón sentía que un sudor ligero brotaba en sus sienes. Obras,
registros y reparos le daban malísima espina; á cada paso se le hincaba
más en la imaginación el recelo de que Lourido había descubierto el
tesoro; y una ira sorda, pero furiosa, se alzaba en su alma como el
torbellino de polvo en el desierto. ¡Aquel bandido, aquel buitre cebado
en el cadáver de Landrey, engrosado con el espolio de la familia,
quería consumar el robo reclamando todavía un dinero que Gastón no
poseía ni podía reunir, y exponiéndole así á la vergüenza!
--Además de las obras,--prosiguió Lourido, que no creía sin duda
prudente insistir en tan delicado punto,--hubo que dar labores para
beneficiar las tierras, interponer demandas, sufrir prorrateos,
sostener litigios... y todo lo adelantaba de su bolsillo el presente
maragato. ¡He pasado tragos! Si no fuese que sabía que el señorito
dejar no me dejaba descubierto... Porque cada uno necesita de sus
pobrezas, y por falta de esos cuartos estoy yo boqueando, fuera el
alma, como la sardina cuando la sacan del copo...
Realizando un esfuerzo heroico, Gastón se dominó.
--Pues por hoy me es imposible satisfacerle á usted esa deuda,--declaró
resueltamente.
--El señorito tiene una manera muy fácil de pagar,--indicó felinamente
Lourido.--Con me ceder el señorito las tierras de Landrey... que al fin
nada le valen y el señorito ni se fija en ellas... porque el señorito,
ya se ve, anda por Madrid y por Francia y esto poco le interesa... que
es un rincón...
--¡Las tierras de Landrey!--repitió Gastón sintiéndose palidecer bajo
la ofensa de la proposición, pero conteniéndose porque veía un rastro
de luz y quería seguirlo.
--Ya sé que me meto en un perro negocio... sólo que, como el señorito
no puede pagar y á mí me hacen falta los cuartos, tan cierto como que
somos hombres... por salir los dos de esta mala andadura...
--¿Las tierras... y el castillo?
Lourido bajó los párpados para que no se trasluciese la llama repentina
de sus ojos diminutos, y, colorado de emoción, contestó reprimiéndose:
--Ya se sabe... aunque el castillo no vale un ochavo... pero el que
merque las tierras, el castillo ha de mercar; quien lleva la vaca lleva
la soga...
--¿Sabe usted,--repuso Gastón, á quien el instinto dictó entonces una
conducta salvadora y maquiavélica,--que merece pensarse la proposición?
Yo realmente no tengo gran empeño en conservar estas paredes ruinosas.
Con todo, darlo así, en pago de una deuda... Mi interés me aconseja, si
es que lo vendo, sacarlo á subasta y el que más ofrezca... Ya ve usted
sólo las rentas...
--¡Ay! ¡El señorito se va á llevar chasco!... Cuando uno quiere vender
es cuando nadie compra... No crea el señorito que _Roschil_ le daría
más que el presente maragato... Si el señorito piensa que es poco...
¡porque no diga que no guardo consideración á la casa!... ¡un par de
miles de duritos más... y eso que me ahorco, me ahorco!
Gastón iba, sin duda, á responder, cuando sonaron á la puerta voces de
mujeres jóvenes. «Papá, papá,» decían en dos tonos diferentes, el uno
afectadamente fino y zalamero, el otro natural y cariñoso.--«Entrar,
niñas...» Hicieron irrupción en el despacho, y Gastón se levantó y
saludó hasta los pies á las dos señoritas del Alcalde. En la primera,
la del pomposo vestido azul con cintajos amarillos, la del crespo moño,
la de la enharinada tez, reconoció Gastón á la que se desperezaba
tan de mañana en la galería, y pensó que era lástima que se hubiese
tomado el trabajo de componerse, porque era realmente guapa y lozana,
y el ridículo adorno la echaba á pique.--«Si me permitiese pasar un
plumero por esa cara bonita emplastada de polvos de arroz...»--La otra
muchacha, modestamente vestida de hábito del Carmen, era de exigua
estatura y cara macilenta, y cojeaba mucho, apoyándose en una muleta
corta.
--Esta se llama Florita,--dijo Lourido, presentando á la enharinada con
mal encubierto orgullo.--Y ésta, Concha,--añadió señalando á la de la
muleta.--La pobrecilla padece...
--Pero no he perdido el buen humor,--declaró espontáneamente la coja,
riendo con ingenua amabilidad.
Media hora después, Gastón ocupaba, en la mesa de don Cipriano, el
puesto que los anfitriones juzgaron de honor;--entre las dos muchachas,
y frente al ama de la casa, á quien el señorito de Landrey había visto
con conatos de pegar y arañar á la rubia Flora, y que en el festín se
esforzaba por demostrar una inverosímil dulzura melosa, desmentida por
un rostro avinagrado y enjuto.--Abusando de los diminutivos, llamaba
á sus hijas _Floritiña_ y _Conchitiña_; hablaba sin cesar, hasta
causar mareo, de lo inferior de su comida y del gran sacrificio que
hacía Gastón en aceptarla, así como de los méritos y habilidades de
sus niñas, sobre todo de Flora. Gastón supuso que la coja era uno de
esos seres que las familias indelicadas sacrifican, posponiéndolos
siempre á otros más guapos y sanos; y sin querer se interesó por la
muchacha, ocupándose de ella más que de Florita, que estaba colorada
de despecho. Su deseo de atraer la atención del señorito era tan
visible, que le servía, le ofrecía aceitunas y dulces, y ella misma
quiso ponerle el azúcar en el café, á lo cual la animaban expresivas
ojeadas de su madre y densas carcajaditas de su padre, que olvidado,
al parecer, de asuntos, deudas y adquisiciones, se mostraba hecho un
almíbar con Gastón.
[Ilustración]
Al través de los incidentes de la comida, Gastón no perdía de vista ni
un instante á su desconocida de la torre de la Reina mora. No sabía
cómo traer la conversación hacia ella, y al fin lo hizo por el medio
más elemental, diciendo con indiferencia aparente:
--¿Conocen ustedes á una señora de Rojas, que tiene un niño muy
travieso? Ayer les he encontrado visitando la parte más arruinada de mi
pobre castillo...
Como tocadas por una corriente eléctrica, saltaron Flora y su madre.
--¡Vamos, ya se le metió á usted por los ojos la viudita!--dijo la
esposa de Lourido en tono de compadecer á Gastón.--¡Eso era de ene!
--No,--protestó Gastón sin empeño,--me parece que esa señora no contaba
con mi presencia. El chiquillo se entró corriendo en la torre, donde yo
estaba...
--¡Ay! ¡el chiquillo!--intervino Flora remedando irónicamente el acento
de Gastón.--Sí, sí... ¡al chiquillo le tiene ella bien enseñado!
--¡Mujer!--exclamó Concha sublevada.--¡No sé cómo dices eso! Es de mala
conciencia pensar ciertas cosas.
--¿Pero ustedes creen,--dijo Gastón aparentando candidez,--que fueron á
la torre sólo para encontrarme?
Hubo un duo de risas malignas; Concha se quedó seria.
--Vaya, aunque es usted de Madrí, parece bien inocente,--declaró la
mamá, con dejos de hiel en la voz.--Los hombres... ninguno ve ciertas
cosas, por más _de_ que salten así á los ojos.--Y al decir esto la
alcaldesa agitaba sus dedos esqueletados.
--Además,--continuó Flora quitándole la palabra á su madre,--¡la viuda
es muy larga, muy trucha! Engaña á Licurgo con aquella marcialidad y
aquel qué se me da á mí que gasta.
--Vamos... ¿es una mujer de mala conducta?--interrogó Gastón como si le
convenciesen.
--¡No, señor! gritó Concha, sin poderse contener.--¡Hace las caridades
que puede y va á la iglesia, que yo lo veo!... ¡mucho más que otras!...
--No le haga caso á esta _papulita_,--advirtió la madre tragándose con
los ojos al testigo benévolo.--Ésta, como no hace más que rezar y oir
misas, piensa que todos son santos de palo... Y la de Rojas es una
santa _mocarda_. De mala conducta... ¡puede que ahora no sea, pero el
diablo sabe lo que hizo en vida del marido, cuando rodaba allá en el
extranjero, que mismamente parecían el judío errante!... Así dieron el
trueno gordo, que ella triunfó y gastó como una emperatriz, y entonces
él, desesperado ya el pobrecillo, ¿qué quería que hiciese? Se mató...
--¿Se suicidó el marido de esa señora?--preguntó Gastón esta vez
impresionado.
--¡Ya lo creo!--gritó la dueña triunfante.--Dos tiros se pegó en la
barba y en el cielo de la boca... Ya ve usted qué principios tendrá
ella, que anda por ahí como si tal cosa, alegre...
--¡Después de seis años!--advirtió Concha.--¡Pues bien triste y bien
enferma estuvo! El bruto y el mal cristiano fué él; ella no. ¿Querían
que también se matase?
--Para mí el marido hizo la acción porque descubriría algún enredo de
la mujer,--declaró la señora de Lourido.
--Y por otra parte, no tenían ya sobre qué caerse muertos,--agregó
Lourido.--Ella está miserable como las arañas.
--Miserable, sí,--contestó Flora,--pero tan romántica como siempre.
¡Unos trajes y unos sombreros! No sé si ese modo de vestir será
elegante... Raro parece. ¡Y las faldas tan rabicortas! ¡Qué descaro!
--Pero, mujer, si es para andar por el monte,--arguyó la defensora,
impaciente y acalorada.--¿Había de llevar cola? ¡Si yo no fuese coja,
me vestía como ella!
--¡Estarías bonita! Que te aproveche; á mí la de Rojas me parece un
guardia civil...
Aquí llegaban de la discusión cuando entró un galancete, el juez
municipal, muy rizado á hierro y muy soplado de cuello y puños,
declarado aspirante de Flora; y Gastón aprovechó el momento para
cambiar de conversación, porque ya sabía cuánto le importaba. Con esto
pasaron del comedor á la sala de recibir, en cuya consola se ostentaba
un soberbio reloj de mármol y bronce y dos candelabros del más puro
estilo Imperio.
--Os reconozco,--pensó el señorito de Landrey,--os reconozco, reliquias
de mi casa, testimonio de la rapacidad de este buitre... Ahora quiere
que lo principal siga á lo accesorio, y se propone que el castillo haga
compañía al reloj...
Distrájole de estos pensamientos Flora, preguntándole si tocaba el
piano, sólo para buscar cháchara y que rabiase de celos aparte el juez
municipal; y Gastón, que era sujeto abonado, se prestó admirablemente
al juego.
[Ilustración]


IX
Iniciación

Con más impaciencia que antes deseaba Gastón el momento de saludar á
Antonia Rojas, que ya tenía para él los alicientes del misterio; y
pareciéndole que al tercer día no es incorrecto visitar á una señora
que lo permite, escogió las primeras horas de la tarde y se echó á
adivinar el camino, por no buscar guía que le condujese.
Sin gran trabajo se orientó y llegó al pie de la tapia, encontrando de
par en par la verja que cerraba el portón. No era cosa de meterse como
Pedro por su casa, y al mismo tiempo no veía á nadie, cuando de entre
un macizo de flores salió disparado el niño, tendiéndole los brazos y
el corazón en ellos.
--¡Vaya, por fin vienes!--chillaba la voz aguda y fresquísima.--¡Pero
cuánto tardaste! Yo quería ir ayer á buscar contigo el tesoro... y no
me dejó mamá. ¡Qué gusto! He de enseñarte mis cabritas... Otelo, no
ladres, tonto... es gente conocida...--añadió halagando al perrazo
negro, que obedeciendo á la intimación de buena acogida, meneó la
poblada cola y apoyó las patas en los hombros de su amo.
--¿Está visible tu mamá?
--¡Ya lo creo! Vénte,--chilló Miguelito.
Y saltando á la pata coja, precedió á Gastón, que se dejó llevar.
Atravesaron el jardín, y después el zaguán de la casa, claro y adornado
con jarrones de loza y plantas de invernadero; salieron á un patio
cuadrangular, rodeado de edificios nuevos que parecían dependencias,
y en uno de ellos, del cual salía humo, entró Miguelito seguido de
Gastón. La luz que penetraba en el vasto cobertizo por una serie de
altas ventanas, alumbró un espectáculo original.
En medio del cobertizo, cerca de una cocina baja donde borboritaba
enorme caldero, y al pie de un tonel que despedía espeso vaho, estaba
Antonia ataviada de un modo bien diferente que el día en que Gastón la
había conocido. Una falda de percal claro y un cuerpo de manga corta,
resguardados por cumplido delantal de _oxford_ á rayas blanco y cereza;
un pañolito de seda roja atado á la curra, con la gracia picante de un
tocado criollo, componían el traje de la señora. Los brazos, morenos y
de un modelado suave y vigoroso á la vez, se agitaban sobre el tonel
humeante, derramando en él el contenido de un frasco de cristal. Una
moza aseada y robusta, enarbolando la pala, esperaba el momento de
revolver la lejía; porque, fuerza es decirlo, aquella decoración no era
más que fondo para la humilde operación casera de colar la ropa...
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