Cuentos valencianos - 7

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de la esgrima presidiaria aprendida en los corralones de la calle de
Cuarte.
Todos callaban. Oíase el zumbido de los moscardones en aquella tibia
atmósfera de primavera, el susurrar de la vecina acequia, el murmullo
del trigo agitando sus verdes espigas y el chirriar lejano de algún
carro, junto con los gritos de los labradores que trabajaban en sus
campos.
Iba a correr sangre, y todos avanzaban el pescuezo con malsana
curiosidad, para dar faltas y buenas sobre el modo de reñir.
El bicho maldito no se inquietaba y seguía insultando. ¡A ver! Que se
atracara aquel guapo y vería cuán pronto le echaba la _tanda_ al suelo.
Y vaya si se atracó. Pero con un valor primitivo; no con la arrogancia
del león, sino con la acometividad del toro; bajando la dura testa,
encorvando su musculoso pecho con el impulso irresistible de una
catapulta.
De una zarpada se llevó por delante tambaleando y desarmado al pequeño
_Bandullo_, y antes de que cayera al suelo le hundió el cuchillo en un
costado, de abajo arriba, con tal fuerza, que casi lo levantó en el
aire.
Cayó el chicuelo llevándose ambas manos al costado, a la desgarrada
faja, que rezumaba sangre, y hubo un murmullo de asombro casi semejante
a un aplauso.
¡Buen pájaro era aquel Pepet! Cualquiera se metía con un bruto así.
Los _Bandullos_ lanzáronse sobre su caído hermano, trémulos de coraje,
y hubo de ellos que requirieron sus armas con desesperación, como
dispuestos a cerrar con aquel numeroso grupo de enemigos y morir
matando para desagravio de la familia, que no podía consentir tal
deshonra.
Pero les contuvo un gesto imperioso del hermano mayor, Néstor, de la
familia, cuyas indicaciones seguían todos ciegamente. Aún no se había
acabado el mundo. Lo que él aconsejaba y siempre salía bien: paciencia
y mala intención.
El pequeño, pálido, casi exánime, echando sangre y más sangre por entre
la faja, fue llevado por sus hermanos a la tartana, que aguardaba cerca
de la alquería desde que trajo por la mañana todo el _arreglo_ de la
paella.
¡Arrea, tartanero!... ¡Al Hospital! Donde van los hombres cuando están
en desgracia.
Y la tartana se alejó dando tumbos, que arrancaban al herido rugidos de
dolor.
Pepet limpió su cuchillo con hojas de ensalada que había en el suelo,
lo lavó en la acequia y volvió a guardarlo con tanto cariño como si
fuese un hijo.
El ribereño había crecido desmesuradamente a los ojos de todos
aquellos emancipados que le rodeaban, y de regreso a Valencia, por la
polvorienta carretera, se quitaban la palabra unos a otros para darle
consejos.
A la policía no había que tenerle cuidado. Entre valientes era de rigor
el silencio. El pequeño diría en el Hospital que no conocía a quien
le hirió, y si era tan ruin que intentara cantar, allí estarían sus
hermanos para enseñarle la obligación.
A quien debía mirar de lejos era a los _Bandullos_ que quedaban sanos.
Eran gente de cuidado. Para ellos, lo importante era pegar, y si no
podían de frente, lo mismo les daba a traición. ¡Ojo, Pepet! Aquello no
lo perdonarían, más que por el hermano, por el buen sentimiento de la
familia.
Pero al valentón ribereño aún le duraba la excitación de la lucha y
sonreía despreciativamente. Al fin aquello tenía que ocurrir. Había
venido a Valencia para pegarles a los _Bandullos_; donde estaba él no
quería más guapos; ya había asegurado a uno; ahora que fuesen saliendo
los otros y a todos los arreglaría.
Y como prueba de que no tenía miedo, al pasar el puente de San José
y meterse todos en la ciudad amenazó con un par de guantadas al que
intentara acompañarle.
Quería ir solo por ver si así le salían al paso aquellos enemigos.
Conque... ¡largo, y hasta la vista!
¡Qué hígado de hombre! Y la turba bravucona se disolvió, ansiosa de
relatar en cafetines y timbas la caída de los _Bandullos_, añadiendo
con aire de importancia que habían presenciado la terrible _gabinetá_
de aquel valentón que juraba el exterminio de la familia.
Bien decía el ribereño que no tenía miedo ni le inquietaban los
_Bandullos_. No había más que verle a las once de la noche marchando
por la calle de las Barcas con desembarazada confianza.
Iba a la Peña, a oír a su adorada novia la _Borriquera_.
¡Mala pécora! Si resultaba cierto lo que aquel chiquillo insultador le
había dicho antes de recibir el golpe, a ella le cortaba la cara, y
después no dejaba botella ni títere sano en todo el café.
Aún le duraba la excitación de la riña, aquella rabia destructora que
le dominaba después de haber _hecho_ sangre.
Ahora, antes que se enfriase, debieran salirle al encuentro los
_Bandullos_, uno a uno o todos juntos. Se sentía con ánimos para de la
primera rebanada partirlos en redondo.
Estaba ya en la subida de la Morera, cuando sonó un disparo y el
valentón sintió un golpe en la espalda, al mismo tiempo que se nublaba
su vista y le zumbaban los oídos.
¡Cristo! Eran ellos que acababan de herirle.
Y llevándose la mano al cinto, tiró de su pistola del quince, pero
antes de que volviera la cara, sonó otro disparo y Pepet cayó redondo.
Corría la gente, cerrábanse las puertas con estrépito, sonaban pitos
y más pitos al extremo de la calle, sin que por esto se viese un
kepis por parte alguna, y aprovechándose del pánico abandonaron los
_Bandullos_ la protectora esquina, avanzando cuchillo en mano hacia el
inerte cuerpo, al que removieron de una patada como si fuese un talego
de ropa.
--_Ben mòrt está._
Y para convencerse más, se inclinó uno de ellos sobre la cabeza del
muerto, guardándose algo en el bolsillo.
Cuando llegaron los guardias y se amotinó la gente en torno del
cadáver, esperando la llegada del juzgado, viose a la luz de algunos
fósforos la cara moruna de Pepet el de la Ribera, con los ojos
desmesurados y vidriosos y junto a la sien derecha una desolladura roja
que aún manaba sangre.
Le habían cortado una oreja como a los toros muertos con arte.

III
El entierro fue una manifestación.
Aún quedaba sangre de valiente: la raza no iba a terminar tan pronto
como muchos creían.
Los amos de las casas de juego marchaban en primer término tras el
ataúd, como afligidos protectores del muerto, y tras ellos todos los
matones de segunda fila y los aspirantes a la clase; morralla del
mercado y del matadero que esperaba ocasión para revelarse, y hacía sus
ensayos de guapeza yendo a pedir alguna peseta en los billares o timbas
de calderilla.
Aquel cortejo de caras insolentes con gorrillas ladeadas y tufos en las
orejas, hacía apartarse a los transeúntes, pensando en el gran golpe
que se perdía la Guardia civil.
¡Qué magnífica redada podía echarse!
Pero no; había que respetar el dolor sincero de aquella gente, que
lloraba al muerto con toda su alma, con una ingenuidad jamás vista en
los entierros.
¿Era así como se mataba a los hombres? ¡Cobardes!... ¡_morrals_!...
¡y después querían los _Bandullos_ pasar por bravos! Santo y bueno que
le hubiesen tirado el hígado al suelo riñendo cara a cara, pues a esto
están expuestos los hombres que valen; pero matarlo por la espalda y
con pistola para no acercarse mucho, era una canallada que merecía
garrote. ¡Morir a manos de unos ruines un chico que tanto valía!
Parecía imposible que la prensa no protestase y que la ciudad entera
no se sublevara contra los _Bandullos_. ¿Y lo de cortarle la oreja?
_Ambusteros_, más que _ambusteros_. Eso está bien que se haga con uno
a quien se mata de frente; en casos así hay que guardar un recuerdo,
pero... ¡vamos! cuando no hay de qué y solo tienen ciertas gentes
motivo para avergonzarse, irrita que se pongan moños. Y lo más triste
era que muerto Pepet, el valiente de verdad, el guapo entre los guapos,
los _Bandullos_ camparían como únicos amos, y las personas decentes,
que eran los demás, tendrían que juntarse para que les diesen las
sobras y poder comer. ¡Tan tranquilos que estaban, amparados por aquel
león de la Ribera que se había propuesto acabar con los _Bandullos_!...
Los que más irritados se mostraban eran los neófitos, los aprendices
que no habían estrenado la _tea_ que llevaban cruzada sobre los
riñones; los que no tenían aún categoría para vivir de la tremenda,
pero que sentían por Pepet la misma adoración de los salvajes ante un
astro nuevo.
Y todos ellos, que pretendían meter miedo al mundo con un solo gesto,
lloraban en el cementerio, en torno de la fosa, al ver los húmedos
terrones que caían sobre el ataúd.
¿Y un hombre así, más bien plantado que el que paró al sol, se lo
habían de comer la tierra y los gusanos?... ¡_Retapones_! aquello
partía el corazón.
La chavalería esperaba con ansiosa curiosidad las ceremonias de
costumbre en tales casos; algo que demostrase al que se iba que aquí
quedaba quien se acordaba de él.
Sonó un _glu-glu_ de líquido, cayendo sobre la rellena fosa. Los
compañeros de Pepet, foscos como sacerdotes de terrorífico culto,
vaciaban botellas de vino sobre aquella tierra grasienta, que parecía
sudar la corrupción de la vida.
Y cuando se formó un charco rojizo y repugnante, toda aquella hermandad
del valor malogrado tiró de las _teas_ y uno por uno fueron trazando en
el barro furiosas cruces con la punta del cuchillo, al mismo tiempo que
mascullaban terribles palabras mirando a lo alto, como si por el aire
fueran a llegar volando los odiados _Bandullos_.
Podía Pepet dormir tranquilo. Aquellos granujas recibirían las
tornas... si es que se empeñaban en comérselo todo y no hacer parte a
las personas decentes. ¡Lo juraban!
Y al mismo tiempo que los cuchillos de la comitiva trazaban cruces
en el cementerio, los _Bandullos_ entraban en el Hospital, graves,
estirados, solemnes, como diplomáticos en importante misión.
El pequeño sacaba por entre las sábanas su rostro exangüe, tan pálido
como el lienzo, y únicamente en su mirada había una chispa de vida al
preguntar con mudo gesto a sus hermanos.
Debía saber algo de lo de la noche anterior y quería convencerse.
Sí; era cierto. Se lo aseguraba su hermano mayor, el más sesudo de
la familia. El que atacase a los _Bandullos_ tenía pena a la vida.
Mientras viviesen todos, cada uno de los hermanos tendría la espalda
bien cubierta. ¿No le habían prometido venganza? Pues allí estaba.
Y desliando un trozo de periódico, arrojó sobre las sábanas un muñón
asqueroso, cubierto de negros coágulos.
El pequeño lo alcanzó sacando de entre las sábanas sus brazos
enflaquecidos, ahogando con penosos estertores el dolor que sentía en
las llagadas entrañas al incorporarse.
--_¡La orella!... ¡La orella d’eixe lladre!_
Rechinaron sus dientes con los dos fuertes mordiscos que dio al
asqueroso cartílago, y sus hermanos, sonriendo complacidos al
comprender hasta dónde llegaba la furia de su cachorro, tuvieron que
arrebatarle la oreja de Pepet para que no la devorase.


El _femater_

I
El primer día que a Nelet le enviaron solo a la ciudad, su inteligencia
de chicuelo torpe adivinó vagamente que iba a entrar en un nuevo
período de su vida.
Comenzaba a ser hombre. Su madre se quejaba al verle jugar a todas
horas, sin servir para otra cosa, y el hecho de colgarle el capazo a
la espalda enviándolo a Valencia a recoger estiércol equivalía a la
sentencia de que en adelante tendría que ganarse el mendrugo negro y
la cucharada de arroz, haciendo algo más que saltar acequias, cortar
flautas en los verdes cañares o formar coronas de flores rojas y
amarillas en los tupidos dompedros que adornaban la puerta de la
barraca.
Las _cosas_ iban mal. El padre, cuando no trabajaba los cuatro terrones
en arriendo, iba con el viejo carro a cargar vino en Utiel; las
hermanas estaban en la fábrica de sedas, hilando capullo; la madre
trabajaba como una bestia todo el día, y el pequeñín, que era el gandul
de la familia, debía contribuir con sus diez años, aunque no fuera más
que agarrándose a la espuerta, como otros de su edad, y aumentando
aquel estercolero inmediato a la barraca, tesoro que fortalecía las
entrañas de la tierra, vivificando su producción.
Salió de madrugada, cuando por entre las moreras y los olivos marcábase
el día con resplandor de lejano incendio. En la espalda, sobre la burda
camisa, bailoteaban al compás de la marcha el flotante rabo de su
pañuelo anudado a las sienes y el capazo de esparto, que parecía una
joroba. Aquel día estrenaba ropa; unos pantalones de pana de su padre,
que podían ir solos por todos los caminos de la provincia sin riesgo de
perderse, y que acortados por la tía Pascuala, se sostenían merced a un
tirante cruzado a la bandolera.
Corrió un poco al pasar por frente al cementerio de Valencia, por
antojársele que a aquella hora podían salir los muertos a tomar el
fresco, y cuando se vio lejos de la fúnebre plazoleta de palmeras,
moderó su paso hasta ser este un trotecillo menudo.
¡Pobre Nelet! Marchaba como un explorador de misterioso territorio
hacia aquella ciudad que, bañada por los primeros rayos del sol,
recortaba su rojiza crestería de tejados y torres sobre un fondo de
blanquecino azul.
Dos o tres veces había estado allí, pero amparado por su madre,
agarrado a sus faldas, con gran miedo a perderse. Recordaba con espanto
la ruidosa batahola del Mercado y aquellos municipales de torvo ceño
y cerdosos bigotes, terror de la gente menuda; pero a pesar de los
espantables peligros, seguía adelante, con la firmeza del que marcha a
la muerte cumpliendo su deber.
En la puerta de San Vicente se animó viendo caras amigas; _fematers_ de
categoría superior, dueños de una jaca vieja para cargar el estiércol y
sin otra fatiga que tirar del ramal gritando por las calles el famoso
pregón: «_Ama, ¿hiá fem?_»
Uno de ellos era vecino del muchacho, y hasta se susurraba si andaba
enamorado de una de sus hermanas, aunque no hacía más que dos años que
estaba pensando en declarar su pasión, circunstancias que no impidieron
que con pocas palabras diese un susto a Nelet.
De seguro que no llevaba licencia. ¿No sabía lo que era? Un papelote
que había que sacar soltando dinero allá en el Repeso. Sin ella había
que menear bien las piernas para huir de los municipales. Como le
pillasen, flojas _patás_ le iban a soltar. Conque ¡ojo, _chiquet_!
Y fortalecido por tan consoladoras advertencias, el pobre chico entró
en la ciudad, buscando los callejones más solitarios y tortuosos,
mirando con codicia los humeantes rastros que dejaban los caballos
sobre los adoquines, sin atreverse a meter en su espuerta tales
riquezas por miedo de agacharse y sentir en el hombro la mano de un
sayón con kepis.
Aquello forzosamente había de acabar mal.
Se olvidó de todo en una plazoleta, viendo cómo jugaban al toro un
grupo de pelones de larga blusa y grueso bolsón de libros, retardando
el momento de entrar en la escuela; pero de improviso sonó el grito de
¡_la ful_! anunciando la aparición de un municipal de los más feos, y
todos se desbandaron al galope como tribu de salvajes sorprendida en lo
mejor de sus misteriosos ritos.
Nelet huyó despavorido, pensando que en la maldita ciudad no se
ganaba para sustos, la giba de esparto siempre sobre su espalda
y atropellando en la desbocada carrera a una vieja que barría
tranquilamente su portal.
No era floja la paliza que le soltarían en casa al verle de vuelta con
el capazo vacío, y esta consideración fue lo que le dio valor. Llegaban
hasta él los gritos de los otros _fematers_ en las inmediatas calles,
agudos, insolentes, como cacareos de gallo, y tímidamente, temblando
de que alguien le oyese, murmuró con voz que parecía el balido de un
cordero: «_Ama, ¿hiá fem?_»
Y así recorrió un par de calles.
--Entra, chiquillo, entra.
Era una buena mujer que le hacía señas indicándole las barreduras que
acababa de amontonar junto a una puerta. ¡Pero qué simpática resultaba
aquella mujer! El regalo no era gran cosa; polvo, puntas de cigarro,
mondaduras de patatas y hojas de col; el estiércol de una casa pobre.
Nelet lo recogió todo con la satisfacción del aventurero que triunfa
por primera vez, y siguió adelante mirando los balcones, los pisos
superiores, que él llamaba _casas grandes_, donde se comía bien, y en
las covachas de la cocina había para meter la mano y el codo.
Pero ¡_rediel_! (y se rascó la roja frente llena de arañazos) estaba
perdiendo el tiempo. Había olvidado sus relaciones de la ciudad: la
casa de Marieta, su hermana de leche, donde había estado algunas veces
con su madre.
Y tras indecisiones y rodeos dio por fin con la calle sombría y
solitaria cerca de los juzgados, y el caserón de húmedo patio en cuyo
piso principal vivía don Esteban el escribano.
Aquella mañana era de desgracias.
En el patio estaba la portera, una bruja que le recibió escoba en mano,
faltando poco para que le saludase con dos hisopazos en la cara.
Ella no quería marranos que le ensuciasen la escalera. Todos los
inquilinos tenían su _femater_. ¡Largo, granuja! ¡Quién sabe si subiría
con intención de robar algo!
Y el tímido labradorcillo, retrocediendo ante la iracunda bruja,
protestaba con voz débil, repitiendo siempre la misma excusa. Era el
hijo de la tía Pascuala, a la que todo Paiporta conocía, el ama de
Marieta; ¿no era bastante?
Pero ni el nombre de la tía Pascuala ni el del mismo Espíritu Santo
ablandaba a la portera y a su fiera escoba, y Nelet, retrocediendo, se
vio en la calle y allí se quedó como un bobo frente a una pared vieja:
arañando los sueltos yesones y espiando con el rabillo del ojo las
evoluciones de la vieja. La vio sumirse en el cuchitril de la portería
y cautelosamente entró en el portal, lo cruzó sin ser visto y subió por
la escalera de antiguos azulejos, tirando tímidamente del borlón de
estambre que colgaba ante la enorme y conventual puerta del primer piso.
No fue poco lo que se rio la criada, bravía moza de las montañas de
Teruel, al abrir la puerta y encontrarse con aquel monigote panzudo que
abultaba menos que su capazo.
¿Qué buscaba? Allí tenían quien se llevara el estiércol. Y Nelet,
turbado por el buen humor de la _churra_ no sabía qué decir.
Pero de pronto se abrió para él el cielo. O lo que es lo mismo, vio
asomar por detrás de la falda de la criada una cara morena, prolongada
y huesosa, con los rebeldes pelillos estirados cruelmente hacia el
cogote, los ojos grandes y negros, animados por una chispa de eterna
curiosidad y el cuerpo zancudo y desgarbado por prematuro crecimiento.
La niña le reconoció en seguida: no en balde transcurren dos años
durmiendo bajo el techo de la barraca y en la misma cama y se pasan los
días junto a la acequia, tendidos sobre el vientre, con la cara teñida
de zumo de zanahorias. Era Nelet, el hijo del ama.
Lo cogió de la mano con cierto aire de muchacho, propio del desgarbo
con que llevaba las faldas, y los dos se dirigieron a la cocina
seguidos por la sonriente _churra_, a quien la hacía gracia el aire
tímido y enfurruñado del chiquillo.

II
Llegó a su barraca con la espuerta sin llenar, pero no pudo decir que
le había ido mal en su primera expedición.
Aquella _churra_ le quería de veras, desde que supo que era nada menos
que hermano de la señorita. Ella misma le llenó el capazo vaciando todo
el basurero de la cocina, sin importarle lo que pudiera murmurar el
_femater_ de la casa, un viejo que podía alegar los derechos adquiridos
en once años. Nelet le desbancaba, y la buena muchacha, para afirmar su
protección, le regaló con media cazuela de guisado de la noche anterior
y una montaña de mendrugos que el chico iba tragándose con la calma de
un rumiante, pensando que si duraba mucho la buena racha, iba a ponerse
tan redondo y frescote como el cura de Paiporta.
Pues ¿y Marieta? Le miraba comer con alegría, como si fuera ella misma
la que saboreaba el guisado con hambre atrasada. Hasta quiso que le
dieran vino, y apenas le veía hacer un descanso, pasaba revista a todos
los de allá, preguntando cómo estaba el ama, si tenía muchos animales,
si el padre aún iba por los caminos, si vivía el _Negret_, aquel
perrillo seco, almacén de pulgas que aullaba como un condenado apenas
se acercaban a la barraca, y si la higuera, tan frondosa en verano,
soltaba aquella lluvia de lagrimones negros y suaves que caían ¡_chap_!
dulcemente en el suelo, despachurrando la miel y el perfume de sus
entrañas rojas.
Y después tras el substancioso atracón, llegó para Nelet el momento
de los asombros, viendo la colección de muñecas, los vestidos, los
sombreros, todos los regalos con que el escribano obsequiaba a su hija.
Bien se conocía que esta era única, que había quedado sin madre casi al
nacer y que el viejo don Esteban no tenía otro cariño a que dedicar los
buenos cuartos que arañaba en el juzgado.
Seguía a su Marieta por toda la casa, admirando las magnificencias que
la chiquilla le mostraba con mal cubierta satisfacción de amor propio.
El salón le anonadó con sus sillerías del primer tercio de siglo y sus
adornos, que evocaban el recuerdo de las almonedas judiciales; pero su
admiración trocose en espanto ante una puerta entornada. Allí dentro
trabajaba el papá, con sus dos escribientes y se oía su voz campanuda:
_Providencia que dicta el señor juez_... etc.
¡Cristo! aquello asustaba a Nelet más que los municipales, y emprendió
la vuelta hacia la cocina.
En fin, que su primera visita le hizo experimentar la satisfacción del
que se halla establecido y cuenta con clientela.
Entraba por las mañanas en la ciudad tomando al paso lo que buenamente
encontraba en las calles, y recto a aquel caserón, donde se colaba como
si fuese un inquilino.
La bruja de la portera se guardaba ahora su escoba y hasta le protegía,
recomendándolo a las criadas de los otros pisos, y en el principal
tenía a la _churra_, que siempre encontraba en los rincones de la
despensa algo sobrante que antes era para los gatos y ahora se tragaba
Nelet.
¡Qué mañanas aquellas! Llegaba cuando la casa estaba en el revoltijo
del despertar. Los escribientes en el despacho se soplaban las manos
preparándose a agarrar las plumas y ensuciar papel de oficio, la
_churra_ por allá dentro levantaba camas, dando furiosas bofetadas a
los colchones, y Marieta, de trapillo, con la cabeza espeluznada y una
faldilla a media pierna, arañaba los pasillos con la escoba, para dar
gusto al papá, que quería una chica _muy mujer de su casa_.
Y en el comedor encontraba a don Esteban, el terrible escribano, imagen
para Nelet de la justicia, que puede pegar y meter en la cárcel,
sentado ante humeante chocolate, con las gafas caladas para leer el
periódico y murmurando automáticamente al entrar el muchacho:
--Hola, chiquillo, ¿cómo está la tía Pascuala?
Pero el terrible pasmarote no tardaba en aislarse en su despacho, para
preparar lo que luego había de decir el señor juez sobre el papel
sellado, y la casa parecía alegrarse con tal desaparición.
Sonaban risas en aquel ambiente denso de habitaciones cerradas, donde
flotaba aún el calor del sueño y el polvo levantado por la limpieza.
Los gatos jugueteaban en la cocina con la espuerta del _femateret_,
mientras este se sentía feliz, ayudando a la _churra_ con su buena
voluntad de bruto de carga o charlando con Marieta de cosas tan
interesantes como eran las últimas y verídicas noticias de cuanto
ocurría en Paiporta y sus alrededores.
¡Oh! A aquella chica le tiraba aún la miserable barraca y los terruños
sobre los cuales se había dado cuenta por primera vez de que existía.
Hablaba de la tía Pascuala con más entusiasmo que de su madre, a la que
solo había visto en el oscuro retrato que estaba en el salón, figura
melancólica que parecía presentir ante el pintor la llegada de la
maternidad del brazo con la muerte.
¡Qué bien se estaba en la barraca! Ya había transcurrido tiempo,
pero ella recordaba, con la vaguedad de comprensión de los primeros
años, aquellas noches pasadas en el _estudi_, hundida en los mullidos
colchones de hojas de maíz que cantaban al menor movimiento, defendida
por el poderoso anillo de músculos que formaban los brazos de la
nodriza, durmiéndose al calor de las voluminosas ubres, siempre
repletas y firmes; después, el alegre despertar, cuando el sol se
filtraba por las rendijas del ventanillo y piaban los gorriones en el
techo de paja de la barraca, contestando a los cacareos y gruñidos de
los habitantes del corral; el fuerte perfume del trigo, las frescas
emanaciones de la hierba y las hortalizas, difundiéndose por el
interior de la blanqueada vivienda, olores confundidos y arrullados por
el vientecillo que, pasando por las filas de moreras y a través de la
higuera, parecía hacer cantar a las temblonas hojas; y la vida bohemia,
alegre y descuidada en los campos inmediatos, que recorrían con sus
vacilantes piernas de dos años, sin atreverse a llegar a la revuelta
del camino, lleno de barrizales y cruzado por los profundos surcos
de las ruedas, pues su imaginación naciente había inventado que allí
forzosamente debía terminar el mundo.
¿Y cuando el _pare_ llegaba de uno de aquellos largos viajes de
carretero y al oír los cascabeles de los machos y el chirrido de las
ruedas, salían todos al camino a recibirle con cruces de caña como si
fueran a una procesión de las de Paiporta? ¿Y cuando a la orilla de la
acequia, casi seca, se coronaban de dompedros, colgaban de su cintura
largas hojas de caña y con el verde faldellín paseábanse gravemente
imitando el paso de puntas de aquellas vírgenes y heroínas que salían
en las cabalgatas del pueblo? ¿Y la vez que se pegaron por un higo? ¿Y
cuando hartos de zanahorias teñíanse la cara de morado y se revolcaban
por la rojiza tierra hasta parecer indios bravos, dejando como guiñapos
las finas y bordadas ropas que enviaba el escribano?
¡Ah, Nelet! ¡Qué malo eras entonces!
Y la muchacha miraba por los balcones la estrecha calle, en la que
vergonzosamente entraba un rayo de sol, y en su vaga mirada de pájaro
enjaulado leíase el deseo de volar lejos, muy lejos, a aquellos campos
donde la esperaban la vida libre y la adoración de toda una familia de
infelices que la veneraban como procedente de una raza superior.
Pero el papá se oponía a que volviese a la barraca ni un solo día. Lo
había dicho terminantemente: cada cosa a su tiempo, y ahora nada bueno
podía aprender entre aquellos brutos.
Esta tenaz negativa recordaba a Nelet el momento en que se llevaron
a la chica a Valencia; en que la robaron, sí señor, engañándola,
diciendo que solo era para unos días y no tardaría en volver, mientras
la pobrecita lloraba y él corría como un perrillo detrás de la tartana
pidiendo con lamentos al cruel escribano que no le quitase a su Marieta.
¡_Rediel_! Si fuese ahora, que era ya casi un hombre y le plantaba una
pedrada al más guapo...
Y en esto sonaban las diez, salían los escribientes con sus badanas
repletas de autos camino del juzgado, y el principal al ver al
_femateret_ torcía el ceño.
--¿Pero aún estás ahí? Tú acabarás mal; eres un vago. A la obligación,
chiquillo.
Y el pequeño David, a pesar de aquellas pedradas certeras que le
enorgullecían, temblaba ante el gigante con el terror que inspira
al infeliz el hombre de justicia, y recogiendo su espuerta, salía
cabizbajo, avergonzado, sin atreverse a mirar a Marieta... y hasta el
día siguiente.
Algunas veces el recuerdo de la idílica existencia al aire libre perdía
su encanto, y era Nelet quien envidiaba en la persona de su hermana
todas las comodidades y esplendores de la vida de la ciudad.
¡Qué lujos! Los vestidillos de seda y terciopelo, los sombreros que
parecían islas de flores, todos los regalos del papá que Marieta
enseñaba con malsana coquetería, aturdían a Nelet, y como para él no
había gradaciones sociales, como el mundo estaba dividido en gente del
campo y _señorío_, la hija del escribano aparecía a sus ojos igual
o superior a aquellas otras que había visto algunas veces en los
carruajes de lujo.
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