De Sobremesa; crónicas, Quinta Parte (de 5) - 9

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recuerdo, será como purificarnos, será como desmaterializarnos, será
un resplandor sin llamarada, será como una diafanidad de gloria... Lo
mejor de nuestra vida está en el corazón de los que nos aman. Para el
artista el amor es la admiración, que, como dijo Shelley, la gloria es
amor disfrazado... Por eso sólo puede decirse que se van ó que mueren
los que no supieron hacerse amar.
La dulce voz será silencio. Pero ¿qué música valdrá lo que el recuerdo
de esa voz en nuestras almas? No seré yo quien le salga á usted al paso
para decirle: No nos deje, que el callar de su voz es como si algo
también enmudeciera en nosotros... No; que aquí, en nuestro corazón,
queda para siempre y bastará poner atento el oído al corazón para
escucharla, como al acercar un caracol nos parece oir como recogidos en
sus repligues de nácar el oleaje del mar lejano...
No seamos egoístas en nuestra admiración... De una insigne actriz
francesa se cuenta que en triunfo de teatro exclamaba: ¡Bien me pueden
aplaudir; les doy mi vida! Usted nos ha dado lo mejor de su vida; justo
es que nuestra admiración le consienta á usted descanso.
El público no ve, no sabe que cuando á él llega una ráfaga de arte
puro, esa ráfaga... presupone una tempestad en el alma del artista,
como el aire apacible que refresca un día ardoroso nos llega tal vez de
un vendaval remoto que fué desolación y espanto...
Para el artista son las lágrimas crueles, para el espectador las dulces
lágrimas. Amor y gratitud para el artista que da por bien pagadas sus
tristezas más hondas con vuestro aplauso.
Rosario Pino no podrá olvidar nunca los aplausos de este público suyo:
su recuerdo será quizás toda su alegría en el descanso buscado... No
olvidéis vosotros pronto á la que supo haceros olvidar tantas veces las
emociones penosas de la vida con la elevada emoción de su arte.


XLI
CAMPOAMOR

Siempre he temido volver á los lugares que dejaran en mí gratos
recuerdos. Siempre he temido volver á leer los libros que fueron el
encanto de mi niñez ó de mi juventud. El lugar será el mismo, el libro
también. Pero ¿estaba en ellos el encanto ó el encanto era el de
nuestras almas, sorprendidas y admiradas de todo, como ojos de ciego
abiertos por milagro á la luz... y sólo de ver ya gozosos, porque ya el
ver es una hermosura, aunque no sea hermoso todo lo visto...?
Pero, entonces, ¿es que las cosas no son nada por sí? ¿No hay valor
alguno objetivo? Sí; las cosas son algo, son ellas, las mismas siempre;
pero la luz que las alegra ó las entristece, auroras ó crepúsculos,
pleno sol estival ó luz de luna, nubarrones tormentosos con relámpagos
de luz ó relámpagos de sombra, frecuentes en el cielo de las almas,
todo eso es nuestro, y todo eso es el espíritu de las cosas... y
también nuestro espíritu. Nos vemos en los ojos que nos miran y vivimos
en las almas que nos atienden...
Nosotros mismos no sabemos de nosotros más de lo que saben decirnos los
demás. Nuestra propia conciencia, lo más nuestro, se esconde ante la
conciencia ajena para que ella no pueda decirnos la verdad de nuestra
conciencia. Y este ocultarnos unos á otros la verdad para creernos
mejores de lo que somos, si es hipocresía cuando nos damos tan mal arte
á vestir el disfraz que todos advierten que es disfraz, bien pudiera
ser toda nuestra verdad cuando sabemos disfrazarnos de tal suerte
que el disfraz llega á ser más que el vestido, algo tan propio y tan
adaptado á nuestro espíritu como nuestra corporal hechura. El que logra
hacerse una cara con la más agradable de las caretas ha dejado de ser
hipócrita para ser virtuoso. Y no digáis: ¡Buena virtud de mascarada
será esa!, si consideramos que ya es virtud llevar de ese modo una
careta, y que estas caretas espirituales, si han de parecer como
nuestra propia cara, han de amoldarse de dentro á fuera, y han de ir
muy prendidas en nuestro corazón.
Pues si difícil es saber la verdad de nosotros mismos, ¡cuánto más
difícil será saber la verdad de las cosas! Y si al volver á ellas ya no
somos los mismos, ¿qué habrá sido de ellas?
Como decía Ronssard, el poeta que dió sus mejores canciones á la gloria
efímera, ¿dónde están las nieves de antaño...? Nuestro corazón es
caminante que aunque dos veces pase por un camino siempre le parece
camino nuevo.
Un amigo mío acababa de reñir con su novia, á la que había jurado
amar eternamente, y á los pocos días me daba á leer una carta de otra
novia. Y con otra carta en sus manos de la novia antigua, me decía como
loco: «Esta sí que me quiere. Lee esa carta y compara, compara con esa
carta». Yo leí las dos cartas, y comparé: las dos decían lo mismo. Y
cuando él, al verme reir, se dió cuenta de ello, sin darse á partido,
me decía: «Sí, sí, dicen lo mismo; pero esta es verdad y aquella era
mentira».
Después de esto no extrañaréis que aun no os haya dicho nada de nuestro
poeta. Si veis que la apariencia de las cosas, no me atrevo á decir su
verdad, está en nosotros más que en ellas, estas emociones suscitadas
por el poeta, ¿no os dirán más lo que del poeta siento que si de él os
hablara?
¡Campoamor! Yo le conocí. Era yo un niño y su fisonomía me era ya
familiar. Sólo una vez hablé con él en los postreros años de su vida;
yo comenzaba á _literatear_, literatura de señorito.
Un ferviente admirador del gran poeta, gran amigo mío, me presentó
á él. Era á la puerta de la librería de Fe. Don Ramón, antiguo
tertuliante de la librería, por aquellos últimos años de su vida,
llegaba en coche ante la puerta, y desde allí saludaba á los amigos;
todos salían un momento de la tienda, rodeaban el coche y conversaban
con el anciano poeta, de rostro rubicundo, de ojos azules, muy claros,
unos ojos que sonreían á todo, con tal gracia, que con no sonreir sus
labios nunca, pues la boca era de severa expresión, la gracia de sus
ojos bastaba á mostrarle sonriente, como abuelo bondadoso que con la
voz reprende al nietezuelo y con los ojos ríe la travesura.
Un amigo le dijo al presentarme: «Maestro, le presento á usted á
Jacinto Benavente, escritor; tiene mucho talento». Y el maestro, el
abuelo, me miró muy despacio y dijo: «¿Mucho, mucho talento? Porque
si no tiene mucho talento, vale más que sea bueno». Y yo no he
olvidado nunca aquellas palabras ni la mirada de bondad. Y como no
he estado nunca muy seguro de tener mucho talento, mucho talento, he
procurado siquiera, ya que en talento no fuese aventajado, aventajar en
bondad. Porque aquellas palabras del poeta y otras del obispo, que al
confirmarme me dijo: «Hijito, seas santo», no he dejado de repetirlas
un solo día desde que las oyera, y han sido acaso mis oraciones más
fervorosas, para que ellas me guarden de toda vanidad.
Ahora, de la vida de Campoamor, ¿que sabré deciros? La vida de los
poetas está en sus poesías. La poesía de Campoamor es toda inquietud
espiritual; pero una inquietud que pudiera decirse sosegada. Hay
hombres de vida azarosa, perdida en vanas agitaciones, que al parecer
responden á desasosiego interior, á inquietud espiritual, y si vamos á
ver, toda aquella turbulencia es epidérmica, de gestos y pasos.
Otras vidas hay de tranquila apariencia, sin sacudidas aparentes,
y toda aquella serenidad y placidez es muro de piedra en palacio
señorial, que parece al exterior alegre mansión de riqueza y es por
dentro mansión de dolor.
Nuestro poeta hubiera podido escribir como Goethe: «Tengo bien señalada
la demarcación entre mi vida política y social y mi vida moral y
poética. Demarcación puramente exterior, se entiende; pero me va muy
bien así». Goethe llamaba á Beethoven ser indomesticable, y él se decía
á sí mismo un ser social.
Campoamor era, como Goethe, un ser social. Y como el hombre era tan
amable de cerca, su poesía era también amable. Y el poeta de las
ironías y de los sarcasmos, el menos ortodoxo de los poetas españoles,
oía celebrados y repetidos sus versos en labios de las damas y de las
jóvenes más distinguidas de la mejor sociedad.
Fué el poeta preferido de las mujeres. Era el poeta que mejor las
comprendía; las perdonaba todo. Las mujeres ¡pobres mujeres! creían
por eso que las amaba mucho... No comprendían que aquel su amable
perdón, aquella su indulgencia para todas las faltas y errores que
pueden cometer las mujeres, tenía más de profundo conocimiento de que
no podían ser de otra manera, de que no se las debía pedir lo que no
pueden dar...
Las mujeres que saben de amor saben que el hombre que de verdad las
ama es el que peor habla de ellas y más abomina de sus engaños y más
se atormenta por sus traiciones... Lo otro no es amar, es comprender
y perdonar. Ahora, que la mujer, cuando sólo de poesía se trata, no
sabe distinguir al amigo del amante. El poeta amigo de las mujeres,
comprende y perdona. El poeta amante, maldice y castiga.
En la realidad, ya saben ellas distinguirlos. Al buen amigo es al que
las mujeres le cuentan las perrerías que les hace el verdadero amante,
y suelen decirle: ¿Por qué no será como usted? Usted sí que me quiere,
usted sí que es bueno para mí. No hay que creerlas mucho, porque si lo
creyeran así, con dejar al amante y tomar al amigo... Y ya se sabe que
las mujeres conceden rara vez ese ascenso.
El amor y la muerte fueron las dos grandes inquietudes que animaron
en la poesía de Campoamor. ¿Y qué pensaba Campoamor del amor y de la
muerte?
Del amor, tal vez como el filósofo pesimista. Es el lazo que la
Naturaleza nos tiende para perpetuar la especie.
¿Nada más? No, que de este lazo tendido por la Naturaleza, de este
instinto en que el hombre puede ser inferior al bruto, cuando el hombre
solo atienda al placer que engendra dolor, el espíritu puede elevarse
en sacrificio que, con ser dolor, será más alto goce, si nuestro
espíritu sabe elevarse al aceptarlo. Así, del placer instintivo, por
su conciencia de dolor, podemos elevarnos al amor espiritual. Cerrado
queda así el círculo de nuestra evolución. Completa será cuando en
sentido inverso, aceptado el deber, ya todo será espiritualidad en
nuestros amores, y del deber como instinto proceda el goce espiritual,
en vez de proceder del goce instintivo el deber doloroso.
Y de la muerte... La región ignorada, de cuyos límites ningún caminante
torna, como dice Hamlet, ¿qué pensó Campoamor?
Campoamor no sabía si había un Dios; creía que debía haberlo. Y
esta creencia ya era una realidad. Si encerrados en un aposento
obscuro, por donde entre las maderas entornadas llega un rayo de sol
á nuestra frente, no supiéramos que el sol estaba allí detrás; si
ese rayo viniera del cielo azul sin astro visible á nuestros ojos,
¿no pudiéramos creer que ese rayo de luz lo mismo pudiera llegar del
cielo á nuestra frente que de nuestra frente perderse en el cielo? ¿Y
dejaría su luz de ser luz por eso? ¡Dios! ¡Dios! ¿Dónde está? ¿Qué
es? ¿Qué importa? Si el sol fuese invisible á nuestros ojos pero su
luz no nos faltara... ¿qué importaría? Creyéramos que el rayo de sol
en el aposento obscuro era luz de nuestra frente ó luz de lo alto, su
resplandor siempre sería divino.


XLII[6]
[6] Leído en la inauguración del Florilegio de poetas
castellanos.

Señoras y señores:
La Sección de Literatura sabe muy bien á lo que se expone con este
florilegio de poetas cuya lectura hoy comenzamos. Se expone á vuestro
aburrimiento. Y á conciencia de aburriros nos arriesgamos en esta
empresa. Sí, señores. En España es preciso que nos acostumbremos al
aburrimiento. Los españoles somos tristes por ser demasiado divertidos.
Parece paradoja, ¿verdad? Pues así es... Todo nos aburre y todo nos
fastidia, porque pretendemos divertirnos con todo. De la palabra lata
hemos hecho una pavorosa divinidad. Todo es lata. Lata es un discurso
de presupuestos; los diputados y senadores huyen apenas se inicia la
discusión, se refugian en el salón de conferencias, en los pasillos
y allí se bromea á costa de los oradores serios y se prefiere la
amenidad, la diversión de la comidilla política diaria...
Después nos sorprende algún impuesto oneroso, algún despilfarro que ha
de pesar sobre el contribuyente harto castigado.
Pero ¿qué importa? Nos hemos librado de una lata.
La Ciencia nos engorra, el Arte en serio nos fastidia. Faltos de
ambiente, son muy contados los que trabajan por la Ciencia y el Arte...
¡Asusta tanto que nos llamen lateros!
Un día las naciones de Europa llaman á concurso, se buscan nombres,
obras, no hay nombres ni obras que ofrecer á los extranjeros. La
vanidad nacional se siente herida... No tenemos Ciencia, no tenemos
Arte. Está bien. Pero tampoco hemos tenido que soportar latas, ¿y lo
que nos hemos divertido entre tanto?
Yo confieso que me encanta y me enamora este modo de ser nuestro y
prefiero para vivir las ciudades á lo morisco, en que las gentes se
tienden al sol y van reposadas por las calles en amables y ociosas
charlas á las ciudades á la europea, á la americana, por donde se
camina á empujones, á codazos, sin un saludo cordial, sin un piropo
chirigotero...
Lo malo es que la humanidad ha llegado á su madurez, y estos pueblos
infantiles, que sólo quieren diversión y juego como los niños, están
muy expuestos á ser traídos á la razón de mala manera. Porque en la
casa donde se trabaja, á la hora de trabajar molestan los niños.
Por eso conviene que los españoles empecemos á saber aburrirnos. La
cultura no es otra cosa. Sólo son grandes y cultos los pueblos que han
logrado por fin no aburrirse con todo lo aburrido. Cuando se ha llegado
á sublimar el aburrimiento hasta el éxtasis, como en la música de
Wagner, se ha llegado á esa civilización suprema.
Por fortuna, este aburrimiento disciplinado concluye por ser más segura
diversión que la otra, la diversión alocada de un día y otro. Porque la
vida, aunque parece que es eso, un día y otro y una hora y otra hora es
algo más. Es el día de la suma, la hora de las cuentas, en que todo se
paga.
Hay una parte de nuestro ser perezosa, casi inerte, su aspiración es el
reposo y todo lo más un dulce columpiarnos, una diversión del espíritu;
avanzar un poco para retroceder al mismo punto. Hay otra parte más
alta y más noble que aspira á desprendernos de todo esto que sujeta y
detiene, de esto que llamamos la vida y con decir «la vida es así» lo
disculpa todo. Pero esta parte, única evolutiva, creadora, única que
puede libertarnos al fin de la vida y de nosotros mismos, es la que
hemos de cultivar con dolor y con aburrimiento hasta vencerlos, hasta
sobreponerse á ellos.
Decir ¡Qué lata! Es decir pereza mental, indigencia de nuestro
entendimiento, sequedad de nuestro corazón.
Decimos ¡Qué lata! Y cerramos el libro y apartamos al amigo y por no
aburrirnos un día nos quedamos en soledad para muchos días, para toda
la vida.
Y esa soledad, que es desolación porque nada queda donde nada hubo y
por habernos divertido unas horas nos aburrimos para siempre.
He dicho, y como pocas veces he dicho lo que sentía, porque ¡deja uno
tantas veces de decir lo que siente por temor á parecer latero...!


XLIII[7]
[7] Leído en la sesión en honor de Rubén Darío.

Señoras y señores:
Por esta vez ¡Loado sea Dios! la Sección de Literatura no celebra
funerales literarios. Hoy podemos regocijarnos sin asomos de tristeza,
más ó menos espontánea. En otras ocasiones, al honrar la memoria de
algún difunto, veníamos á ser como la viuda rica, según dice el refrán:
«La viuda rica con un ojo llora y con el otro repica». Hoy por fortuna
podemos repicar y tocar á gloria de todo corazón.
Vivo y entre nosotros está el poeta festejado, vivo y en plenitud
de su númen poético; así es que tampoco tiene esta fiesta ese dejo
amargo de las despedidas, como otras semejantes en que parece decirse
al festejado, al declinar de su vida y de su entendimiento: «Con esto
cumplimos; ahora á casita y no se moleste usted más por nosotros».
Estos homenajes á lo Carlos V vienen á ser algo así como el tercer
aviso ó como la salida de tono de aquel ingenioso cuanto iracundo
escritor, al increpar á un portero agonizante: Usted á morirse pronto,
que es su obligación.
La Sección de Literatura bien quisiera no ser siempre una especie de
funeraria. Y si no prodiga con los vivos estos homenajes es... porque
entre los vivos los hay tan vivos que se organizarían ellos mismos el
obsequio y habría que declararse en sesión permanente. Los muertos no
suelen valerse de recomendación ni son tan intrigantes. Aun así, yo no
sé, ahora que hemos dado en practicar el espiritismo, si no acudirá
alguno del otro mundo á solicitar su homenaje.
Pero, en verdad, estos honores, sólo son en verdad honores cuando más
honra á quien los ofrece que á quien los acepta. Y nadie dudará que hoy
es el caso para esta Sección de Literatura.
Fuera también de toda utilidad y de toda consideración extraña al Arte,
ni siquiera pensamos al realizar este acto en estrechar los consabidos
lazos hispano-americanos... esos lazos tan traídos y llevados en
congresiles discursos y brindis de banquetes.
¿Qué discurso valdrá lo que un solo verso de Rubén Darío escrito en
noble lengua castellana?
¿Qué brindis, como la inspirada elevación de su poesía al alzar
el poeta, como el sacerdote en el más sublime misterio de nuestra
religión, en cáliz de oro la propia sangre que no es otro el misterio
de la poesía?
No hay poeta cuyo corazón no sangre siempre. La sangre del poeta es
chorro de luz, pero esa luz que es resplandor para todos, es en el
corazón del poeta herida dolorosa. Cuando cantáis á nuestra gloria
cantáis á vuestro dolor. ¿No es cierto, poeta? Que vuestras rosas
suavicen por un instante las espinas de vuestra corona. Las mejores que
os ofrecemos son de vuestros floridos rosales.
Nos las ofrecísteis para gloria de todos. Su aroma fué una música
espiritual de oraciones que saturó nuestras almas de poesía. Al
prenderlas sobre nuestro corazón aprenderán la más dulce palabra de
gloria. ¡Amor! ¡Amor al poeta! canta hoy en nuestros corazones esa
canción que es armonía de risa y llanto y pone en las palabras más
vulgares acentos de una verdad resplandeciente, y es como temblar de
aguas vivas, y es la caricia de lo sublime, y es el pasar de Dios por
nuestras almas.
He dicho.


XLIV
JUAN DE LEPES

Nació este santo poeta en Ontiveros, provincia de Salamanca; el menor
de tres hijos que tuvieran de su matrimonio Gonzalo de Lepes, tejedor
de oficio, y Catalina Alvarez. Nació en el año de 1542.
Viuda á muy poco su madre, y en extrema pobreza, pasó con sus hijos á
la villa de Arévalo y después á Medina del Campo. Allí halló Juan un
noble protector en don Alonso Alvarez de Toledo, administrador de un
Hospital de la villa. En este Hospital cuidaba Juan de los enfermos y
era en edad de doce años grave y pensativo.
A los veintiuno entró como novicio en el Monasterio de Santa Ana, de
los PP. Carmelitas, en Medina, y en este mismo Monasterio profesó á su
tiempo, con el nombre de Fray Juan de Santa María.
Enviáronle sus superiores á estudiar teología en Salamanca, y
aconsejado por Santa Teresa, ingresó en la Orden expresada de
Carmelitas descalzos. Discordias entre los calzados y los descalzos,
fueron causa de persecuciones para Fray Juan de la Cruz, que así se
llamó al cambiar de Orden. Fué trasladado á Toledo y allí encerrado en
el convento de observantes sujeto á duras penitencias.
Por inspiración divina, nunca nos falta en semejante caso, recibió
la orden de fugarse y así lo ejecutó, descolgándose por una ventana.
Refugióse en un convento de monjas y huyó después á Almodóvar. De
allí pasó á Granada y fué nombrado, primero, definidor de la Orden, y
después, vicario de la casa de Segovia.
Mal hallado su natural humilde en estos cargos, se retiró al desierto
de la Penila, en Sierra Morena, y allí, caballero andante á lo divino,
como Don Quijote, hizo penitencia, aunque por más alta Dulcinea.
Quebrantada su salud, hubo de recogerse en el convento de Ubeda, y allí
murió á 14 de Diciembre de 1591.
Fué canonizado en 1674. Su cuerpo está en Segovia en el convento de la
Orden.
* * * * *
Fué San Juan de la Cruz el místico por excelencia. La vulgar acepción
considera místicos á muchos escritores, que en rigor sólo pueden ser
llamados devotos y cuando más, ascéticos. De los españoles, sólo Santa
Teresa, en «Las moradas», el beato Juan de Avila, algunas veces, pueden
ser considerados como místicos en el verdadero sentido del misticismo.
El misticismo, ha dicho Matter, se eleva sobre la ciencia positiva y
la especulación racional y aspira al elevarse, á la intuición en lo
metafísico, en lo moral á la perfección.
El misticismo llega al conocimiento por el amor como la filosofía y la
teología pretenden llegar por el entendimiento.
El misticismo no es luz que alumbra la razón, es llamarada que abrasa
sentidos y potencias y sublima el espíritu hasta confundirse con
el objeto de su amor. Amada en el amado confundido. Y para él la
verdad sólo tiene un nombre. Amor. ¡Amor! Unica verdad que no admite
contradicción ni razonamiento.
Cuando se dice: Creo, tal vez se dice: Dudo. La duda condescendiente
siempre se expresa así: Yo creo que... Cuando se dice: Amo, se dice:
Creo, creo con toda el alma.
De todos nuestros místicos ninguno tan desunido del mundo exterior,
de su propio mundo interior como San Juan de la Cruz. Su espíritu no
era siquiera mariposa que se abrasa á la llama del amor divino, era
la propia llama ardiente como el Espíritu divino en los zarzales de
Moisés, en el tabor de Cristo.
Voy á leeros la canción entre el alma y el Esposo, paráfrasis del
Cantar de los Cantares. San Juan de la Cruz escribió sobre estas
canciones: «El Cántico Espiritual», glosa y declaración de cada una de
sus estrofas.
Y según palabras del Santo. Por cuanto estas canciones parecen ser
escritas con algún fervor por el amor de Dios, no quiero yo decir toda
la anchura y copia que el espíritu fecundo del amor en ellos lleva.
Porque--añade después:--¿Quién podrá escribir lo que á las almas
amorosas donde él mora, hace entender?
Esta es la causa porque con figuras, comparaciones y semejanzas antes
rebosan algo de lo que sienten.
Las cuales semejanzas no leídas con la sencillez del espíritu de amor
é inteligencia que ellas llevan, antes parecen dislates que dichos
puestos en razón.
Por haberse, pues, estas canciones compuesto en amor de abundante
inteligencia mística, no se podrá declarar al justo, ni mi intento es
tal, sino dar alguna luz en general, y esto tengo por mejor, porque los
dichos de amor es mejor dejarlos á su anchura.
Sabia advertencia para los que pretenden razonar de lo que está sobre
toda razón.
Dejemos el amor á su anchura y ensanche el amor nuestras almas.


XLV

El proyecto de erigir una estatua á _Lagartijo_ ha escandalizado á
muchos. No hay razón para ello.
Nunca tan bien empleado el arte de la escultura como al reproducir en
bronce ó mármol la humana belleza en su más apreciable manifestación:
la belleza del cuerpo.
Sabido es que, hasta la representación simbólica de abstracciones por
medio de la escultura, no tiene otra forma de expresión que la más
bella forma del cuerpo humano.
¿Es preciso buscar antecedentes, razón suprema de muchas sinrazones
nacionales? En Grecia tuvieron más estatuas los atletas y corredores de
sus juegos olímpicos, que los hombres de Estado, los filósofos y los
poetas. No se diga en Roma y en Bizancio.
Un sabio, un escritor, cualquier intelectual, en suma, va mejor
servido con la reproducción y estudio de sus obras, y si de perpetuar
su memoria en efigie se trata, con un busto es suficiente. ¿A qué
afligirnos con la contemplación antiestética de su abdomen, doblemente
si se nos presenta enfundado en una levita?
Por mucho arte y mucha habilidad del escultor, no podrá evitarse que la
estatua de un caballero moderno más nos recuerde las figuras de cera
del Museo Grevin que las esculturas del Museo del Vaticano.
La prueba es, que los escultores modernos procuran desquitarse en
grupos ó figuras alegóricas, del inconveniente buen señor, que viene,
de este modo, á ser accesorio del monumento elevado á su gloria.
Lo que sí puede discutirse es si la figura del torero en general,
y la de _Lagartijo_, en particular, se prestan á la representación
escultórica.
El toreo es una habilidad. Sus apasionados y sus cultivadores aseguran
que es un arte. Vaya por el arte. De toda suerte--y aquí bien puede
decirse y _en todas las suertes_, es un arte cuya gracia está en el
movimiento.--Fijad cualquiera actitud de un lidiador, como cualquiera
actitud de una bailarina y habrá perdido toda su gracia en la
inmovilidad. No hay más que ver las fotografías instantáneas obtenidas
durante la ejecución de las más graciosas suertes del toreo.
Sin el ritmo y el garbo en la sucesión de movimientos, ni el lidiador
ni la bailarina tienen valor artístico alguno. Es difícil, casi
imposible, plantar en una sola actitud la gracia, resultado de varias
armónicas actitudes. _The moments monuments._ La eternidad de un
instante, que según Rossetti es el soneto, no puede serlo el arte de
torear.
Particularmente en _Lagartijo_, el ritmo era su mayor encanto. Aquella
dejadez señorial de sus pasos y de sus actitudes.
Este arte, de gracia dinámica, digámoslo así, tiene su mejor expresión
en la música. Por eso vemos que el toreo, con ser cosa tan española, no
ha inspirado grandes obras á los pintores ó los escultores españoles.
En cambio, es mucha y excelente la música torera de nuestros más
famosos compositores.
Y nótese, cómo un pasodoble brillante es más evocador de majezas
taurinas, que puede serlo una página literaria, un cuadro ó una
escultura.
Con ser figuras tan famosas y características, la pintura española
no ha legado á la posteridad un buen retrato de _Lagartijo_, ni de
_Frascuelo_, ni de _Guerrita_, ni del _Espartero_, ni de _Reverte_.
Los mejores cuadros inspirados por nuestra fiesta nacional, son los de
Zuloaga. Y no son por cierto un himno á sus gallardías y sus proezas.
Hay en ellos una sonrisa de amargura, más patriótica que las fanfarrias
coloristas de los aduladores de multitudes incultas.
Hay más luz interior en los cuadros de Zuloaga que en todos los cuadros
de esos pintores de la luz tan celebrados. Hay luz que debiera iluminar
la conciencia española. Por eso ofende, irrita á muchos.
--¡Es una España de fantasía!--dicen.--No; la de fantasía es la otra.
Por eso me parece muy bien el proyecto de erigir una estatua á
_Lagartijo_, y celebraría con toda el alma que se llegara á su
realización.
Esa estatua pudiera, al levantarse, ser una forma visible del
remordimiento, _como la sombra de Banguo en el festín de Macbeth_.
Hay conciencias tan dormidas que no necesitan menos para despertarse.
Ante la estatua de _Lagartijo_ se caería en la cuenta: ó de las muchas
que faltan, ó de que sobran todas.
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