Cuentos valencianos - 4

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los morros contra la popa de una fragata inglesa cargada de guano que
había naufragado veinte años antes y estaba hundida en la arena como
una carroña carcomida por los miles de pececillos que se albergaban en
su vientre.
Pasó adelante sin sentir el encontronazo, jadeante, enfurecido,
moviendo a un tiempo cola, aletas y agallas, de un modo vertiginoso,
con un ruido y un hervor que conmovía todo el golfo.
¿Y el _esparrelló_? ¡Pobrecito! quiso seguir a su corpulento enemigo,
pero el hervor de la espuma le cegaba, la violenta ondulación producida
por cada coletazo del _reig_ le hacía perder camino, y a los pocos
minutos se sentía rendido por una carrera tan loca.
Pero el animalito panzudo era un costal de malicias. Esforzándose,
llegó hasta la cabeza del _reig_, y fijándose en las grandes agallas
que se abrían y cerraban con movimiento automático, hizo una graciosa
evolución y se coló por una de ellas.
No se estaba mal allí. Viajar gratis, a doble velocidad y acostadito en
aquel nido forrado de suave escarlata, era una dicha.
--¡Je! ¡je! ¡je! --reía socarronamente el pececillo sacando la cabeza
por la ventana de su guarida.
Y el _reig_ daba un salto, murmurando:
--Ese bicho ruin me da alcance. Oigo su risita burlona. Corramos,
corramos.
Y cada carcajada del _esparrelló_ era como un espuelazo para el
pescadote.
¡Qué loca carrera! Aquella cola poderosa batía los profundos algares,
y en el verdoso espacio flotaban arremolinados los pardos hierbajos,
mientras que las larvas, las indefinibles mucosidades que vivían
misteriosamente en el seno de los estercoleros submarinos, salían
escapadas huyendo del brutal azote.
Después de los algares, las colinas sumergidas, aquellos peñascales
en cuyas cuevas jugueteaban los peces recién nacidos, transparentes y
diáfanos como sombras.
¡Qué espantosa revolución llevaba el _reig_ a estos tranquilos lugares!
Le conocían bien por sus brutales majaderías, por sus caprichos de
matón que alarmaban a todo el golfo, y las plantas submarinas que
tapizaban los peñascos agitaban sus puntiagudas y verdes cabelleras,
como si quisieran gritar con angustia:
--¡Atención, que llega ese loco!
Las almejas, gente tranquila que huye del ruido, al ver aproximarse el
torbellino de espuma y furiosos coletazos, replegábanse medrosicas,
cerrando herméticamente las dos hojas de su negra vivienda; los erizos
apelotonábanse, formaban el cuadro, presentando por todos lados sus
haces de agudas bayonetas; los calamares sentían tal miedo, que se
envolvían en su diarrea de tinta; los gatos de mar sacaban por entre
las piedras sus chatas cabezas y vientres atigrados con trémula
inquietud; las lapas agarrábanse a la roca con más fuerza que nunca;
los langostinos ocultaban su transparencia de nácar bajo el brillante
fanal de alguna caracola hueca; los salmonetes huían en bandadas,
esparciéndose como el brillante chisporroteo de una hoguera aventada,
y en aquel mundo verdoso e inquieto, el paso veloz del enfurecido
animalote producía entre los torbellinos de la espuma un hervor de
carmín y plata, de escamas que despedían al huir fantásticos reflejos y
colas que se agitaban con la ansiedad del pánico.
Una rozadura del _reig_ bastó para arrancarle dos patas a una langosta,
y la pobrecita, apoyada en un salmonete que se prestaba a ser su
procurador, emprendió la marcha hacia las Columbretes, para pedir
justicia y venganza a algún tiburón de los que rondan aquellas islas.
Dos alegres delfines que estaban acabando de merendarse un atún
putrefacto, levantaban sus morros de cerdo y se burlaban de su amigote
gritando:
--¡A ese, a ese, que está loco!
Y decían verdad; si no estaba loco, poco le faltaba; aquella maldita
risa del _esparrelló_ la tenía siempre en los oídos, y el pobre animal
corría y corría espoleado por la vergüenza de ser vencido.
Por fortuna, en el verdoso y confuso horizonte comenzaron a marcarse
las masas negras de las estribaciones submarinas del cabo, con sus
profundas cuevas, donde las señoras del golfo en estado interesante
iban a depositar sobre el tapiz de hierba fina sus innumerables huevos.
El jadeante _reig_, que no podía ya con su alma, llegó junto a las
rocas y dijo con angustioso ronquido:
--Ya llegué.
Pero la vocecilla cargante contestó con timbre de falsete:
--Yo primero.
El muy granuja acababa de saltar desde el interior de la agalla, y se
pavoneaba ante el hocico del cansado _reig_, como si hubiera llegado
mucho antes.
El sencillo animalote no sabía qué hacer. Sintió tentaciones de darle
un trompis al insolente bicho que lo convirtiese en papilla, pero
encorvándose se llevó varias veces la cola entre los ojos y se rascó
con expresión reflexiva.
--Bueno --roncó por fin--. En esto debe haber trampa, pero la palabra
es palabra. Mocoso, manda lo que quieras; seré tu criado.
* * * * *
Y el viejo pescador, terminado su cuento, sonreía y guiñaba los ojos
maliciosamente.
Aquello era de los tiempos en que los pescados hablaban, pero tenía
_intríngulis_.
¿Que no lo adivinaba? Pues era sencillo: que en este mundo puede más
el listo y el astuto que el fuerte que todo lo fía al corazón y a la
acometividad. Que vale ser más _esparrelló_ pequeño y malicioso, que
_reig_ enorme y sencillote. Que acometiendo de frente y arrollándolo
todo solo se consigue ser vehículo del listo que se esconde en la
agalla para salir a tiempo.
Y el vejete me miraba con tal expresión de malicia y lástima, que me
ruboricé, murmurando para adentro:
--Este tío me conoce.


La caperuza

Vivía yo entonces en el piso segundo, y tenía por vecino en el primero
a don Andrés García, fiscal de profesión, figura arrogante, con
muchas canas en la barba, el más buen mozo de cuantos vestían toga
con vuelillos en la Audiencia; un hombre, en fin, que realizaba en su
físico ese ideal de la justicia majestuosa e imponente.
Todas las tardes, al bajar la escalera, oía los mismos gritos a través
de la puerta. «¡_Pilín_!... ¡vida mía!... ¡rey de los pillos!... ¡ven
aquí, príncipe de Asturias!...»
Era la familia que se entregaba en cuerpo y alma al culto de su
ídolo. El fiscal, que acababa de llegar hambriento, anonadado por sus
derroches de elocuencia, que enviaban gente a presidio, abrazaba a su
mujer y ambos reían y gritaban como unos locos en torno de la niñera,
que mantenía en sus brazos al tirano de la casa, al único señor, a
_Pilín_, un granuja que apenas tenía un año y a quien bastaba un leve
grito para que los padres palideciesen de inquietud y las criadas
corriesen aturdidas, no sabiendo cómo cumplir a un tiempo tantas
órdenes contradictorias.
¡Vaya un matrimonio especial! La mujer era casi una niña, una señorita
algo boba que aún no había salido de su asombro al verse madre. Miraba
a su marido con respeto: era tímida, de carácter dúctil, y como siempre
sucede en los matrimonios desiguales por la edad, donde la amistad
suple al amor, don Andrés era padre y esposo a un tiempo, cuidando
tanto de la madre como del niño.
Lo único que sacaba de su apatía característica a la joven señora era
el pequeñín, juguete raro al que amaba con pasión inextinguible y que
no se parecía a ninguno de los que formaban sus delicias cinco o seis
años antes. Mucho le había costado. En su memoria, donde se borraban
las cosas con facilidad, quedaba aún brumoso y sombrío el recuerdo de
aquellos tres días de tormento, de espantoso potro, de susto y sorpresa
más que de dolor, con la casa alborotada por sus berridos y el marido
sudoroso, jadeante, con los lentes inseguros, preparando medicinas
y riñendo por torpes a las criadas. Pero ya todo había pasado, no
volvería más, no señor: ella lo aseguraba con una firmeza cándida
que hacía reír; y ahora, en premio a sus tormentos, tenía al lindo
monigote, a aquel _bebé_ de carne y hueso, a quien todos en la casa
llamaban _Pilín_, por bautizarle con tan extravagante nombre la rústica
niñera, una criadita cerril que, en opinión de algunos, la habían
cazado con lazo en las montañas de Chelva.
Por la mañana, cuando el señor estaba en la Audiencia salvando la
sociedad a fuerza de oratoria indignada, la mamá se entretenía con
_Pilín_, dando rienda suelta a sus aficiones de colegiala traviesa,
que la maternidad no había extinguido. Madre e hijo tenían moralmente
la misma edad. _Pilín_ pataleaba como un gatito panza arriba sobre
la alfombra del salón, mostrando sus rosadas desnudeces, lanzando
aulliditos a falta de palabras, diciendo sin duda, en el misterioso
lenguaje de la lactancia, que su mamá era una loca; y ella, ajando
sus vestidos lujosos, que se llevaban la mitad de la paga del fiscal,
moviendo grotescamente su linda cabecita despeinada, andaba a gatas
en torno del bebé, hacía el perro para asustarle, y si sus gracias
arrancaban una risita al mimado príncipe de Asturias, entonces llegaba
a la demencia de su borrachera cariñosa, se arrojaba sobre él, le
agarraba la cabezota enorme cubierta de pelillos rubios, su _bola
de oro_, según ella decía, y cuando _Pilín_ gimoteaba próximo a la
sofocación, la caricia bajaba, tibia, cariñosa, y la infantil señora,
con tanta unción como si adorase la santa faz, besuqueaba furiosa las
nalgas de rosa del muñeco con esa fuerza de estómago que solo tienen
las madres.
¿Y él?... Estaba sublimemente ridículo en la adoración de aquel
monigote que le llegaba a los cuarenta y cinco bien cumplidos. La mamá
y el niño salían a recibirle en la escalera, y los vecinos veíamos
cómo después de comerse a besos a _Pilín_, se lo echaba al hombro y se
metía dentro andando con majestad, como un San Cristóbal, con chistera
y lentes. ¡Y pensar que por bajo del bigote aún le revoloteaba la
_vindicta pública_, _la espada vengadora de la ley_, _la acusación
justa..._ todas las palabrotas con que regalaba veinte años de presidio
al primero que caía bajo su mirada iracunda de acusador!
Los periódicos se hacían lenguas de su elocuencia, de la lógica con que
formulaba sus acusaciones, pero él así hacía caso de tales elogios,
como si fuesen dirigidos al Gran Turco. La fama le preocupaba poco: lo
único que le enorgullecía era ser padre de _Pilín_, y que su mujer,
que antes era tan poquita cosa, tuviese unos pechos abultados, fuertes,
siempre llenos, y la abnegación bastante rara de criar a su hijo.
Salía poco de casa. Los autos y _Pilín_ le absorbían, y por las mañanas
tenía que hacer un penoso esfuerzo para entregar el niño a la mamá y
marcharse a la Audiencia. ¡Qué ministros los de Justicia! De seguro
que no eran padres. Porque vamos a ver: ¿qué perdería la magistratura
con que él llevase a _Pilín_ a la Sala, sentándolo a su lado para que
presenciara los triunfos del papá?
Las noches eran terribles para don Andrés. Los pisos de cartón y
tabiques de papel que fabrica la moderna arquitectura, nos permitían
a los vecinos oír sus paseos desesperados, las cancioncillas a media
voz con que intentaba aplacar a aquel granuja que llevaba en brazos,
sonriente de día, pero malhumorado de noche, y con el especial gusto
de que nadie durmiera en la casa. ¡Pobre don Andrés! Recordando
murmuraciones de las criadas, me lo imaginaba dando vueltas por el
salón, en camisa, las piernas desnudas, los pies en pantuflos, y a
pesar de todo, grave y digno, luciendo su barba de apóstol y los
brillantes lentes con la misma majestad que cuando, cruzándose la
toga sobre el pecho, se sentaba en el terrible banco. Y en vez de
reírme infundíame respeto la santa paciencia de aquel hombre, que se
veía padre cuando ya caminaba hacia la vejez y que para aplacar al
energúmeno que llevaba en brazos pasaba la noche cantando cancioncillas
con voz de falsete y recordando las óperas oídas cuando estudiante,
mientras la señora roncaba cara a la pared.
Pero en cambio, de día, aquello era gozar. Ninguno de sus ascensos
le había producido tan profunda impresión como las monadas de su
hijo. Cuando _Pilín_ contraía con una sonrisa su carita, marcando
los adorables hoyuelos de sus carrillos, don Andrés lo conmovía todo
con sus carcajadas de gigante bondadoso, y si el chiquitín lanzaba
uno de sus rugidos de alegría, que parecían el grito de guerra de un
apache, el respetable fiscal saltaba y chillaba como un loco. Y luego,
¡qué gusto aquello de sentirse en la barba las trémulas manecitas que
tiraban tercamente de los pelos, y qué dulces estremecimientos se
sentían al acariciar la cabezota peliblanca que latía por entre los
huesos tiernos y mal unidos!...
Aquello era una borrachera de cariño, una idolatría molesta para las
criadas, pues menudeaban las órdenes: «A ver, cierre usted pronto ese
balcón, no se constipe el niño.» «Cuidado, muchacha, que puede caerse
el señorito.»
En aquella casa no se vivía más que para ser esclavo del dicho
señorito. Antes una mota de polvo en la mesa del despacho ponía furioso
a don Andrés, y ahora los alguaciles, al recoger los autos, tropezaban
con algún zapatito tamaño como cáscara de nuez, y hacían muecas ante
ciertas manchas sospechosas en los respetables folios.
Porque eso sí; el monigote, alentado por la servidumbre de sus mayores,
era un terrible anarquista, un demoledor de lo existente, que reía como
un bandido cuando lograba ofender con el más atroz de los insultos
a la justicia humana. No lo entraban en el despacho y lo ponían en
la mesa sin que hiciera de las suyas, y mientras el padre, embobado
y con la pluma en alto, le hablaba cual si pudiera entenderle, él
sonreía hipócritamente, y mientras tanto, ¡zas! lanzaba por bajo una
ruidosa protesta que inutilizaba algún escrito de conclusiones en que
el papá amontonaba párrafos de estilo elevado, pidiendo garrote vil
para cualquier enemigo de la sociedad. Y no había medio de enfadarse
de veras. Ponía el grito en el cielo ante aquella ofensa irreparable
que arrojaba _indeleble_ mancha sobre el ministerio fiscal, echaba
del despacho a la madre y al hijo, acusándola a ella del atentado,
pero a los pocos minutos ya estaba allí la señora riendo como siempre,
con el _Pilín_ grotescamente disfrazado. Aquella cabeza de chorlito
adoraba la boquita de viejo de su nene, decía que al reír tenía cierto
aire de payaso y encontraba diversión enharinándole la carita con los
polvos de su tocador y encasquetándole en la cabeza un cucurucho de
papel, una caperuza de mágico prodigioso. No caía en sus manos pliego
de papel de oficio que no le convirtiese en caperuza para _Pilín_, y
era de ver el coro de carcajadas que estallaba en el despacho ante el
puntiagudo cucurucho. Reía la madre su invención tantas veces repetida,
acompañábala el fiscal con sus carcajadas ruidosas y hasta _Pilín_
lanzaba chillidos, muy satisfecho de su fachita grotesca.
Pero no eran todo alegrías para don Andrés. Felicitábanle muchas veces
por sus triunfos de orador, por aquellos elogios de la prensa.
--¡Ah! sí... los periódicos --contestaba con distracción--. Hombre,
a propósito. Esta mañana hablaban de la difteria. ¿Sabe usted los
estragos que hace esa pícara? ¡Oh! ¡cosa tan terrible para los niños!
Lo decía de un modo que no daba lugar a dudas. ¡Ah! Si la tal difteria
se personalizase, si se convirtiera en un ser de carne y hueso y la
tuviera él en el banquillo de los acusados... no tendría frío con lo
que la tiraría encima.
Y la terrible enfermedad debió ofenderse por los malos pensamientos de
don Andrés, y un día, ¡cataplum! metiose por las puertas del principal
y su primer anuncio fue apretarle la garganta a _Pilín_.
¡Gran Dios! Aquello fue una catástrofe que lo revolvió todo
instantáneamente; algo semejante a la explosión de una bomba, al
incendio de un buque, donde todos corren azorados por el peligro, sin
saber qué hacer.
Vosotros, infelices, que vestidos de paño pardo arrastráis una cadena
en Ceuta y se os abren las carnes al recordar las terribles palabras
de aquel que os acusaba, hubierais sentido asombro al ver al hombre
austero como la ley, inquebrantable como el castigo, indignado como
la venganza, pálido ahora, nervioso, pasando las noches inclinado
sobre una cuna, estremeciéndose ante una respiración ronca, asfixiada,
ocultándose en los rincones para quitarse los lentes y pasarse las
manos por los ojos, gritando con acento desesperado: «¡_Pilín_... hijo
mío, no te mueras!»
Pero por malos que seáis, no hubierais gozado con la caída del hombre
inexorable, al verle después sombrío, reconcentrado, ante la misma cuna
cubierta de flores blancas, pasando la mano temblorosa sobre la pálida
frente de _Pilín_, helada con ese frío especial que sube por el brazo
hasta el corazón, y mirando de vez en cuando al cielo con expresión
desesperada, como si por allá arriba anduviese algún prófugo contra el
que preparaba la más terrible de las acusaciones.
¡Pobre _Pilín_! ¿Qué has hecho? No más caperuzas; ya no te burlarás
de la ley lanzando tu ruidosa protesta sobre la vindicta pública; tu
eterna cuna será esa cajita blanca, coquetona, acolchada como una
bombonera, que tu padre mira con ganas de deshacerla de una patada; ya
no tendrás quien te acaricie la fina piel, quien besuquee la redonda
faz con que escupías a la justicia; tu esclava está ahora mirando
la pared con fijeza estúpida, abiertos los ojos como platos, con el
asombro y el temor de una niña que ve romperse entre sus manos el más
lindo juguete.
Bien emprendes tu viaje. Tu padre te coloca sobre el almohadillado de
esa blanca barquilla que va a conducirte a lo desconocido; y partes
indiferente, sin que te hagan estremecer las lágrimas que, resbalando
tras unos lentes, caen sobre tu piel, ni te conmueven los alaridos de
alguien que allá dentro da de cabeza contra las paredes.
En la calle suenan los cánticos de la parroquia; los señores del
margen, escuadrón grave, estirado, de negra ropa y brillante sombrero,
te ven pasar con la indiferencia del que está acostumbrado a sucesos
más graves, y emprendes la marcha sobre los hombros de cuatro chicos
reclutados en las porterías de la vecindad, que expresan su dolor
hurgándose las narices con la mano que les queda libre.
Ya está lejos tu casa, los Estados donde imperabas como reyecillo
absoluto; ahora solo te quedan la compasión oficial, los lamentos de
buena educación, ese cortejo imponente y negro que te abandona en las
afueras, satisfecho de haber cumplido con el compañero, charlando
un rato de sus asuntos, mientras seguía tu blanco nido, y nosotros,
los de última fila, los que veíamos un instante tu carita al subir
la escalera, pensamos ahora con tristeza que no nos desvelará más tu
nocturno lloriqueo.
¡Adiós, _Pilín_! Desapareces en un hueco de esa tétrica anaquelería,
donde quedan almacenados y con rótulo los infinitos productos de la
muerte. ¡Di adiós a todo! Al caliente salón donde te revolcabas panza
arriba; a la mamá, loca en sus expansiones; al padre, que habrías hecho
bailar de cabeza a tener tú gusto en ver de tal modo a un representante
de la más cruel y respetable de las profesiones. Viniste para mostrar
lo frágil de la comedia humana, para hacer ver que dentro de un
acusador terrible hay siempre un hombre, y ahora, diablillo encantador,
te vas satisfecho de tu triunfo. La noche que se acerca será tu madre;
¡adiós, tibias caricias! Tu piel de raso, tan adorada, ya no tendrá más
besos que los del viento y la lluvia...
Por la noche entré en casa de mi vecino. La señora estaba adentro, en
el salón, rodeada de sus amigas, ahogando con sus gemidos furiosos las
frases hechas y los consuelos de encargo con que la abrumaban.
Él estaba en el despacho con la cabeza entre los puños, mirando
fijamente con sus ojos de miope, enrojecidos y amoratados, un cucurucho
de papel arrugado, la última caperuza de _Pilín_ arrojada casualmente
sobre la mesa. El hueco del embudo era siniestro. Tenía la misma
expresión de fúnebre vacío que se notaba en la casa, libre de aquel
monigote que lo llenaba todo con sus gritos; hacía recordar la abultada
cabeza peliblanca, la _bola de oro_, que la muerte se había tragado.
Me escuchó distraído; no tengo la seguridad de que llegara a enterarse
de mis palabras. De pronto le vi extender su mano automáticamente y
encasquetarse la caperuza en el cogote, como si sintiera horror al
vacío que mostraba el cucurucho.
¡Qué grotesco era aquello! Las barbazas de apóstol, la mirada vaga y
extraviada, y la puntiaguda caperuza por remate. Verdaderamente era
ridículo... tan ridículo, que yo sentía un nudo en la garganta, y
varias veces me froté los ojos para impedir que brotara algo.


Noche de bodas

I
Fue aquel jueves para Benimaclet un verdadero día de fiesta.
No se tiene con frecuencia la satisfacción de que un hijo del pueblo,
un arrapiezo, al que se ha visto corretear por las calles descalzo y
con la cara sucia, se convierta, tras años y estudios, en todo un señor
cura: por esto pocos fueron los que dejaron de asistir a la primera
misa que cantaba Visantet, digo mal, don Vicente, el hijo de la _siñá_
Pascuala y el tío Nèlo, conocido por el _Bollo_.
Desde la plaza, inundada por el tibio sol de la primavera, en cuya
atmósfera luminosa moscas y abejorros trazaban sus complicadas
contradanzas brillando como chispas de oro, la puerta de la iglesia,
enorme boca por la que escapaba el vaho de la multitud, parecía
un trozo de negro cielo, en el que se destacaban como simétricas
constelaciones los puntos luminosos de los cirios.
¡Qué derroche de cera! Bien se conocía que era la madrina aquella
señora de Valencia, de la que los _Bollos_ eran arrendatarios, la cual
había costeado la carrera del chico.
En toda la iglesia no quedaba capillita ni hueco donde no ardiesen
cirios; las arañas cargadas de velas centelleaban con irisados
reflejos, y al humo de la cera uníase el perfume de la flores que
formaban macizos sobre la mesa del altar, festoneaban las cornisas y
pendían de las lámparas en apretados manojos.
Era antigua la amistad entre la familia de los _Bollos_ y la _siñá_
Tona y su hija, famosas floristas que tenían su puesto en el mercado
de Valencia, y nada más natural que las dos mujeres hubiesen pasado
a cuchillo su huerto, matando la venta de una semana para celebrar
dignamente la primera misa del hijo de la _siñá_ Pascuala.
Parecía que todas las flores de la vega habían huido para refugiarse
allí, empujándose medrosicas hacia la bóveda. El Sacramento asomaba
entre dos enormes pirámides de rosas y los santos ángeles del altar
mayor aparecían hundidos hasta el dorado vientre en aquella nube de
pétalos y hojas que, a la luz de los cirios, mostraban todas las notas
de color, desde el verde esmeralda y el rojo sanguíneo hasta el suave
tono del nácar.
Aquella muchedumbre que estrujándose olía a lana burda y sudor de
salud, sentíase en la iglesia mejor que otras veces, y encontraba
cortas las horas de ceremonia.
Acostumbrados los más de ellos a recoger como oro los nauseabundos
residuos de la ciudad, a revolver a cada instante en sus campos
los estercoleros en los cuales estaba la cosecha futura, su olfato
estremecíase con intensa voluptuosidad, halagado por las frescas
emanaciones de las rosas y los claveles, los nardos y las azucenas, a
las que se unía el oriental perfume del incienso. Sus ojos turbábanse
con el incesante centelleo de aquel millar de estrellas rojas, y les
causaba extraña embriaguez el dulce lamento de los violines, la grave
melopea de los contrabajos y aquellas voces que desde el coro, con
acento teatral, cantaban en un idioma desconocido, todo para mayor
gloria del hijo del _Bollo_.
La muchedumbre estaba satisfecha. Miraba la deslumbrante iglesia como
un palacio encantado que fuese suyo. Así, entre músicas, flores e
incienso, debía estarse en el cielo, aunque un poco más anchos y
sudando menos.
Todos se hallaban en la casa de Dios por derecho propio. Aquel que
estaba allí arriba sobre las gradas del altar, cubierto de doradas
vestiduras, moviéndose con solemnidad entre azuladas nubecillas, y a
quien el predicador dedicaba sus más tonantes períodos, era uno de los
suyos, uno más que se libraba del rudo combate con la tierra para hacer
concebir incesantemente a sus cansadas entrañas.
Los más, le habían tirado de la oreja por ser mayores, otros, habían
jugado con él a las chapas, y todos le habían visto ir a Valencia a
recoger estiércol con el capazo a la espalda, o arañar con la azada
esos pequeños campos de nuestra vega, que dan el sustento a toda una
familia.
Por eso su gloria era la de todos; no había quien no creyese tener
su parte en aquel encumbramiento, y las miradas estaban fijas en el
altar, en aquel mocetón fornido, moreno, lustroso, resto viviente de la
invasión sarracena, que asomaba por entre níveos encajes sus manazas
nervudas y vellosas, más acostumbradas a manejar la azada que a tocar
con delicadeza los servicios del altar.
También él en ciertos momentos paseaba su miraba con expresión de
ternura por aquel apiñado concurso. Sentado en sillón de terciopelo,
entre sus dos diáconos, viejos sacerdotes que le habían visto
nacer, oía conmovido la voz atronadora del predicador ensalzando la
importancia del sacerdote cristiano y elogiando al nuevo combatiente
de la fe que con aquel acto entraba a formar parte de la milicia de la
Iglesia.
Sí, era él: aquel día se emancipaba de la esclavitud del terruño,
entraba en este mundo poderoso que no repara en orígenes: escala
accesible a todos, que se remonta desde el mísero cura, hijo de
mendigos, al Vicario de Dios; tenía ante su vista un porvenir inmenso,
y todo lo debía a sus protectores, a aquella buena señora obesa y
sudorosa bajo la mantilla de blonda y el negro traje de terciopelo,
y a su hijo, al que el celebrante, por la costumbre de humilde
arrendatario, había de llamar siempre el señorito.
Los peldaños del altar mayor que le elevaban algunos palmos sobre la
muchedumbre, percibíalos él en su futura vida como privilegio moral
que había de realzarle sobre todos cuantos le conocieron en su humilde
origen. Los más generosos sentimientos le dominaban. Sería humilde,
aprovecharía su elevación para el bien; y envolvía en una mirada de
inmenso cariño a todas las caras conocidas que estaban abajo, veladas
por el intenso vaho de la fiesta; su madrina, el tío _Bollo_ y la
_siñá_ Pascuala, que gimoteaban como unos niños con la nariz entre
las manos, y aquella Toneta, la florista, su compañera de infancia,
excelente muchacha que erguía con asombro la soberbia cabeza de beldad
rifeña, como si no pudiera acostumbrarse a la idea de que Visantet,
aquel mozo al que trataba como un hermano, se había convertido en grave
sacerdote con derecho a conocer sus pecadillos, a absolverla.
Continuaba la ceremonia. El nuevo cura agitado por la emoción, por la
felicidad y por aquel ambiente cargado de asfixiantes perfumes, seguía
la celebración de la misa como un autómata, guiado muchas veces por sus
compañeros, sintiendo que las piernas le flaqueaban, que vacilaba su
robusto cuerpo de atleta, y sostenido únicamente por el temor de que la
debilidad le hiciera incurrir en algún sacrilegio.
Como si se moviera en las nieblas de un sueño, realizó todas las
partes que quedaban del misterio de la misa: con insensibilidad que le
asombraba, verificó aquella consumación en la que tantas veces había
pensado emocionado, y después del _Tedeum_ cayó desvanecido en la
poltrona, cerrados los ojos y sintiéndose sofocado por aquella antigua
casulla codiciada por los anticuarios, orgullo de la parroquia, y que
tantas veces había mirado él siendo seminarista como el colmo de sus
ambiciones.
Un penetrante perfume de rosa y almizcle, el ruido de agua agitada, le
volvieron a la realidad.
La madrina le lavaba y perfumaba las manos para la recepción final,
y toda la compacta masa abalanzábase al altar mayor queriendo ver de
cerca al nuevo cura.
La vida de superioridad y respetos comenzaba para él. La señora, a
la que había servido tantas veces, besábale las manos con devoción y
le llamaba don Vicente, deseándole muchas felicidades después de sus
místicas bodas con la Iglesia.
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