Cuentos valencianos - 6

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La ambición, el deseo de emanciparse de la miseria, le había enterrado.
Cuando creía subir a envidiadas alturas, veíase cayendo en lobregueces
de fondo desconocido.
Sus compañeros de pobreza, los que sufrían hambre y doblaban la espalda
sobre el surco, eran más felices que él, conocían aquel atractivo
misterio que acababa de revelarse y que el deber le obligaba a ignorar
eternamente.
Bien pagaba su encumbramiento. ¡Maldita idea la de aquella buena
señora que quiso hacer un sacerdote del mocetón fornido, que antes que
continencias necesitaba esparcimientos y escapes para su plétora de
vida!
Subía, sí, pero encadenado para siempre; se hallaba por encima de las
gentes entre las que nació, pero recordaba sus estudios clásicos, la
fábula del audaz Prometeo, y se veía amarrado para siempre a la roca
inconmovible de la fe jurada, indefenso y a merced de la pasión carnal
que le devoraba las entrañas.
Su firme devoción de campesino aterrábase ante la idea de ser un mal
sacerdote: el sexo, que había despertado en él para siempre como
inacabable tormento, desvanecía toda esperanza de tranquilidad; y en
este conflicto, el cura, asustado ante el porvenir, se entregó al
desaliento e inclinando su cabeza sobre el alféizar, cubriéndose los
ojos con las manos, lloró por los pecados que no había cometido y por
aquel error que había de acompañarle hasta la tumba.
Una húmeda sensación de frescura le hizo volver en sí.
Amanecía. Por la parte del mar rasgábase la noche marcando una faja de
luminoso azul: la verdura de la vega y la dentellada línea de montañas
iban fijando sus esfumados contornos; lanzaban sus últimos parpadeos
las estrellas, rodaba el fiero alerta de los gallos de alquería, y las
alondras, como alegres notas envueltas en volador plumaje, rozaban las
cerradas ventanas anunciando la llegada del día.
¡Magnífico despertar! Tal vez a aquella hora Toneta, recogiéndose el
cabello y cubriendo púdicamente con el blanco lienzo los encantos
que solo un hombre había de conocer, saltaba de la cama y abría el
ventanillo de su _estudi_ para que la aurora purificarse el ambiente de
pasión y voluptuosidad.
El cura salió de su cuarto con los ojos enrojecidos y la frente
contraída por penosa arruga, perenne recuerdo de aquella noche de bodas
en que la compañera de su infancia había visto de cerca el amor, y él
se había unido con la desesperación, la más fiel de las esposas.
Abajo en la cocina encontró a su madre que preparaba el desayuno, y la
pobre vieja no pudo comprender aquella amarga mirada de reproche que el
cura le lanzó al pasar.
Paseó maquinalmente por el corral hasta que sus pies tropezaron con
una espuerta de esparto, vieja, rota, cubierta por una costra de
basura, igual a la que él llevaba a la espalda cuando niño.
Era el pasado que reaparecía para echarle en cara su infidelidad.
¿No se había emancipado de la miseria de su clase? Pues ya lo tenía
todo; que comiera, que se regodeara con la satisfacción de ser
considerado como un ser superior.
Lo otro, lo desconocido, lo que le hacía temblar con intensa emoción,
era para los infelices, para los que luchaban por la vida.
El cura gimió con desesperación, sintiendo en torno de él el vacío y
la frialdad, pensando que si sus manos, ahora consagradas, hubiesen
seguido porteando el mísero capazo, estaría en tal instante arrebujado
en aquella blanda cama del _estudi_ nupcial, viendo como Toneta, al
aire sus hermosos brazos y marcada bajo el fino lienzo su robustez
armoniosa, se contemplaba en el espejo sonriendo ruborizada con los
recuerdos de la noche de bodas.
Y el pobre cura lloró como un niño; lloró hasta que el esquilón de la
iglesia con su gangueo de vieja comenzó a llamarle a la misa primera.


La corrección

A las cinco, la corneta de la cárcel lanzaba en el patio su escandalosa
diana, compuesta de sonidos discordantes y chillones, que repetían como
poderoso eco las cuadras silenciosas, cuyo suelo parecía enladrillado
con carne humana.
Levantábanse de la almohada trescientas caras soñolientas, sonaba
un verdadero concierto de bostezos, caían arrolladas las mugrientas
mantas, dilatábanse con brutal desperezamiento los robustos e inactivos
brazos, liábanse los tísicos colchones conocidos por _petates_ en el
mísero antro y comenzaba la agitación, la diaria vida en el edificio
antes muerto.
En las extensas piezas, junto a las ventanas abarrotadas, por donde
entraba el fresco matinal renovando el ambiente cargado por el vaho del
amontonamiento de la carne, formábanse los grupos, las tertulias de la
desgracia, buscándose los hombres por la identidad de sus hechos; los
delincuentes por sangre eran los más, inspirando confianza y simpatía
con sus rostros enérgicos, sus ademanes resueltos y su expresión de
pundonor salvaje; los ladrones, recelosos, solapados, con sonrisa
hipócrita; entre unos y otros, cabezas con todos los signos de la
locura o la imbecilidad, criminales instintivos de mirada verdosa
y vaga, frente deprimida y labios delgados, fruncidos por cierta
expresión de desdén; testas de labriego extremadamente rapadas, con las
enormes orejas despegadas del cráneo; peinados aceitosos con los bucles
hasta las cejas; enormes mandíbulas, de esas que solo se encuentran en
las especies feroces inferiores al hombre; blusas rotas y zurcidas;
pantalones deshilachados y muchos pies gastando la dura piel sobre los
rojos ladrillos.
A aquella hora asomaban en las piezas las galoneadas gorras de los
empleados, saludados con el respeto que inspira la autoridad donde
impera la fuerza; pasaban los cabos, vergajo al puño, con sus birretes
blancos, escasos de tela, como de cocinero de barco pobre, y comenzaban
los _quinceneros_ la limpieza de la casa, la descomunal batalla contra
la mugre y la miseria que aquel amontonamiento de robustez inútil
dejaba como rastro de vida al agitarse dentro del sombrío edificio.
Los _quinceneros_ eran la última capa de aquella sociedad de
miserables, los parias de la esclavitud, los desheredados de la
cárcel. El último de los presos resultaba para ellos un personaje
feliz, y le contemplaban con envidia al verle inmóvil en _la pieza_,
haciendo calcetas con estrambóticos arabescos o tejiendo cestillos de
abigarrados colores.
Con la escoba al hombro y arrastrando los cubos de agua, pasaban
macilentos y humildes ante los penados, pensando en cuándo llegarían a
ser _de causa_ y tendrían el honor de sentarse en el banquillo de la
Audiencia por _algo gordo_, librándose con esto de doblar todo el día
el espinazo sobre los rojos baldosines e ir pieza tras pieza lavando el
hediondo piso sin quitar la vista del cabo y del cimbreante vergajo,
pronto a arrollarse al cuerpo como angulosa serpiente.
Iban descalzos, andrajosos, mostrando por los boquetes de la blusa la
carne costrosa, libre de camisa; con la cara pálida, la piel temblona
por el hambre de muchos años y el horrible aspecto de náufragos
arrojados a una isla desierta. Eran los chicos de la cárcel, los que se
preparaban a ser hombres en aquel horrible antro, siempre condenados a
quince días de arresto que no terminaban nunca, pues apenas los ponían
en la puerta y aspiraban el aire de las calles, la policía, como madre
amorosa, devolvíalos a la cárcel para atribuirse un servicio más e
impedir que la adolescencia desamparada aprendiese malas cosas rodando
por el mundo.
Eran en su mayoría seres repulsivos, frentes angostas con un cerquillo
de cabellos rebeldes que sombreaban como manojo de púas las rectas
cejas; rostros en los que parecía leerse la fatal herencia de varias
generaciones de borrachos y homicidas; carne nacida del libertinaje
brutal que estaba aderezándose para ser pasto del presidio; pero entre
ellos había muchachos enclenques e insignificantes, de mirada sin
expresión, que parecían esforzarse por seguir a los compañeros en su
oscuro descenso; y extremando la ley de castas hasta lo inverosímil,
resultaban los víctimas de aquellos mismos que pasaban como esclavos de
los presos.
El más infeliz era el _Groguet_, un muchacho paliducho y débil por el
excesivo crecimiento y sin energías para protestar. Cargaba con los
enormes cubos, y agobiado bajo su peso subía la interminable escalera,
pensando en el tiempo feliz en que tenía por casa toda la ciudad,
durmiendo en verano sobre los cuévanos del Mercado y apelotonándose en
el invierno en el quicio del respiradero de alguna cuadra.
Castigábanle por torpe. Muchas veces, al cruzar el patio, quedábase
mirando aquel sol que se detenía en el borde de los sombríos paredones,
sin atreverse nunca a bajar hasta el húmedo suelo; y cuando el
vergajo le avivaba el paso, lanzaba entre dientes un ¡_mare mehua_!
y le parecía ver la _paraeta_ del Mercado, aquella mesilla coja con
la calabaza recién salida del horno; tras la cual estaba su madre
cambiando ochavos por melosas rebanadas y peleándose por la más leve
palabra con todas las de los puestos vecinos que la hacían competencia.
Ya habían pasado muchos años, pero él se acordaba, como si estuviera
viéndolo, de aquellos ojos sin pestañas, ribeteados de rojo, horribles
para los demás, pero amorosos para él; de aquella mano seca que al
acariciarle la cerdosa cabeza manchábala de pringue meloso; de aquella
cama en que soñaba abrazado a su madre, y ahora... ahora dormía en una
manta que le prestaba por caridad alguno de _su pieza_; y si en verano
se tendía sobre ella, en invierno servíale para taparse, recostando el
cuerpo sobre los húmedos baldosines, resignado a helarse por debajo con
tal de sentir arriba un poco de calor.
Niño, a pesar de sus amarguras, vendía el pan de la cárcel por diez
céntimos para una partida de pelota en el patio o un racimo de uvas, y
a la hora del rancho echábase a la espalda la mano izquierda, y mirando
con envidia a los que empuñaban un mendrugo, hundía su cuchara en el
insípido rancho para engañar el estómago con ilusorio alimento.
Y así vivía, sin estar aún enterado de por qué razones se preocupaban
de él y lo enviaban a la cárcel quince días, para volver a meterlo
apenas pisaba la calle. Le cogió la policía en una de sus redadas;
pilláronle en el Mercado, su casa solariega: tal vez conocían su
afición a la fruta, que él consideraba de posesión común, y desde
entonces viose condenado a no gozar de libertad más que unas pocas
horas cada quince días.
Sabía que le pillaban por _blasfemo_. ¿Qué sería aquello? Y, sin
saber por qué, recordaba que los agentes, cuando intentaba escaparse,
le daban de bofetadas con acompañamiento de interjecciones en que
barajaban a Dios y los santos.
El muchacho, siempre en la duda de qué significaría su título de
_blasfemo_, resignábase con su suerte, sin sospechar que se publicaban
periódicos con sueltos escritos por los mismos interesados en que se
hablaba del gran servicio prestado el día anterior por el cabo Fulano
_y fuerza a sus órdenes_, prendiendo al terrible criminal conocido por
el _Groguet_.
Y aquel bandido de quince años iba creciendo en la cárcel, trabajando
como una bestia, aprendiendo a ratos perdidos el _caló_ del crimen,
oyendo la novelesca relación de interesantes atracos y mirando como
hombres sublimes a los _carteristas_ y _enterradores_, señores muy
listos y bien portados que iban por el patio con sortijas y reloj de
oro y que tiraban el dinero, siendo reverenciados por todos los presos.
¡Ay! ¡Si él pudiese llegar por el tiempo a la altura de aquellos _tíos_!
Pero sus aspiraciones eran más modestas. Había nacido para bestia de
carga y solo deseaba que le dejasen trabajar con tranquilidad; que no
fuesen a buscarle cuando no se metía con nadie.
En una de sus salidas quiso vender periódicos, pero apenas lanzó los
primeros gritos, ya tenía en el cuello la zarpa de un tío bigotudo, de
aquel mismo de quien decía en la cárcel la gente _de la marcha_ que
poniéndole dos o tres duros en la mano era capaz de no ver el sol en
mitad del día y de dejar que robasen un reloj en sus mismas narices.
Otra vez, al cumplir la quincena, levantó el vuelo y no paró hasta el
puerto, donde con un saco en la cabeza a guisa de caperuza, dedicábase
a la descarga de carbón, andando con la agilidad de una mona por
el madero tendido entre el muelle y el vapor inglés. Lo pasaba tan
ricamente; comía de caliente, ¡y con pan! en una taberna; pero a los
pocos días quiso su desgracia que asomase por allí los bigotes uno de
sus sayones, y otra vez a la cárcel para que pudiera publicarse con
fundamento la consabida gacetilla sobre el terrible _Groguet_ y el
inmenso servicio del cabo Fulano _y fuerza a sus órdenes_.
Así iba corrigiéndose el bandido de sus terribles crímenes, que él
no sabía cuáles fuesen, y oyendo a los ladrones la relación de sus
hazañas, estremeciéndose al escuchar el relato de los asesinos y
teniendo que resistirse a monstruosas solicitudes que le aterraban,
preparábase para ser hombre honrado cuando la policía le quisiera dejar
tranquilo.
No le cogerían más; estaba decidido: aquella era la última quincena
que pasaría. Cuando terminase no se detendría ni un instante en la
ciudad; iría al puerto para esconderse en cualquier barco; se metería
bajo los asientos de un vagón de ferrocarril; el propósito era huir
lejos, muy lejos, donde no sacasen al _Groguet_ en letras de molde ni
le conociera ningún cabo Fulano.
Y el muchacho, que antes vivía en la cárcel con resignada indiferencia,
esperó impaciente el término de la quincena.
Por fin llegó el momento. El _Groguet_ a la calle con todo lo que tenga.
¡Lo que él tenía! Valiente sarcasmo. Ganas de trabajar, de regenerarse,
de verse libre de aquella estúpida persecución... y nada más.
Se sacudió como un perro mojado antes de salir de la pieza; no se
limpió de los zapatos el polvo de la cárcel, porque carecía de ellos, y
lanzose por el entreabierto rastrillo como un gorrión fuera de la jaula.
Vamos, que ahora se fastidiaba para siempre el tío de los bigotes.
Pero se detuvo en el umbral, aterrado como ante una visión: allí estaba
él, en la pared de enfrente, con otro fariseo de su clase, sonriendo
los dos como si les complaciera el terror del muchacho.
Intentó escapar; pero inmediatamente sintió la velluda zarpa en el
cuello y fue zarandeado con acompañamiento de... esto y aquello en Dios
y la Virgen.
Como medida de previsión otra quincena. Y sin dar gracias a la
sociedad, que se preocupaba de él para mejorar su índole perversa,
atravesó otra vez el portón en busca del vergajo que enseña y de las
conversaciones de la cárcel que moralizan.
Iba preso de nuevo por _blasfemo_. Y lo mejor del caso era que al salir
de la cárcel no había abierto la boca y únicamente al sumirse de nuevo
tras el férreo rastrillo, pensando, sin duda, en los ojos enrojecidos y
sin pestañas y en la mano huesosa y acariciadora, murmuraba, abatido su
lamento de los grandes dolores:
--¡_Ay, mare mehua_!


Guapeza valenciana

I
Buenos parroquianos tuvo aquella mañana el cafetín del _Cubano_.
La flor de la guapeza, los valientes más valientes que campaban en
Valencia por sus propios méritos; todos cuantos vivían a estilo de
caballero andante por la fuerza de su brazo; los que formaban la
guardia de puertas en las timbas, los que llevaban la parte de terror
en la banca, los que iban a tiros o cuchilladas en las calles, sin
tropezar nunca, en virtud de secretas inmunidades, con la puerta
del presidio, estaban allí, bebiendo a sorbos la copita matinal de
aguardiente, con la gravedad de buenos burgueses que van a sus negocios.
El dueño del cafetín les servía con solicitud de admirador entusiasta,
mirando de reojo todas aquellas caras famosas, y no faltaban chicuelos
de la vecindad que asomaban curiosos a la puerta, señalando con el dedo
a los más conocidos.
La baraja estaba completa. ¡Vive Dios! que era un verdadero
acontecimiento ver reunidos en una sola familia, bebiendo
amigablemente, a todos los guapos que días antes tenían alarmada la
ciudad y cada dos noches andaban a tiros por Pescadores o la calle de
las Barcas, para provecho de los periódicos noticieros, mayor trabajo
de las casas de Socorro y no menos fatiga de la policía, que echaba a
correr a los primeros rugidos de aquellos leones, que se disputaban el
privilegio de vivir a costa de un valor más o menos reconocido.
Allí estaban todos. Los cinco hermanos _Bandullos_, una dinastía que al
mamar llevaba ya cuchillo; que se educó degollando reses en el Matadero
y con una estrecha solidaridad lograba que cada uno valiera por cinco y
el prestigio de la familia fuese indiscutible. Allí Pepet, un valentón
rústico que usaba zapatos por la primera vez en su vida y había sido
extraído de la Ribera por un dueño de timba, para colocarlo frente
a los terribles _Bandullos_, que le molestaban con sus exigencias y
continuos tributos; y en torno de estas eminencias de la profesión,
hasta una docena de valientes de segunda magnitud, gente que pasaba la
vida penando por no trabajar; guardianes de casa de juego que estaban
de vigilancia en la puerta desde el mediodía hasta el amanecer, por
ganarse tres pesetas, lobos que no habían hecho aún más que morder
a algún señorito enclenque o asustar a los municipales, maestros de
cuchillo que poseían golpes secretos e irresistibles, a pesar de lo
cual habían perdido la cuenta de las bofetadas y palos recibidos en
esta vida.
Aquello era una fiesta importantísima, digna de que la voceasen por la
noche los vendedores de _La Correspondencia_ a falta de «¡el crimen de
hoy!»
Iban todos a comerse una paella en el camino de Burjasot, para
solemnizar dignamente las paces entre los _Bandullos_ y Pepet.
Los hombres, cuanto más hombres, más serios para ganarse la vida.
¿Qué se iba adelantando con hacerse la guerra sin cuartel y reñir
batalla todas las noches? Nada; que se asustaran los tontos y rieran
los listos, pero, en resumen, ni una peseta, y los padres de familia
expuestos a ir a presidio.
Valencia era grande y había pan para todos. Pepet no se metería para
nada con la timba que tenían los _Bandullos_, y estos le dejarían con
mucha complacencia que gozase en paz lo que sacara de las otras.
Y en cuanto a quiénes eran más valientes, si los unos o el otro, eso
quedaba en alto y no había por qué mentarlo: todos eran valientes y
se iban rectos al bulto: la prueba estaba en que después de un mes de
buscarse, de emprenderse a tiros o cuchillo en mano, entre sustos de
los transeúntes, corridas y cierres de puertas, no se habían hecho el
más ligero rasguño.
Había que respetarse, caballeros, y campar cada uno como pudiera.
Y mediando por ambas partes excelentes amigos, se llegó al arreglo.
Aquella buena armonía alegraba el alma, y los satélites de ambos bandos
conmovíanse en el cafetín del _Cubano_ al ver cómo los _Bandullos_
mayores, hombres sesudos, carianchos y cuidadosamente afeitados
con cierto aire monacal, distinguían a Pepet y le ofrecían copas y
cigarros; finezas a las que respondía con gruñidos de satisfacción
aquel gañán ribereño, negro, apretado de cejas, enjuto y como cohibido
al no verse con alpargatas, manta y retaco al brazo, tal como iba en
su pueblo a ejecutar las órdenes del cacique. De su nuevo aspecto solo
le causaba satisfacción la gruesa cadena de reloj y un par de sortijas
con enormes culos de vaso, distintivos de su fortuna que le producían
infantil alegría.
El único que en la respetable reunión podía meter la pata era el menor
de los _Bandullos_: un chiquillo fisgón e insultadorcillo que abusaba
del prestigio de la familia, sin más historia ni méritos que romper el
capote a los municipales o patear el farolillo de algún sereno siempre
que se emborrachaba; hazañas que obligaban a sus poderosos hermanos a
echar mano de las influencias pidiendo a este y al otro que tapasen
tales tonterías a cambio de sus buenos servicios en las elecciones.
Él era el único que se había opuesto a las paces con Pepet, y no
mostraba ahora en un día de concordia y olvido, la buena crianza de
sus hermanos. Pero ya se encargarían estos de meter en cintura a aquel
bicho ruin que no valía una bofetada y quería perder a los hombres de
mérito.
Salieron todos del cafetín formando grupo por el centro del arroyo, con
aire de superioridad, como si la ciudad entera fuese suya, saludados
con sonriente respeto por las parejas de agentes que estaban en las
esquinas.
¡Vaya una partida! Marchaban graves, como si la costumbre de hacer
miedo les impidiese sonreír; hablaban lentamente, escupiendo a cada
instante, con voz fosca y forzada, cual si la sacaran de los talones, y
se llevaban las manos a las sienes atusándose los bucles y torciendo el
morro con compasivo desprecio a todo cuanto les rodeaba.
Por un contraste caprichoso, aquellos buenos mozos malcarados exhibían
como gala el pie pequeño, usaban botas de tacón alto adornadas con
pespuntes, lo que les daba cierto aire de afeminamiento, así como los
pantalones estrechos y las chaquetas ajustadas, marcando protuberancias
musculosas o míseros armazones de piel y huesos en que los nervios
suplían a la robustez.
Los había que empuñaban escandalosos garrotes o barras de hierro
forradas de piel, golpeando con estrépito los adoquines, como si
quisieran anunciar el paso de la fiera; pero otros usaban bastoncillos
endebles o no se apoyaban en nada, pues bastante compañía llevaban
sobre las caderas con el cuchillo como un machete y la pistola del
quince, más segura que el revólver.
Aquel desfile de guapos detúvose en todos los cafetines del tránsito
para refrescar con medias libras de aguardiente, convidando a los
policías conocidos que encontraban al paso, y cerca de las doce
llegaron a la alquería del camino de Burjasot, donde la paella
burbujeaba ya sobre los sarmientos, faltando solo que la echasen el
arroz.
Cuando se sentaban a comer estaban medio borrachos, mas no por esto
perdieron su fúnebre y despreciativa gravedad.

II
Eran gentes de buenas tragaderas y pronto salió a luz el fondo de
la sartén, viéndose por los profundos agujeros que las cucharas de
palo abrían en la masa de arroz el meloso _socarraet_, el bocado más
exquisito de la paella.
De vino, no digamos. A un lado estaba el pellejo, vacío, exangüe,
estremeciéndose con las convulsiones de la agonía, y las rondas eran
interminables, pasando de mano en mano los enormes vasos, en cuyo negro
contenido nadaban los trozos de limón, para hacer más aromático el
líquido.
A los postres, aquellas caras perdieron algo de su máscara feroz; se
reía y bromeaba, con la pretina suelta para favorecer la digestión y
lanzando poderosos regüeldos.
Salían a conversación todos los amigos que se hallaban ausentes
por voluntad o por fuerza; el tío _Tripa_, que había muerto hecho
un santo después de una vida de trueno; los _Donsainers_, huidos a
Buenos Aires por unos golpes tan mal dados, que el asunto no se pudo
arreglar aun mediante el mismo gobernador de la provincia, y la gente
de menor cuantía que estaba en San Agustín o San Miguel de los Reyes,
inocentones que se echaron a valientes sin contar antes con buenos
protectores.
¡Cristo! Que era una lástima que hombres de tanto mérito hubieran
muerto o se hallaran pudriendo en la cárcel o en el extranjero.
Aquellos eran valientes de verdad, no los de ahora, que son en
su mayoría unos muertos de hambre, a quienes la miseria obliga a
echárselas de guapo a falta de valor para pegarse un tiro.
Esto lo decía el _Bandullo_ pequeño, aquel trastuelo, que se había
propuesto alterar la reunión, pinchando a Pepet, y a quien sus
hermanos lanzaban severas miradas por su imprudencia. ¡Criatura más
comprometedora! Con chicos no puede irse a ninguna parte.
Pero el escuerzo ruin no se daba por entendido. Tenía mal vino y
parecía haber ido a la paella por el solo gusto de insultar a Pepet.
Había que ver su cara enjuta, de una palidez lívida, con aquel lunar
largo y retorcido, para convencerse de que le dominaba el afán de
acometividad, el odio irreconciliable que lucía en sus ojos y hacía
latir las venas de su frente.
Sí señor; él no podía transigir con ciertos valientes que no tienen
corazón, sino estómago hambriento; _ruqueròls_ que olían todavía al
estiércol de la cuadra en que habían nacido y venían a estorbar a las
personas decentes. Si otros querían callar, que callasen. Él no; y no
pensaba parar hasta que se viera que toda la guapeza de esos tales era
mentira, cortándoles la cara y lo de más allá.
Por fortuna estaban presentes los _Bandullos_ mayores, gente sesuda que
no gustaba de compromisos más que cuando eran irremediables. Miraban a
Pepet, que estaba pálido, mascando furiosamente su cigarro, y le decían
al oído, excusando la embriaguez del pequeño:
--_No fases cas_: está _bufat_.
Pero buena excusa era aquella con un bicho tan rabioso. Se crecía ante
el silencio e insultaba sin miedo alguno.
Lo que él decía allí lo repetía en todas partes. Había muchos
embusteros. Valientes de _matamòrta_ como los melones malos. Él
conocía un guapo que se creía una fiera porque le habían vestido de
señor; mentira, todo mentira. El muy fachenda, hasta intentaba presumir
y le hacía corrococos a María la _Borriquera_, la cordobesa que cantaba
flamenco en el café de la Peña... ¡Ya voy!... Ella se burlaba del muy
bruto; tenía poco mérito para engañarla; la chica se reservaba para
hombres de valía, para valientes de verdad; él, por ejemplo, que estaba
cansado de acompañarla por las madrugadas cuando salía del café.
Ahora sí que no valieron las benévolas insinuaciones de los hermanos
mayores. Pepet estaba magnífico, puesto de pie, irguiendo su poderoso
corpachón, con los ojos centelleantes bajo las espesas cejas y
extendiendo aquel brazo musculoso y potente, que era un verdadero
ariete.
Respondía con palabras que la ira cortaba y hacía temblar:
--_Això_ es mentira. ¡_Mocós_!
Pero apenas había terminado, un vaso de vino le fue recto a los ojos,
separándolo Pepet de una zarpada e hiriéndose el dorso de la mano con
los vidrios rotos.
Buena se armó entonces... Las mujeres de la alquería huyeron dentro
lanzando agudos chillidos; todo el honorable concurso saltó de sus
silletas de cuerda, rascándose el cinto, y allí salió a relucir un
verdadero arsenal: navajas de lengua de toro, cuchillos pesados y
anchos como de carnicería, pistolas que se montaban con espeluznante
ruido metálico.
La reunión dividiose instantáneamente en dos bandos. A un lado los
_Bandullos_ cuchillo en mano, pálidos por la emoción, pero torciendo
el morro con desprecio ante aquellos mendigos que se atrevían a
emanciparse, y al otro, rodeando a Pepet, todos, absolutamente
todos los convidados, gente que había sobrellevado con paciencia el
despotismo de la familia bandullesca y que ahora veía ocasión para
emanciparse.
Miráronse en silencio por algunos segundos, queriendo cada uno que los
otros empezaran.
¡Vaya, caballeros! La cosa no podía quedar así... Allí se había
insultado a un hombre, y de hombre a hombre no va nada.
Al fin, el reñir es de hombres.
Era una lástima que la fiesta terminase mal, pero entre hombres ya
se sabe; hay que estar a todo. Dejar sitio y que se las arreglen los
hombres como puedan.
Los amigos de Pepet, que estaban en sus glorias y se mostraban fieros
por la superioridad del número, colocáronse ante los _Bandullos_
mayores, cortándoles el paso con los cuchillos y sus palabras.
En ocasiones como aquella había que demostrar la entraña de valiente.
Nada importaba que fuese su hermano. Había insultado y debía probar sin
ayuda ajena que tenía tanto de aquello como de lengua.
Pero las razones eran inútiles. Estaban frente a frente los dos
enemigos, a la puerta de la alquería, bajo aquella hermosa parra
por entre cuyos pámpanos se filtraban los rayos del sol dorando las
telarañas que envolvían las uvas.
El pequeño, extendiendo la diestra armada de ancha faca y cubriéndose
el pecho con el brazo izquierdo, saltaba como una mona haciendo gala
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