Cuentos valencianos - 3

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dentaduras, fortalecidas por la diaria comida de salazón, chocaban
alegremente y los ojos miraban con ternura aquellas _paellas_ como
circos, en las cuales los pedazos de pollo eran casi tantos como los
granos de arroz, hinchados por el substancioso caldo.
Con el pañuelo al pecho a guisa de servilleta, había bigardón que
tragaba como un ogro, mientras las mujeres hacían dengues, llevándose
a la boca la puntita de la cuchara con dos granos de arroz, mostrando
esa preocupación de la mujer campesina que considera como una falta de
pudor el comer mucho en público.
Aquello era un banquete de señores; no se comía en la misma _paella_,
sino en platos, y bebíase en vasos, lo que embarazaba a muchos de los
comensales, acostumbrados a arrojar un mendrugo sobre el arroz como
señal de que era llegado el momento de pasar el porrón de mano a mano.
La cortesía labriega mostrábase con toda su pegajosidad y falta de
limpieza. Ofrecíanse de un extremo a otro del banquete un muslo tierno
y jugoso, y de unos dedos a otros llegaba a su destino. Todo eran
obsequios, como si cada uno no tuviese en su plato lo mismo que le
ofrecían.
Marieta apenas si comía. Estaba al lado de su marido con la cabeza
baja. Palidecía, contraíase su frente reflejando penosos pensamientos
y miraba con alarma a la puerta de la calle, como si temiera alguna
aparición del _Desgarrat_.
Aquel maldito era capaz de todo. Aún le parecía oír las últimas
palabras de la noche en que se despidieron para siempre. Se acordaría
de él, ya que por avaricia quería casarse con el tío Sènto; y ella
sabía que aquel bruto con su cara de hereje era capaz de hacer algo
que fuese sonado. Lo más raro era que a pesar de sus temores, el furor
del _Desgarrat_ le producía cierta inexplicable satisfacción. No había
remedio; aquel maldito le _tiraba_ mucho. No en balde se habían criado
juntos.
La comida se animaba. Estaban ya limpias las _paellas_; ahora entraban
los primores de la tía Pascuala y la gente acometía los pollos asados
y rellenos, las fuentes enormes de lomo con tomate, toda la cocina
indígena, sólida y pesada, que desaparecía en las fauces siempre
abiertas de aquellos glotones.
Los graciosos alegraban la comida. El cura declaraba que ya no podía
más, y el notario pellizcábale el tirante abdomen, buscando un
huequecito para convencerle de que debía llenarlo. Algunos comenzaban
a estar alumbrados, y con lengua estropajosa les decían a los novios
cosas que hacían guiñar los ojillos al tío Sènto y enrojecer a Marieta.
Llegaron los postres con el famoso vino de la bota del rincón, y se
sacaron del _estudi_ las tortadas, los pasteles y las tortas finas.
Como moscas salieron del corral todos los chicuelos, con el pecho y la
cara embadurnados de arroz y grasa, yendo a meterse entre las rodillas
de sus madres, sin quitar ojo de los postres tentadores.
Marieta púsose en pie con un plato en la mano, y comenzó a dar vueltas
a la mesa. Había que regalar algo a la novia para alfileres; era la
costumbre. Y los parientes del novio, a quienes convenía estar en
buenas relaciones, dejaban caer sobre el redondel de loza la media
onza o la dobleta fernandina, monedas relucientes y frotadas con
anticipación para que perdiesen la negra pátina adquirida en largo
encierro.
--¡_Pera agulletes_! --decía Marieta con vocecita mimosa.
Y era un gozo ver la lluvia de oro que caía sobre el plato. Todos
dieron, hasta el notario, que soltó cinco duros pensando en que ya
se la vengaría al presentar la cuenta de honorarios, y el cura, con
gesto de dolor, sacó dos pesetas alegando como excusa la pobreza de la
Iglesia por culpa del liberalismo. ¡Ah, si mandasen los suyos!...
Marieta, abriendo el amplio bolsillo de su falda, vació el plato con
un alegre retintín que regocijaba el oído.
La cosa marchaba. Hablaban todos a un tiempo, y la gente deteníase en
la calle para admirar la alegría de los convidados.
Aquel vinillo claro, coronado de brillantes, surtía efecto. Todos
querían brindar.
--¡Bomba... bombaa! --aullaban los más alegres.
Y se ponía en pie un socarrón, vaso en mano, y después de mirar a todos
lados con sonrisa maliciosa que prometía mucho, rompía así:
Brindo y bebo
y quedo convidao para aluego.
Todos, a pesar de que este chiste le oyeron ya a sus abuelos, acogíanle
con grandes risotadas, y gritaban palmoteando:
--¡Vítor... vítooor!
Y tras esta muestra de ingenio venían otras, todas ellas tan rancias,
no faltando quien se lanzaba a improvisar cuartetas rabudas en honor de
los novios.
El notario estaba en su elemento. Aseguraba que el tío Sènto acababa
de pellizcarle por debajo de la mesa creyendo que sus piernas eran las
de Marieta; hablaba de la próxima noche de un modo que hacía ruborizar
a las jóvenes y sonreír a las madres, y el cura, alegrillo y con
los ojos húmedos y brillantes, intentaba ponerse serio, murmurando
bonachonamente:
--¡Vamos, don Julián! Orden, que estoy aquí.
El vino hacía revivir la brutalidad de los comensales. Gritaban puestos
en pie, derribando con sus furiosos manoteos botellas y vasos; cantaban
acompañados por la dulzaina de _Dimòni_, a cuyo son saltaban en el
corral algunas parejas, y al fin, instintivamente, dividiéronse en dos
bandos y de un extremo a otro de la mesa comenzaron a arrojarse puñados
de confites con toda la fuerza de sus poderosos brazos, acostumbrados a
luchar con la ingrata tierra y las tozudas bestias de carga.
¡Qué divertido era aquello! El tío Sènto reía muy complacido, pero el
cura huyó con las mujeres a refugiarse en el _estudi_, y el notario se
ocultó debajo de la mesa.
Caían los cristales de las alacenas hechos añicos; quebrábanse los
vasos; un ruido de tiestos sonaba continuamente, y los campeones se
enardecían hasta el punto de que, no encontrando confites a mano, se
arrojaban los restos de bizcochos y los fragmentos de platos.
--_Pròu; ya teníu pròu_ --gritaba el tío Sènto cansado de sufrir
golpes.
Y en vista de que le desobedecían púsose en pie y a empellones los
echó al corral, donde los enardecidos mozos continuaron la fiesta
arrojándose proyectiles menos limpios.
Entonces fue cuando las mujeres volvieron al banquete con el asustado
cura. ¡Reina y _siñora_! aquello no estaba bien. Era un juego de
brutos. Y se dedicaron a auxiliar a los descalabrados, que se limpiaban
la sangre sonriendo, sin cesar de decir que se habían divertido mucho.
Volvieron a sentarse todos a la revuelta mesa, en la cual el vino
derramado y los residuos de la comida formaban repugnantes manchas.
Pero allí no se ganaba para sustos, y algunas respetables matronas
saltaron de sus asientos, afirmando entre chillidos medrosos que algo
iba por debajo de la mesa que las pellizcaba las abultadas pantorrillas.
Eran los chicos que, no ahítos de confites, buscaban a gatas los
residuos de la batalla.
--¡Qué granujería tan endemoniada! _¡Pachets... fòra fòra!_
Y a coscorrones fue expulsada aquella invasión de desvergonzados
buscadores.
Pues señor, bien iba la boda. Había que reconocer que la gente se
divertía.
Y fuera gangueaba la dulzaina, haciendo locas cabriolas, como si
estuviera contagiada de aquel regocijo tan brutal como ingenuo.

IV
A las diez de la noche quedaba ya poca gente en casa de los novios.
Desde el anochecer que comenzaron a salir del establo los carritos y
las caballerías enjaezadas. La mayoría de los convidados emprendían el
regreso a sus pueblos, cantando a grito pelado y deseando a los novios
una noche feliz.
Los de Benimuslín se retiraban también, y en las oscuras calles veíase
a más de una mujer tirando trabajosamente del vacilante marido, que
era incapaz de excesos en los días normales, pero que en una fiesta se
ponía alegre como cualquier hombre.
La vieja tartana del notario saltaba sobre los baches del camino,
dormitando don Julián con las gafas en la punta de la nariz y
dejando que guiase su escribiente, a pesar de que este se sentía tan
trastornado como su principal.
Ya no quedaban en la casa más que los padres de Marieta y algunos
parientes.
El tío Sènto mostraba impaciencia. Cada mochuelo a su olivo. Después
de un día tan agitado, ya era hora de dormir. Y bajo las enormes cejas
brillábanle los ojuelos con expresión ansiosa.
--¡Adiós, _filla mehua_! --gritaba la madre de Marieta--. ¡Adiós!...
Y lloraba abrazándose a su hija, como si la viera en peligro de muerte.
Pero el padre, el viejo carretero, que llevaba media bodega en la
panza, protestaba con lengua torpe y socarrona indignación: ¡_Redéu_!
No parecía sino que a la chica la habían sentenciado y la llevaran al
_carafalet_. Vamos, hombre, que era cosa de caerse de risa. ¿Tan mal le
había ido a la madre cuando se casó?
Y empujaba a su vieja para desasirla de Marieta, que también derramaba
lágrimas; y entre suspiros y gimoteos fueron hasta la puerta, que cerró
el tío Sènto, pasando después los cerrojos y la cadena.
Ya estaban solos. Arriba, en el granero, dormía la tía Pascuala; en
la cuadra se acostaban los criados; pero en el piso bajo, en la parte
principal de la casa, solo estaban ellos entre los desordenados restos
del banquete y a la luz vacilante de un velón monumental.
Por fin ya la tenía: allí estaba sentada en una poltrona de esparto,
encogiéndose como si quisiera achicarse hasta desaparecer.
El tío Sènto estaba intranquilo, y en la vehemencia de su pasión senil
no sabía qué decir. ¡_Recordóns_! no le había ocurrido lo mismo cuando
se casó con Tomasa. Lo que hace la edad.
Por algo tenía que empezar, y rogó a Marieta que entrase al _estudi_.
¡Pero bonita era la chica! ¡Criatura más terca y arisca no la había
visto el tío Sènto!
No; ella no se meneaba, no entraba en el _estudi_ aunque la matasen;
quería pasar la noche en aquel sillón.
Y cuando el novio intentaba acercarse, replegábase medrosica como un
caracol, faltándole poco para hacerse un ovillo sobre el asiento de
cuerda.
El tío Sènto se cansó de tanto rogar. Bueno; ya que ese era su
capricho, que pasase buena noche.
Y agarrando rudamente el velón se metió en el _estudi_.
Marieta tenía un horror instintivo a la oscuridad. Aquella casa grande
y desconocida, la causaba miedo; creyó ver en la sombra la cara ancha
y pecosa de la _siñá_ Tomasa, y trémula, con paso precipitado, creyendo
que alguien la tiraba de la falda, se metió en el _estudi_ siguiendo a
su marido.
Ahora se fijaba en aquella habitación, la mejor de la casa, con su
sillería de Vitoria, las paredes cubiertas de cromos religiosos con
apagadas lamparillas al frente y sus colosales armarios de pino para la
ropa.
Sobre la ventruda cómoda, con agarraderas de bronce, elevábase una
enorme urna llena de santos y de flores ajadas; rodeábanla candelabros
de cristal con velas amarillas, torcidas por el viento y moteadas
por las moscas; cerca de la cama la pililla de agua bendita, con la
palma del domingo de Ramos, y junto a ellas, colgando de un clavo, la
escopeta del tío Sènto; un mosquetón con dos cañones como trabucos,
cargados siempre de perdigón gordo por lo que pudiera ocurrir.
Y como suprema muestra de magnificencia, como complemento del mueblaje,
aquella cama famosa de la _siñá_ Tomasa, complicada fábrica de madera
tallada y pintada, ostentando en la cabecera media corte celestial, y
con un monte de colchones, cuya cima cubría el rojo damasco.
El marido sonreía satisfecho de su triunfo.
¿No veía ella cómo por fin entraba? Debía obedecerle siempre y no ser
tonta. Él solo deseaba su bien, por lo mismo que la quería mucho.
El viejo, a pesar de su rudeza, decía esto con expresión dulzona, como
si aún tuviera en su boca algún confite de la comida, y extendiendo las
manos con audacia.
--_Estigas quiet_ --decía Marieta con voz sofocada por el miedo--. _No
s’acòste._
Y mudaba de sitio, huyendo de su marido. Iba de una parte a otra
mirando con ansiedad las paredes, como si esperara ver en ellas un
agujero, algo por donde poder escapar.
Si no sintiera tanto miedo en la oscuridad, pronto hubiera abierto la
puerta del _estudi_, huyendo de aquella lucha insostenible.
El tío Sènto la concedía una tregua e iba desnudándose con resignada
calma.
--¡Pero qué tonta eres! --decía con entonación filosófica.
Y repetía la frase un sinnúmero de veces, mientras se quitaba las
alpargatas y los pantalones de pana, desliándose la negra faja para que
el vientre recobrase su hinchada elasticidad.
Oyose a lo lejos el reloj de la iglesia dando las once.
Era ya hora de acabar aquella situación ridícula; ¿se acostaba Marieta,
sí o no?
Y el tío Sènto hizo con tal imperio la pregunta, que la novia levantose
como un autómata, volvió su rostro a la pared y comenzó a desnudarse
con lentitud.
Quitose el pañuelo del cuello, y después, tras largas vacilaciones, el
corpiño fue a caer sobre una silla.
Quedó al descubierto el ceñido corsé de deslumbrante blancura, con
arabescos rojos; y más arriba la morena espalda de tonos calientes,
como el ámbar, cubierta de una suave película de melocotón sazonado
y rematada por la cerviz de adorable redondez, erizada de rizados
pelillos.
Aproximábase el tío Sènto cautelosamente, moviéndose al compás de sus
pasos el blanducho y enorme abdomen. No debía ser tonta: él la ayudaría
a desnudarse.
E intentaba meterse entre ella y la pared para verla de frente y
apartar aquellos brazos cruzados con fuerza sobre el exuberante y firme
pecho, oprimido por las ballenas del corsé.
--_¡No vullc! ¡no vullc!_ --gritaba con angustia la muchacha--.
_¡Apartes d’ahí!... ¡Fuxca!_
Con fuerza inesperada empujó aquella audaz panza que la cerraba el
paso, y siempre ocultando su pecho, fue a refugiarse entre la cama y
la pared.
El tío Sènto se amoscaba. Aquello ya pasaba de broma, y él no se sentía
capaz de contemplaciones. Fue a seguir a Marieta en su escondrijo, pero
apenas se movió, ¡_redéu_! parecía que el pueblo se venía abajo, que
la casa era asaltada por todos los demonios del infierno, o que había
llegado el juicio final.
¡Vaya un estrépito! Eran latas de petróleo golpeadas a garrotazo
limpio; cabezones agitando sus innumerables cascabeles, enormes
matracas y grandes cencerros sonando todos a un tiempo, y al poco rato
disparáronse cohetes que silbaban y estallaban junto a la reja del
_estudi_. Por las rendijillas de las maderas penetraba un resplandor
rojizo de incendio.
Adivinaba él lo que era aquello y a quién lo debía. Si la pena fuera
un _sòu_, si no hubiese presidio para los hombres, ya arreglaría él a
aquella pillería.
Y juraba y pateaba, despojado ya de su fiebre amorosa, sin acordarse de
Marieta, que asustada al principio por el infernal estrépito, lloraba
ahora, creyendo que sus lágrimas podían arreglarlo todo.
Ya se lo habían dicho sus amigas. Se casaba con un viudo y tendría
cencerrada.
¡Pero qué cencerrada, señores! Era en toda regla, con coplas alusivas
que la gente celebraba con carcajadas y relinchos, y cuando cesaba
momentáneamente el estrépito de latas y cencerros, sonaba la dulzaina
con sus gangueos burlones, y una voz acatarrada que conocía Marieta
(¡vaya si la conocía!) hablaba de la vejez del novio, de lo _carasera_
que había sido la novia y del peligro en que estaba el tío Sènto de ir
al día siguiente al cementerio si quería cumplir su obligación.
--¡_Morrals_! ¡_Indeséns_! --rugía el novio, e iba loco por el _estudi_
manoteando como si quisiera exterminar en el aire aquellas coplas que
venían de fuera.
Pero una malsana curiosidad le dominaba. Quería ver quiénes eran los
guapos que se atrevían con él, y de un bufido apagó el velón, abriendo
después un ventanillo de la reja.
La calle entera estaba ocupada por el gentío. Algunos haces de cáñamo
seco ardían con rojiza llama, y su resplandor de incendio abarcaba el
corro principal de la cencerrada, dejando en la oscuridad el resto de
la muchedumbre.
Allí estaban los autores. El _Desgarrat_ al frente y toda la parentela
de la _siñá_ Tomasa. Pero lo que más indignaba al tío Sènto era que
estuviese allí _Dimòni_ acompañando con su dulzaina las indecentes
coplas, cuando el muy ladrón había recibido dos horas antes dos duros
como dos soles por su trabajo en la boda. ¡Y cómo se reía aquel hereje
cada vez que su amigo el _Desgarrat_ cantaba una desvergüenza!
Había para hacer un disparate.
Lo que más alteraba al tío Sènto, aunque él lo callase, era ver que
aquel insulto a su persona lo presenciaba medio pueblo, los mismos
que antes le temían o le buscaban humildes e imploraban su favor.
Su estrella se eclipsaba. Todos le perdían el respeto después de su
calaverada casándose con una chica.
Despertábase su soberbia de hombre rudo acostumbrado a imponer su
voluntad, y temblaba de pies a cabeza ante los feroces insultos.
Conformábase con el ruido: que golpeasen cuanto quisieran, pero que no
cantase aquel perdido, pues sus coplas le aglomeraban la sangre a los
ojos.
Pero el _Desgarrat_ era infatigable, la gente acogía las coplas con
aullidos de entusiasmo, y el viejo, ya trastornado, se hacía atrás como
si en la oscuridad del _estudi_ fuese a buscar algo.
Aún permaneció en el ventanillo viendo cómo la multitud abría paso a
algunos amigos del _Desgarrat_ que conducían en hombros un objeto largo
y negro.
--¡Gori, gori, gori! --aullaba la multitud, parodiando el canto de los
entierros.
Y el novio vio pasar en la punta de un palo, a guisa de un guión, unos
cuernos, enormes, leñosos y retorcidos, y después un ataúd, en cuyo
fondo descansaba un monigote con dos grandes marañas de pelo en lugar
de las cejas.
¡Cristo, aquello era para él! Ya se atrevían a lanzarle en el rostro
aquel apodo de _Sellut_ que nadie había osado proferir en su presencia.
Rugió apartándose del ventanillo, buscó a lo largo de la pared, a
tientas en la oscuridad, algo apoyó en su rostro contraído por la rabia
y sonaron dos truenos que hicieron parar en seco la ruidosa cencerrada.
Había tirado a ciegas, pero tal era su deseo de matar, que hasta estaba
seguro de haber acertado.
Se apagaron las rojas antorchas, oyose el rumor de la gente que huía
apresurada y algunas gritaban desde la calle:
--¡Pillo... asesino! El _Sellut_ es. _Asómat_, granuja.
Pero el tío Sènto nada oía. Estaba plantado en medio del _estudi_ como
asombrado de lo que había hecho, con la caliente escopeta quemándole
las manos.
Marieta, poseída de pasmo, gimoteaba en el suelo. Su estertor ansioso
era lo único que oía él, y dirigiendo su furia a lo que más cerca
tenía, murmuraba con ferocidad:
--_¡Calla... cordóns!... ¡Calla o te mate a tú!..._
El tío Sènto no salió de su estupor hasta que golpearon rudamente la
puerta de la calle.
--¡Abran a la Guardia Civil!
Debían estar levantados los criados desde mucho antes, pues la puerta
se abrió, acercándose al _estudi_ el ruido de culatas y zapatos
claveteados.
Cuando el tío Sènto salió a la calle entre los dos guardias, vio
el cadáver del _Desgarrat_ hecho una criba. No se había perdido un
perdigón.
Los compañeros del muerto amenazáronle de lejos con sus navajas; hasta
_Dimòni_, tambaleando por el vino y la emoción, le apuntaba fieramente
con su dulzaina, pero él nada veía, y se alejó cabizbajo, murmurando
con amargura:
--¡_Bonica nit de novios_!


La apuesta del _esparrelló_

La oí una tarde de invierno, tumbado en la arena, junto a una barca
vieja, sintiendo en los pies los últimos estremecimientos de la inmensa
sábana de agua que espumeaba colérica bajo un cielo frío, ceniciento y
entoldado.
Nazaret, con su extenso rosario de blancas casuchas, estaba a nuestras
espaldas, y a mi lado un viejo pescador, momia acartonada, que parecía
bailar dentro de su traje de bayeta amarilla, hinchado de aire.
Echábase la gorrilla de seda sobre una oreja y chupaba su pipa con la
gravedad de un moro, en cuclillas, trazando con la mano, como un manojo
de sarmientos, complicados arabescos en la arena.
Había llovido fuerte allá por las montañas de Teruel; el río arrojaba
en el mar su agua arcillosa y fría, y todo el golfo teñíase de un
amarillo rabioso, que a lo lejos debilitábase hasta tomar tonos de
rosa. La estrecha faja verde que recortaba el límite del horizonte
delataba que era un mar lo que parecía inundación de tisana.
Y mientras mirábamos la rojiza extensión, en cuyo límite se marcaba
como ligera nubecilla el cabo de San Antonio, la arremangada gente de
Nazaret tiraba de los _bolichones_ o se arrojaba en el agua sucia.
El viejo adivinaba el éxito de la pesca. Aquel era un buen día. Iban a
caer los _esparrellóns_ como moscas.
Y eso que el _esparrelló_ era el bicho más ladino y malicioso que se
paseaba por el golfo.
¿Que no lo sabía yo? Pues atención, que para comprender cómo las
gastaba el tal animalito, iba a contarme un cuento, que indudablemente
sería un sucedido, pues de no ser así, no se lo habría contado a él su
padre.
Y el buen viejo, siempre en cuclillas, sin soltar la pipa comenzó
a contarme el _sucedido_ con su seriedad de lobo de playa, en un
valenciano pintoresco, cuyas palabras silbaban al pasar por entre las
despobladas encías.
* * * * *
También aquel día había crecido el río, y cerca de la orilla resbalaba
el _bolichó_ traidoramente por entre las turbias olas, arrastrando
hacia la arena seca a los incautos peces, atraídos por la frescura del
agua dulce y sucia.
El _esparrelló_ del cuento, panzudo, pequeñito y vivaracho, un pilluelo
que correteaba por los escondrijos y rincones del golfo con grave
disgusto de su familia, acababa de ver caer a todos los suyos entre las
mallas de una red. Se salvó él por ligereza, y como era un perdis y los
sentimientos de familia no están muy arraigados en su especie, solo se
le ocurrió huir mar adentro, moviendo graciosamente la colita, como si
quisiera decir:
--Sálveme yo y perezca la familia: mejor es el agua turbia que el
aceite de la sartén.
Pero cerca de la entrada del puerto oyó un poderoso ronquido que
conmovía las aguas, como si el suelo del mar se estuviera desgarrando.
El _esparrelló_ dejose caer en línea recta, y en una hondonada abierta
por las dragas en el fango, vio tumbado como un canónigo a un _reig_
corpulento, que lo menos pesaba cuatro arrobas; un animalote insolente
y matón que cobraba el barato en todo el golfo y apenas movía una
agalla hacía temblar a todo el escamado enjambre.
¡Vaya un modo de dormir! Cansado de las aguas verdes y tranquilas
cargadas de calor y de luz, le placía la frescura y la semioscuridad
del barro líquido que arrastraba el río, y roncaba como si estuviera en
una alcoba con las cortinas corridas.
El _esparrelló_ quiso pasar un buen rato con el terrible personaje,
pero sus malas intenciones no iban más allá del deseo de divertirse a
costa ajena, y se limitó a pasar y repasar por las jadeantes narices
del coloso, haciéndole cosquillas con las finas púas de su cola.
Pero bueno era el _reig_ para inquietarse por tales caricias. A fuerza
de sufrir cosquillas cesó de roncar y se incorporó un poco moviendo su
poderosa cola, pero tumbose sobre el otro costado, y siguió bramando
con la tranquilidad del que, seguro de su fuerza, no teme peligros.
--¡Animal! --le gritaba el pececillo junto a una agalla--; ¡animal,
despiértate!
--¿Eh? --exclamaba el _reig_ entre dos ronquidos con su bronca voz de
borracho.
--Que te despiertes. Hay por ahí un belén de mil demonios. La gente
de Nazaret ha roto hostilidades, y a miles se lleva prisioneros a los
nuestros.
--Allá vosotros. Eso va con la morralla y no con personas de mi clase.
--Es que para ti también hay. Por arriba va la barca del _Toto_
explorando, y si ha oído tus ronquidos, ahora mismo tienes aquí el
_bolichó_ de cuerdas, y mañana estás en la Pescadería hecho cincuenta
cuartos.
--¡Cincuenta demonios! --roncó con furia el _reig_, y dando un furioso
coletazo abandonó la cama de barro, poniéndose en facha de escapar,
mientras al ladino _esparrelló_ le temblaban todas las escamas con las
convulsiones de una risita aguda e insolente.
El _reig_ se amoscó al ver que tomaban a broma su prudencia, y
avanzando el cuerpo hacia el diminuto bicho, quiso reconocerle en la
semioscuridad.
--¿Eres tú, granuja? Tú acabarás mal; y si no fuera porque me tacharían
de ingrato, lo que no corresponde a una persona de mi edad y mi peso,
ahora mismo te tragaba. ¿Crees tú, mocoso, que me dan miedo todos
esos pelambres que vienen a buscarnos en el fondo de las aguas? Soy
demasiado guapo para dejarme coger. Pregúntale a ese _Toto_ de quien
hablas cuántas veces de una _morrá_ le he roto el bolinchón de cuerdas.
Si repito muchas veces la fiesta le arruino. Pero tengo conciencia;
antes que hacer daño a un padre de familia prefiero huir a tiempo, y
me va tan ricamente con este sistema, que mientras los de mi familia
han ido a morir faltos de respiración en la playa, yo escapo siempre, y
aquí me han de caer las escamas de puro viejo.
--Lo mismo soy yo --dijo con petulancia el pececillo--; los míos se han
dejado arrastrar, pero a mí no me falta ligereza, y aquí estoy. Es gran
cosa el ser pequeño.
--Quita allá, bicho ruin. Lo que vale es ser grande como yo, con más
fuerza que un caballo y capaz de llevarse por delante de un empujón
todas las redes de esos pelagatos.
Y para demostrar su fuerza, en menos de un segundo dio dos o
tres coletazos con la aviesa intención de pillar desprevenido al
_esparrelló_, y con tanto empuje, que si lo alcanza lo revienta.
Pero el granuja se echó a un lado oportunamente, amoscado por tan
villanas caricias.
--Fuerte sí que lo eres; convenido. Si no salto me partes, y eso no
está bien entre personas decentes, que deben ser agradecidas. Pero
en cambio soy más ligero: corro más que tú. Mira como tu cola no me
alcanza.
--¿Tú correr más?... ¡Jo! ¡jo! ¡jo!
Tan graciosa era la afirmación del petulante pececillo, que el _reig_
se revolcaba con convulsiones de risa, y sus carcajadas, sonoras como
ronquidos, hacían hervir el agua.
--Calla, condenado, que el _Toto_ debe andar por arriba.
La advertencia devolvió al _reig_ su seriedad, pero le cargaba que
aquel bicho insignificante sacara a colación a cada momento el nombre
del pescador, y quiso vengarse.
--¿Que tú corres más? --dijo con su expresión de jaque testarudo--;
eso pronto se verá. Hagamos una apuesta: a ver quién llega antes al
cabo de San Antonio. Apostaremos... ¡vaya! ya está. Si yo llego antes
te dejarás comer en castigo a tu fanfarronería, y si quedo rezagado te
protegeré siempre y seré tu siervo. ¿Conviene, chiquitín?
¡Pobre _esparrelló_! Le temblaban todas las escamas al verse metido en
porfía con tan peligroso bruto, pero entre ser devorado al momento o de
allí a unas horas, optó por lo último.
--Conforme, grandullón --contestó con risita forzada--; cuando quieras
empezaremos.
--Vamos a las aguas verdes, que esto está turbio.
Y lentamente, moviendo con indolencia la cola, como dos buenos amigos
que salen a tomar el fresco, el _reig_ y el _esparrelló_ llegaron
al sitio donde se aclaraban las aguas con un dulce tono de esmeralda
líquida.
El gigante dio unos cuantos coletazos alegres, roncó, haciendo hervir
el agua con sonoras burbujas, y se puso en facha para correr.
--Mira, chiquitín: sé que te quedarás atrás, pero no pienses en huir,
porque te buscaría por todo el golfo. Aunque grandote, no soy tan bruto
como crees.
--Menos palabras, y al avío.
--¿Vaya, chiquillo?
--Cuando quieras.
--Pues ¡va!
¡Caballeros y qué modo de correr! Aquel _reig_ era una tempestad. Al
primer coletazo salió como un rayo, envuelto en espuma, moviendo un
estrépito de todos los demonios. Tan ciego iba, que casi se estrelló
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