La Niña de Luzmela - 5

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Aquella calma amenazante parecía el presagio de una borrasca.
Doña Rebeca y Narcisa se eclipsaron en sus habitaciones, después de una
comida silenciosa y triste.
Julio no se había levantado de la cama, y Carmen y Fernando todo lo
hablaban con los ojos, en mudas contemplaciones, con una ansiedad llena
de homenajes.
Uno y otro habían dejado casi intactos los platos en la mesa.
Como iban siendo breves las tardes, apenas dieron en el huerto unos
paseos ya cayó la luz, y el paisaje se hizo impreciso y todo se
enmudeció en la vega, a no ser la fresca voz del río elevada en gregario
constante como un inmenso arrullo encalmado.
Los dos jóvenes entraron entonces en la salita baja y se acercaron a la
reja que daba al jardín sobre el vano de la ventana.
Fernando buscó un taburete para sentarse a los pies de la niña, y como
si cediera a un impulso contenido y frenético, con una embriaguez de
palabras ardorosas, la habló de amarla mucho y amarla siempre.
Ella aturdida, hechizada, se dejó inflamar en aquel fuego divino que ya
había prendido en su corazón, y respondió a la querella amorosa con una
encantadora reciprocidad de promesas.
Él decía con una vehemencia arrebatadora; ella con una ingenuidad tan
blanda y dulce que su voz regalada parecía un suspiro.
Hicieron su novela.
Se casarían, y él la llevaría en su barco por la llanura inmensa del mar
bueno, de su amigo el mar.
Sería su viaje de novios como un vuelo sin fatiga por un desierto azul;
sería la posesión pacífica y suprema de todos los goces del amor, en un
olvido absoluto de la tierra, en una excelsa meditación sin turbaciones,
en una vida nueva, sin límites, sin horizontes, inmensamente feliz.
Carmen veía cómo el cielo todo bajaba a su corazón confiado y noble;
veía cómo era verdad que había en el mundo amor y ventura.
Fué aquel un idilio intenso, ferviente, vibrante, erigido en una hora de
gloria humana, en que todas las ilusiones de Carmen florecieron con
divinas rosas....
Una cosa acre, fría, inclemente, rodó encima de aquel himno armonioso.
Era la voz de Narcisa que pedía la cena.
Carmencita, incapaz de bajar de un solo paso desde el cielo rútilo y
floreciente hasta el lóbrego comedor de la casona, se deslizó hacia su
dormitorio para recogerse un momento y componer su semblante
transfigurado.
Iba casi a tientas por salas y pasillos penumbrosos, a los cuales la
luna se asomaba un poco por las vidrieras desnudas.
No sabía la joven de cierto si pisaba en el tillo crujiente o en una
nube esplendorosa y flotante, o ya en el barco milagroso de Fernando....
Iba alucinada, henchida de felicidad....
Al llegar cerca de su cuarto, sin miedo a nada ni a nadie del mundo,
desasida de la tierra, elevada a todas las excelsitudes de la gloria,
una sombra siniestra cruzó a su lado; la vió desvanecerse hacia el fondo
oscuro del corredor. Con el corazón acelerado, entró en su aposento, y,
buscando cerillas en su mesa, encendió una luz.
Miró en seguida a todos lados con zozobra, y encontró a su pobre Niño
Jesús, colgado ignominiosamente de un clavo por los escasos cabellos
rubios.
Corrió a libertarle de aquella burla sacrílega y vió con desconsuelo que
habían tratado de sacarle los ojos.
Los tenía heridos, como si se los hubiesen pinchado con un punzón. En
uno de ellos el cristal estaba roto con una incisión que laceraba toda
la cándida pupila.
Carmen no sabía qué pensar de aquel ominoso atentado contra la sagrada
imagen.
¡Había dado un tropezón tremendo desde su nube o su barco contra la
siniestra sombra hundida en el corredor!...
Un minuto más que hubiera ella tardado, y el pobre Santo, indefenso,
hubiera perdido sus dos ojitos clementes, llenos de lágrimas.
Irguióse la muchacha, indignada, con el Niño en los brazos, y le besó
con ternura compasiva, dispuesta a defenderle y amarle contra todas las
sombras perversas de Rucanto.
Cerró su puerta con llave para bajar al comedor, y al entrar en él vió
que Julio, a quien ella creía enfermo, estaba allí, espiándola con ojos
acerados; y como fulgurase sobre ella una mirada sañuda, semejante a una
maldición, acercándosele, serena y valiente, le miró retadora hasta
hacerle inclinar la cabeza.


XVII

Carmen pasó la noche en vigilia febril.
El sueño de las altas horas le pesaba en los párpados, rendidos; pero
acunada por la nave milagrera de su novio y perseguida por la imagen
fatídica de Julio, no podía dormir ni sosegar, hasta que, ya
alboreciendo, se sumió en un leve descanso lleno de estremecimientos.
Despertóse bien entrada la mañana y le pareció oír lamentos y carreras,
como en los días aciagos de aquella casa.
No se inquietó gran cosa, pensando que la presencia benigna del marino
encalmaría bien pronto aquella tempestad.
Empezó a vestirse lentamente delante de un espejito tan pequeño que se
iba viendo en él «por entregas», y reparando en ello se sonreía.
Estaba llena de sonrisas Carmen aquella mañana.... Una sonrisa para el
espejo donde, inclinándose, vió su cara preciosa un poco descolorida;
otra sonrisa para la ventana, ya acariciada por el sol pálido de
noviembre...; otra, para el cielo; los ojos garzos y acariciadores de la
niña subieron hasta él dulcemente al través de los vidrios empañecidos
por la helada.... Estaba todo azul; ¿no había de estarlo?... Azul tenue
el cielo, dorado desvaído el sol, verde apagado la campiña...; ¡qué
bonitos colores tenía la vida aquella mañana!
Y en el firmamento apacible cabalgaba una nubecilla blanca y graciosa
que parecía una vela marina hinchada por el viento...; ¿si sería un
barco?...
Carmen quedó absorta en una deliciosa meditación. Estaba abrochando los
botones del peinador y volvió a mirar hacia el espejito, donde ahora se
reflejaban sus dos manos nacarinas ajustando la tela sobre el pecho.
Y en esto llamaron a su puerta.
--Señorita, señorita..., tenga.
Y le dieron una carta.
--¡Cosa más sorprendente!...
La sirviente se quedó allí, mirándola con rara curiosidad, y la joven,
asombrada, preguntó:
--¿De quién es?
--Del señorito Fernando; me la dió para usted antes de marcharse.
--Pero, ¿se ha marchado?
--Y bien de madrugada...; tomó el primer tren.
Carmen se apoyó en el borde de su cama deshecha y tibia, y con las
bellas manos temblorosas abrió la carta.
Leyó con ojos de sonámbula, desmesurados y turbios.
«Carmencita: Niña santa y hermosa, que me has querido en la hora más
grata de mi vida, te digo adiós con mucha prisa y con mucha pena: con
prisa porque debo separarme de ti cuanto antes; soy malo y temo hacerte
mucho mal...; con pena porque me duele el corazón al dejarte.... Sólo
tengo una cosa buena: que me conozco. Esta única virtud la pongo
humildemente a tu servicio por encima de mis tentaciones y de mis
ansias.... Olvídame: hazte la cuenta de que nuestro barco de novios ha
naufragado y tú te salvaste pura y sana, en la playa del olvido.... Si
hoy te hago sufrir un poco, perdóname pensando que he tenido lástima de
ti y me trato sin compasión al decirte adiós.... Fernando.»
La niña de Luzmela alzó los ojos de la carta y paseó por el cuarto una
sonrisa estúpida, que fué a posarse como una mariposa atontada sobre el
Niño Jesús lastimado, erguido en su rinconera.
Se quedó Carmen mirándole como si nunca le hubiera visto...; ¡qué feo
estaba y qué ajada la ropa! Pero ¿adónde miraba ahora el Niño Jesús?...
No se sabía.... ¿Hacia la ventana?... No.... ¿Hacia la puerta?... Sí;
hacia la puerta.... ¿A ver?
Carmen volvió la cara y allí estaba todavía la criada, boquiabierta,
haciéndose la remolona, con una mano en el picaporte y otra en la
cintura, como si esperase algún recado....
La señorita la miró sin dejar de sonreir, con una helada expresión que
daba espanto, y la moza dijo:
--Con que se despide don Fernandito, ¿eh?
Entonces, Carmen, estremecida, agitó maquinalmente la mano que tenía
inerte sobre la falda, con la carta abierta, y respondió:
--Sí....
La mozena dió dos pasos dentro de la habitación, y confidencialmente
relató:
--Estos señoritos son el diablo.... Ya ve, a usted la cortejaba, como
quien dice, y lo mismo hacía con Rosa la del Molino.
Carmen movió lentos los labios para decir:
--Rosa....
--Sí; usted «no caerá».... Como usted apenas sale de casa, no conoce a
la mocedad de Rucanto.... Pues es una, aparente ella, pinturosa de la
rama y de mucho empaque....
Carmen volvió a decir, como en un delirio:
--¡Rosa!...
Y a tal punto oyéronse más lamentables y distintos unos grites agudos en
el fondo de la casa.
La criada salió corriendo por el pasillo adelante y Carmencita volvió a
posar los ojos, errantes y nublados, sobre el Niño Dios de madera.
Ya el niño no miraba a la puerta.... ¿Adónde miraría?...
La muchacha, sumida en la insensatez confusa de sus pensamientos,
sintió clavársele en el cerebro aquella curiosidad inexplicable, que le
dolía como una punzada violenta.
¿Adónde miraba el Niño Jesús?
Con un andar forzoso y mecánico se le acercó lentamente.
El niño no miraba a parte alguna.
Estaba tuerto, estaba herido, estaba triste y despeinado..., con el
traje en desorden....
Después de contemplarle un rato en atenta inmovilidad, Carmen se agachó
un poco para mirar otra vez su cara en el espejo.
También ella estaba despeinada y triste, con los labios blancos, las
ojeras negras, los ojos huraños, el vestido a medio ceñir.... ¡Qué feos
estaban el pobre Niño de madera y la pobre niña de carne!...
Y se sonrió otra vez como una idiota.
Por su puerta entreabierta entró en aquel momento un agrio rumor
semejante al graznido del cárabo.
Todo el cuerpo de Carmencita tembló, y sin dudar ni un segundo, sin
volver la cabeza, despierta a la realidad de los sucesos, en una brusca
sacudida de su ser, murmuró:
--Es Julio, que ríe.


XVIII

Doña Rebeca se rebullía en su cuarto con las crenchas blancas tendidas
en enredada madeja, con los brazos secos alzados como las quimas de un
árbol marchito que se elevase al cielo pidiendo venganza.
Gesticulaba y maldecía y decía refranes a destajo....
Encima de una silla, con la tapa levantada y el seno vacío, se estaba
muy echada para atrás, y muy burlona, una cajita de hierro, cuyo
contenido se había llevado tranquilamente el joven Fernando, el hijo
predilecto y mimado de la señora. Ella misma le había dado la llave de
la caja, diciéndole muy acaramelada y blandamente:
--No quiero hacerte de menos, hijo; tú eres aquí el amo; para eso eres
el mayor, un hombre de carrera, tan cabal y buen mozo....
Y el buen mozo tomó para su viaje los fondos de la familia, todos los
ahorros de la renta, destinados a pagar deudas apremiantes, y «el
quinto» de Julio, y salarios y obligaciones urgentes de la casa.
En las entrañas hueras de la caja dejó Fernando un billete que no era,
por cierto, de Banco, y que decía:
«Tengo que marchar inmediatamente, sin tiempo para despedirme, y llevo
este dinero porque lo necesito y porque algo he de disfrutar yo de la
herencia de tío Manuel....»
Doña Rebeca, ante la insolencia provocativa de aquella arrasada, se
desató en improperios contra el hijo guapo de su corazón, y pensando con
terror en el desquite que Narcisa se iba a tomar a costa de aquel
despojo, entonó la salmodia estupenda de sus refranes:
_--Al arca abierta, el justo peca.... Del enemigo, el consejo.... Fíate
de la Virgen...._
¡Era toda un puro berrinche la señora de Rucanto!
Narcisa, enterada del suceso, tuvo la más despiadada y cruel sonrisa
para la boca abierta de la madre y de la caja, y encogiéndose de hombros
comenzó a congratularse de haber acertado en sus pronósticos. Y todos
sus ademanes y sus dichos eran una jactancia orgullosa de sibila, una
mofa hiriente y sangrienta para la desmelenada señora....
Julio no paró mientes en los gritos de las damas ni en la desaparición
de la bolsa, sino en la cartita que la criada, guiñando maliciosa, llevó
al cuarto de la novia. Aquel acontecimiento había hecho reir a Julio a
carcajadas por primera vez en varios años.
Todo se desquició lúgubremente en la casa de Rucanto desde aquel punto y
hora.
Ya no hubo un minuto de paz ni siquiera aparente; ya, sin la blanda
influencia de Fernando, se volvió a endurecer la vida áspera y zahareña
de aquella gente; ya, sin dinero y con trampas y apuros, volvió la
estrechez de los días negros a caer implacable sobre el trágico caserón.
Cuando Andrés se enteró por Narcisa de la hazaña de su hermano, dió de
puñetazos a los muebles y de patadas a las puertas, y crujieron maderas
y cristales, temblaron las habitaciones y rodaron las blasfemias de una
estancia en otra con un eco sacrílego y temerario.
Doña Rebeca, tiritando de miedo ante aquel furor, huyó como alma
diablesca por los misteriosos escondrijos de la casona.
En el paroxismo de su ira oyó Andrés el nombre de Carmencita.
--¿No sabes?--le decía su hermana, serena en medio de aquella
borrasca--: «la dejó plantada».
El bárbaro mozo se calmó de repente, deteniendo el trueno de su voz ante
la imagen seductora de la niña.
--¿Dónde está?--preguntó ansioso.
--No sé; ahí, por algún rincón; está muy triste.
--Quiero verla--rugió el monstruo.
Y se puso a buscarla por la casa adelante.
Iba diciendo siempre:
--Quiero verla, ¿dónde está?
Narcisa le contempló con sorpresa primero; después, con gozo; luego, con
una crueldad brava y horrible.
Corrió tras él y le dijo con voz opaca, llena de perfidia:
--¿La quieres?... Yo te la buscaré.... Te la doy para ti..., te la
regalo....
Y los dos se lanzaron a la caza de Carmencita, oteando febriles como dos
canes buscones.
No la encontraban.
Andrés se iba impacientando.
Para animarle, Narcisa le sirvió una incendiaria copa de ron. Luego que
la hubo apurado de un trago valiente, dijo Andrés:
--¡Otra!...
Y la terrible señorita se la volvió a llenar.
Todavía Andrés presentó la mano extendida, insistiendo:
--¡Más!
Y todavía la hermana volvió a escanciarle.
Siguieron buscando. El mozo, tremulento, daba tumbos y juraba
balbuciente; ella se reía y le iba proponiendo:
--Te casas con ella si quieres..., y si no..., no te casas....
Al atravesar la antesala encontraron a doña Rebeca, toda despavorida y
angustiada, apretando convulsa un puño de pesetas.
La contempló Narcisa, ceñuda, como indagando de dónde había sacado
«aquello»; pero ella se apresuró a depositar el tesoro en los hondos
bolsillos de Andrés, prometiéndole:
--Ya te daré más..., mucho más....
Andrés se olvidó de Carmencita.
Metió su zarpa agresiva en el bolsillo repleto, y haciendo sonar las
monedas con demente regocijo, hizo un ademán grosero y ganó la puerta de
la calle, meciéndose en balances peligrosos y borbotando desatinos.
Le contempló Narcisa con desprecio olímpico, murmurando:
--Ni para _eso_ me sirve este bruto; pero si no es hoy será otro día....


XIX

¿Dónde estaba aquella tarde de infames maquinaciones la niña dulce y
buena de los ojos garzos?...
No había encontrado ningún regazo suave donde llorar, ningún amable
retiro donde consolarse.
Estaba escondida como un delito, oculta como una pena, en el cuartito
del sobrado, recostada con fatiga y desaliento en el quicio de la
ventanuca.
El gato, espeluznado, la rondaba mimoso, y ella, lentamente, le pasaba
la mano por el lomo.
Ya no estaban los cielos azules, ni los campos verdosos, ni las horas
doradas por el sol.
La tarde, cargada de tristezas, subía por el valle con trabajo, luchando
con la neblina y con la lluvia. Venteaba, y todos los árboles,
deshojados, accionaban con trágicos ademanes, alzando hacia las nubes
grises sus brazos desnudos. Gemía la lluvia en incansable lloriqueo y
todo era desolación y acabamiento en el paisaje, lo mismo que en el alma
inocente de la niña de los ojos garzos.
Nublados de lágrimas, miraban aquellos ojos hacia el pueblo de Luzmela.
Pero Luzmela se había hundido en la espesura sombría de la tarde.
Sólo en algunos momentos, entre la niebla jironada, aparecía austero y
lejano el perfil de la torre señorial.
Entonces Carmencita se enjugaba los ojos con presteza y miraba, miraba
toda anhelante.
Y aunque ya la niebla se hubiera cerrado tragándose otra vez la silueta
grave de la torre, la muchacha veía siempre a Luzmela, haciendo de la
graciosa aldea de sus amores una evocación intensa y fervorosa....
Allí, la iglesia, con su maciza planta de basílica, su puerta de arco
de medio punto, sus saeteras y su campanario tosco, rematado por una
cruz de piedra...; allí, el caserío breve y blanco, humilde y
placentero...; allí, el palacio, con su patriarcal solana, su balconaje
de hierro y su escudo nobiliario, y adosada al palacio, señoreándole y
prestándole aspecto de fortaleza, la torre, sobre cuyos labrados
dinteles campeaba la piadosa divisa _Credo in unum Deum_. La aldea había
tomado su nombre del palacio, que, rodeado de fincas rústicas, extendía
sus dominios por la pujante ladera hasta el espeso ansar ribereño del
_Salia_. Todo el valle era tributario de la casa noble de Luzmela. El
palacio rico y el caserío pobre se confundían en una misma cosa: un
cuerpo equilibrado y robusto, regido por el alma piadosa del dueño del
solar.
--Allí, en Luzmela, todo era paz y amor--pensaba la niña soñadora--, así
como aquí, en Rucanto, todo es odio y venganza.
Y tembló la pobre.
Prestó oído atento.... ¿Reñían?... ¿La llamaban?... No; estaba muda la
casona; Carmen podía seguir soñando.
Soñaba con la mirada desvaída y los labios entreabiertos...,
estremecida de frío..., con las mejillas húmedas de llanto.
Preguntaba, desorientado, su corazón:
--Pero ¿quién soy yo? ¿Cómo me llamo yo? ¿Qué hago en esta casa?...
Padrino, ¿eres tú mi padre?... Y mi madre, ¿quién es?... ¿Es una madre
muy triste que anda por el mundo buscándome?... ¿Era acaso una mujer muy
blanca, muy bella, que se murió sonriendo?... ¡No sé, no sé quién era mi
madre, ni quién mi padre, ni quién yo sea!...
Y de pronto se le iluminó la cara con un fugaz resplandor de alegría,
mientras aun su corazoncito soliloquió:
--¡Ah, pero tengo un hermano!... Tengo a Salvador; lo había casi
olvidado.... Di, Salvador, ¿eres tú hermano mío?... Yo quiero que lo
seas..., yo quiero irme contigo, Salvador....
Y se quedó escuchando, como si su amigo fuese a responder, como si fuese
a llegar en aquel momento.
Pensaba en él la niña con una dulce seguranza, con un suave y cordial
afecto.
Salvador era para ella el recuerdo vivo de su felicidad huída, la
personificación de sus bellos años infantiles. Le veía inclinado con
afanoso interés sobre el padrino doliente; le veía alegrando siempre la
sala silenciosa del palacio con el repique sonoro de sus espuelas y la
jovial resonancia de su risa saludable...; le veía amable y servicial
con los pobres del contorno, con los criados de la casa; siempre amoroso
y complaciente con ella, la hija del misterio, convertida entonces en
reina de un hogar.
Carmencita se exaltaba en la memoración de aquellas horas apacibles de
su vida, de las cuales sólo le quedaba aquel testigo: Salvador.
La barba rubia del médico le recordaba a la niña la de los santos que
veía en los altares: era una barba riza y suave que estaba pidiendo un
nimbo celestial para la cabeza serena y dulce de aquel hombre todo
bondad.
Y Carmen, desde la imagen benigna de Salvador lanzaba su pensamiento
vertiginosamente a la imagen seductora y pérfida de Fernando, y se
estremecía con temblamientos angustiosos. Fernando le parecía un sueño
delicioso y doloroso que le mordía el corazón. Abría los ojos
despavoridos encima de aquella memoria incitante, y no sabía qué cosa le
atraía más a la visión tentadora, si era el gozo de amarla o el
quebranto de perderla.
Y cuando lograba sacudir de encima aquella imagen, con un poderoso
arranque de su alma y de su cuerpo, volvía a llamar a Salvador en su
auxilio; pero, sin acordarse nunca de que él era un hombre propenso al
amor, con unos ojos sinceros y acariciadores que la miraban, como
interrogándola, como averiguando.... No; ella sólo pensaba....
¿Salvador, eres tú hermano mío?...


XX

En vano Carmencita hubiera hecho a gritos aquella pregunta desde la
tronera de la casona. Salvador no hubiera cruzado el camino al alcance
de su voz apesarada.
Salvador estaba muy lejos de la paz gimiente del valle y del cantar
ronco del _Salia_.
Después de aquel memorable día de Todos los Santos en que el médico vió
a la niña enamorada de otro hombre, midió varias noches los salones
solitarios de Luzmela con sus pasos automáticos y sonoros, y se agitó
insomne y nervioso, muchas horas, en el monumental lecho de roble donde
don Manuel de la Torre murió sin consuelo.
Y una mañana muy nublada y tormentosa, Salvador llamó a Rita y le dijo:
--Esta tarde salgo de viaje.
Rita, que andaba cavilosa leyendo misteriosos motivos en la pena visible
del médico, preguntó alarmada:
--¿Adónde, señorito?
--Voy a París, como otros años.
--Pero siempre iba en primavera.... ¿Con este tiempo ha de salir de
casa?... ¿No oye cómo «suena la nube»?... Habrá temporal.... El viento
levanta tolvaneras por esos caminos.... ¿Tanta prisa tiene por
marchar?...
--Prisa tengo, mujer; no puedo esperar ni un solo día....
Rita, convencida de la decisión del joven interrogó con blandura:
--¿Despidióse de la niña?
Él se volvió a otro lado para responder.
--Ya me despedí.
--¿Y queda contenta?
--Muy contenta...; como nunca....
--¿Está seguro, señorito?
--Segurísimo.... Anda, Rita, prepárame el equipaje...: pon lo que te
parezca...; poca cosa, una maleta pequeña.
--¿Va entonces por poco tiempo?
--No lo sé todavía...; ya veré.
Y se encerró en su cuarto, en un paseo incansable, como de fiera
enjaulada.
Rita, sintiendo aquellos pasos violentos que desde hacía días retumbaban
en los aposentos callados con isócrono rumor de máquina, movía la cabeza
y suspiraba, mientras colocaba en una maleta camisas y calcetines y
prendas interiores de abrigo.
Por la tarde, ya ensillado el caballo del señorito, próxima la hora del
tren que había de tomar fuera del pueblo, rondaba Rita el cuarto del
viajero, muy compungida.
Al salir le dió el médico la mano, y le dijo revelando preocupación
secreta:
--Si ocurre algo en Rucanto me escribes o me telegrafías, ya te diré
adonde.
Se despidieron.
Toda la servidumbre se asomaba al zaguán; los mozos de las cuadras se
hacían los encontradizos en la corralada, y Rita, detrás del señorito,
se enjugaba los ojos en silencio. Partió Salvador, diciéndoles a todos
con la mano un adiós afectuoso; llevaba en el semblante extraña
expresión de angustia.


XXI

Al siguiente día, el trasatlántico francés _San Germán_, que zarpaba del
puerto de Santander, llevaba sobre cubierta un melancólico pasajero de
barba rubia, que desafiando la crudeza de la temperatura y la
desapacibilidad de la tarde, parecía embelesado en la contemplación de
las aguas y de la costa.
Iba pensando aquel pasajero: ¡Pero qué triste es el mar, Dios mío, y la
tierra qué triste es!
Se puso entonces a mirar el cielo, y después de una meditación extática
dijo, más con el corazón que con los labios: ¡Y el cielo también es
triste!...
Ya de noche, Salvador, que era el pasajero de las contemplaciones
doloridas, apoyado en la borda, escuchaba absorto la respiración
sollozante del mar. La costa se había borrado en la lejanía y la sombra
había caído densa sobre el impetuoso Cantábrico, envolviendo al barco en
el espíritu aterido y misterioso de la noche.
Al lado del joven pensativo resonaron unos pasos, que llevaban el
compás, gratamente, a una linda barcarola.
Salvador volvió la cabeza hacia aquel lado y aguzó en la oscuridad su
mirada.
Vió la talla aventajada de un hombre, y le pareció a su vez que aquel
hombre le miraba con atención....
Y tanto se miraron uno a otro, que dos nombres, pronunciados con
sorpresa, rodaron sobre la cubierta, entre la monstruosa palpitación del
buque, y fueron a extinguirse en el rumor profundo de las olas.
--¡Salvador!
--¡Fernando!
--¿Adónde vas?
--Al Havre...; ¿y tú?
--Exactamente, chico, al Abra de la Gracia, que diríamos los españoles
traduciendo.... ¡Pero qué encuentro más original!... Yo te hacía en
Luzmela.
--Y yo a ti en Rucanto.
--Mi viaje ha sido imprevisto.
--El mío también.
--Asuntos profesionales, ¿eh?; empeños arduos y piadosos de ciencia y
humanidad, ¿no?
--Sí..., cosas de humanidad...; y a ti, ¿qué te trae por estos mares?
--¡Ah!, cosas triviales, sin importancia, amigo. A mí, cualquier viento
me hace girar como a una veleta.... Las velas de «este navío» se hinchan
con todas las brisas que pasan.
Estaba Fernando tan risueño y gentil como de costumbre, tan dueño de la
situación como solía estarlo.
Salvador, en cambio, tenía conmovido todo el cuerpo a impulsos de toda
el alma. Barajaba, con loca precipitación, el viaje sorprendente del
marino con el enamoramiento de Carmen, y en su espíritu se hacía una
noche tan cerrada como aquella que envolvía a los dos mozos sobre la
cubierta oscilante del _San Germán._
Por un momento tuvo el médico la desatinada idea de suponer que el
marino llevaba a la muchacha en su compañía; pasó como un rayo por su
imaginación febril la posible realización de un rapto o de una fuga, y,
mirando a su rival a un paso de distancia, le preguntó con insensato
afán:
--¿Y Carmen?
Esta pregunta, así aislada y ansiosa, podía haber sido una revelación
para Fernando; pero no fué sino un motivo de dulce sonrisa, y contestó
apacible:
--Pues tan buena, y tan bonita.
Como si Salvador hubiera querido preguntarle únicamente: ¿qué tal
dejaste a la novia?
Aguijoneado por la impaciencia, y sin saber ya lo que decía, añadió el
médico:
--Habrá sentido mucho tu partida.
El otro, con ínfulas de filósofo, puso otra sonrisa benévola sobre estas
palabras:
--¿Mucho?... Las niñas de diez y ocho años nunca «sienten» mucho, por
muy románticas que sean....
--¿Es ella romántica?
--Todas las buenas lo son.
Salvador, asombrado, dijo:
--Sí, ¿eh?
--Pues claro, hombre; la bondad de las mujeres es puro romanticismo. Yo
conozco mucho el género; las mujeres son mi flaco...: lo tengo en la
masa de la sangre, chico; ya ves, mi padre..., mis abuelos..., mi
tío....
Salvador callaba mirando a Fernando de hito en hito con ardiente
ansiedad.
El marino, con los ojos vagamente perdidos en el misterio del mar,
siguió contando:
--Pues sí: es romántica y tentadora la niña de Luzmela...; te confieso
que hasta se me pasó por la cabeza casarme con ella, y hasta se lo
propuse en una divina hora de debilidad amorosa.... Tuve su alma en mis
manos, una almita dulce y santa, llena de atractivos...; fuí romántico
yo también, adorando a aquel ángel que vive en mi casa por un crimen de
lesa humanidad. La misericordia y la simpatía me fueron metiendo a
Carmen en el corazón; luego ella, con una adorable ingenuidad, hizo el
resto, y llegué a sentirme apasionado por mi prima..., porque es mi
prima, se lo he conocido en lo ardiente de la mirada, ¿sabes?
Salvador dijo que sí con la cabeza.
Y Fernando interrumpió su relato para interrogar:
--¿No estaríamos mejor en el salón de fumar? Aquí hace mucho frío.
--Vamos donde quieras.
Se cogió el marino del brazo del médico, y se hundieron ambos en la
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