Cuentos valencianos - 9

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Eva, impulsada por su remordimiento, corrió al establo, abriendo la
puerta.
--Señor, que aún quedan más. Algo para estos pobrecitos.
El Todopoderoso miró con extrañeza aquella caterva sucia y asquerosa
que se agitaba en el estiércol como un montón de gusanos.
--Nada me queda que dar --dijo--. Sus hermanos se lo han llevado todo.
Ya pensaré, mujer; ya veremos más adelante.
San Miguel empujaba a Eva para que no importunase más al amo, pero ella
seguía suplicando:
--Algo, Señor; dadles cualquier cosa. ¿Qué van a hacer estos pobres en
el mundo?
El Señor deseaba irse, y salió de la masía.
--Ya tienen destino --dijo a la madre--. Esos se encargarán de servir y
mantener a los otros.
--Y de aquellos infelices --terminó el viejo segador-- que nuestra
primera madre ocultó en el establo, descendemos nosotros los que
vivimos encorvados sobre la tierra.


La tumba de Alí-Bellús

--Era en aquel tiempo --dijo el escultor García-- en que me dedicaba,
para conquistar el pan, a restaurar imágenes y dorar altares, corriendo
de este modo casi todo el reino de Valencia.
Tenía un encargo de importancia: restaurar el altar mayor de la iglesia
de Bellús, obra pagada con cierta manda de una vieja señora, y allá fui
con dos aprendices, cuya edad no se diferenciaba mucho de la mía.
Vivíamos en casa del cura, un señor incapaz de reposo, que apenas
terminaba su misa ensillaba el macho para visitar a los compañeros de
las vecinas parroquias o empuñaba la escopeta, y con balandrán y gorro
de seda salía a despoblar de pájaros la huerta. Y mientras él andaba
por el mundo, yo, con mis dos compañeros, metidos en la iglesia, sobre
los andamios del altar mayor, complicada fábrica del siglo XVII,
sacando brillo a los dorados o alegrándoles los mofletes a todo un
tropel de angelitos que asomaban entre la hojarasca como chicuelos
juguetones.
Por las mañanas, terminada la misa, quedábamos en absoluta soledad.
La iglesia era una antigua mezquita de blancas paredes; sobre los
altares laterales extendían las viejas arcadas su graciosa curva, y
todo el templo respiraba ese ambiente de silencio y frescura que parece
envolver a las construcciones árabes. Por el abierto portón veíamos
la plaza solitaria inundada de sol; oíamos los gritos de los que se
llamaban allá lejos, a través de los campos, rasgando la inquietud de
la mañana, y de vez en cuando las gallinas entraban irreverentemente
en el templo, paseando ante los altares con grave contoneo, hasta
que huían asustadas por nuestros cantos. Hay que advertir que,
familiarizados con aquel ambiente, estábamos en el andamio como
en un taller, y yo obsequiaba a aquel mundo de santos, vírgenes y
ángeles inmóviles y empolvados por los siglos, con todas las romanzas
aprendidas en mis noches de _paraíso_, y tan pronto cantaba a la
_celeste Aida_ como repetía los voluptuosos arrullos de Fausto en el
jardín.
Por eso veía con desagrado por las tardes cómo invadían la iglesia
algunas vecinas del pueblo, comadres descaradas y preguntonas que
seguían el trabajo de mis manos con atención molesta, y hasta osaban
criticarme por si no sacaba bastante brillo al follaje de oro o ponía
poco bermellón en la cara de un angelito. La más guapetona y la más
rica, a juzgar por la autoridad con que trataba a las demás, subía
algunas veces al andamio, sin duda para hacerme sentir de más cerca su
rústica majestad, y allí permanecía, no pudiendo moverme sin tropezar
con ella.
El piso de la iglesia era de grandes ladrillos rojos, y tenía en el
centro, empotrada en un marco de piedra, una enorme losa con anilla
de hierro. Estaba yo una tarde imaginando qué habría debajo, y
agachado sobre la losa rascaba con un hierro el polvo petrificado de
las junturas, cuando entró aquella mujerona, la _siñá_ Pascuala, que
pareció extrañarse mucho al verme en tal ocupación.
Toda la tarde la pasó cerca de mí, en el andamio, sin hacer caso de
sus compañeras que parloteaban a nuestros pies, mirándome fijamente
mientras se decidía a soltar la pregunta que revoloteaba en sus labios.
Por fin la soltó. Quería saber qué hacía yo sobre aquella losa que
nadie en el pueblo, ni aun los más ancianos, habían visto nunca
levantada. Mis negativas excitaron más su curiosidad, y por burlarme de
ella me entregué a un juego de muchacho, arreglando las cosas de modo
que todas las tardes, al llegar a la iglesia, me encontraba mirando la
losa, hurgando en sus junturas.
Di fin a la restauración, quitamos los andamios; el altar lucía como
un ascua de oro, y cuando le echaba la última mirada, vino la curiosa
comadre a intentar por otra vez hacerse partícipe de _mi secreto_.
--_Dígameu_, pintor --suplicaba--. Guardaré el _secret_.
Y el pintor (así me llamaban), como era entonces un joven alegre y
había de marchar en el mismo día, encontró muy oportuno aturdir a
aquella impertinente con una absurda leyenda. La hice prometer un
sinnúmero de veces, con gran solemnidad, que no repetiría a nadie mis
palabras, y solté cuantas mentiras me sugirió mi afición a las novelas
interesantes.
Yo había levantado aquella losa por arte maravilloso que me callaba,
y visto cosas extraordinarias. Primero una escalera honda, muy honda:
después estrechos pasadizos, vueltas y revueltas; por fin una lámpara
que debía estar ardiendo centenares de años, y tendido en una cama de
mármol un _tío_ muy grande, con la barba hasta el vientre, los ojos
cerrados, una espada enorme sobre el pecho y en la cabeza una toalla
arrollada con una media luna.
--Será un _mòro_ --interrumpió ella con suficiencia.
Sí, un moro. ¡Qué lista era! Estaba envuelto en un manto que brillaba
como el oro, y a sus pies una inscripción en letras enrevesadas que no
las entendería el mismo cura; pero como yo era pintor, y los pintores
lo saben todo, la había leído de corrido. Y decía... decía... ¡ah,
sí! decía: «Aquí yace Alí-Bellús; su mujer Sarah y su hijo Macael le
dedican este último recuerdo.»
Un mes después supe en Valencia lo que ocurrió apenas abandoné el
pueblo. En la misma noche, la _siñá_ Pascuala juzgó que era bastante
heroísmo callarse durante algunas horas, y se lo dijo todo a su marido,
el cual lo repitió al día siguiente en la taberna. Estupefacción
general. ¡Vivir toda la vida en el pueblo, entrar todos los domingos
en la iglesia y no saber que bajo sus pies estaba el hombre de la gran
barba, de la toalla en la cabeza, el marido de Sarah, el padre de
Macael, el gran Alí-Bellús, que indudablemente habría sido el fundador
del pueblo!... Y todo esto lo había visto un forastero, sin más trabajo
que llegar, y ellos no. ¡Cristo!
Al domingo siguiente, apenas el cura abandonó el pueblo para comer con
un párroco vecino, una gran parte del vecindario corrió a la iglesia.
El marido de la _siñá_ Pascuala anduvo a palos con el sacristán para
quitarle las llaves, y todos, hasta el alcalde y el secretario,
entraron con picos, palancas y cuerdas. ¡Lo que sudaron!... En dos
siglos lo menos no había sido levantada aquella losa, y los mozos
más robustos, con los bíceps al aire y el cuello hinchado por los
esfuerzos, pugnaban inútilmente por removerla.
--¡_Fòrsa, fòrsa_! --gritaba la Pascuala capitaneando aquella tropa de
brutos--. ¡_Abaix_ está el _mòro_!
Y animados por ella redoblaron todos sus esfuerzos, hasta que después
de una hora de bufidos, juramentos y sudor a chorros, arrancaron no
solo la losa, sino el marco de piedra, saltando tras él una gran parte
de los ladrillos del piso. Parecía que la iglesia se venía abajo. Pero
buenos estaban ellos para fijarse en el destrozo... Todas las miradas
eran para la lóbrega sima que acababa de abrirse ante sus pies.
Los más valientes rascábanse la cabeza con visible indecisión; pero uno
más audaz se hizo atar una cuerda a la cintura y se deslizó murmurando
un credo. No se cansó mucho en el viaje. Su cabeza estaba aún a la
vista de todos cuando sus pies tocaban ya el fondo.
--¿Qué _veus_? --preguntaban los de arriba con ansiedad.
Y él se agitaba en aquella lobreguez, sin tropezar con otra cosa
que montones de paja arrojada allí hacía muchos años después de un
desestero, y que putrefacta por las filtraciones despedía un hedor
insufrible.
--¡Busca, busca! --gritaban las cabezas formando un marco gesticulante
en torno de la lóbrega abertura. Pero el explorador solo encontraba
coscorrones, pues al avanzar su cabeza chocaba contra las paredes.
Bajaron otros mozos, acusando de torpeza al primero, pero al fin
tuvieron que convencerse de que aquel pozo no tenía salida alguna.
Se retiraron mohínos entre la rechifla de los chicuelos, ofendidos
porque les habían dejado fuera de la iglesia, y el griterío de las
mujeres, que aprovechaban la ocasión para vengarse de la orgullosa
Pascuala.
--¿_Com_ está Alí-Bellús? --preguntaban--. ¿Y su hijo Macael?
Para colmo de sus desdichas, al ver el cura roto el piso de su iglesia
y enterarse de lo ocurrido, púsose furioso; quiso excomulgar al pueblo
por sacrílego, cerrar el templo, y únicamente se calmó cuando los
aterrados descubridores de Alí-Bellús prometieron construir a sus
expensas un pavimento mejor.
--¿Y no ha vuelto usted allá? --preguntaron al escultor algunos de sus
oyentes.
--Me guardaré mucho. Más de una vez he encontrado en Valencia a alguno
de los chasqueados; pero ¡debilidad humana! al hablar conmigo se
reían del suceso, lo encontraban muy gracioso, y aseguraban que ellos
eran de los que presintiendo la jugarreta, se quedaron a la puerta de
la iglesia. Siempre han terminado la conversación invitándome a ir
allá para pasar un día divertido; cuestión de comerse una paella...
¡Que vaya el demonio! Conozco a mi gente. Me invitan con una sonrisa
angelical, pero instintivamente guiñan el ojo izquierdo como si ya
estuvieran echándose la escopeta a la cara.


El dragón del Patriarca
TRADICIÓN VALENCIANA

Todos los valencianos hemos temblado de niños ante el monstruo
enclavado en el atrio del Colegio del Patriarca, la iglesia fundada
por el beato Juan de Ribera. Es un cocodrilo relleno de paja, con
las cortas y rugosas patas pegadas al muro y entreabierta la enorme
boca, con una expresión de repugnante horror que hace retroceder a los
pequeños, hundiéndose en las faldas de sus madres.
Dicen algunos que está allí como símbolo del silencio, y con igual
significado aparece en otras iglesias del reino de Aragón, imponiendo
recogimiento a los fieles; pero el pueblo valenciano no cree en tales
explicaciones; sabe mejor que nadie el origen del espantoso animalucho,
la historia verídica e interesante del famoso _dragón del Patriarca_,
y todos los nacidos en Valencia la recordamos como se recuerdan los
cuentos _de miedo_ oídos en la niñez.
* * * * *
Era cuando Valencia tenía un perímetro no mucho más grande que los
barrios tranquilos, soñolientos y como muertos, que rodean la Catedral.
La Albufera, inmensa laguna casi confundida con el mar, llegaba hasta
las murallas; la huerta era un enmarañado marjal de juncos y cañas que
aguardaba en salvaje calma la llegada de los árabes que la cruzasen de
acequias grandes y pequeñas, formando la maravillosa red que transmite
la sangre de la fecundidad, y donde hoy es el Mercado extendíase el
río, amplio, lento, confundiendo y perdiendo su corriente en las aguas
muertas y cenagosas.
Las puertas de la ciudad inmediatas al Turia permanecían cerradas
los más de los días, o se entreabrían tímidamente para chocar con el
estrépito de la alarma apenas se movían los vecinos cañaverales. A
todas horas había gente en las almenas, pálida de emoción y curiosidad,
con el gesto del que desea contemplar de lejos algo horrible y al mismo
tiempo teme verlo.
Allí, en el río, estaba el peligro de la ciudad, la pesadilla de
Valencia, la mala bestia cuyo recuerdo turbaba el sueño de las gentes
honradas, haciendo amargo el vino y desabrido el pan. En un ribazo,
entre aplastadas marañas de juncos, un lóbrego y fangoso agujero, y en
el fondo, durmiendo la siesta de la digestión, entre peladas calaveras
y costillas rotas, el dragón, un horrible y feroz animalucho nunca
visto en Valencia, enviado, sin duda, por el Señor --según decían las
viejas ciudadanas-- para castigo de pecadores y terror de los buenos.
¡Qué no hacía la ciudad para librarse de aquel vecino molesto que
turbaba su vida!... Los mozos bravos de cabeza ligera --y bien sabe
el diablo que en Valencia no faltan-- excitábanse unos a otros y
echaban suertes para salir contra la bestia, marchando a su encuentro
con hachas, lanzas, espadas y cuchillos. Pero apenas se aproximaban
a la cueva del dragón, sacaba este el morro, se ponía en facha para
acometer, y partiendo en línea recta veloz como un rayo, a este quiero
y al otro no, mordisco aquí y zarpazo allá, desbarataba el grupo;
escapaban los menos, y el resto paraba en el fondo del negro agujero,
sirviendo de pasto a la fiera para toda la semana.
La religión, viniendo en auxilio de los buenos y recelando las
infernales artes del maléfico en esta horrorosa calamidad, quiso
entrar en combate con la bestia, y un día el clero, con su obispo a la
cabeza, salió por las puertas de Valencia, dirigiéndose valerosamente
al río con gran provisión de latines y agua bendita. La muchedumbre
contemplaba ansiosa desde las murallas la marcha lenta de la procesión;
el resplandor de las bizantinas casullas con sus fajas blancas orladas
de negras cruces; el centellear de la mitra de terciopelo rojo
con piedras preciosas y el brillo de los lustrosos cráneos de los
sacerdotes.
El monstruo, deslumbrado por este aparato extraordinario, les dejaba
aproximarse, pero pasada la primera impresión movió sus cortas
patas, abrió la boca como bostezando, y esto bastó para que todos
retrocediesen con tanta prudencia como prisa, precaución feliz a la que
debieron los valencianos que la fiera no se almorzara medio cabildo.
Se acabó. Todos reconocían la imposibilidad de seguir luchando con tal
enemigo. Había que esperar a que el dragón muriese de viejo o de un
hartazgo; mientras tanto, que cada cual se resignara a morir devorado
cuando le llegara el turno.
Acabaron por familiarizarse con aquel bicho ruin como con la idea de la
muerte, considerándolo una calamidad inevitable, y el valenciano que
salía a trabajar sus campos, apenas escuchaba ruido cerca de la senda y
veía ondear la maleza, murmuraba con desaliento y resignación:
--Me tocó la mala. Ya está ahí _ese_. Siquiera que acabe pronto y no me
haga sufrir.
Como ya no quedaban hombres que fuesen en busca del dragón, este iba
al encuentro de la gente para no pasar hambre en su agujero. Daba la
vuelta a la ciudad, se agazapaba en los campos, corría los caminos, y
muchas veces en su insolencia se arrastraba al pie de las murallas y
pegaba el hocico a las rendijas de las fuertes puertas, atisbando si
alguien iba a salir.
Era un maldito que parecía estar en todas partes. El pobre valenciano,
al plantar el arroz encorvándose sobre la charca, sentía en lo mejor
de su trabajo algo que le acariciaba por cerca de la espalda, y al
volverse tropezaba con el morro del dragón, que se abría y se abría
como si la boca le llegase hasta la cola, y ¡zas! de un golpe lo
trituraba. El buen burgués que en las tardes de verano daba un paseíto
por las afueras, veía salir de entre los matorrales una garra rugosa
que parecía decirle: «¡Hola, amigo!», y con un zarpazo irresistible
se veía arrastrado hasta el fondo del fangoso agujero donde la bestia
tenía su comedor.
Al mediodía, cuando el dragón inmóvil en el barro como un tronco
escamoso tomaba el sol, los tiradores de arco, apostados entre dos
almenas, le largaban certeros saetazos. ¡Tontería! Las flechas
rebotaban sobre el caparazón y el monstruo hacía un ligero movimiento,
como si en torno de él zumbase un mosquito.
La ciudad se despoblaba rápidamente, y hubiese quedado totalmente
abandonada a no ocurrírsele a los jueces sentenciar a muerte a cierto
vagabundo, merecedor de horca por delitos que llamaron la atención en
una época en que se mataba y robaba sin dar a esto otra importancia que
la de naturales desahogos.
El reo, un hombre misterioso, una especie de judío que había recorrido
medio mundo y hablaba en idiomas raros, pidió gracia. Él se encargaba
de matar el dragón a cambio de rescatar su vida. ¿Convenía el trato?...
Los jueces no tuvieron tiempo para deliberar, pues la ciudad les
aturdió con su clamoreo. Aceptado, aceptado: la muerte del dragón bien
valía la gracia de un tuno.
Le ofrecieron para su empresa las mejores armas de la ciudad, pero
el vagabundo sonrió desdeñosamente, limitándose a pedir algunos días
para prepararse. Los jueces, de acuerdo con él, dejáronle encerrado
en una casa, donde todos los días entraban algunas cargas de leña y
una regular cantidad de vasos y botellas recogidos en las principales
casas de la ciudad. Los valencianos agolpábanse en torno de la casa,
contemplando de día el negro penacho de humo, y por la noche el
resplandor rojizo que arrojaba la chimenea. Lo misterioso de los
preparativos dábales fe. ¡Aquel brujo sí que mataba al dragón!...
Llegó el día del combate, y todo el vecindario se agolpó en las
murallas, anhelante y pálido de ansiedad. Colgaban sobre las barbacanas
racimos de piernas; agitábanse entre las almenas inquietas masas de
cabezas.
Se abrió cautelosamente un postigo, dejando solo espacio para que
saliera el combatiente, y volvió a cerrarse con la precipitación del
miedo. La muchedumbre lanzó una exclamación de desaliento. Aguardaba
algo extraordinario en el paladín misterioso, y le veía cubierto con un
manto y un capuchón de lana burda, sin más arma que una lanza... ¡Otro
al saco! Aquel judío se lo engullía la malhadada bestia en un avemaría.
Pero él, insensible al general desaliento, marchaba en línea recta
hacia la cueva. Justamente, el dragón hacía días que estaba rabiando de
hambre. Quedábase la gente en la ciudad, y la fiera ayunaba, rugiendo
al husmear el rebaño humano guardado por las fuertes murallas.
Vieron todos cómo al aproximarse el vagabundo asomaba por el embudo
de barro el picudo morro de la fiera y sus rugosas patas delanteras.
Después, con un pesado esfuerzo, sacó del agujero el corpachón escamoso
por cuyo interior había pasado medio Valencia.
¡_Brrrr_! Y rugiendo de hambre, abrió una bocaza que, aun vista de
lejos, hizo correr un estremecimiento por las espaldas de todos los
valencianos. Pero al mismo tiempo ocurrió una cosa portentosa. El
combatiente dejó caer al suelo la capa y la capucha, y todo el pueblo
se llevó las manos a los ojos como deslumbrado. Aquel hombre era un
ascua luminosa; una llama que marchaba rectamente hacia el dragón, un
fantasma de fuego que no podía ser contemplado más de un segundo. Iba
cubierto con una vestidura de cristal, con una armadura de espejos en
la que se reflejaba el sol, rodeándolo con un nimbo de deslumbrantes
rayos.
La bestia, que iba a lanzarse sobre él, parpadeó temblorosa,
deslumbrada, y comenzó a retroceder.
El vagabundo avanzaba arrogante y seguro de la victoria, como en la
leyenda wagneriana el valeroso Sigfrido marchaba al encuentro del
dragón _Fafner_.
Los rayos de la armadura anonadaban a la fiera. Su espantable figura,
reproducida en la coraza, en el escudo, en todas las partes de la
armadura con infinito espejismo, la turbaban, obligándola a retroceder.
Al fin, cegada, confusa, presa del mareo de lo desconocido, se dejó
caer en su agujero, y con un supremo esfuerzo, por conservar su
prestigio, abrió la bocaza para rugir ¡_Brrrr_!
¡Allí de la lanza! La hundió toda en las horribles fauces del
deslumbrado monstruo, repitiendo los golpes entre los aplausos de la
muchedumbre, que saludaba cada metido como una bendición de Dios. Los
chorros de sangre negra y nauseabunda mancharon la límpida armadura, y
enardecidos por la agonía del enemigo, todos los vecinos salieron al
campo. Hubo algunos que por llegar antes se arrojaron de cabeza desde
las murallas, siendo con esto las postreras víctimas del dragón.
Todos querían ver de cerca al monstruo y abrazar al matador.
¡Se salvó Valencia! Desde aquel día comenzó a vivir tranquila.
De tan memorable jornada no ha quedado el nombre del héroe, ni siquiera
su maravillosa armadura de espejos. Sin duda se la rompieron en plena
ovación, al llevarle triunfante de abrazo en abrazo.
Pero queda el dragón, con su vientre atiborrado de paja, por donde
pasaron muchos de nuestros abuelos.
Y quien dude de la veracidad del suceso, no tiene más que asomarse al
atrio del Colegio del Patriarca, que allí está la malvada bestia como
irrecusable testigo.

FIN
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