Cuentos valencianos - 8

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Marieta le dominaba, le hacía pasar embobado las mañanas en aquella
casa, obedeciéndola servilmente como allá en la barraca cuando era una
chicuela llorona y rabiosilla.
Y transcurrió el tiempo, estrechándose cada vez más entre los dos
hermanos aquel lazo de cariño creado en los albores de su vida por la
existencia casi silvestre.
Nelet se hacía hombre. A los quince años era ya una vergüenza que
entrase por las mañanas en la ciudad con su espuerta, como un
chiquillo. Trabajaba los campos en arriendo, mientras el padre andaba
por los caminos, y para recoger basura en Valencia contaba con el
auxilio de un jaco viejo que el carretero había traspasado a su hijo
como desecho.
El pobre animal, cabizbajo como un misántropo, con el flaco lomo
martirizado por los serones llenos, pasaba las horas frente a la casa
del escribano, mirando con sus ojos vidriosos y empañados a la vieja
portera, que hacía media, mientras su joven amo andaba por arriba
regañando amistosamente con la _churra_ o siguiendo como un siervo a la
señorita.
Era ya todo un hombre, cortés y rumboso con las personas de su aprecio.
Bien le pagaba a la criada los antiguos guisotes trasnochados. Nunca
llegaba con las manos vacías, y del serón salían camino del primer
piso el par de melones verdes y correosos, los pimientos inflamados y
brillantes, las frescas lechugas con sus ocultos cogollos de ondulado
marfil o las coles vistosas como flores de rizada blonda, dones que
arrancaba directamente de sus terruños, y que al faltar en estos
robaba tranquilamente en los campos del camino, con la imprudencia del
chiquillo de huerta acostumbrado desde que andaba a gatas a atracarse
de uvas y digerirlas ayudado por los pescozones de los guardas.
Y satisfecho con el agradecimiento que le mostraba la criada por sus
obsequios, viendo siempre en Marieta a la rapazuela que en otros
tiempos jugaba con él y le arañaba al más leve motivo, apenas si llegó
a fijarse en la súbita transformación que iba operándose en la muchacha.
Redondeábase su cuerpo, aclarábase su tez en extremo morena; las
agudas clavículas y la tirantez del cuello iban dulcificándose bajo la
almohadilla de carne suave y fresca que parecía acolchar su cuerpo; las
zancudas piernas, al engruesarse, poníanse en relación con el busto. Y
como si hasta a la ropa se comunicase el milagro, las faldas parecían
crecer un dedo cada día, como avergonzadas de que estuvieran por más
tiempo al descubierto aquellas medias que amenazaban estallar con la
expansión de la robustez juvenil.
Marieta no iba a ser una beldad; pero tenía la frescura de la juventud,
vigor saludable y unos ojazos valencianos, negros, rasgados y con ese
misterioso fulgor que revela el despertar del sexo.
Y como si la niña adivinase la proximidad de algo grave y decisivo que
la privaría en adelante de tratar a su hermano como si aún anduviesen
por los campos, hablaba a Nelet con seriedad, evitando los juegos
de manos, las intimidades propias de una infancia sin malicia ni
preocupaciones.
En fin, que un día, al entrar Nelet en la casa quedose asombrado, como
si un fantasma le hubiese abierto la puerta.
Aquella no era Marieta; se la habían cambiado.
Era una muñeca con el pelo arrollado y puntiagudo sobre la nuca,
conforme a la moda, y una horrible falda larga que la cubría los pies.
Parecía muy complacida de verse mujer, de haberse librado de la trenza
suelta y la pierna al aire, signos de insignificancia infantil, pero a
él le faltó poco para llorar, para protestar a gritos, como en aquella
tarde que corría tras la tartana suplicando al feroz escribano que no
le quitase la chiquita. Por segunda vez le arrebataban su Marieta.
Y después, ¡horror da recordarlo! aquella _churra_ despiadada parecía
complacerse en su dolor haciéndole terribles advertencias.
El señor se lo había dicho y ella lo repetía por encontrarlo muy justo
y para evitarse reprimendas. Cada cual debía ponerse en su lugar. En
adelante nada de tuteos ni de Marietas, y mucho de señorita María, que
era el nombre de la única dueña de la casa. ¿Qué dirían las amiguitas
al ver a un _femater_ tratando tú por tú a la señorita? Conque ya lo
sabía: el hermanazgo había terminado.
Y a Nelet, la silenciosa naturalidad con que Marieta, digo mal,
la señorita María, escuchaba todo aquel cúmulo de absurdas
recomendaciones, dolíale más que las palabras de la _churra_.
--Todo lo dicho --continuaba esta-- no era ni remotamente que se
pretendiera cerrar al chico las puertas.
Ya sabía que lo consideraban como de casa, y que toda la cocina era
para él. Pero cada cual en su sitio, ¿estamos?
No olvidando esto podía volver cuando quisiera.

III
Y volvió ¡_rediel_! ¿Pues no había de volver?
Ir a Valencia y no entrar en aquel caserón cerca de los Juzgados, era
un hecho que por lo absurdo no había pensado nunca que pudiera ocurrir.
Y allí iba todas las mañanas, a sufrir, reconociéndose cada vez más
distanciado de aquella a quien tenía que llamar la señorita.
¿Dónde estaba ya aquel afán por hablar de las cosas de la barraca?
Entraba Nelet en la casa con la confianza de siempre, pero notando en
torno de él un ambiente de frialdad e indiferencia. Era el _femater_, y
nada más.
Algunas veces intentó resucitar en María el entusiasmo por la pasada
vida, hablándola del ama y de su familia que tanto la amaban, de
aquella barraca en la que todos pensaban en ella; pero la joven oíale
con cierto malestar, como si la causara repugnancia la rusticidad de
los de allá.
¡Ah, pobre Nelet! Decididamente le habían cambiado su Marieta. En
aquella adorable muñeca no había nada en que vibrase el recuerdo del
pasado. Parecía que en su cabeza, al cubrirse con el peinado de mujer,
se habían desvanecido todos los ensueños de poesía campestre.
Tenía el pobre muchacho que contentarse sosteniendo largas
conversaciones con la _churra_ en aquella cocina a la que llegaba el
tecleo monótono de la señorita, que estudiaba sus lecciones en el piano
del salón. Aquellas escalas incoherentes y pesadas se le metían en el
alma, conmoviéndole más que las melodías del órgano en la iglesia de
Paiporta.
Y para colmo de sus penas, la criada no sabía hablar más que de don
Aureliano, un personaje que preocupaba a Nelet y al que acabó por
conocer deteniéndose un día en la puerta del despacho del escribano.
Era un jovencillo pálido, rubio, enclenque, con lentes de oro y
ademanes nerviosos; un abogado recién salido de la Universidad, que se
preparaba con la práctica para ser habilitado de don Esteban, ansioso
de descanso, y que al fin acabaría por hacerse dueño del despacho.
¡Y que parase ahí! Esto no lo decía el pobre _femater_, pero lo
pensaba con la confusión propia de su caletre. Aquel barbilindo, que
tendría cinco o seis años más que él, era una espina que llevaba
clavada en el corazón.
Deseoso de reconquistar el afecto de la señorita, multiplicaba sus
obsequios con tanta rudeza como buena voluntad.
El jamelgo llegaba muchas veces a Valencia con los serones llenos de
frutas o frescas hortalizas; los campos del camino temblaban al verle
venir, temiendo su loca rapiña, su inmoderado afán de obsequiar, sin
acordarse que hay dueños en el mundo ni guardas que pueden pegar una
paliza; pero tanto sacrificio no merecía más que alguna automática
sonrisa o un ¡gracias! como se da a cualquiera, y los regalos iban a la
cocina, sin alcanzar otros elogios que los de la _churra_.
En cambio, sobre la mesa del comedor, o en el salón, sobre el piano,
todas las mañanas veía el pobre Nelet ramos de flores frescas, recién
traídas del Mercado, y que María aspiraba con pasión de mujer que
despierta, como si en vez de perfume de jardines aspirase otro que
llegaba más directamente a su corazón.
Eran regalos del tal don Aureliano, de aquel danzarín para quien
resultaba ya estrecho el despacho, y que con la pluma tras la oreja y
fingiendo mil pretextos, se metía hasta en la cocina solo por ver un
instante a María y cruzar una sonrisa.
Y cómo se coloreaba el semblante de ella... ¡Cristo!
Toda la sangre moruna que el huertano tenía en su atezado cuerpo
inflamábase ante aquel don Aureliano, que era casi de su edad y del que
no le separaba más que su categoría de señorito.
Nelet, a los diez y seis años, comprendía ya el motivo de que los
hombres se cieguen y vayan a presidio.
Lo único que le detenía era la certeza de que don Esteban, el terrible
ogro, apreciaba a aquel pisaverde y le irritaría cuanto él hiciese en
su daño.
Además se consolaba con la esperanza de que todas sus rabietas carecían
de fundamento. Nada de extraño tenía que el abogadillo buscase a
Marieta. ¡Era tan bonita y tan buena! Pero de seguro que ella no le
hacía gran caso; Nelet tenía la certeza de esto y también de que la
frialdad de su antigua hermana no pasaba de ser una mala racha, un
caprichito como los que tenía de niña allá en la barraca, donde tanto
le martirizaba con su mal genio.
¡Pues no faltaba más, que ella resultase una ingrata con tanto como la
amaban allá en Paiporta, y él sobre todos!
Una mañana entró en la casa encontrando la puerta abierta. La _churra_
no estaba en la cocina. En el despacho leía don Esteban con la nariz
casi pegada a unos autos y en el salón sonaba el monótono tecleo
formando escalas cada vez más perezosas y desmayadas.
Entró con su paso cauteloso de morisco, que aún hacían más
imperceptible las ligeras alpargatas, y al reflejarse su figura en un
espejo como silenciosa aparición, María dio un grito de sorpresa y de
miedo.
Allí estaba el maldito abogadillo de los lentes de oro, casi doblado
sobre el piano, al lado de María, como si fuese a volver una hoja del
cuaderno que ocupaba el atril, pero con la cabeza tan junta a la de la
joven, que parecía querer devorarla.
¡_Rediel_!... ¿Para cuándo eran las bofetadas?
Y lo peor fue que María, aquella Marieta que un año antes le trataba
a cachetes como traviesa y cariñosa hermana, aquella a la que nunca
quiso comparar con su madre temiendo que esta resultase menos querida,
le miró fijamente con un relampagueo de odio, y se puso en pie con el
ademán de una señora bien segura de la sumisión de su siervo.
¿Qué buscaba allí? En la cocina tenía a la criada. ¿No podía estudiar
tranquila un rato?
Nunca pudo recordar Nelet cómo salió del salón. Debió retroceder
cabizbajo y vacilante, como una bestia herida. Le zumbaban los oídos,
su cara quemaba, y pensando en aquel otro que se quedaba tranquilo
y satisfecho junto al piano, repetíase mentalmente: «¡Dios mío, qué
vergüenza!»
Estaba inmóvil en mitad del corredor que conducía al salón, con el
rostro en la pared, como si quisiera incrustarlo en ella, cegar para
siempre, y aun así todavía recibió el último latigazo, oyendo la
vocecilla del de los lentes de oro:
--¡Moscón más pesado! Ese muchacho parece que me odie, que nos persiga
como si sintiera celos.
--¡Qué idea! Es el hijo de mi nodriza: un infeliz, un bruto... pero con
buen corazón.
Y tras breve pausa sonaron, amortiguados por los cortinajes, dos
chasquidos leves y misteriosos, que los sintió Nelet como un par de
puñaladas. Tal vez era el piano que crujía o la hoja del cuaderno que
se doblaba; pero el pobre muchacho, después de un instintivo impulso
de correr hacia el salón con los puños cerrados, huyó, dejando el
capazo en la cocina como tarjeta de visita, y ya en la calle arreó su
jaco, con los serones vacíos, camino de la barraca.
Por tercera vez le robaban su Marieta: ya era bastante.
Ahora solo tendría cariño para su madre; para aquellos terruños que
apenas arañados correspondían a su caricia, cubriéndose con manto verde
terciopelo y regalándole el pan.
No volvió más a Valencia: odiaba a la ciudad porque ella estaba allí.
Y como los _fematers_ no pagan contribución directa, nadie se enteró de
que en el gremio había una baja.


En la puerta del cielo
CUENTO DE LA HUERTA
(_Traducido del valenciano_)

Sentado en el umbral de la puerta de la taberna, el tío _Beseròles_, de
Alboraya, trazaba con su hoz rayas en el suelo, mirando de reojo a la
gente de Valencia que en derredor de la mesilla de hojalata empinaba el
porrón y metía mano al plato de morcillas en aceite.
Todos los días abandonaba su casa con el propósito de trabajar en el
campo, pero siempre hacía el demonio que encontrase algún amigo en
la taberna del _Ratat_, y vaso va, copa viene, lanzaban las campanas
el toque de mediodía si era de mañana o cerraba la noche, sin que él
hubiese salido del pueblo.
Allí estaba en cuclillas, con la confianza de un parroquiano antiguo,
buscando entablar conversación con los forasteros y esperando que le
convidasen a un trago, con las demás atenciones que se usan entre
personas finas.
Aparte de que le gustaba menos el trabajo que la visita a la taberna,
el viejo era un hombre de mérito. ¡Lo que sabía aquel hombre, Señor!...
¿Y cuentos?... Por algo le llamaban _Beseròles_[1]; porque no caía en
sus manos un trozo de periódico que no lo leyera de principio a fin,
cantando las palabras letra por letra.
[1] _Abecedario_ en valenciano.
La gente lanzaba carcajadas oyendo sus cuentos, especialmente aquellos
en los que figuraban capellanes y monjas; y el _Ratat_, detrás del
mostrador, reía también, contento de ver que los parroquianos, para
celebrar los relatos, le hacían abrir las espitas con frecuencia.
El tío _Beseròles_, agradeciendo un trago de la gente de Valencia,
deseaba contar algo, y apenas oyó que uno nombraba a los frailes, se
apresuró a decir:
--¡Esos sí que son listos!... ¡Quién se la dé a ellos!... Una vez un
fraile engañó a San Pedro.
Y animado por la curiosa mirada de los forasteros, comenzó su cuento:
Era un fraile de aquí cerca, del convento de San Miguel de los Reyes,
el padre Salvador, muy apreciado de todos por lo listo y campechano.
Yo no lo he conocido, pero mi abuelo aún se acordaba de haberlo visto
cuando visitaba a su madre, y con las manos cruzadas sobre la panza
esperaba el chocolate a la puerta de la barraca. ¡Qué hombre! Pesaba
sus diez arrobas; cuando le hacían hábito nuevo entraba en él toda
una pieza de paño; visitaba al día once o doce casas, tragándose en
cada una sus dos onzas de chocolate, y cuando la madre de mi abuelo le
preguntaba:
--¿Qué le gusta más, padre Salvador? ¿Unos huevecitos con patatas o
unas longanizas de la conserva?
Él contestaba con una voz que parecía ronquido:
--Todo mezclado; todo mezclado.
Así estaba él de guapo y rozagante. Por allí donde pasaba parecía
regalar su salud, y la prueba era que todos los chiquitines que nacían
en este contorno presentaban sus mismos colores, su cara de luna llena
y un morrillo que lo menos tenía tres libras de manteca.
Pero todo es malo en este mundo, pasar hambre o comer demasiado, y un
día, al anochecer, el padre Salvador, viniendo de un hartazgo para
solemnizar el bautizo de cierta criatura que tenía toda su estampa,
¡cataplum! dio un ronquido que puso en alarma a toda la comunidad y
reventó como un odre, aunque sea mala comparación.
Ya tenemos a nuestro padre Salvador volando por el aire como un cohete,
en busca del cielo, pues no tenía duda de que allí estaba el sitio de
un fraile.
Llegó ante una gran puerta toda de oro, claveteada de perlas, como las
que saca en las agujas de su peinado la hija del alcalde cuando es
clavariesa de las fiestas de las solteras.
--¡Toc, toc, toc!...
--¿Quién es? --preguntó desde dentro una voz de viejo.
--Abra, señor San Pedro.
--¿Y quién eres tú?
--Soy el padre Salvador, del convento de San Miguel de los Reyes.
Se abrió un ventanillo y asomó la cabeza el bendito santo, pero
soltando bufidos y lanzando centellas por sus ojos al través de las
antiparras. Porque han de saber ustedes que el santo apóstol, como es
tan viejo, está corto de vista.
--¡_Che_! ¡poca vergüenza! --gritó hecho una furia--. ¿A qué vienes
aquí? ¡Me gusta tu confianza!... ¡Arre allá, poca honra, que aquí no
está tu puesto!...
--Vamos, señor San Pedro: abra, que se hace de noche. Usted siempre
está de broma.
--¿Cómo de broma?... Si cojo una tranca, vas a ver lo que es bueno,
descarado. ¿Crees acaso que no te conozco, demonio con capucha?
--Haga el favor, señor San Pedro: sea bueno para mí. Pecador y todo,
¿no tendrá un puestecito libre, aunque sea en la portería?
--¡Largo de aquí!... ¡miren qué prenda! Si te permitiera entrar, en
un día te zamparías nuestra provisión de tortitas con miel, dejando
en ayunas a los angelitos y los santos. Además, tenemos aquí no sé
cuántas bienaventuradas que aún son de buen ver, y ¡valiente ocupación
me caería a mi edad! ¡ir siempre detrás de ti, sin quitarte ojo!...
Márchate al infierno o acuéstate al fresco en cualquier nube... Se
acabó la conversación.
El santo cerró furiosamente el ventanillo, y el padre Salvador quedó
en la oscuridad, oyendo a lo lejos los guitarros y las flautas de los
angelitos, que aquella noche obsequiaban con _albaes_ a las santas más
guapas.
Pasaban las horas, y nuestro fraile pensaba ya en tomar el camino del
infierno, esperando que allí le recibirían mejor, cuando vio salir de
entre dos nubes, aproximándose lentamente, una mujer tan grande y gorda
como él, que caminaba balanceándose, empujando su tripa hinchada como
un globo.
Era una monjita que había muerto de un cólico de confituras.
--Padre --dijo dulcemente al frailote, mirándolo con ojos tiernos--,
¿que no abren a estas horas?
--Aguarda; ahora entraremos.
¡Lo que discurría aquel hombre! En un momento acababa de inventar una
de sus marrullerías.
Ya saben ustedes que los soldados que mueren en la guerra entran en
el cielo sin obstáculo alguno. Si no lo sabían, ya lo saben. Los
pobres entran tal como llegan; hasta con botas y espuelas, pues algún
privilegio merece su desgracia.
--Échate las faldas a la cabeza --ordenó el fraile.
--¡Pero, padre mío! --contestó escandalizada la monjita.
--Haz lo que te digo y no seas tonta --gritó el padre Salvador con
autoridad--. ¿Quieres disputar conmigo que tengo tantos estudios? ¿Qué
sabes tú del modo de entrar en el cielo?
Obedeció la monja ruborizada y en la oscuridad comenzó a lucir una
circunferencia enorme y blanca, como si hubiese aparecido la luna.
--Ahora aguántate firme.
Y de un salto el padre Salvador púsose a horcajadas sobre el lomo de su
compañera.
--Padre... ¡que pesa mucho! --gemía sofocada la pobrecita.
--Aguanta y da saltitos: ahora mismo entramos.
San Pedro, que estaba recogiendo las llaves para irse a dormir, vio que
tocaban en la puerta.
--¿Quién es?
--Un pobre soldado de caballería --contestó una voz triste--. Me acaban
de matar peleando contra los infieles, enemigos de Dios, y aquí vengo
sobre mi caballo.
--Pasa, pobrecito, pasa --dijo el santo abriendo media puerta.
Y vio en la sombra al soldado dando talonazos a su corcel, que no
sabía estarse quieto. ¡Animal más nervioso!... Varias veces intentó
el venerable portero buscarle la cabeza, pero fue imposible. Dando
saltos le presentaba siempre la grupa, y al fin, el santo, temiendo
que le soltara un par de coces, se apresuró a decir, acariciando con
palmaditas aquellas ancas finas y gruesas:
--Pasa, soldadito; pasa adelante y veas de aquietar a esta bestia.
Y mientras el padre Salvador se colaba cielo adentro sobre la grupa de
la monja, San Pedro cerró la puerta por aquella noche, murmurando con
admiración:
--¡Rediós, y qué batalla están dando allá abajo! ¡Qué modo de pegar! A
la pobre jaca no le han dejado... ni el rabo.


El establo de Eva

Siguiendo con mirada famélica el hervor del arroz en la paella, los
segadores de la masía escuchaban al tío _Correchòla_, un vejete huesudo
que enseñaba por la entreabierta camisa un matorral de pelos grises.
Las caras rojas, barnizadas por el sol, brillaban con el reflejo de las
llamas del hogar, los cuerpos rezumaban el sudor de la penosa jornada,
saturando de grosera vitalidad la atmósfera ardiente de la cocina, y
a través de la puerta de la masía, bajo un cielo de color violeta, en
el que comenzaban a brillar las estrellas, veíanse los campos pálidos
e indecisos en la penumbra del crepúsculo, unos segados ya, exhalando
por las resquebrajaduras de su corteza el calor del día; otros con
ondulantes mantos de espigas, estremeciéndose bajo los primeros soplos
de la brisa nocturna.
El viejo se quejaba del dolor de sus huesos. ¡Cuánto costaba ganarse
el pan!... Y este mal no tenía remedio: siempre existirían pobres y
ricos, y el que nace para víctima tiene que resignarse. Ya lo decía su
abuela: la culpa era de Eva, de la primera mujer... ¿De qué no tendrán
culpa ellas?
Y al ver que sus compañeros de trabajo --muchos de los cuales le
conocían poco tiempo-- mostraban curiosidad por enterarse de la culpa
de Eva, el tío _Correchòla_ comenzó a contar en pintoresco valenciano
la mala partida jugada a los pobres por la primera mujer.
El suceso se remontaba nada menos que a algunos años después de haber
sido arrojado del Paraíso el rebelde matrimonio con la sentencia de
ganarse el pan trabajando. Adán se pasaba los días destripando terrones
y temblando por sus cosechas; Eva arreglaba en la puerta de su masía
sus zagalejos de hojas... y cada año un chiquillo más, formándose en
torno de ellos un enjambre de bocas que solo sabían pedir pan, poniendo
en un apuro al pobre padre.
De vez en cuando revoloteaba por allí algún serafín, que venía a dar un
vistazo al mundo para contar al Señor cómo andaban las cosas de aquí
abajo después del primer pecado.
--¡Niño!... ¡Pequeñín! --gritaba Eva con la mejor de sus sonrisas--.
¿Vienes de arriba? ¿Cómo está el Señor? Cuando le hables dile que estoy
arrepentida de mi desobediencia... ¡Tan ricamente que lo pasábamos en
el Paraíso!... Dile que trabajamos mucho, y solo deseamos volver a
verle para convencernos de que no nos guarda rencor.
--Se hará como se pide --contestaba el serafín. Y con dos golpes de
ala, visto y no visto, se perdía entre las nubes.
Menudeaban los recados de este género, sin que Eva fuese atendida. El
Señor permanecía invisible, y según noticias, andaba muy ocupado en
el arreglo de sus infinitos dominios, que no lo dejaban un momento de
reposo.
Una mañana, un correveidile celeste se detuvo ante la masía:
--Oye, Eva; si esta tarde hace buen tiempo, es posible que el Señor
baje a dar una vueltecita. Anoche, hablando con el arcángel Miguel,
preguntaba: «¿Qué será de aquellos perdidos?»
Eva quedó como anonadada por tanto honor. Llamó a gritos a Adán, que
estaba en un bancal vecino doblando, como siempre, el espinazo. ¡La que
se armó en la casa! Lo mismo que en víspera de la fiesta del pueblo
cuando las mujeres vuelven de Valencia con sus compras, Eva barrió y
regó la entrada de la masía, la cocina y los _estudis_; puso a la cama
la colcha nueva, fregoteó las sillas con jabón y tierra, y entrando en
el aseo de las personas, se plantó su mejor saya, endosando a Adán una
casaquilla de hojas de higuera que le había arreglado para los domingos.
Ya creía tenerlo todo corriente, cuando la llamó la atención el
griterío de su numerosa prole. Eran veinte o treinta... o Dios sabe
cuántos. ¡Y cuán feos y repugnantes para recibir al Todopoderoso! El
pelo enmarañado, la nariz con costras, los ojos pitarrosos, el cuerpo
con escamas de suciedad.
--¡Cómo presento esta pillería! --gritaba Eva--. El Señor dirá que soy
una descuidada, una mala madre... ¡Claro! los hombres no saben lo que
es bregar con tanto chiquillo.
Después de muchas dudas, escogió los preferidos (¡qué madre no los
tiene!), lavó los tres más guapitos, y a cachetes llevó hasta el
establo a todo aquel rebaño triste y sarnoso, encerrándolo a pesar de
sus protestas.
Ya era hora. Una nube blanquísima y luminosa descendía por el
horizonte, y el espacio vibraba con rumor de alas y la melodía de un
coro que se perdía en el infinito, repitiendo con mística monotonía:
_¡Hossana! ¡hossana!_... Ya echaban pie a tierra, ya venían por el
camino con tal resplandor, que parecía que todas las estrellas del
cielo habían bajado a pasear por entre los bancales de trigo.
Primero llegó un grupo de arcángeles: el piquete de honor. Envainaron
las espadas de fuego, dirigieron unos cuantos chicoleos a Eva,
asegurando que por ella no pasaban años y aún estaba de buen ver, y con
marcial franqueza se esparcieron después por los campos, subiéndose a
las higueras, mientras Adán maldecía por lo bajo, dando por perdida su
cosecha.
Después llegó el Señor: las barbas de resplandeciente plata y en la
cabeza un triángulo que deslumbraba como el sol. Tras él San Miguel y
todos los ministros y altos empleados de la corte celestial.
Acogió el Señor a Adán con una sonrisa bondadosa, y a Eva le dio un
golpecito en la barba diciéndola:
--¡Hola, buena pieza! ¿Ya no eres tan ligera de cascos?
Emocionados por tanta amabilidad, los esposos ofrecieron al Señor una
silla de brazos. ¡Qué silla, hijos míos! Ancha, cómoda, de algarrobo
fuerte y con un asiento de trencilla de esparto del más fino, como la
puede tener el cura del pueblo.
El Señor, arrellanado muy a su gusto, se enteraba de los negocios de
Adán, de lo mucho que le costaba ganar el sustento de los suyos.
--Bien, muy bien --decía--. Esto te enseñará a no aceptar los consejos
de tu mujer. ¿Creías que todo iba a ser la sopa boba del Paraíso?
Rabia, hijo mío, trabaja y suda; así aprenderás a no atreverte con tus
mayores.
Pero el Señor, arrepentido de su dureza, añadió con tono bondadoso:
--Lo hecho, hecho está, y mi maldición debe cumplirse. Yo solo tengo
una palabra. Pero ya que he entrado en vuestra casa, no quiero irme sin
dejar un recuerdo de mi bondad. A ver, Eva, acércame esos chicos.
Los tres arrapiezos formaron en fila frente al Todopoderoso, que los
examinó atentamente un buen rato.
--Tú --dijo al primero, un gordinflón muy serio, que le escuchaba con
las cejas fruncidas y un dedo en la nariz--, tú serás el encargado de
juzgar a tus semejantes. Fabricarás la ley, dirás lo que es delito,
cambiando cada siglo de opinión, y someterás todos los delincuentes a
una misma regla, que es como si a todos los enfermos los curasen con
el mismo medicamento.
Después señaló al otro, un morenito vivaracho, siempre con un palo para
sacudir a sus hermanos.
--Tú serás un guerrero, un caudillo. Llevarás tras de ti a los hombres
como el rebaño que marcha al matadero, y sin embargo, te aclamarán; la
gente, al verte cubierto de sangre, te admirará como un semidiós. Si
los otros matan serán criminales; si tú matas, serás héroe. Inunda de
sangre los campos, pasa los pueblos a hierro y fuego, destruye, mata, y
te cantarán los poetas y escribirán tus hazañas los historiadores. Los
que sin ser tú hagan lo mismo, arrastrarán cadenas.
Reflexionó el Señor un momento, y se dirigió al tercero:
--Tú acapararás las riquezas del mundo, serás comerciante, prestarás
dinero a los reyes tratándolos como iguales, y si arruinas todo un
pueblo, el mundo admirará tu habilidad.
El pobre Adán lloraba de agradecimiento, mientras Eva, inquieta y
temblorosa, intentaba decir algo, sin decidirse a ello. En su corazón
de madre se agitaba el remordimiento; pensaba en los pobrecitos
encerrados en el establo, que iban a quedar excluidos del reparto de
mercedes.
--Voy a enseñárselos --decía por lo bajo a su marido.
Y este, tímido siempre, se oponía murmurando:
--Sería demasiado atrevimiento. Se enfadará el Señor.
Justamente, el arcángel Miguel, que había venido de mala gana a la casa
de aquellos réprobos, daba prisas a su amo:
--Señor, que es tarde.
El Señor se levantó, y la escolta de arcángeles, bajando de los
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