Cuentos valencianos - 1

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CUENTOS VALENCIANOS


OBRAS DEL MISMO AUTOR

=La condenada= (cuentos).
=En el país del arte= (viajes).
=Arroz y tartana= (novela).
=Flor de Mayo= (novela).
=La barraca= (novela).
=Entre naranjos= (novela).
=Sónnica la cortesana= (novela).
=Cañas y barro= (novela).
=La Catedral= (novela).
=El Intruso= (novela).
=La Bodega= (novela).
=La Horda= (novela).
=La maja desnuda= (novela).
=Oriente= (viajes).
=Sangre y arena= (novela).
=Los muertos mandan= (novela).
=Luna Benamor= (novela).

=ARGENTINA Y SUS GRANDEZAS=

OBRAS TRADUCIDAS DEL AUTOR
TERRES MAUDITES (Traducción de G. Hérelle), París.
FLEUR DE MAI (Traducción de G. Hérelle), París.
BOUE ET ROSEAUX (Traducción de Maurice Bixio), París.
CONTES ESPAGNOLS (Traducción de G. Menetrier), París.
DANS L’OMBRE DE LA CATHÉDRALE (Traducción de G. Hérelle), París.
TERRAS MALDITAS (Traducción de Napoleão Toscano), Lisboa.
A CATHEDRAL (Traducción de Riveiro de Carvalho y Moraes Rosa), Lisboa.
DIE KATHEDRALE (Traducción de Josy Priems), Zurich.
FLOR DE MAYO (Traducción de Josy Priems), Zurich.
ERDFLUCH (Traducción de Wilhelm Thal), Berlín.
SCHILFUND SCHLAMM (Traducción de Wilhelm Thal), Berlín.
DER EINDRINGLING (Traducción de J. Broutá), Berlín.
DE VLOEK (Traducción del doctor A. A. Fokker), Haarlem.
WAAR ORANJEBOOMEN BLOEIEN (Traducción del Dr. A. A. Fokker),
Amsterdam.
CHALUPA (Traducción de A. Pikhart), Praga.
MARNÁ CHLOUBA (Traducción de A. Pikhart), Praga.
AH, IL PANE!... (Traducción de F. Gelormini), Palermo.
HVAD EN MAND HAR AT GOVE (Traducción de Johanne Allen), Copenhague.
VINNYI SKLAD (Traducción de M. Watson), Petersburgo.
BODEGA (Traducción de K. G.), Petersburgo.
PROKLIATAC POLE (Traducción de M. Watson), Petersburgo.
SOBOR (Traducción de M. Watson), Petersburgo.
DUOYÑOY VISTREL (Traducción de M. Watson), Petersburgo.
GELEZNODOROGNOY ZAIAZ (Traducción de M. Watson), Petersburgo.
NALOGUIZA OBNAGNENAIA (Traducción de M. Watson), Petersburgo.
ARÈNES SANGLANTES (Traducción de G. Hérelle), París.
LA HORDE (Traducción de G. Hérelle), París.
A CORTEZAN DE SAGUNTO (Traducción de Riveiro de Carvalho y Moraes
Rosa), Lisboa.
O INTRUSO (Traducción de Carvalho), Lisboa.


V. Blasco Ibáñez
CUENTOS VALENCIANOS

[Ilustración]

F. SEMPERE Y COMPAÑÍA, EDITORES
VALENCIA


_Esta Casa Editorial obtuvo Diploma de Honor y Medalla de Oro en la
Exposición Regional de Valencia de 1909 y Gran Premio de Honor en la
Internacional de Buenos Aires de 1910._

_Derechos de traducción reservados en todos los países,
incluso Suecia y Noruega._

Imp. de la Casa Editorial F. Sempere y Comp.ª -- VALENCIA


CUENTOS VALENCIANOS


_Dimòni_

I
Desde Cullera a Sagunto, en toda la valenciana vega no había pueblo ni
poblado donde no fuese conocido.
Apenas su dulzaina sonaba en la plaza, los muchachos corrían desalados,
las comadres llamábanse unas a otras con ademán gozoso y los hombres
abandonaban la taberna.
--¡_Dimòni_! ¡Ya está ahí _Dimòni_!
Y él, con los carrillos hinchados, la mirada vaga perdida en lo alto y
soplando sin cesar en la picuda dulzaina, acogía la rústica ovación con
la indiferencia de un ídolo.
Era popular y compartía la general admiración con aquella dulzaina
vieja, resquebrajada, la eterna compañera de sus correrías, la que,
cuando no rodaba en los pajares o bajo las mesas de las tabernas,
aparecía siempre cruzada bajo el sobaco, como si fuera un nuevo miembro
creado por la Naturaleza en un acceso de filarmonía.
Las mujeres, que se burlaban de aquel insigne perdido, habían hecho
un descubrimiento: _Dimòni_ era guapo. Alto, fornido, con la cabeza
esférica, la frente elevada, el cabello al rape y la nariz de curva
audaz, tenía en su aspecto reposado y majestuoso algo que recordaba al
patricio romano, pero no de aquellos que en el período de austeridad
vivían a la espartana y se robustecían en el Campo de Marte, sino de
los otros, de aquellos de la decadencia, que en las orgías imperiales
afeaban la hermosura de raza colorando su nariz con el bermellón del
vino y deformando su perfil con la colgante sotabarba de la glotonería.
_Dimòni_ era un borracho. Los privilegios de su dulzaina, que por lo
maravillosos le habían valido el apodo, no llamaban tanto la atención
como las asombrosas borracheras que pillaba en las grandes fiestas.
Su fama de músico le hacía ser llamado por los clavarios de todos
los pueblos, y veíasele llegar carretera abajo siempre erguido y
silencioso, con la dulzaina en el sobaco, llevando al lado, como
gozquecillo obediente, al tamborilero, algún pillete recogido en
los caminos, con el cogote pelado por los tremendos pellizcos que al
descuido le largaba el maestro cuando no redoblaba sobre el parche con
brío, y que si cansado de aquella vida nómada abandonaba al amo, era
después de haberse hecho tan borracho como él.
No había en toda la provincia dulzainero como _Dimòni_; pero buenas
angustias les costaba a los clavarios el gusto de que tocase en
sus fiestas. Tenían que vigilarlo desde que entraba en el pueblo,
amenazarle con un garrote para que no entrase en la taberna
hasta terminada la procesión, o muchas veces, por un exceso de
condescendencia, acompañarle dentro de aquella para detener su brazo
cada vez que lo tendía hacia el porrón. Aun así resultaban inútiles
tantas precauciones, pues más de una vez, marchando grave y erguido,
aunque con paso tardo, ante el estandarte de la cofradía, escandalizaba
a los fieles rompiendo a tocar la _Marcha Real_ frente al ramo de olivo
de la taberna, y entonando después el melancólico _De profundis_ cuando
la peana del santo patrono volvía a entrar en la iglesia.
Y estas distracciones de bohemio incorregible, estas impiedades de
borracho, alegraban a la gente. La chiquillería pululaba en torno de
él, dando cabriolas al compás de la dulzaina y aclamando a _Dimòni_;
y los solteros del pueblo se reían de la gravedad con que marchaba
delante de la cruz parroquial y le enseñaban de lejos un vaso de vino,
invitación a la que contestaba con un guiño malicioso, como si dijera:
«Guardadlo para después».
Ese después era la felicidad de _Dimòni_, pues representaba el momento
en que, terminada la fiesta y libre de la vigilancia de los clavarios,
entraba en posesión de su libertad en plena taberna.
Allí estaba en su centro, junto a los toneles pintados de rojo oscuro,
entre las mesillas de cinc jaspeadas por las huellas redondas de los
vasos, aspirando el tufillo del ajoaceite, del bacalao y las sardinas
fritas que se exhibían en el mostrador tras mugriento alambrado, y
bajo los suculentos pabellones que formaban, colgando de las viguetas,
las ristras de morcillas rezumando aceite, los manojos de chorizos
moteados por las moscas, las oscuras longanizas y los ventrudos jamones
espolvoreados con rojo pimentón.
La tabernera sentíase halagada por la presencia de un huésped que
llevaba tras sí la concurrencia, e iban entrando los admiradores a
bandadas; no habían bastantes manos para llenar porrones; esparcíase
por el ambiente un denso olor de lana burda y sudor de pies, y a la luz
del humoso quinqué veíase a la respetable asamblea, sentados unos en
los cuadrados taburetes de algarrobo con asiento de esparto y otros en
cuclillas en el suelo, sosteniéndose con fuertes manos las abultadas
mandíbulas, como si estas fueran a desprenderse de tanto reír.
Todas las miradas estaban fijas en _Dimòni_ y su dulzaina.
--_¡L’agüela! ¡Fes l’agüela!_
Y _Dimòni_, sin pestañear, como si no hubiera oído la petición general,
comenzaba a imitar con su dulzaina el gangoso diálogo de dos viejas,
con tan grotescas inflexiones, con pausas tan oportunas, con escapes de
voz tan chillones, que una carcajada brutal e interminable conmovía la
taberna, despertando a las caballerías del inmediato corral, que unían
a la baraúnda sus agudos relinchos.
Después le pedían que imitase a _La Borracha_, una mala piel que iba
de pueblo en pueblo vendiendo pañuelos y gastándose las ganancias en
aguardiente. Y lo mejor del caso es que casi siempre estaba presente la
aludida y era la primera en reírse de la gracia con que el dulzainero
imitaba sus chillidos al pregonar la venta y las riñas con las
compradoras.
Pero cuando se agotaba el repertorio burlesco, _Dimòni_, soñoliento
por la digestión del alcohol, lanzábase en su mundo imaginario, y ante
su público silencioso y embobado, imitaba la charla de los gorriones,
el murmullo de los campos de trigo en los días de viento, el lejano
sonar de las campanas, todo lo que le sorprendía cuando por las tardes
despertaba en medio del campo sin comprender cómo le había llevado allí
la borrachera pillada la noche anterior.
Aquellas gentes rudas no se sentían ya capaces de burlarse de _Dimòni_,
de sus soberbias chispas ni de los repelones que hacía sufrir al
tamborilero. El arte, algo grosero, pero ingenuo y genial de aquel
bohemio rústico, causaba honda huella en sus almas vírgenes y miraban
con asombro al borracho que, al compás de los arabescos impalpables
que trazaba con su dulzaina, parecía crecerse, siempre con la mirada
abstraída, grave, sin abandonar su instrumento más que para coger el
porrón y acariciar su seca lengua con el _glu-glu_ del hilillo del vino.
Y así estaba siempre. Costaba gran trabajo sacarle una palabra del
cuerpo. De él sabíase únicamente por el rumor de su popularidad que
era de Benicófar, que allá vivía en una casa vieja, que conservaba aún
porque nadie le daba dos cuartos por ella, y que se había bebido, en
unos cuantos años, dos machos, un carro y media docena de campos que
heredó de su madre.
¿Trabajar? No, y mil veces no. Él había nacido para borracho. Mientras
tuviese la dulzaina en las manos, no le faltaría pan, y dormía como un
príncipe cuando, terminada una fiesta y después de soplar y beber toda
la noche, caía como un fardo en un rincón de la taberna o en un pajar
del campo, y el pillete tamborilero, tan ebrio como él, se acostaba a
sus pies cual un perrillo obediente.

II
Nadie supo cómo fue el encuentro; pero era forzoso que ocurriera, y
ocurrió. _Dimòni_ y _La Borracha_ se juntaron y se confundieron.
Siguiendo su curso por el cielo de la borrachera, rozáronse para
marchar siempre unidos el astro rojizo de color de vino y aquella
estrella errante, lívida como la luz del alcohol.
La fraternidad de borrachos acabó en amor, y fuéronse a sus dominios de
Benicófar a ocultar su felicidad en aquella casucha vieja, donde por
las noches, tendidos en el suelo del mismo cuarto donde había nacido
_Dimòni_, veían las estrellas que parpadeaban maliciosamente a través
de los grandes boquetes del tejado, adornados con largas cabelleras
de inquietas plantas. Aquella casa era una muela vieja y cariada que
se caía en pedazos. Las noches de tempestad tenían que huir como si
estuvieran a campo raso, perseguidos por la lluvia, de habitación en
habitación, hasta que por fin encontraban en el abandonado establo
un rinconcito donde entre polvo y telarañas florecía su extravagante
primavera de amor.
¡Casarse!... ¿para qué? ¡Valiente cosa les importaba lo que dijera
la gente! Para ellos no se habían fabricado las leyes ni los
convencionalismos sociales. Les bastaba el amarse mucho, tener un
mendrugo de pan a mediodía, y sobre todo algún crédito en la taberna.
_Dimòni_ mostrábase absorto, como si ante su vista se hubiese abierto
ignorada puerta mostrándole una felicidad tan inmensa como desconocida.
Desde la niñez, el vino y la dulzaina habían absorbido todas sus
pasiones; y ahora, a los veintiocho años, perdía su pudor de borracho
insensible, y como uno de aquellos cirios de fina cera que llameaban
en las procesiones, derretíase en brazos de _La Borracha_, sabandija
escuálida, fea, miserable, ennegrecida por el fuego alcohólico que
ardía en su interior, apasionada hasta vibrar como una cuerda tirante,
y que a él le parecía el prototipo de la belleza.
Su felicidad era tan grande, que se desbordaba fuera de la casucha.
Acariciábanse en medio de las calles con el impudor inocente de una
pareja canina, y muchas veces, camino de los pueblos donde se celebraba
fiesta, huían a campo traviesa, sorprendidos en lo mejor de su pasión
por los gritos de los carreteros, que celebraban con risotadas el
descubrimiento. El vino y el amor engordaban a _Dimòni_; echaba
panza, iba de ropa más bien cuidado que nunca y sentíase tranquilo y
satisfecho al lado de _La Borracha_, aquella mujer cada vez más seca
y negruzca que, pensando únicamente en cuidarle, no se ocupaba en
remendar las sucias faldillas que se escurrían de sus hundidas caderas.
No le abandonaba. Un buen mozo como él estaba expuesto a peligros; y
no satisfecha con acompañarle en sus viajes de artista, marchaba a su
lado al frente de la procesión, sin miedo a los cohetes y mirando con
cierta hostilidad a todas las mujeres.
Cuando _La Borracha_ quedó embarazada, la gente se moría de risa,
comprometiéndose con ello la solemnidad de las procesiones.
En medio él, erguido, con expresión triunfante, con la dulzaina hacia
arriba como si fuese una descomunal nariz que olía al cielo; a un lado
el pillete, haciendo sonar el tamboril, y al opuesto _La Borracha_,
exhibiendo con satisfacción, como un segundo tambor, aquel vientre que
se hinchaba cual globo próximo a estallar, que la hacía ir con paso
tardo y vacilante y que en su insolente redondez subía escandalosamente
el delantero de la falda, dejando al descubierto los hinchados pies
bailoteando en viejos zapatos y aquellas piernas negras, secas y sucias
como los palillos que movía el tamborilero.
Aquello era un escándalo, una profanación, y los curas de los pueblos
sermoneaban al dulzainero:
--Pero ¡gran demonio! Cásate al menos, ya que esa perdida se empeña en
no dejarte ni aun en la procesión. Yo me encargaré de arreglaros los
papeles.
Pero aunque él decía a todo que sí, maldito lo que le seducía la
proposición. ¡Casarse ellos! ¡Bueno va!... ¡cómo se burlaría la gente!
Mejor estaban así las cosas.
Y en vista de su tozuda resistencia, si no le quitaron las fiestas, por
ser el más barato y mejor de los dulzaineros, despojáronle de todos
los honores anexos a su cargo, y ya no comió más en la mesa de los
clavarios, ni se le dio el pan bendito, ni se permitió que entrasen en
la iglesia el día de la fiesta semejante par de herejazos.

III
Ella no fue madre. Cuando llegó el momento, arrancaron en pedazos, de
sus entrañas ardientes, aquel infeliz engendro de la embriaguez.
Y tras el feto monstruoso y sin vida, murió la madre ante la mirada
asombrada de _Dimòni_, que, al ver extinguirse aquella vida sin agonía
ni convulsiones, no sabía si su compañera se había ido para siempre o
si acababa de dormirse como cuando rodaba a sus pies la botella vacía.
El suceso tuvo resonancia, y las comadres de Benicófar se agrupaban a
la puerta de la casucha para ver de lejos a _La Borracha_ tendida en
el ataúd de los pobres y a _Dimòni_ en cuclillas junto a la muerta,
voluminoso, lloriqueando y con la cerviz inclinada, como un buey
melancólico.
Nadie del pueblo se dignó entrar en la casa. El duelo se componía de
media docena de amigos de _Dimòni_, haraposos y tan borrachos como
este, que pordioseaban por los caminos, y del sepulturero de Benicófar.
Pasaron la noche velando a la difunta, yendo por turno cada dos horas a
aporrear la puerta de la taberna pidiendo que les llenasen una enorme
bota, y cuando el sol entró por las brechas del tejado, despertaron
todos, tendidos en torno de la difunta, ni más ni menos que los
domingos por la noche cuando en fraternal confianza caían en algún
pajar a la salida de la taberna.
¡Cómo lloraban todos!... Y ahora la pobrecita estaba allí en el cajón
de los pobres, tranquila como si durmiera, y sin poder levantarse a
pedir su parte. ¡Oh, lo que es la vida!... ¡Y en esto hemos de parar
todos!
Y los borrachos lloraron tanto, que al conducir el cadáver al
cementerio todavía les duraba la emoción y la embriaguez.
Todo el vecindario presenció de lejos el entierro. Las buenas almas
reían como locas ante espectáculo tan grotesco.
Los amigotes de _Dimòni_ marchaban con el ataúd al hombro, dando
traspiés que hacían mecerse rudamente la fúnebre caja como un buque
viejo y desarbolado. Y detrás de aquellos mendigos iba _Dimòni_ con su
inseparable instrumento bajo el sobaco, siempre con aquel aspecto de
buey moribundo que acababa de recibir un tremendo golpe en la cerviz.
Los chiquillos gritaban y daban cabriolas ante el ataúd, como si
aquello fuese una fiesta, y la gente reía, asegurando que lo del parto
era una farsa y que _La Borracha_ había muerto de un hartazgo de
aguardiente.
Los lagrimones de _Dimòni_ también hacían reír. ¡Valiente pillo! Aún le
duraba el _cañamón_ de la noche anterior y lloraba lágrimas de vino al
pensar que ya no tendría una compañera en sus borracheras nocturnas.
Todos le vieron volver del cementerio, donde por compasión habían
permitido el entierro de aquella gran perdida, y le vieron también cómo
con sus amigotes, incluso el enterrador, se metía en la taberna para
agarrar el porrón con las manos sucias de la tierra de las tumbas.
Desde aquel día, el cambio fue radical. ¡Adiós, excursiones gloriosas,
triunfos alcanzados en las tabernas, serenatas en las plazas y toques
estruendosos en las procesiones! _Dimòni_ no quería salir de Benicófar,
ni tocar en las fiestas. ¿Trabajar?... eso para los imbéciles. Que no
contasen con él los clavarios; y para afirmarse más en esta resolución,
despidió al último tamborilero, cuya presencia le irritaba.
Tal vez en sus ensueños de borracho melancólico había pensado, mirando
el hinchado vientre de _La Borracha_, en la posibilidad de que con
el tiempo un muchacho panzudo con cara de pillo, un _Dimoniet_,
acompañase golpeando el parche las escalas vibrantes de su dulzaina.
Ahora sí que estaba solo. Había conocido la dicha para que después su
situación fuese más triste. Había sabido lo que era amor para conocer
el desconsuelo; dos cosas cuya existencia ignoraba antes de tropezar
con _La Borracha_.
Entregose al aguardiente con el mismo fervor que si rindiera un tributo
fúnebre a la muerta; iba roto, mugriento, y no podía revolverse en su
casucha sin notar la falta de aquellas manos de bruja, secas y afiladas
como garras, que tenían para él cuidados maternales.
Como un búho, permanecía en el fondo de su guarida mientras brillaba
el sol, y a la caída de la tarde salía del pueblo cautelosamente, como
ladrón que va al acecho, y por una brecha del muro se colaba en el
cementerio, un corral de suelo ondulado que la Naturaleza igualaba con
matorrales, en los que pululaban las mariposas.
Y por la noche, cuando los jornaleros retrasados volvían al pueblo
con la azada al hombro, oían una musiquilla dulce e interminable que
parecía salir de las tumbas.
--¡_Dimòni_!... ¿Eres tú?
La musiquilla callaba ante los gritos de aquella gente supersticiosa,
que preguntaba por ahuyentar su miedo.
Y luego, cuando los pasos se alejaban, cuando se restablecía en la
inmensa vega el susurrante silencio de la noche, volvía a sonar la
musiquilla, triste como un lamento, como el lloriqueo lejano de una
criatura llamando a la madre que jamás había de volver.


¡Cosas de hombres!...

Cuando Visentico, el hijo de la _siñá_ Serafina, volvió de Cuba, la
calle de Borrull púsose en conmoción.
En torno de su petaca, siempre repleta de picadura de la Habana,
agrupábase la chavalería del barrio, ansiosa de liar pitillos y
escuchar estupendas historias con credulidad asombrosa.
--En Matanzas tuve yo una mulatita que quería nos casáramos lueguito...
lueguito. Tenía millones, pero yo no quise porque me tira mucho esta
_tierresita_.
Y esto era mentira. Seis años había permanecido fuera de Valencia,
y decía tener olvidado el valenciano, a pesar de lo mucho que _le
tiraba la tierresita_. Había salido de allí con lengua, y volvía con
un merengue derretido, a través del cual las palabras tomaban el tono
empalagoso de una flauta melancólica.
Por su lenguaje y las mentiras de grandiosidad con que asombraba a la
crédula chavalería, Visentico era el soberano de la calle, el motivo de
conversación de todo el barrio. Su casaquilla de hilo rayado con vivos
rojos, el bonete de cuartel, el pañuelo de seda al cuello, la banda
dorada al pecho con el canuto de la licencia, la tez descolorida, el
bigotillo picudo y la media romana de corista italiano, habíanse metido
en el corazón de todas las chavalas y lo hacían latir con un estrépito
solo comparable al _fru-fru_ de sus faldas de percal, almidonadas en
los bajos hasta ser puro cartón.
La _siñá_ Serafina estaba orgullosa de aquel hijo que la llamaba
_mamá_. Ella era la encargada de hacer saber a las vecinas las onzas
de oro que Visentico había traído de allá, y al número que marcaba, ya
bastante exagerado, la gente añadía ceros sin remordimiento. Además, se
hablaba con respeto supersticioso de cierto papelote que el licenciado
guardaba, y en el cual el Estado se comprometía a dar tanto y cuanto...
cuando mudase de fortuna.
No era extraño, pues, que un hombre de tantas prendas, rodeado del
ambiente de la popularidad y poseedor de irresistibles seducciones,
trajese loca a Pepeta (a) _La Buena Mosa_, una vaca brava que por
las mañanas revendía fruta en el Mercado, y con su falda acorazada,
pañuelo de pita, patillas en las sienes y puntas de bandolina en la
frente, pasaba la vida a la puerta de su casa, tan dispuesta a arañarse
con la primera vecina como a conmover toda la calle con alguno de sus
escándalos de muchachota cerril.
La gente consideraba naturales y justas las relaciones cada vez más
íntimas entre Visentico y Pepeta. Eran la pareja más distinguida del
barrio, y además, antes de que él se fuese a Cuba ya se susurraba si
había algo entre ellos.
Lo que ya no le parecía tan claro a la gente es lo que diría el
_Menut_, un chicuelo enteco y vicioso, empleado en el Matadero para
repartir la carne; un pillete con la mirada atravesada y grandes tufos
en las orejas, que siempre iba hecho un asco, y de quien se murmuraba
si en distintas ocasiones había afanado borregos enteros.
La Pepeta estaba loca; solo una caprichosa como ella podía haber
aguantado dos años los celos machacones y las exigencias tiránicas de
un granuja rabiosillo, al que ella con su potente brazo de buena moza
era capaz de deshacer la cara de un solo revés.
Y ahora iba a ocurrir algo. ¡Vaya si ocurriría! Adivinábanlo los
vecinos solo con ver al _Menut_, quien con aspecto de perro abandonado
pasaba el día vagando por la calle, tan pronto en el cafetín de
_Panchabruta_ como frente a la casa de Pepeta, siempre sucio, con
la camiseta listada de azul y la blusa al cuello impregnadas de la
hediondez de la sangre seca.
Ya no repartía carneros a los cortantes de la ciudad; olvidaba su
carrito mugriento, y embrutecido por la sorpresa, queriendo llenar
aquel algo que le faltaba, solo sabía beberse _águilas_ en el cafetín o
ir tras Pepeta, humilde, cobarde, encogido, expresándose con la mirada
más que con la lengua. Pero ella estaba ya despierta. ¿Dónde había
tenido los ojos?... Ahora le parecía imposible que hubiese querido a
aquel bruto, sucio y borrachín. ¡Qué abismo entre él y Visentico!...
una figura de general, un chico muy gracioso en el habla, que cantaba
guajiras y bailaba el tango como un ángel, y que, en fin, si no tenía
millones y una mulata, ya se sabía que era por lo mucho que le _tiraba
la tierresita_.
Indignábase al ver que aquel granujilla, forrado en la mugre de la
carne muerta, aún tenía la pretensión de que continuase lo que solo
había sido un capricho... una condescendencia compasiva... ¡Arre allá!
Cuando no manifestase su cariño con zarpadas y aprendiese a decirla
¡flor de guayaba! y ¡mulatita! como el otro, entonces podría ponerse en
su presencia.
La buena moza fue inflexible, acabó por no escuchar, y desde entonces
la calle de Borrull tuvo un alma en pena, que fue el _Menut_.
En las noches de verano, cuando el calor arrojaba a las familias en
medio de la calle y se formaban corros en torno de las cenas servidas
sobre mesitas de zapatero, la gente veía pasar al celoso chiquillo
recatándose en la sombra, misterioso y fatídico como un traidor de
melodrama.
La aparición terrorífica pasaba varias veces ante la puerta de Pepeta,
lanzando miradas espeluznantes al coro que hacía la corte a la buena
moza, y después desvanecíase por un escotillón: el cafetín donde el
_Menut_, cual nuevo Prometeo, entregaba sus entrañas a las rampantes
garras de las _águilas_ amílicas.
¡Qué noches aquellas! Los nuevos amores de Pepeta tenían la acera por
escenario y por coro aquel corrillo donde sonaba el acordeón, y ella
recibía honores de reina festejada. A su lado, la madre, una vieja
insignificante que no abría la boca sin recibir un bufido de Pepeta.
La calle, tostada todo el día por el sol, revivía con los primeros
soplos de la noche.
Los lóbregos faroles, cuyos palmitos de gas parecían pintados en la
pared con almazarrón, dejábanlo todo en fresca penumbra; en las puertas
destacábanse las manchas blancas de la gente casi en paños menores:
chorreaban rítmicamente los balcones con el riego de las plantas; en
cada balaustrada asomaba un botijo, y de arriba, de aquel cielo oscuro
que parecía un lienzo apollillado transparentando lejana luz, descendía
un soplo húmedo que reanimaba a la tierra, arrancándola suspiros de
vida.
En todas las puertas sonaban el acordeón con su chillona melancolía,
la guitarra con su rasgueo soñador, el canto a coro desentonado y
estridente, y algunas veces en las esquinas estallaba una tempestad de
aullidos, el estrépito de la lucha cuerpo a cuerpo, y los antipáticos
perros chatos chocaban sus amenazantes cabezas de foca, hasta que el
silletazo de algún vecino de buena voluntad los ponía en dispersión.
Despedazábanse en los corros enormes sandías; hundíanse las bocas en
tajadas como medias lunas; pringábanse las caras con el rojo zumo;
extendíanse los arrugados moqueros bajo la barba para no mancharse, y
al fin, la gente, con el vientre hinchado de agua, sumíase en dulce
beatitud, escuchando como angélicas melodías los arañazos de los
acordeones.
Y a esta hora de digestión líquida, al cantar el sereno las once y
estar los corrillos más animados, era cuando a lo lejos la difusa luz
de los faroles marcaba algo que se aproximaba balanceándose, trazando
zigzags como una barca sin timón, echando la pesada ancla en cada
esquina.
Era el padre de Pepeta, que con la gorra desmayada y el pañuelo de
hierbas en una mano volvía de la taberna. Saludaba a la reunión con
tres gruñidos, despreciaba las insolencias de la hija, y se hundía por
fin en la oscuridad de su casa, maldiciendo a los avaros caseros que,
para fastidiar a los pobres, hacen siempre las puertas estrechas.
En aquellas horas de regocijo público, en medio de la calle,
acariciados por la expansión de todos los vecinos, se arrullaban el
licenciado y Pepeta; él, dulzón y empalagoso, hablándole al oído;
ella, grave, estirada y seria, apretando los labios como si estuviera
ofendida, porque una chavala que se respete debe poner siempre al
novio cara de perro. Los hombres son muy presuntuosos, y si llegan a
comprender que una está chiflada por ellos... ya, ya.
Y mientras tanto, la pobre alma en pena a la puerta del cafetín, con
la garganta abrasada por el amílico y el corazón en un puño, oyendo
de cerca las bromitas de sus amigachos y a lo lejos las canciones del
corro de Pepeta, unos retazos de zarzuela repetidos con monotonía
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