Cuentos valencianos - 2

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abrumadora.
Pero ¡qué cargantes eran los amigos del cafetín! ¿Que Pepeta no le
quería ya? Bueno; dale expresiones... ¿Que él era un chiquillo y le
faltaba esto y lo de más allá? Conformes; pero aún no había muerto,
y tiempo le quedaba para hacer algo. Por de pronto, a Pepeta y al
_Cubano_ se los pasaba por tal y cual sitio. Ella era una _carasera_ y
él un mariquita con su hablar de chiquillo y su peluca rizada. Ya les
arreglaría las cuentas.... A ver, tío _Panchabruta_: otra águila de
petróleo refinado. De aquel que está en el rincón, en el temible tonel
que ha enviado al cementerio tres generaciones de borrachos.
Y el fresco vientecillo, haciendo ondear la listada cortina de la
puerta, arrojaba todos los ruidos de la calle en el ambiente del
cafetín, cargado del calor del gas y los vahos alcohólicos.
Ahora cantaban a coro en casa de Pepeta:
Vente conmigo y no temas
estos parajes dejar...
Adivinaba la voz de ella, rígida y fría como siempre, y la otra aguda
y mimosa, la del cubano, que decía: _Vente conmigo_, con una intención
que al _Menut_ parecía arañarle en el pecho. Conque _vente conmigo_,
¿eh?... ¡Cristo! Aquella noche iba a arder todo en la calle de Borrull.
Y se lanzó fuera del cafetín sin llamar la atención de los bebedores,
acostumbrados a tan nerviosas salidas.
Ya no era el alma en pena; iba rectamente a su sitio, a aquel corro
maldito que tantas noches había sido su tormento.
--Tú, Cubano, _ascolta._
Movimiento de asombro, de estupefacción. Calló el organillo, cesó el
coro y Pepeta levantó fieramente la cabeza. ¿Qué quería aquel pillete?
¿Había por allí algún borrego que robar?...
Pero sus insolencias de nada sirvieron. El licenciado se levantaba
estirando fanfarronamente su levitilla de hilo.
--Me _paese_... me _paese_ que ese muchachito se la va a cargar por
torpe.
Y salió del corro, a pesar de las protestas y consejos de todos.
Pepeta se había serenado. Podían estar tranquilos; ella lo aseguraba.
No llegaría la sangre al río. El _Menut_ era un chillón que no valía un
papel de fumar, y si se atrevía a hacer pinitos ya le limpiaría los
mocos el otro. Vaya... a cantar. No debía turbarse la buena armonía por
un bicho así.
Y la tertulia reanudó su canto débilmente, de mala gana, mirando todos
con el rabillo del ojo a los dos que estaban plantados en el arroyo,
frente a frente.
Que la que aquí es prima donna,
reina en mi casa será...á...á
Pero al hacer una pausa se oyó la voz del _Menut_, que decía
lentamente, con rabia y acentuando las palabras como si las mascase:
--Tú eres un morral... sí señor; un morral.
Todos se pusieron en pie, rodaron las sillas, cayó el acordeón al
suelo, lanzando un quejido, pero... ¡quiá! por pronto que acudieron ya
era tarde.
Se habían agarrado como gatos rabiosos, clavándose las uñas en el
cuello, empujándose, resbalando en las cortezas de sandía y lanzando
sucias blasfemias.
Y el _Cubano_ de pronto se bamboleó para caer como un talego de ropa, y
en aquel momento desvaneciose la melosidad antillana, y el lenguaje de
la niñez reapareció junto con la desgracia.
--¡Ay, _mare mehua_!... ¡_Mare mehua_!
Retorcíase sobre los adoquines como una lagartija partida en dos,
agarrábase el vientre allí donde había sentido la fría hoja de la
navaja, comprimiendo instintivamente el bárbaro rasgón, al que asomaban
los intestinos cortados, rezumando sangre e inmundicia.
Corría la gente desde los dos extremos de la calle, para agolparse en
torno del caído; sonaban pitos a lo lejos, poblándose instantáneamente
los balcones, y en uno de ellos la _siñá_ Serafina, en camisa,
desmelenada, sorprendida en su primer sueño por el grito de su hijo,
daba alaridos instintivamente, sin explicarse todavía la inmensidad de
su desgracia.
Pepeta retorcíase con epilépticas convulsiones entre los brazos de
varios vecinos; avanzaba sus uñas de fiera enfurecida, y no pudiendo
llegar hasta el _Menut_, le escupía a la cara siempre los mismos
insultos con voz estridente, desgarradora, que despertaba a todo el
barrio:
--¡_Lladre_!... ¡Granuja!...
Y el autor de todo estaba allí, sin huir, con su figurilla triste y
desmedrada, el cuello desollado por varios arañazos, el brazo derecho
teñido en sangre hasta el codo y la navaja caída a sus pies. Tan
tranquilo como al degollar reses en el Matadero, sin estremecerse al
sentir en sus hombros las manos de la policía, con una sonrisita que
plegaba ligeramente los extremos de su boca.
Salió de la calle con los brazos atados sobre la espalda, y la blusa
encima, la innoble cara llena de arañazos, hablando con su escolta de
municipales, satisfecho, en el fondo, de que la gente se agolpase a su
paso, como en la entrada de un personaje.
Cuando pasó ante el cafetín, saludó con altivez a sus amigotes que,
asombrados, como si no hubiesen presenciado el suceso, le preguntaban
qué había hecho.
--_Res; còses d’hòmens._
Y contento con su suerte, erguido y triunfante, siguió el camino de
la cárcel, acogiendo el infeliz las miradas de la curiosidad con la
prosopopeya de la estupidez satisfecha.


La cencerrada

I
Todos los vecinos de Benimuslín acogieron con extrañeza la noticia.
Se casaba el tío Sènto, uno de los prohombres del pueblo, el primer
contribuyente del distrito, y la novia era Marieta, guapa chica, hija
de un carretero, que no aportaba al matrimonio otros bienes que aquella
cara morena, con su sonrisa de graciosos hoyuelos y los ojazos negros,
que parecían adormecerse tras las largas pestañas entre los dos rodetes
de apretado y brillante cabello que, adornados con pobres horquillas,
cubrían sus sienes.
Por más de una semana esta noticia conmovió al tranquilo pueblecito,
que entre una inmensidad de viñas y olivares alzaba sus negruzcos
tejados, sus tapias de blancura deslumbrante, el campanario con su
montera de verdes tejas y aquella torre cuadrada y roja, recuerdo de
los moros, que destacaba soberbia sobre el intenso azul del cielo su
corona de almenas rotas o desmoronadas como una encía vieja.
El egoísmo rural no salía de su asombro. Muy enamorado debía estar el
tío Sènto para casarse, violando tan escandalosamente las costumbres
tradicionales. ¿Cuándo se había visto a un hombre que era dueño de la
cuarta parte del término, con más de cien botas en la bodega y cinco
mulas en la cuadra, casarse con una chica que de pequeña robaba fruta o
ayudaba en las faenas de las casas ricas para que la diesen de comer?
Todos decían lo mismo. ¡Ah, si levantase la cabeza la _siñá_ Tomasa,
la primera mujer del tío Sènto, y viese que su caserón de la calle
Mayor, sus campos y su _estudi_, con aquella cama monumental de que tan
orgullosa estaba, iban a ser para la mocosuela que en otros tiempos la
pedía una rebanada de pan!
Aquel hombre debía estar loco. No había más que ver el aire de
adoración con que contemplaba a Marieta, la sonrisa boba con que acogía
todas sus palabras y las actitudes de chaval con que se mostraba a los
cincuenta y seis años bien cumplidos. Y las que más protestaban contra
aquel hecho inaudito eran las chicas de las familias acomodadas, que,
siguiendo las egoístas tradiciones, no hubieran tenido inconveniente
en entregar su morena mano a aquel gallo viejo, que se apretaba la
exuberante panza con la faja de seda negra y mostraba sus ojillos
pardos y duros bajo el sombraje de unas cejas salientes y enormes que,
según expresión de sus enemigos, tenían más de media arroba de pelo.
La gente estaba conforme en que el tío Sènto había perdido la razón.
Cuanto poseía antes de casarse y todo lo que había heredado de la
_siñá_ Tomasa, iba a ser de Marieta, de aquella mosca muerta que había
conseguido turbarle de tal modo, que hasta las devotas a la puerta de
la iglesia murmuraban si la chica tendría hecho pacto con el malo y
habría dado al viejo polvos seguidores.
El domingo en que se leyó la primera amonestación, el escándalo fue
grande. Después de la misa mayor, había que oír a los parientes de la
_siñá_ Tomasa. Aquello era un robo, sí señor; la difunta se lo había
dejado todo a su marido, creyendo que no la olvidaría jamás, y ahora el
muy ladrón, a pesar de sus años, buscaba un bocado tierno y le regalaba
lo de la otra. No había justicia en la tierra si aquello se consentía.
¡Pero vaya usted a reclamar en estos tiempos! Bien decía don Vicente,
el _siñor retor_, que ahora todo está perdido. Debía mandar don Carlos,
que es el único que persigue a los pillos.
Así vociferaban en los corrillos de la plaza los que se creían
perjudicados por el futuro matrimonio, ayudándoles en la murmuración
casi todos los vecinos de Benimuslín.
El caso era que tal casamiento no acabaría bien. Aquel vejestorio
atacado de rabia amorosa estaba destinado a llorar su calaverada.
¡Pequeños iban a ser los adornos!... Todo el pueblo sabía que Marieta
tenía un novio, _Tòni el Desgarrat_, un vago que había pasado la niñez
con ella correteando por las viñas, y ahora, al ser mayor, la quería
con buen fin, esperando para casarse que le entrasen ganas de trabajar
y perder la costumbre de beberse en la taberna los cuatro terrones
de su herencia en compañía de su amigo el dulzainero _Dimòni_, otro
perdido que venía a buscarle del inmediato pueblo para tomar juntos
famosas borracheras, que dormían en los pajares.
Los parientes de la _siñá_ Tomasa miraban ahora con simpatía al
_Desgarrat_. Este se encargaría de vengarles.
Y los mismos que antes le despreciaban, los ricachos que volvían la
cara al encontrarle, buscábanle en la taberna el día de la primera
amonestación, plantándose ante el muchachote, que estaba sentado en un
taburete de cuerda con la vistosa manta sobre las rodillas, la colilla
pegada al labio y la mirada fija en el porrón, que herido por un rayo
de sol, reflejaba inquieta mancha roja sobre el cinc de la mesilla.
--_Che, Desgarrat_ --le decían con sorna--, Marieta se casa.
Pero el _Desgarrat_ acogía esta burla levantando los hombros.
Aquello aún había de verse. Hasta el fin nadie es dichoso, y él...
¡_recordóns_! ya sabían todos que era muy hombre para vérselas con el
tío Sènto, que también la echaba de terne.
Así era, y por lo mismo todos esperaban un choque ruidoso.
Allí iba a pasar algo.
Al tío Sènto --según propia afirmación-- nadie le ganaba a bruto.
Levantaba mucho peso en las elecciones, tenía grandes amigos en
Valencia, había sido alcalde varias veces y estaba acostumbrado a
enarbolar en medio de la plaza el grueso _gayato_ de Liria para
sacudirle dos palos con la mayor impunidad al primero que le
incomodaba.

II
Llegó el momento de las cartas dotales. El tío Sènto no hacía las cosas
a medias, y además, buena era Marieta y su familia para despreciar la
ocasión.
En trescientas onzas la dotaba el novio, sin contar la ropa y las
alhajas pertenecientes a su primera mujer.
La casa de Marieta, aquella casucha de las afueras sin más adorno que
el carro a la puerta y dos o tres caballerías flacas en el establo, fue
visitada por todas las chicas del pueblo.
Aquello era un jubileo. Todas formando grupo, cogidas de la cintura
o de las manos, pasaban ante el largo tablado cubierto por blancas
colchas, sobre el cual los regalos y la ropa de la novia ostentábanse
con tal magnificencia, que arrancaban exclamaciones de asombro:
--¡Reina y santísima! ¡Qué cosas tan preciosas!
La ropa blanca clasificada por tamaños, apilada en altas columnas que
casi llegaban al techo, cuidadosamente doblada, algo morena, como
tejido fuerte, pero con un olor a limpieza y lejía que daba gloria;
todo a docenas de docenas, desde las camisas hasta los trapos de
cocina, con iniciales de colores chillones y guarnecidas con profusión
de randas las ropas de uso interior: los vestidos de seda, gruesos
y crujientes, con vivos reflejos metálicos; las faldas de rameado
percal mostrando una fresca florescencia de primavera; las mantillas
con sus sutiles y complicados arabescos; los corsés blancos y negros
pespunteados de rojo, delatando con impudencia en sus rígidos contornos
el cuerpo de la novia; y encerrados en sus marcos de cartón, los
pañolones de Manila, con aves fantásticas volando en un cielo de seda
blanca, y grupos de chinos, unos bigotudos y fieros, otros pelones
y bobos, admirando con sus caritas de porcelana a las sencillas
muchachas, que soñaban despiertas en aquellos misteriosos países donde
los hombres gastan faldas y tienen ojitos de cerdo. Después venían los
regalos de los amigos, en su mayoría pilillas de agua bendita para la
alcoba, con sus ángeles de porcelana; cajas con cuchillos y cubiertos
de plata, y dos grandes candelabros que descollaban majestuosamente.
Eran el regalo del marqués, del cacique de la comarca, el hombre más
eminente de España, según el tío Sènto, el cual, siempre que se
trataba de sacarle diputado por el distrito, estaba tan dispuesto a
empuñar el garrote como a echarse la escopeta a la cara.
Y como digno final de aquella exposición, en lugar preferente
ostentábanse las joyas chispeando sobre la almohadilla granate de los
estuches: las uvas de perlas para las orejas, los alfileres de pecho
con sus complicados colgajos, las grandes horquillas de oro para los
caracoles de las sienes, las tres agujas con cabezas de apretadas
perlas que habían de atravesar el airoso rodete y aquel aderezo, famoso
en Benimuslín, que la _siñá_ Tomasa había comprado en catorce onzas de
la calle de las Platerías.
¡Vaya una suerte la de Marieta! Ella se hacía la modesta, enrojeciendo
cada vez que ponderaban su futura felicidad, pero había que ver
los lagrimones de la madre, una mujercilla flaca, arrugada e
insignificante, y la emoción del carretero, que iba como un criado tras
su futuro yerno, guardándole todas las consideraciones debidas a un ser
superior.
Por la noche fue la lectura de las cartas. Llegó don Julián el notario
en su vieja tartana acompañado de su acólito, un infeliz de cara
hambrienta con el tintero de cuerno asomado a un bolsillo y el papel
sellado bajo el brazo.
Don Julián fue entrado casi en triunfo en la cocina, donde ya estaba
preparada una mesilla para el escribiente con velón de cuatro brazos.
¡Qué hombre tan sabio aquel! Leía las escrituras en valenciano e
intercalaba en el árido texto chistes de su cosecha... Vamos, que no
había palurdo que pudiera estar serio en presencia de aquel señor
siempre grave, que tenía cierto aire eclesiástico, con su largo
paletó negro semejante a una sotana, el rostro carrilludo y frescote,
cuidadosamente afeitado, y las recias gafas montadas en la frente, lo
que era para los vecinos de Benimuslín un capricho inexplicable propio
de los grandes talentos.
Comenzó el notario a dictar en voz baja; garrapateaba el escribiente en
los pliegos de papel sellado, y mientras tanto iban llegando los amigos
de casa con el cura y el alcalde, y desaparecían del largo tablado los
regalos de boda para dejar sitio a los macizos bizcochos espolvoreados
de azúcar, los platos de _amargos_ y las tortas _finas_ secas como
cartón, a más de una docena de botellas de rosa y marrasquino.
Tosió varias veces don Julián, púsose en pie tirando de las solapas
de su paletó, y todos quedaron en silencio, mientras él agarraba los
pliegos escritos con la tinta todavía fresca y comenzaba a leer en
valenciano.
¡Qué hombre tan chistoso! Al nombrar al novio hizo una mueca grotesca,
y el tío Sènto fue el primero en celebrarlo con una ruidosa carcajada;
al mentar a la novia saludó a Marieta con una reverencia de baile y
volvió a repetirse la risa; pero cuando llegaron las condiciones del
contrato, todos se pusieron graves: un viento de egoísmo y de avaricia
parecía soplar en aquella cocina, y hasta la novia levantaba la cabeza
con los ojos brillantes y las alillas de la nariz dilatadas por la
emoción al oír hablar de onzas, de la viña de la Ermita y del olivar
del Camino Hondo: todo lo que iba a ser suyo. El tío Sènto era el único
que sonreía satisfecho de que tan honorable concurso apreciara hasta
dónde llegaba su generosidad.
Así se hacían las cosas. Los padres de Marieta lloraban y las vecinas
movían la cabeza con expresión de asentimiento. A un hombre así se le
podía entregar una hija sin remordimiento alguno.
Cuando el papelote quedó firmado, comenzaron a circular los dulces
y las copas. El notario lucía su ingenio, mientras el famélico
escribiente se atracaba en representación propia y de su principal.
Aquel don Julián era el encanto de su rudo auditorio. Ya verían de lo
que era capaz el día de la boda. Don Vicente el cura y él se habían de
emborrachar, brindando por la felicidad de los novios: palabra de honor.
A las once terminó la fiesta de las cartas. El cura acababa de
retirarse escandalizado de estar en pie a aquellas horas teniendo que
decir la misa primera; el alcalde le había acompañado, y salió por fin
el tío Sènto con el notario y el escribiente, los que llevaba a dormir
a su casa.
Las calles estaban oscuras. Más allá de la casa de Marieta estaba la
densa lobreguez de los campos, de la que salían rumores de follaje y
cantos de grillos. Sobre los tejados parpadeaban las estrellas en un
cielo de intenso azul. Ladraban los perros en los corrales, contestando
a los relinchos de las bestias de labor. El pueblo dormía, y el notario
y su ayudante andaban con precaución, temiendo tropezar con algún
pedrusco de aquellas calles desconocidas.
--¡Ave María purísima! --gritaba a lo lejos una voz acatarrada--; las
_onse_... sereno.
Y don Julián sentíase algo intranquilo en aquella lobreguez. Le
parecía ver bultos sospechosos, y en la esquina de la calle, espiando
la puerta de Marieta, creyó distinguir gente en acecho...
¡Allá va! Y sonó un terrible chasquido, como si se rasgara a un tiempo
toda la ropa blanca de la novia, y de la esquina surgió una gruesa
línea de fuego que avanzó rápida y serpenteante con un silbido atroz,
que puso los pelos de punta al buen notario.
Era un enorme cohete. ¡Vaya una broma! El notario se arrimó tembloroso
a una puerta, mientras el escribiente casi caía a sus pies, y allí
estuvieron los dos durante unos segundos, que les parecieron siglos,
viendo con angustia cómo el petardo iba de una pared a otra como fiera
enjaulada, agitando su rabo de chispas, conteniendo por tres o cuatro
veces su silbante estertor, hasta que por fin estalló en horrendo
trueno.
El tío Sènto había permanecido valientemente en medio de la calle...
¡_Redéu_! ya sabía él de dónde venía aquello.
--¡_Chentòla indesent_! --gritó con voz ronca por la rabia.
Y agitando su enorme _gayato_ avanzó amenazante, como si tras la
esquina fuese a encontrar al _Desgarrat_ con toda la parentela de la
_siñá_ Tomasa.

III
Las campanas de Benimuslín iban al vuelo desde el amanecer.
Se casaba el tío Sènto, noticia que había circulado por todo el
distrito, y de los pueblos inmediatos iban llegando amigos y parientes,
unos a caballo en sus bestias de labranza con el sobrelomo cubierto
con vistosas mantas, y otros en sus carros con sillas de cuerda atadas
a los varales, en las que iba sentada toda la familia, desde la mujer
con el pelo reluciente de aceite y la mantilla de terciopelo, hasta los
chicos que lloriqueaban por las maternales bofetadas recibidas cada vez
que atentaban a la limpieza de sus trajes de fiesta.
La casa del tío Sènto era un verdadero infierno. ¡Qué movimiento! Desde
el día anterior que allí no se descansaba. Las vecinas que gozaban
justa fama de guisanderas, iban por el corral con los brazos remangados
y el vestido prendido atrás con alfileres, mostrando las blancas
enaguas, mientras que cerca de la gran higuera algunos muchachos
atizaban las hogueras de secos sarmientos.
Aquello era un matadero. El cortante del pueblo, cuchillo en mano,
les abría el gañote a las gallinas; los chicuelos dedicábanse con el
mayor entusiasmo a pelar los cadáveres; revoloteaban nubes de plumas,
pegándose al suelo manchado de sangre, y en las vacilantes llamas
tostábase la flácida piel, todavía erizada de cañones, pasando después
las víctimas a ser colgadas de una rama de la higuera, donde la tía
Pascuala, vieja criada de la casa, con delicadezas de cirujano experto,
abríalas en canal, sacando los higadillos y los ovarios, bocados
exquisitos para el almuerzo de todos los ayudantes de cocina.
Daba gloria ver tan alegre agitación. Aquellas gentes, que en el resto
del año vivían condenadas a manejar la azada de sol a sol, sin más
consuelo que el tomate crudo, la sardina mohosa y el áspero bacalao,
se embriagaban de grasa en la gigantesca inundación de comida. ¡Lo que
hace tener dinero! Bien se estaba en una casa como aquella con todo lo
que Dios cría de bueno.
Las _paellas_ mostrábanse con la panza hollinada y las entrañas
brillantes como plata, esperando el momento de chillar sobre las
llamas: el arroz en sacos; los caracoles de montaña en enormes cazuelas
orladas de sal, saliendo del agua para enseñar sus movibles cuernos al
sol naciente; en un rincón toda una hornada de _rollos_, esparciendo en
aquel ambiente de sangre y grasa el perfume fragante del pan caliente
y tierno; las especias a libras en una caja de latón; y de la bodega
salían pellejos y más pellejos, que caían temblorosos en el suelo
como cuerpos palpitantes; unos enormes, conteniendo el vino rojo para
la comida, y otros más pequeños, guardando el néctar de la _bota del
rincón_, aquel patriarca del que se hablaba en el pueblo con respeto y
que con su colorcillo claro y su corona de brillantes hacía caer al más
valiente.
¿Y de dulces?... ¡Ave María! El tío Sènto se había traído toda una
confitería de Valencia. En sacos estaban los confites para tirar,
las almendras roñosas, los canelados, todos aquellos proyectiles de
azúcar y almidón, duros como balas, que habían de cubrir de chichones
las cabezas de la pedigüeña chiquillería; y dentro, en el _estudi_,
guardábanse las cosas finas: las tortadas cubiertas de flores de
caramelo y rematadas por mariposas que temblaban sobre un alambre; los
tiernos pasteles de espuma, las bandejas monumentales henchidas de
frutas confitadas, todos aquellos primores que desde la puerta, pálidos
de emoción y chupándose el dedo con avaricia, contemplaban los chicos
de los convidados.
La fiesta prometía. El gozo reflejábase en los rostros rubicundos;
en el corral se desataban los pellejos para hacer cataduras y tomar
fuerzas, y por si algo faltaba, allá en la calle sonó la alegre
dulzaina con escalas que parecían cabriolas. Hasta _Dimòni_ estaba en
la fiesta; bien decían que el novio no reparaba en gastos. Había que
darle vino para que tocase mejor, y el enorme vaso iba de mano en mano
desde el corral hasta la puerta de la calle, donde _Dimòni_ empinaba el
codo con gravedad, dejando el sobrante a su pelado tamborilero.
Ya era hora. Don Vicente esperaba en la iglesia, las campanas habían
enmudecido y toda la comitiva nupcial salió en busca de la novia:
ellas con su vestido hueco y la mantilla a los ojos, y los hombres
arrastrando sus recias capas azules de larga esclavina y alto cuello,
que les ponía rojas las orejas. Todo el pueblo esperaba a la puerta de
la iglesia. Algunos parientes de la _siñá_ Tomasa, violando la consigna
de familia, estaban allí en última fila, y no pudiendo resistir la
curiosidad, se empinaban pies en punta para ver mejor.
Primero, una turba de muchachos dando cabriolas en torno de _Dimòni_,
que soplaba con la cabeza atrás y la dulzaina en alto, como si esta
fuese una gran nariz con la que husmeaba el cielo, y después venían los
novios; él con su sombrerón de terciopelo, su capa con mangas que le
congestionaban el sudoroso rostro, y por bajo de la cual asomaban los
pies con calcetines bordados y alpargatas finas.
¿Y ella? Las mujeres no se cansaban de admirarla. ¡Reina y _siñora_!
Parecía una de Valencia con la mantilla de blonda, el pañolón de Manila
que con el largo fleco barría el polvo; la falda de seda hinchada por
innumerables zagalejos, el rosario de nácar al puño, un bloque de oro
y diamantes como alfiler de pecho y las orejas estiradas y rojas por
el peso de aquellas enormes _polcas_ de perlas que tantas veces había
ostentado la otra.
Esto sublevaba a los parientes de la difunta.
--_¡Lladre! ¡més que lladre!_ --rugían mirando al tío Sènto.
Pero este se metió en la iglesia con expresión satisfecha, chispeándole
los ojuelos bajo las enormes cejas; y tras él desfilaron los padrinos,
el alcalde con su ronda, escopeta al hombro, y todos los convidados
sudando la gota gorda bajo el peso de las ceremoniosas capas, con
grandes pañuelos de atadas puntas pasados por el brazo y henchidos de
confites que habían de tirar a la salida de la iglesia.
Los curiosos que quedaron en la puerta miraban a la taberna de
la plaza. Hacia ella se fue el dulzainero, como si le molestasen
los sonidos del órgano, y allí se encontró con el _Desgarrat_ y
sus amigotes, lo peorcito del pueblo, gente sospechosa que bebía
silenciosamente, cambiando guiños y sonrisas con los enemigos del tío
Sènto.
Algo se tramaba; las mujeres comentaban el caso con voz misteriosa,
como si temieran que el pueblo fuese a arder por los cuatro costados.
Ya iba a salir la comitiva. ¡Gran Dios, qué batahola! Del polvo parecía
surgir toda aquella chiquillería desgreñada y sucia que se arremolinaba
en la puerta gritando ¡_Armeles, confits_!... mientras que _Dimòni_ se
aproximaba rompiendo a tocar la Marcha Real.
¡Allá va! Y el mismo tío Sènto soltó como un metrallazo el primer
puñado de confites que, rebotando sobre las duras testas, se hundieron
en el polvo, donde los buscaba a gatas la gente menuda, mostrando al
aire las sucias posaderas.
Y desde allí hasta casa de los novios, fue aquello un bombardeo:
la comitiva sin cansarse de tirar confites y la ronda del alcalde
teniendo que abrir paso a patadas y palos.
Al pasar frente a la taberna, Marieta bajó la cabeza y palideció,
viendo cómo sonreía burlonamente su marido mirando al _Desgarrat_,
el cual contestó a la sonrisa con un ademán indecente. ¡Ay! Aquel
condenado se había propuesto amargar su boda.
El chocolate esperaba. ¡Cuidado con atracarse! Era don Julián el
notario quien lo aconsejaba: había que pensar en que dentro de dos
horas sería la gran comida. Pero a pesar de tan prudentes consejos, la
gente arremetió con los refrescos, los cestos de bizcochos, los platos
de dulce, y en poco tiempo quedó rasa como la palma de la mano aquella
mesa, que tenía alrededor más de cien sillas.
La novia mudábase de traje en el _estudi_, quedando en fresco percal,
los morenos brazos casi desnudos y brillándole sobre el luciente
peinado las perlas de sus agujas de oro.
El notario charlaba con el cura, que acababa de llegar con gorrito de
terciopelo y el balandrán a puntas. Los convidados huroneaban por el
corral, enterándose de los preparativos de la comida; las mujeres se
habían puesto frescas y formaban corrillos charlando de sus asuntos de
familia; correteaban los chicos en las cercanías del _estudi_, atraídos
por el tesoro que encerraba, y en la puerta de la calle sonaba la
incansable dulzaina de _Dimòni_ mientras que la granujería se empujaba
dándose cachetes, o rodaba en el polvo por alcanzar los puñados de
confites que venían de dentro.
Llegó el instante solemne, y las _paellas_ burbujeantes y despidiendo
azulado humo fueron colocadas sobre la mesa.
Los convidados se apresuraron a ocupar sus asientos: ¡vaya un golpe de
vista! Lo que decía el cura con asombro: ¡ni en el festín de Baltasar!
Y el notario, por no ser menos, hablaba de las bodas de un tal Camacho,
que había leído en no recordaba qué libro.
La gente menuda comía en el corral.
Y allí también, en una mesita como de zapatero, estaba _Dimòni_, el
cual a cada instante enviaba el acólito adonde estaban los pellejos
para que llenara el porrón.
¡Cuerpo de Dios, y qué bien lo hacía toda aquella gente! Las
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