De Sobremesa; crónicas, Quinta Parte (de 5) - 8

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¡Bendita institución esta, que para socorro de viudas y huérfanos de
médicos algún consuelo será en la vida de los que apenas logran con
su trabajo la seguridad del día de hoy, siempre angustiada por la
incertidumbre del mañana!
Penosa profesión es siempre la medicina, aun para los que logran
cumplida recompensa. No se comprende sin vocación tan decidida como
la del sacerdocio. Consagrarse al dolor... luchar contra la muerte...
enemigo que cuando huye parece que no hubo mérito en vencerle, y cuando
se vence siempre deja lugar á la sospecha de que faltó el acierto en
combatirle.
Juzga la vulgar opinión que los médicos, en fuerza de frecuentar el
dolor, tienen embotada la sensibilidad... A pocos médicos han conocido
en la intimidad los que así juzgan. Yo sé de médicos que han llorado
por muchos niños las lágrimas que no lloraba alguna madre indigna
de serlo; yo sé de algunos médicos que han salvado con abnegación
á muchos enfermos del abandono de familias despreocupadas, yo sé de
muchos médicos que han muerto sin enfermedad, sin saber de qué... del
corazón, certificaba otro médico, más bien por convencimiento íntimo
que por diagnóstico seguro... Lo que sucede es que el médico, cuando
nadie ve llegar á la muerte, cuando todos sonríen á su alrededor
confiados, es el único que no puede llorar todavía, y cuando todos
lloran porque la ven llegar implacable, es el único que ha de sonreir
hasta el supremo instante... interponiéndose con fingida calma entre
los ojos espantados del moribundo y la negrura insondable de la muerte.
Pues estos hombres que pasan sonrientes como la esperanza, entre todos
los dolores y males de la tierra no pensaron apenas en el dolor de los
suyos. Ellos que saben como nadie, que esa crueldad del sentimiento
egoísta, cuando al llorar la pérdida de un ser querido hace pensar con
animal instinto:
¡En qué situación hemos quedado! Ellos que saben la brutalidad de
la frase: El muerto se lleva la llave de la despensa. Realidad más
descarnada que la misma muerte, consideración brutal que parece
como si rebajara el sentimiento del alma al grito de la animalidad;
ellos no habían pensado nunca en los suyos para evitarles este dolor
vergonzoso...
Pues es preciso que, unidos todos, los predilectos de la ciencia y
de la fortuna con los humildes sea desde hoy tranquilidad de todos y
honra de la clase el que vuestras esposas, vuestros hijos, no tengan
que añadir á un dolor del alma el dolor del hambre. Que el padre
trabajador y honrado no se lleve al morir la llave de la despensa. Que
esas palabras crueles, sólo justificadas por la crueldad de la vida, no
vuelvan á oirse en duelos familiares.
Es mala disculpa de nuestra indiferencia ante los males exclamar
resignados: ¡La vida es así! ¡Cosas de la vida!
Hay un espíritu en nosotros que nada valdría si no fuera capaz de
sobreponerse á los males del mundo.
Tened en cuenta que la mayor seguridad de que hay una Justicia y una
Bondad infinitas está en que nuestro espíritu las comprenda y las
desea, y que en nosotros hay poder para realizarlas, poder que Dios
bendice desde el cielo, cuando cantan sus ángeles: «Paz en la tierra á
los hombres de buena voluntad».


XXXIX[4]
[4] Discurso de D. Jacinto Benavente. 11 de Mayo de 1911. En
los Juegos Florales de Badajoz.

Señoras y señores:
Fuera descortesía solicitar vuestra benevolencia. Al haberme designado
para ocupar este puesto de honor, ya os anticipasteis á ofrecerme algo
más: un cariño, al que sabré corresponder con toda la gratitud de
mi alma, y una admiración, á la que ya no puedo aseguraros si sabré
corresponder del mismo modo. Y, no por vanidad propia, creedme, para
contento vuestro, hoy más que nunca quisiera corresponder á ella. Mas
si en algo habíais de ser defraudados, antes prefiero que lo seáis
por mi entendimiento que por mi corazón. Si el verdadero cariño es
el que más perdona, y el más verdadero el que ni aun se cree en el
caso de perdonar, porque ni advierte si hubo falta, mayor será mi
agradecimiento cuanto más crea yo en conciencia que mucho habéis
tenido que perdonarme; como perdona el noble, por natural nobleza,
sin darme á entender siquiera cuanto habéis tenido que perdonar. En
ocasiones como esta, os sentisteis entusiasmados y conmovidos por
la palabra de elocuentes oradores; la palabra vibrante, con todo el
calor del sentimiento, con toda la gracia de la espontaneidad. Hoy la
palabra escrita llegará á vosotros apagada y descolorida. Hay de la
elocuencia del orador, corriente de agua saltadora y libre, á estas
mansas aguas aprisionadas, de la palabra escrita, la diferencia que
hay, entre enamorados, de la declaración de amor trémula, que va de
la boca al oído, mejor diré, de boca á boca, á la carta en que el
amor se declara, con palabras muy comedidas, muy respetuosas, porque
no están delante, al escribirlas, los ojos que niegan ó conceden
licencia para mayor atrevimiento. Y, menos mal, si aunque cortés y
fría, aun indica, por su misma timidez, la verdad del sentimiento,
peor, si con frialdades retóricas, que quieren parecer apasionadas,
dice bien claro que fué copiada de alguna novela ó más vulgarmente del
secretario de los amantes. Yo no soy orador, ni soy elocuente. Aquí me
tenéis con mi carta de enamorado tímido. Las hermosas jóvenes que me
escuchan comprenderán mejor que nadie la verdad de esta comparación
entre oradores y escritores. Habéis tenido novios orales y escritos.
Porque habréis tenido más de un novio. No temáis que descubra aquí
vuestro secreto. Las mamás no escuchan. Las mamás no escuchan nunca;
sólo miran. ¿No lo habéis observado? Al despedirse algún rendido
galán de ingeniosa charla, cuando las jóvenes encantadas dicen: ¡Es
muy simpático!, cómo las mamás solo advierten: lleva muy rozados los
puños ó tuerce los tacones. Es que las jóvenes escuchan hasta con los
ojos; las mamás no escuchan, miran siempre, hasta cuando parece que
leen un periódico ó que duermen. Y ¡qué bien hacen en mirar mientras
escucháis vosotras! Porque su triste experiencia ve más lejos, porque
el matrimonio de mañana y la vida de todos los días, tienen más
relación con los puños rozados y los tacones torcidos que con las
palabras seductoras, eterna letra sin sentido, de esa divina música
del amor, con que la vida se burla eternamente, sin vencerlos nunca,
del eterno dolor y de la eterna muerte. Pensaréis: ya pareció el
escéptico, el ironista. Mal sientan ironías y escepticismo en fiesta de
amor y poesía. Pero el escepticismo no es negación absoluta, es duda y
nadie duda de una verdad aparente, si no lleva en lo más profundo de
su alma el sentimiento íntimo, la limpia imagen de la verdad verdadera
y con ella de lo que es bueno, y es bello, y es justo, y es noble, y
es grande. El escepticismo es comparación y, naturalmente, todos los
que quieren engañarnos quisieran que no hubiera comparaciones, que no
fuéramos escépticos. Ya lo creo... ¡Qué ganga para los falsificadores
de moneda si no hubiera moneda legítima para confrontarla...! Nunca
veréis que el verdadero creyente se escandalice porque haya quien
no crea santidad la hipocresía de muchos devotos por conveniencia.
Nunca veréis que la verdadera caridad se alarme porque no tomemos en
serio esas funciones y esas rifas benéficas organizadas por alguna
Junta de señoras aristocráticas; esa caridad que no cuesta mayor
sacrificio que enviar unas circulares á los amigos, lucir un lindo
traje y leer después la revista de algún cronista de salones--acaso
éste sea el mayor sacrificio--donde á vuelta de adjetivarlas á todas
muy primorosamente, el propio cronista, con guante blanco y llave
de aluminio, les abre de par en par las puertas del cielo. Pues á
no creer en cosas como éstas se llama escepticismo. En cuanto á la
ironía ¿qué es la ironía sino la bondad en la indignación? Vamos á
indignarnos y nos entristecemos tanto que acabamos por compadecer y ni
queremos entristecer compadecidos. Y así es la ironía... una tristeza
que no quiere llorar... y sonríe... porque compadece y perdona. El
escepticismo y la ironía son alas también del ideal, que, si no sirven
para elevarnos á grandes alturas, como la fe y el entusiasmo, sirven
para no tocar demasiado bajo en la tierra cuando á la realidad hemos
de acercarnos. Pero, ¡no creer en nada! Eso sólo es posible cuando
hemos dejado de creer en nosotros mismos. Cuando nada bueno hallamos
en nosotros, es cuando podemos decir: todo es malo; porque es nuestra
alma como nuestros ojos, que al asomarse á otros ojos lo primero que en
ellos vemos es nuestra propia imagen... Pero el bien existe mientras
el sentimiento del bien esté en nosotros, aunque no seamos capaces
de realizarlo por imperfección de nuestra voluntad. El amor existe
mientras seamos capaces de amar, aunque nadie nos ame. La verdad es,
mientras nuestra razón no llegue á persuadirse de que son verdades,
todas las mentiras con que nuestros intereses y nuestras pasiones y
nuestras cobardías procuran engañar á nuestra conciencia. En nosotros
está nuestra vida y está nuestra muerte y está lo que más importa,
nuestra eternidad, siempre que nuestra conciencia esté sobre todo. No
hay que pedir fuera de nosotros mismos esa satisfacción del premio y
del castigo, buena para desenlazar melodramas y folletines. Ved, en
las grandes tragedias de Shakespeare, la más amplia concepción de la
humanidad que produjo el arte. En ellas, como en la vida, el dolor, que
pudiera parecer castigo, cae por igual sobre los buenos y los malos,
con más ciega fatalidad que en la tragedia griega. El poeta mismo, tal
vez espantado de no percibir en la tierra un resplandor de justicia
divina, llega á exclamar: Como las moscas para los chicuelos traviesos,
somos los hombres para los dioses; nos matan por divertirse... Pero
él sabe que sobre el terrible juego de los dioses, si eso fuera, está
siempre la idea de justicia en nuestra conciencia, más alta que los
mismos dioses. Cuando envueltos en la misma trama de maldades mueren
con muerte violenta el infame Yago, el apasionado Otelo, Desdémona
sin culpa; aunque la fatalidad del destino sea para los tres dolor
y muerte, ¿no es verdad que nuestra conciencia basta para decirnos,
aunque el poeta no lo diga, que es infierno y condenación la muerte
para Yago, el que solo vivió para su egoísmo, y es muerte animal,
muerte de fiera, la de Otelo, el que amaba mucho pero no amaba bien,
porque sólo amó por instinto, y es gloriosa la muerte de Desdémona, la
inocente, la que culpada no supo hallar más que sencillas disculpas
porque las razones de la virtud son sencillas siempre? Y de los
tres, aunque solo Yago, por crueldad del poeta, hubiera sobrevivido y
triunfado de todos... ¿Quién quisiera ser Yago? No hay víctima inocente
que quiera cambiarse al sucumbir por su verdugo triunfante. El que hace
bien ni sabe decir por qué lo hace; el que hace mal, ved cómo busca
explicación á su conducta; más que convencernos necesita convencerse
á sí mismo de que hizo bien, tan cierto está de que hizo mal. Y es
que toda la maldad de los malos quizás llegara á suprimir el bien
sobre la tierra, pero no la justicia. Cuando todos los buenos fueran
desdichados, no habría un solo malvado que fuera dichoso. El mundo
moral está regido por rigurosas leyes mercantiles; todo valor recibido
representa el mismo valor abonado. Tal vez recibimos mal por bien, bien
por mal de quien no lo esperábamos. Es que el bien y el mal que hicimos
son créditos transferibles; cobramos ó pagamos unos por otros, pero al
cabo de cierto tiempo todo está satisfecho. Vuelve el mal al mal, el
bien al bien; la moneda tal vez es distinta, el valor es el mismo. El
malvado parece hombre dichoso, está alegre... No os engañéis. Impunes
todos sus delitos que _escaparon_ á las leyes humanas, absuelto por
todas las indulgencias, ó descreído de la justicia de los hombres como
de la justicia de Dios, sin temor á nada ni á nadie, hay siempre en el
fondo algo que tiembla... En la mayor tristeza del justo, abrumado de
todos los males, sobre todas las negruras que pudieran obscurecer su
conciencia, hay siempre una serenidad de cielo, que ya sería el cielo
aunque otro cielo no existiera... Es tan mezquina nuestra idea de la
eternidad, que no podemos concebirla sin que de ella forme parte lo
que más nuestro nos parece, por sentirlo más cerca de nosotros. Esto
es, nosotros mismos; esta mezquindad, esta limitación que es nuestra
persona, un nombre propio, una percepción reducida en una reducción
del tiempo y del espacio. Esperamos que la otra vida sea... casi como
esta vida, otra vez nuestra vida; un lugar de reunión en que hemos
de saludar á la familia y á los amigos por sus nombres y aun hemos
de continuar murmurando de sus asuntos y preocupándonos por nuestros
negocios. ¿Qué eternidad sería esta? Eternidad es no saber de nosotros
mismos; porque la eternidad no es material ganancia. La riqueza de
nuestra vida no será lo que hayamos atesorado, sino lo que hayamos
repartido. Vivirá de nosotros lo que de nosotros hayamos dado; más
se encontrará de nosotros cuanto más hayamos perdido. Y ¿cómo hemos
de entregarnos, cómo hemos de perdernos? ¿Dónde hallaremos nuestra
eternidad, que por serlo del todo, ni podremos decir que es nuestra?
En el amor y solo por el amor. Religión, Ciencia y Poesía; los tres
más claros luminares de nuestro espíritu, nos esclarecen el camino del
Bien, de la Verdad, de la Belleza, que es el camino de la eternidad del
espíritu. Amar inmensamente, amar infinitamente: ascender por escala
de amor desde el instinto á la inteligencia, de la inteligencia á la
divinidad. Hablemos sólo de la poesía... Sabio es el lema tradicional
de su torneo: Fe, Patria, Amor. Amor todo. Amor, primero instinto;
forma ya menos egoísta del instinto de conservación, del miedo á la
muerte, de su instintivo horror en toda criatura... Siente el hombre
que ha de morir y siente la necesidad de prolongar su existencia
en la prole, carne de su carne, vida de su vida. El amor es todavía
instinto... Después, siente que la conservación de la prole le impone
sacrificios, ha de defender á sus hijos, ha de cuidarlos... Empieza el
deber. Este deber se limita á la familia, todo lo más á la tribu... los
otros hombres son... el enemigo, el extraño... Pero el estado de lucha
no puede ser constante... Se pacta con la tribu vecina, tal vez para
combatir contra otra tribu más fuerte, tal vez porque la paz permita
el trabajo del campo, la quietud doméstica. Empieza la amistad. El
hombre, por su propio interés, se desinteresa ya en algo de sí propio
y de los suyos. Y al acercarse al extraño, que fué su enemigo, tal vez
se encuentra en él, porque el extraño también tiene hijos, también los
cuida y los defiende. Y empieza la simpatía, y tras la simpatía, que es
amor, la inteligencia. Sí; tan una es la inteligencia con el corazón
que no podremos nunca entender lo que no hemos sentido. Una vida de
estudios y de meditaciones no dará tanta luz á nuestra inteligencia
como una hora de amor. Cuántas veces nos sucede sentir por alguien una
antipatía invencible. Fulano es un ser odioso, insoportable; le oímos
hablar y sentimos la necesidad de llevarle la contraria, por poco le
mataríamos. Y aquel hombre odioso, antipático, llega un día á nosotros
con cara triste; habla de sus penas, tal vez perdió á su madre, tal
vez á su hijo, tal vez fué víctima de una crueldad, de una injusticia
de los hombres. Ya le escuchamos conmovidos; aquel hombre es un hombre
como nosotros, aquella pena ha sido nuestra alguna vez, puede volver
á serlo, no es una pena extraña, es una pena de nuestro prójimo. Ya
no parece aquel hombre tan odioso ni tan antipático, ya es nuestro
odio lo que nos parece injustificado. Y así todo se entiende cuando la
simpatía nos acerca... La virtud y sus más altos heroísmos, como el
vicio y el crimen. Hay en todo ello algo humano que puede ser también
nuestro. Para el amor no hay nada extraño ni nada incomprensible. Yo
he oído á una desdichada mujer, amante de un verdadero monstruo, un
criminal rematado de presidio: Me dicen todos por qué quiero á este
hombre tan malo; pues porque para mí no lo es, y si es malo para
todos y para mí no, señal de que á mí me quiere más que á nadie en el
mundo. Y era verdad, solo que ella equivocaba la razón de su cariño;
porque aquel hombre también era malo para ella, pero era ella quien le
quería más que nadie en el mundo, y aquel amor de mujer era bastante
para vestir de luz el alma del criminal, como de luz resplandecían las
llagas de los leprosos al posarse en ellas las manos de azucena de la
Santa Reina Isabel de Hungría. Milagros del amor, acaricie leprosos
ó criminales; milagros del amor, sobre todas las miserias del alma.
Nunca tuvo más hermoso gesto el Cid Castellano, que al tender la
mano sin guantelete al lazarino hundido en el fangal. Como esa mano
entonces y tantas manos de mujeres divinas y de santos gloriosos,
fueron las que vistieron en la Edad Media las armaduras de sayales,
los sayales de armaduras, en aquella empresa de bárbara grandeza, que
fueron las cruzadas y el incesante guerrear de los cristianos contra
los infieles. Y ved también cómo lo que empezó en odio y en guerra,
fué origen de civilización y de tolerancia, que si el Occidente y el
Oriente guerrearon, también se conocieron y también llegaron á amarse
y los poetas cristianos cantaron gentilezas y amores y bizarrías de
los infieles, y los poetas orientales hazañas milagrosas, noblezas de
corazón de los cristianos. Y sobre el sentimiento de Patria y el de
Religión, surgió el de Humanidad... Y prendiendo sus alas de luz en el
espaldar de las corazas, el espíritu alboreaba... Aun alborea. No hay
que desesperar porque tarde en brillar el día. ¿Qué importa la tardanza
de siglos en las auroras del Espíritu si amanece para la Eternidad? El
amor á la Patria es primero instinto también, es el amor á la tierra,
al campo que el hombre labra con su trabajo; la Patria es la parte de
tierra necesaria á la subsistencia del hombre y de la prole, es el
terreno en que ha de afirmarse la perpetuidad de la raza. Después van
despertándose emociones; recuerdos de horas felices, recuerdos de días
gloriosos. El espíritu de la Patria surge; van quedando más hondas las
raíces y elevándose más aéreo el ramaje, y en la rama hay flor, y en
la flor aroma. La Patria va teniendo conciencia y se constituye como
Estado, que es ya la Patria inteligente. La raza aspira á realizar
el bien, la justicia. A la venganza se sobrepone la ley y á la ley
el perdón, que es tal vez la más segura justicia. Por el amor á la
Patria comprende el hombre como debe respetarse la Patria de otros
hombres; como por el amor á sus hijos comprendió cómo era respetable
el amor de otros hombres á los suyos. También en otras Patrias hay
campos labrados con pena, y hay hogares de amor, y en torno abuelos
y nietecitos, y recuerdos de días felices y gloriosos, y tierra
que cubre los restos de muertos llorados. Y la simpatía va de unas
Patrias á otras, y contra el combate injusto la conciencia universal
protesta como contra una lucha fratricida. No es decir que toda guerra
sea injusta. Hay guerras inevitables; cuando una nación, un Estado
constituído, olvida, egoísta, las relaciones de amor y de justicia
con otros Estados; cuando un pueblo bárbaro, todavía de instinto,
opone tenaz resistencia al avance de la civilización, precisa es la
guerra, como es preciso limpiar de salteadores los caminos. Si por
ambición personal de un tirano, como Napoleón; si por codicias de una
oligarquía; si por intereses egoístas de un pueblo entero el camino de
la civilización se dificulta, deber es de las naciones inteligentes,
de las que no descendieron de su elevación espiritual, combatir
contra los merodeadores. La guerra entonces es justa y es legítima,
como lo fué nuestra guerra de la Independencia, hoy conmemorada entre
vosotros en una de sus más gloriosas y decisivas batallas, en que
la conciencia de tres nobles pueblos se unió contra el instinto de
un gran ambicioso, de quién apenas desaparecido, ya preguntaba el
poeta: «Fu vera gloria, Ai posteri l'ardua sentenza». La posteridad
ha sentenciado. Todos los arcos triunfales, todas las columnas, todos
los monumentos alzados en su honor por el pueblo cuyo nombre usurpó
para imponer sus ambiciones personales como aspiración nacional, no
hablan tan alto de justicia como cualquiera de esos humildes campos
aldeanos, cuyos terruños, nutridos con la sangre de sus labriegos,
que supieron morir gloriosos sobre la misma tierra que cultivaron
humildes, levantan las espigas de sus mieses, como si protestaran
de haber sido pisoteados por el extranjero. Extranjero de espíritu,
que extranjeros eran también por la Patria y no lo fueron al pelear
con nosotros en nombre de la justicia y del Derecho atropellados, los
nobles ejércitos de Inglaterra y de Portugal que en España y por España
combatieron. Si necesaria es en ocasiones semejantes la solidaridad de
naciones alejadas por la distancia, unidas sólo por el sentimiento,
¿qué debemos pensar de esas demencias separatistas que pretenden la
desunión en un Estado inteligente para volver á la Patria primitiva del
instinto? ¿Empequeñecer la Patria que antes debe tener por aspiración
constante destruir fronteras por el amor, que levantarlas por el odio?
Si una Patria se perdiera y hasta el recuerdo de todas sus tradiciones
y todas sus glorias, por realizar mejor la justicia al fundirse con
otras naciones, para constituir un Estado más perfecto, más apto para
realizar la justicia... bien perdida estaría; nunca había realizado
mejor el destino de su eternidad. ¿Y qué decir de esos que en nombre
de la Patria son constantes perturbadores del Estado? ¿Qué les impide
aportar su concurso inteligente á mejorar lo que sólo por solicitud
amorosa de todos llegará á ser perfecto? ¡Ah, no están conformes con
la forma de gobierno! ¿La forma? ¿No les dice bastante esta palabra?
¿Hay alguna forma de Gobierno en los pueblos modernos civilizados que
se oponga á la realización de los más altos ideales de justicia? Todo
será saber imponerlos y por el odio nada se impone. ¡Ah, cuantas de
esas brillantes inteligencias servirían mejor á la Patria trabajando
más por ideales de fondo que por ideales de forma! ¿Qué importa el
metro en que se versifica si la poesía es buena? Cuánto mejor fuera
que muchos de esos halagadores de instintos despertaran inteligencias
dormidas, y mejor que á prometer bienaventuranzas que ellos son los
primeros en saber que no consisten en cambiar de régimen, en vez de
decir al pueblo mentiras de la República fueran á los palacios á decir
á los Reyes, cara á cara, sin grosería pero con entereza, verdades
de la Monarquía... ¡Ah, ese amor á la Patria que lo pide todo de
los demás y nada ofrece por cuenta propia! El que no lee, pide que
se estudie; el holgazán, que se trabaje; el falsificador, que no se
engañe. El padre que no supo educar á sus hijos, se lamenta de la
falta de escuelas. No: en la escuela, en la Universidad, ilustran los
maestros, los libros. Educar sólo educan los padres. Y no con palabras
que se contradicen después en las acciones, sino con ejemplos. Por eso
son tantos los padres que dicen: Que vayan al colegio estos chicos,
hay que educarlos. Saben que ellos no los educarían nunca. Y cuando
no se educa á la Patria en nuestros hijos, cuando nada hacemos por
ella en nuestra propia casa, queremos que los gobiernos trabajen por
los que no trabajan, estudien por los que no estudian, piensen por
los que nunca pensaron, tengan una conciencia que nadie tiene. Nadie
barre la puerta de su casa y nos quejamos de que la calle esté sucia.
Pedimos gobiernos inteligentes. ¡Felices los pueblos que pueden ser
gobernados por tontos! Y ahora, ved otra grave falta de educación. Si
preguntáis al pueblo para qué sirve el Ejército, os dirá: para hacer la
guerra. Así lo aprendió, así se lo dijeron. No fuera mejor decirle: el
Ejército sirve para mantener la paz. El Ejército es la fuerza, sí, pero
es la fuerza á la orden de la razón y de la justicia. No es amenaza,
es seguridad. Si le juzgáis improductivo en su acción, no veis que
es todo vigilancia y la vigilancia no es nunca ociosa aunque parezca
improductiva. La espada del Ejército, como la espada de la justicia,
vela sobre vuestros campos, sobre vuestros talleres, sobre vuestros
amores y vuestros ideales; sobre las codicias de fuera y las traiciones
de dentro. Desconfiad de los que dicen: ¿para qué tanta fuerza, para
qué tantas precauciones? El que nada intenta contra la seguridad de
un domicilio, no se ofende si al llamar á la puerta observa que le
miran por el ventanillo. Sólo á la gente maleante le parece que sobra
la policía. Hasta del cielo cristiano, mansión de amor, donde la fe
del creyente ó la imaginación del poeta asientan todos los ideales de
perfección, se dice que hay milicias celestiales. Hasta la justicia y
el amor divino afirman el santo temor de Dios entre espadas flamígeras
de arcángeles. Aun no ha llegado el día en que la inteligencia sea
tan natural en los hombres como el instinto, cuando todo instinto
animal se haya espiritualizado en la conciencia de nuestra eternidad.
La fe religiosa del hombre es también instinto al despertar. Es anhelo
angustioso de no morir para siempre. El hombre mira dentro de sí y
halla una vida interior que es algo que no palpan sus manos, ni ven
sus ojos: es el pensamiento que vive en todo él y no está en parte
alguna de su cuerpo. No es el latir de su corazón, ni es el golpear
de su cerebro, es algo sutil, algo impalpable. Cierra los ojos, y le
parece que ha muerto al cerrarlos á la visión de cuanto le rodea y su
pensamiento vive todavía, dormido sueña... No hay duda, el pensamiento
es la parte inmortal de su ser. Morirá, pero seguirá pensando siempre.
Y su pensamiento sueña con una eternidad de vida. Vivirá eternamente,
pero ¿dónde vivirá? Y sus ojos entonces se vuelven adonde el horizonte
es limitado, al misterio insondable de los cielos donde todo habla
eternidad. Y allí va su esperanza y allí pone su fe. Después, aquel
cielo ignorado va poblándose de imágenes ideales. Primero, para el
hombre de instinto, hay un Dios de venganza; después es un Dios de
justicia, después un Dios de misericordia, un Dios que por amor se
hace hombre y siendo todo sabiduría y todo poder, no quiere juzgar á
los hombres sin haber padecido todo el dolor de la humanidad. Y padece
como si no supiera. El, que todo lo sabe, que es un Dios quien padece
y puede sobreponerse al dolor. ¡Hermosa verdad para el creyente!
¡Hermoso símbolo de la verdad para los descreídos! Al expirar en la
cruz, al gemir como una pobre criatura humana, ¡Padre mío! ¿por qué
me has abandonado? Habrá quien dude de que Dios pudiera nunca hacerse
hombre; no habrá quien dude de que en aquel instante, crucificado por
amor á todos los dolores de la carne y á todas las tristezas del alma,
el hombre se hizo Dios. Y nunca alboreó la aurora del espíritu como al
morir un Dios crucificado, señalando á los hombres el camino de nuestra
redención y nuestra eternidad. Poetas, reina, damas gentiles, señores
todos: vuestro corazón sea conmigo, el mío es con vosotros. Nada más.


XL[5]
[5] Leído en la función de despedida de Rosario Pino.

Mi vida de autor dramático no podrá recordarse sin recordar á Rosario
Pino, la intérprete ideal de tantas comedias mías cuando mis comedias
no le gustaban á nadie más que á mí, al contrario de lo que ahora
sucede, que á muchos les gustan y á mí no me gustan nada. Y yo estoy
más triste ahora, que no puedo estar conforme con el aplauso, que
entonces cuando no sabía estar conforme con las censuras.
Sé que al despedirse Rosario Pino muchas obras mías se despiden
también; pero no seré yo, por eso, quien entristezca esta despedida.
¡Despedirnos, caminar, alejarnos... morir... olvidar al fin, que es
verdadera muerte...! Todo es lo mismo, todo es la vida... y hay que
afrontarlo cara á cara...
Si fuímos siquiera, ya que no luz de astro esplendoroso, amable luz
de lámpara familiar; si por algún alma pasamos como una caricia;
si supimos avivar á nuestro paso la simpatía de otros corazones,
capaces de sentir como propios toda alegría y toda tristeza humanas...
al alejarnos--despedida ó muerte--y sustituir la presencia con el
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