De Sobremesa; crónicas, Quinta Parte (de 5) - 7

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Pero así como en una reunión de la mejor sociedad, aunque por lo pronto
se lleven la atención las mujeres más llamativas en el vestir y en el
adorno, las que ponen la moda, cuando nuestra curiosidad se ha reposado
agradecemos el sencillo atavío de alguna noble dama y en su señorial
sencillez aprendemos dónde está la verdadera distinción, así en Arte,
sobre las gracias y frivolidades llamativas de la moda, acabamos por
volver los ojos á la noble sencillez, que es de todos los tiempos.
Antes de ahora lo he dicho: creo que en ningún tiempo hubo en España
tantos y tan buenos poetas como ahora. De ellos, los hay favorecidos
por la moda; de ellos, á quien la moda perjudica. De ellos, y Manuel
Sandoval es el primero, de los que no vistieron su poesía con galas á
la última, de los que dejaron pasar figurines, seguros de que la moda
volvería á ellos, y ellos, aunque alguna vez pudieron desesperarse al
verse desairados, nada perdieron con esperar.
_De mi cercado_ es el último libro de versos de Manuel de Sandoval.
En los anteriores, _Cancionero_ y _Musa castellana_, había dado clara
muestra de su valer. Hay en uno de ellos una poesía á los primeros
pasos de su hija, de las que no se olvidan, de las que dejan esa
emoción perdurable que se suma á las emociones de nuestra propia vida y
es el verdadero valor de una obra de Arte.
_De mi cercado_ es la plenitud del poeta. Léase «Pátina»; léase
«Recompensa».
Como es esta última poesía la musa castiza, de noble prosapia
castellana de Manuel Sandoval, bien puede decir á los que á ella se
lleguen:
Yo soy para vosotros deidad, sirena y maga;
yo soy pasión sin celos y goce sin hastío;
hoguera que el aliento del huracán no apaga
y fuente que no seca los soles del estío.
Tan sólo al que me ama someto á mi albedrío;
me otorgo como premio, mas no como merced;
exijo, si soy fuego, que me busquéis con frío,
y quiero, si soy agua, que me busquéis con sed.
* * * * *
Irá para tres años, día más, día menos, que empecé á escribir estas
charlas de Sobremesa. Muy agradecido á mis lectores, muy agradecido á
la dirección de este periódico, creo que ha llegado, con el año nuevo,
ocasión de despedirme por algún tiempo, no sin sentimiento por mi
parte; fuera ingratitud, de que soy incapaz.
Renovarse ó morir, ha dicho un excelso poeta. Ya que uno no pueda
renovarse á su voluntad, bueno es que la propia conciencia nos advierta
del peligro que hay en ser siempre el mismo, que es el de fatigar á los
lectores. A mí me conviene descanso, y á vosotros variedad.


XXXV

_Desde Algeciras._--Algeciras es una minúscula Cosmópolis. Picaresca,
linda andaluza de todos festejada, á quien nadie pregunta por su
abolengo y de quien nadie indaga el origen de su fortuna. Es bonita, se
presenta bien, sabe comportarse en sociedad, y basta.
Su nombre logró resonancia universal en los días de la Conferencia;
aquella Conferencia en que la diplomacia europea dejó arreglado todo...
lo que ha sido preciso arreglar después punto por punto.
Tiene dos excelentes hoteles muy á la europea, un _kursaal_ muy
concurrido, con recreos honestos; cinematógrafo, un buen sexteto.
Alguien echará de menos otros recreos, aliciente sabroso de estos
lugares. Yo no eché nada de menos. Algunos murmuradores dirán que allí
se juega; yo no he visto jugar.
Las mujeres de Algeciras son muy guapas y visten con verdadera
elegancia. El madrileño puede guardar para otro lugar y otra ocasión la
compasiva sonrisa que tuvo para otras elegancias provincianas. Aquí no
hay por qué sonreir.
Frente á Algeciras se alza el Peñón de Gibraltar como enorme
_dreadnought_ anclado. Un lejano atavismo nos mueve á indignación y á
tristeza. Bien será guardar el sentimiento patriótico en lo más amplio
de nuestra filosofía. De manifestarlo, nos expondríamos á observar en
torno esas actitudes y esas caras que podemos advertir cuando en una
visita cometemos alguna indiscreción de la que no es posible avisarnos
en voz alta sin cometer otra más grave.
Algeciras, La Línea, San Roque, toda la comarca debe mucho á la
vecindad del Peñón. Corren aires de Europa. Tal vez se piensa si no
sería más conveniente que razas y pueblos estuvieran así salpicados,
entremezclados, por pequeñas agrupaciones, sin la gran división de
extensos territorios y señaladas fronteras. Quizás la fraternidad
universal sería ya efectiva.
* * * * *
_Desde Ceuta._--Estremece pensar que Ceuta, en manos de nuestros
Gobiernos, haya sido lo que fué hasta muy poco. Por fortuna, gracias á
los conjuros del general Alfau, se desvaneció la pesadilla. Aun dejó el
presidio alguna atmósfera angustiosa: los elementales artificiales de
que nos habla la Teosofía. No subsistirán. Ceuta despierta, Ceuta vive
y trabaja con fe y con entusiasmo.
Las tropas españolas animan y alegran la ciudad de situación
privilegiada, de suave clima, de sanos aires. Soldados y oficialidad
son orgullo de todo buen español. Los que hemos visto en ciudades
extranjeras muy guarnecidas, tumultos, indisciplinas, borracheras, y
vemos este orden, esta disciplina, esta confraternidad de nuestros
soldados, nos atrevemos á decir á nuestros inquietos antimilitaristas:
La perfección no es de este mundo; pero, dentro de nuestro estado
social, el Ejército es lo mejor que tenemos en España.
* * * * *
En las canteras de Benzú trabajan españoles y moros en las obras del
puerto. Un moro jovenzuelo, de vivo mirar, fino de cabos, como una
gacela, como un antílope; resplandeciente de señorío sobre el pobre
jaique, con esa nobleza de origen, don celestial en todas las razas
hijas del Sol. Su vestidura es mísera, no teme al sol ni á las lluvias
y lleva, como pudiera llevar un atributo de realeza, un gran paraguas,
bien arrollada su tela de algodón. Los moros más pobres tienen
predilección por el paraguas. No es utilidad, es lujo. Como el sultán
bajo su imperial quitasol, ellos van orgullosos con su paraguas de tres
pesetas debajo del brazo. La democracia busca extraños senderos para
llegar á todas partes.
El morito busca trabajo, se conduele--Moro no tiene trabajo; busca y
no encuentra.--Y el morito sonríe ladino. Yo sé que en las obras del
puerto se da trabajo con facilidad. Le digo que no lo buscará con
muchas ganas. De seguro. Será su padre quien le mande. El morito se
ríe ya francamente.--Cuando trabaja, duele cabeza.--Y se tiende sobre
unas piedras como sobre un almohadillado diván; me pide un cigarro,
lo enciende y ni siquiera se divierte en mirar á los que trabajan en
derredor; alza los ojos y mira á lo alto.
* * * * *
Desde Ceuta á Tetuán va pasando ante nuestros ojos todo el escenario de
nuestra guerra de Africa. ¿Cómo sobreponerse á la emoción del glorioso
recuerdo? La guerra de Africa fué el único redoble épico que sonó á
glorias españolas en nuestros días.
Recordamos cuanto oímos referir á nuestros padres, con el calor de
viviente actualidad. La entrada de las tropas victoriosas en Madrid,
después de la toma de Tetuán; el entusiasmo delirante del pueblo
madrileño; las bizarrías de Prim; la serena inteligencia de O'Donnell.
Recordamos el _Diario de un testigo de la guerra de Africa_, el libro
que prendió en nuestra infancia bélicas llamaradas, resueltas en peleas
á pedradas; juegos de moros y cristianos.
¡El _Diario de un testigo_, tantas veces leído en aquella edición de
Gaspar y Roig, con sus ingenuos grabados en madera, con sus terribles
morazos, terror de nuestros sueños infantiles!
Ahora, en la realidad, pasan ante nuestros ojos Sierra Bullones, Los
Castillejos, con su prestigio de épica leyenda. Ya puede haber caído
sobre nuestro espíritu una avalancha arrolladora de escepticismo, de
criticismo y de cuanto puede pesar sobre el corazón como losa sepulcral
de entusiasmos, que la losa saltará á latidos del corazón ante estos
lugares y la oración á la patria se alzará desde muy hondo; más hondo
que de nuestro propio corazón: desde el corazón de nuestra madre; como
las oraciones á Dios que ella nos enseñaba y surgen siempre cuando,
sobre todos los engaños de nuestra inteligencia, la verdad del corazón
se estremece al golpear de un verdadero sentimiento.
* * * * *
Antes de llegar á Tetuán son bosquecillos de adelfales, frondosos de
laurel y floridos de rosa. El mar, muy azul, se festonea de blancura
al caer sobre la playa de las conchas; blanca también, más blanca que
las espumas; de albor calizo sus arenas.
Después, al fin, Tetuán, más blanco todavía; sus caseríos, como
terrones de azúcar, extendidos aquí, allá apilados. Como irisación de
tanta blancura deslumbradora, los alminares de las mezquitas con el
esmalte de sus mosaicos multicolores.
Un aura de encanto, de misterio sagrado, envuelve á la ciudad de las
cincuenta mezquitas y los innumerables morabitos. Yo tengo que recordar
algunas ciudades españolas para no asustarme.
Al entrar por la Puerta de Ceuta el encanto queda roto. Parece
imposible que toda aquella blancura total pueda descomponerse en tantas
negras suciedades. Nunca con más razón puede decirse que la suma no es
igual á los sumandos.
El «¿Quién vive?» á las puertas de la ciudad le da un acre olor á
tenerías; el olor que os perseguirá siempre, que sentiréis penetrar
hasta los huesos, correr por las venas.
Figuras y grupos interesantes restablecen pronto la atención
desilusionada. Un negro enano, con grandes anillos en las orejas,
loquea en la plaza. Es el _Garibaldi_ de Tetuán. Pasa un aguador,
vestido de los más pintorescos harapos que puede imaginarse. Toca
su cabeza con un canastillo de mimbres. Sólo nosotros le miramos
sorprendidos. El ni siquiera se sorprende de nuestra extrañeza.

Visitamos al nuevo bajá, recién llegado á Tetuán. Es mulato, de
arrogante figura y noble porte. Viste como un moro de romance: de sedas
sutiles como gasas, una túnica azul muy pálido, y sobre ella otra
blanca, y sobre todo ello un ropón también blanco y transparente. Nos
ofrece el té á la morisca. Sonríe y se lleva la mano al corazón.
El cónsul me presenta. Tiene una frase amable, que pudiera envidiar
cualquiera de nuestros hombres públicos: Las ciencias y las artes hacen
grandes á las naciones.
Las casas de los moros acomodados presentan graciosos contrastes.
Patios y salas á lo morisco, y, entre todo, lámparas de comedor,
procedentes de cualquier bazar europeo; cómodas dignas de la calle de
los Estudios, espejos de cafetín, floreros y baratijas de baratillo.
En la casa de un rico moro, sobre una cómoda se ostentaban dos floreros
de altar entre candeleros de la misma especie. Parecía dispuesto para
las Flores de Mayo ó para una devota novena casera. No falta el álbum
de retratos con música y profusión de relojes sin mérito alguno.
En el patio de un moro poeta, un patio todo recogimiento, todo poesía,
junto á una fuente de preciosos azulejos veíase un armario chinero, y,
al través de sus cristales, como preciosidades de vitrina, un frasco
de Odol. ¡Buen reclamo! Otros cachivaches, y... ¡oh, civilización!,
verdadero símbolo de la penetración pacífica, un instrumento... ¿Cómo
nombrarlo? Una soberbia lavativa, en fin, inglesa, de llave.
Este poeta, famoso entre los suyos, escribió en el álbum de uno de mis
acompañantes unos versos en árabe. Traducidos, decían así: «Cuántas
veces amamos á la ciudad, aunque sepamos que no es la mejor, ni su
cielo el más azul, ni buena el agua de sus manantiales... Pero ¡es la
Patria!»
Yo no sé si el poeta moro escribiría con intención y á la nuestra,
estos versos. En su fisonomía inteligente la ancianidad sonreía con
maliciosa resignación.


XXXVI[1]
[1] Discurso leído en la fiesta que dió el _Mundo Gráfico_ á
beneficio de los soldados heridos en campaña.

Señoras y señores:
Si yo creyera que habíais tomado en serio el anuncio de esta, que
mal puede llamarse conferencia, ni lección, ni disertación, y no ha
de ser más que una charla veraniega, apropiada al lugar y al tiempo,
no sabría cómo disculparme antes de empezar, ni cómo pediros perdón
al haber terminado sin deciros cosa de provecho. ¡Ahí es nada! ¡El
arte de escribir! Toda una vida de escritor sólo puede mostrarnos las
dificultades de ese arte, que ni se aprende ni se enseña, por lo menos
con reglas fijas.
Cuentan de un señorón adinerado, que al recibir en su casa á un
glorioso poeta, con esa osadía que da el dinero, le preguntó:
«Dígame usted: ¿Es muy difícil ser poeta?» Y el poeta le contestó
sencillamente: «¡Oh, señor! O es muy fácil ó es imposible.»
De todo arte, del arte de escribir, por lo tanto, puede asegurarse lo
mismo. O es muy fácil ó es imposible.
¿Quiere esto decir que el estudio no sirva de nada, que el arte sea un
don ajeno á todo esfuerzo, á toda voluntad; que el verdadero artista
sea inconsciente y en su obra se limite á ser instrumento, poco menos
material que los materiales, y como dice la Escritura: «La voz sea de
Jacob; pero la mano de Esaú»?
Cierto que, sin ser fatalistas, es preciso creer en una predestinación.
Basta leer la vida de los grandes hombres de la Humanidad, basta con
observar nuestra propia vida para comprender cómo hay en toda criatura
una predisposición natural que le inclina, sin forzarle, como dicen los
teólogos, hacia una dirección espiritual determinada, y cómo hasta los
sucesos de nuestra vida que más parecen apartarnos de nuestro camino,
al fin vienen á ser como atajos de ventaja, y sin ellos veríamos que
algo faltaba á nuestra vida y no hubiéramos llegado tan seguros y tan
experimentados al derechero camino de nuestro propósito.
Sin esta inclinación natural, sin esta predestinación, ¿comprenderíamos
el ejercicio de algunas profesiones necesarias á la soberana armonía
del mundo? Si por libre elección procediéramos, todos elegiríamos las
profesiones más brillantes.
Ved una orquesta, por ejemplo; todos comprenderéis que haya quien
sea director, hasta violín, lleguemos hasta el clarinete; ¡pero el
bombo y los platillos!, ¿quien comprende que puedan tocarse sin una
predestinación irresistible? Y no obstante, como es preciso que haya
bombo y platillos para el perfecto conjunto instrumental, admiremos la
sabiduría infinita que no inclinó á todos los hombres al violín ó la
batuta. ¡Y desgraciados los pueblos en que todos quieren ser directores
de orquesta!
Que sobre la natural predisposición es preciso el estudio, ¿quién lo
duda? No creáis nunca en eso que llaman inspiración. Hay artistas
que prefieren pasar por geniales á pasar por estudiosos. Quieren dar
á sus obras la importancia de lo sobrenatural: «Yo no he estudiado
nada--afirman;--yo no sé cómo escribo, yo no sé cómo pinto...» No lo
creáis; son coqueterías de artista. Alguien dijo que el genio era una
gran paciencia; yo me atrevería á decir que el genio es siempre el
premio de un gran trabajo.
Ahora que, el trabajo del artista, es muchas veces lo más parecido á la
holganza. El artista pasea, el artista está tumbado, el artista fuma
ó saborea una taza de café; el artista, al parecer, no hace nada. Los
que andan como azacanes por la vida en trabajos de actividad material,
pasan por delante de él y sonríen despectivos: ¡Que buena vida! El
artista, tal vez pudoroso, ¿como convencerá al afanado de que aquel su
holgar es trabajo contra la vulgar opinión?--¿No se hace nada?--¡Phs!
Ya lo ve usted; nada.--Pero en esos aparentes ocios fueron engendradas
las grandes obras del espíritu; porque todo es trabajo para el artista,
siempre en actividad su conciencia, siempre al atisbo su percepción,
siempre vibrantes sus nervios... tan vibrantes, que muchas veces saltan
y se quiebran y en vez del bien templado acorde y la dulce armonía,
es el desgarrado desconcierto de la locura ó es el silencio pavoroso
de la muerte. ¡El arte de escribir! El más perfecto sería el que
llegara á comunicar esa exaltación de nuestro espíritu sin necesidad de
expresarnos con palabras.
Escribir es una limitación, como lo es toda obra, como lo es todo lo
creado. Sí; la creación es una resta del infinito; como toda obra es
una resta del espíritu creador del artista. Por eso, lo mejor de una
obra no es lo que está en ella, sino lo que de ella se escapa para ir á
sumarse al espíritu infinito.
Ved, pues, si es difícil espiritualizar materializando. Y eso es la
obra del escritor y eso es la creación. Somos los hombres como vasos
en que fué recogida un poco de agua de un mar espiritual infinito. El
mar se ignoraba en su infinidad y quiso conocerse, ganar conciencia
así limitado. Nuestra labor espiritual no es otra cosa: reintegrar una
conciencia á lo infinito inconsciente.
A pesar mío, he hablado demasiado en serio. La ocasión que aquí me
trajo á interrumpir por unos instantes el grato esparcimiento de esta
noche, era para mí seguridad de vuestra benevolencia.
Yo sí quisiera, en esta noche, poseer absoluto dominio del arte de
escribir para unir todos los corazones españoles en un solo sentimiento
de amor á nuestros hermanos. El nos juntó aquí esta noche, y por la
expresión de este material sentimiento hasta sería ofensa daros las
gracias.
Esperemos que esta fiesta de amor sea el precedente de otras muchas
en este verano en San Sebastián, en las playas y balnearios donde
la gente adinerada se esparce y se divierte. Olvidarnos de los que
luchan y mueren por España, sería criminal. Cuando allí se cumplen
deberes penosos, ¿olvidaremos nosotros los más fáciles? Ved que para
el triunfo glorioso de España en tan difícil empresa, si mucho importa
que nosotros confiemos en los que allá combaten, importa más que ellos
confíen en los que aquí quedamos. Al ¡alerta! de aquellos campamentos
en tierra extraña ha de responder el ¡alerta está! de la tierra
española. Sólo así comprenderán nuestros hermanos que donde ellos están
está con ellos toda España.


XXXVII[2]
[2] Leído en la ciudad de Valladolid en una fiesta de los
pájaros.

Si esta fiesta, queridos niños míos, solo significase una lección
aprendida en la escuela, poco significaría en verdad. No aprendida
por vuestra inteligencia, prendida en vuestro corazón la quisiera yo
para siempre; no por razonamientos de necesaria cultura y menos de
provechosa utilidad, sino por sentimiento muy íntimo, muy hondo, por
efusión de simpatía, por amor, en una palabra: aquella misma llamarada
de amor en que se ardía el corazón de San Francisco, el serafín de
Asís, cuando cantaba á todas las criaturas de Dios como á hermanos:
Hermano sol, hermana agua, hermano lobo, hasta la hermana muerte; el
mismo amor que se eleva en aquella sublime plegaria del Buda: ¡Dios
mío, evitad el dolor á cuanto existe!
Si esta fiesta solo significa una pública exhibición, algo como un
examen bien preparado de una asignatura, nada valdría, os digo.
No valdría más que esas ruidosas hazañas guerreras de tambores y
trompetería, que con ser mucho en la historia de los pueblos son muy
poco en su vida. Los héroes de la vida son muy otros que los reyes y
los guerreros de la Historia; son los trabajadores del telar, de la
aguja, los inventores humildes, que ni un nombre dejaron.
Si hoy diéseis suelta á estos pajarillos y mañana en casa atormentárais
al gato y al perro, y al otro día en el jardín ó en el campo, os
dedicárais á sorprender nidos y á destrozar árboles y flores, ¿qué
valdría esta fiesta?
No es que yo desconfíe de vosotros, queridos niños; aunque muy graves
sabios aseguran que sois de mala condición por lo general, esos
sabios no os conocen bien, porque sólo os han estudiado como hombres
de ciencia, y á vosotros hay que estudiaros con el corazón. Yo sé
que los buenos sentimientos son naturales en vosotros, que vuestro
corazón está siempre abierto á la generosidad, que en vuestro espíritu
alienta la más clara idea de justicia; pero sé también que los hombres,
cuando no con palabras y obras, con obras que desmienten á cada paso
sus palabras, os enseñan muy pronto la mentira, la crueldad, la
desconfianza. Y no sé yo qué sea peor, si malas palabras y malas obras
de acuerdo, ó buenas palabras en contradicción con las malas obras; aun
es más perturbador, más dañoso este desacuerdo.
¿Qué importa que digamos al niño: no se debe mentir nunca, si el niño
ve y observa y comprende que nosotros mentimos siempre que nos conviene
y á él mismo le engañamos muchas veces por comodidad nuestra?
¿Qué importa que le digamos: hay que ser afable con todo el mundo, si
él nos ve descompuestos y groseros con los criados, con la familia,
con él mismo, con enojo desproporcionado, más cuando una travesura
suya inocente nos molesta que cuando una verdadera manifestación de
peligrosa maldad no llega á molestarnos?
¿Y creéis que los niños no se percatan muy pronto de todas estas
contradicciones nuestras? ¿Creeis que todo ello no va labrando en su
espíritu recelos, hipocresía y rencores?
Por todo esto me atrevo yo á dudar de la eficacia de esta fiesta. Si
hoy los niños dan suelta á los pájaros y mañana los padres van á los
toros, ¿á qué lección se inclinará su espíritu?
Palabras buenas nos llegan de todas partes; pero ¿de dónde vendrá el
ejemplo? Y en la educación sólo el ejemplo es eficaz y sólo él tiene
virtud de imprimir bueno ó malo en las almas.
Ya lo dijo San Juan de la Cruz: más vale predicador de pocas letras,
pero de ejemplares costumbres, que muy sabio en letras humanas y
divinas y de mal arreglada conducta.
No lo que nos dijeron padres y maestros, lo que en ellos vimos es lo
que quedó para siempre grabado en nuestra inteligencia y en nuestro
corazón. Por eso la escuela sin la cooperación del hogar nada valdría:
casa y escuela ha de ser como un solo templo con un solo culto: el alma
del niño.
Con palabras y con ejemplos es preciso educar la sensibilidad del
niño, despertar su simpatía por cuanto existe y vive á su alrededor.
Los españoles carecemos de ese precioso don de la simpatía, que es
comprenderlo y amarlo todo. Si en lo geográfico somos una península, en
lo espiritual somos un archipiélago. Separados unos de otros como islas
espirituales. Somos hoscos y duros, y toda la vida española adolece de
esta sequedad de nuestro espíritu.
Somos pobres y nuestra vida es dura; como la vida es cruel con
nosotros, nosotros somos también duros y crueles. Y es que cuando somos
crueles con los demás, es que alguien fué antes cruel con nosotros.
Sólo muy altos y nobles espíritus saben volver el dolor en bondad y en
dulzura.
La historia nos lo dice: los reyes que dejaron nombres de sanguinarios
y de crueles, fueron los que antes de reinar tuvieron que soportar
penurias y afrentas: tal fué el caso de Nerón en Roma, de Don Pedro
llamado el Cruel en España. En cambio, los que se criaron entre
halagos y blanduras, sin que nadie les afrentara ni persiguiera,
fueron de condición apacible y magnánima: tales San Luis de Francia
y San Fernando de España, educados por aquellas dos nobles reinas de
Castilla, Doña Blanca y Doña Berenguela, de eterno ejemplo como madres
y reinas.
Yo sé que muchos son en España los que en nombre de un mal entendido
casticismo preconizan esta dureza nuestra como una preciosa virtud.
Juzgan que si fuéramos blandos de condición, acaso perderíamos en
virilidad. Nunca fueron á mi entender muy varoniles virtudes la
crueldad y la destemplanza. Mejor sienta al varón fuerte la noble
continencia y la apacible gravedad. Ni la dulzura de costumbres
debilita á los pueblos, antes por ser más amable la vida será en ellos
también más firme el amor patrio.
De los descontentos y los mal hallados salen los traidores y los malos
patriotas, y en verdad que gran virtud es preciso para amar lo que no
es amable.
Una patria en que todos fueran dichosos, ¿cómo no había de defenderse
con mayor entusiasmo que una patria en que nadie se hallara á gusto?
Meditad sobre la significación de esta fiesta. Al llegar á un pueblo no
hay que conocer á sus sabios, ni á sus artistas, ni su riqueza, ni su
poderío para apreciar su grado de educación y de bienestar; basta con
muy poco. Pueblo en que veáis que los pájaros no huyen espantados al
acercarse un niño; pueblo en que veáis que los gatos, esos mansos gatos
que se tienden al sol en las puertas de calle, no huyen como escaldados
y escarmentados cuando niños y mozalbetes se les acercan; pueblo en
que sobre las más pobres tapias se alza la frescura frondosa de unos
árboles y en las ventanas sonríen como saludo de paz las macetas
floridas, bien cuidadas, como á caricias de manos de mujer, bien puede
asegurarse que es un pueblo culto, de dulces costumbres, un pueblo
dichoso.
Queridos niños, vosotros sois el sol de mañana: que ese sol brille más
glorioso en nuestro cielo que aquel otro de nuestras grandezas, cuando
el sol no se ocultaba nunca en los dominios de España.


XXXVIII[3]
[3] Leído en una función á beneficio del Montepío para médicos.

Para mostrarnos cómo no puede haber paz en el alma de los malvados,
como aun al verlos triunfantes y en apariencia dichosos, no por eso
debemos desconfiar de la eterna justicia, dice un Santo Padre de la
Iglesia: «En la conciencia del malvado hay siempre algo que tiembla».
Sí, es verdad...; pero también para los buenos, para los justos hay
algo que tiembla siempre. Ved; es un día feliz en la familia, tal vez
se celebra un santo, una fecha venturosa, más unidos que nunca los
corazones, padres, hijos, allegados... todos respiran esa confianza
mutua, ese enlace de unas almas con otras, probadas en alegrías y
dolores compartidos á todas horas... el corazón de cada uno engrana
en el corazón de los otros, como una piedra en sólido edificio... el
edificio familiar; ¡la familia! Nuestro pequeño mundo, en que nunca
pesa sobre nosotros la angustia de sentirnos abandonados, como Robinsón
en su isla, ni la tristeza de sentirnos perdidos, dispersos en la
multitud del mundo grande, indiferente, hostil, acaso... Es la hora de
la comida; la familia modesta, parte de su pan de comunión, bendito por
el trabajo honrado. En el silencio hay más efusiva cordialidad que en
las palabras. Los pequeños ríen alborozados.
Los padres sin mirarse se miran en sus hijos... De pronto la mirada
del padre se nubla de tristeza, un pensamiento triste ha pasado por
su frente, ha estrujado su corazón. Sí, también en el alma de los
buenos hay algo que tiembla, como en el alma de los malvados. El amor
de los suyos. Si yo me muero, ha pensado el padre, ¿qué será de estos
hijos? ¿Quién podrá darles esta alegría de ahora? Y en la desolación
de su alma, los ve con hambre, con frío, como esas criaturas de la
calle que estremecieron tantas veces su corazón de padre, tanto de
compasión por ellos como de egoísmo por los suyos... las criaturas
que piden limosna, que venden periódicos, la mozuela desvergonzada,
víctima de hombres soeces... el ladronzuelo conducido entre guardias á
empellones... Todo eso puede ser de sus hijos, de aquellas criaturas
que ahora son tan felices con tan poco, con la alegría de estar juntos,
de compartir con amor aquella comida de bendición... alegrada por
alguna golosina de extraordinario... Y el padre tiembla y palidece, y
cuanto más ríen los hijos más le cuesta contener el llanto que desborda
en su corazón.
--¿Qué te pasa?--le pregunta la esposa, que advirtió pronto la cerrazón
de su alma.
--Nada, mujer. ¿Qué quieres que me pase?
Pero ella lo sabe, porque también ha pensado lo mismo muchas veces...
sólo que la mujer, cuando piensa en la muerte, piensa en Dios antes,
y ella está segura, porque así se lo ha pedido á Dios muchas veces...
de que el padre no les faltará nunca, porque ella le pide á Dios todos
los días que de morirse alguno sea ella... ¡Yo no les hago tanta falta!
Sólo las madres saben ofrecer así su vida en el recogimiento de sus
rezos, sólo ella, por amor á sus hijos, llega á creer que no les hacen
tanta falta en el mundo como los padres...
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