La Niña de Luzmela - 8

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Ella tocó casi el dintel de la habitación, y en aquel momento las dos
hojas de la puertecilla se plegaron rápidas como por infernal conjuro y
se corrió un pesado cerrojo, cerrándolas en firme, al son de una
implacable risa de mujer....
Había llegado Andrés a la casona aquella mañana, desarrapado y sucio,
borracho y rendido de fatiga en los bárbaros azares de sus aventuras. Su
hermana le instó a dormir y a descansar sin descubrir su presencia; y
espiando a Carmencita, la vió subir al sobrado, y fuése a despertar a la
fiera, azuzándola con el nombre de la muchacha y con la promesa de que
arriba la hallaría sola y suya..., regalada..., ofrecida...,
esperándole....
Le empujó hacia la escalera, poniéndose un dedo en los labios en señal
de silencio y prudencia, y Andrés subió en calcetines y en mangas de
camisa, como le había sorprendido durmiendo aquella tentación
monstruosa....
Al ver el mozo cómo la puerta cerrada le aseguraba la presa, se rehizo
sobre sus piernas, no muy fuertes, y avanzó de nuevo hacia Carmen con
los brazos extendidos.
La alcanzó; la tuvo ceñida y manoseada brutalmente; la tuvo saturada por
su aliento avinagrado, maculada por sus besos voraces y estuosos.... Ya
se reía, con una risa sádica y proterva, una risa de victoria y
ufanía.... Pero la muchacha se defendía, convulsa y desesperada, con
denuedo asombroso y tenaz que centuplicaba sus fuerzas y ponía en sus
ojos profundos una lumbre de sagrado furor.
Con la suprema vibración de todos sus nervios, Carmen se desprendió por
segunda vez de las garras feroces, y en aquel minuto de libertad
providente le puso al mozo las dos manos en el pecho y le dió un empujón
con todo el vigor juvenil de su noble sangre sublevada y de sus músculos
en tensión.
Andrés, no muy libre de los vapores del vino, cansado y temblequeante,
rodó por el suelo, levantando sobre el tillado trépido una nube de
polvo.
El golpe recio de la caída retumbó por la casa abajo como el eco sordo
de un trueno. El hombrón, pataleando, con la boca llena de blasfemias y
los puños crispados, trataba de levantarse, y Carmen medía, con mirada
de loca, la altura de la ventana.
_Desdicha_, el gato errante y hambriento, que había presenciado aquella
escena, huía por los aleros ondulantes con un galope de terror; y en un
alambre tendido sobre el hueco de la tronera, dos golondrinas, recién
llegadas, coqueteaban en un delicioso _palique_ discutiendo sus
proyectos de anidar....
Andrés ya se incorporaba rugiente, mascullando amenazas espantosas; y la
muchacha, sin dar un grito, con los labios secos y los ojos llenos de
llanto, le esperaba inmóvil, apoyando en la ventana sus brazos
doloridos, sumida en un desesperado propósito.
Se abrió entonces la puerta, tras un violento coloquio de dos voces
agudas y punzantes, y doña Rebeca apareció en el umbral, oportuna y
piadosa por primera vez en su vida. Carmen tenía, detrás de sus
lágrimas, una desgarradora expresión de extravío.
Se abalanzó hacia la puerta entornada y la traspuso, haciendo vacilar a
la señora. En la escalera tropezó a Narcisa y la empujó, dejándola
pegada a la pared, con la boca abierta. Atravesó la casa en una
desalentada carrera, bajó al corral y a poco la portalada roja se
cerraba con estrépito detrás de la niña de Luzmela.
En pleno campo corrió sin tino, huyendo siempre....
En la casona, sobre la cumbre del tejado, _Desdicha_ maullaba con
lastimera voz y las dos golondrinas rimaban dulcemente su poema de amor
en el vano de la tronera.


IX

Nadie pudo averiguar por qué artes diabólicas fué restituida Carmencita
aquella misma noche a poder de doña Rebeca.
La vieron vagar por el campo como enajenada, con los, cabellos
destrenzados y flotantes y la ropa abierta en túrdigas.
Un pastorcillo de Luzmela, que tornando las ovejas la tropezó, oyóla
suspirar un nombre conocido, como en demanda de amparo, y además la vió
tender sus manos en la sombra creciente de la noche y no atinar con
ningún sendero y perderse en la soledad silente de la vega.
Al día siguiente, después de rumiar mucho aquel encuentro extraño, el
pastorcillo llegóse al palacio de su aldea a tiempo que la tarde caía, y
pidiendo hablar al señorito, le disparó este discurso:
--Que ayer vide a la niña de esta casa llorando y sola por las mieses y
llamándole a usté.... Y que digo yo que iba muy desmelená y con el
hábito rompido....
Salvador, desalado, se aseguró:
--¿Pero era ella, de cierto?
--Era ella, como yo soy Pablo....
--¿Y cómo no has venido a escape?...
Lo cavilé despacio y ahora, en un pronto, me determiné....
Tampoco se supo en qué tiempo inverosímil Salvador ensilló su caballo
por sí mismo; y mientras Rita clamaba a todos los santos del cielo y el
pastor se quedaba con un palmo de narices, él volaba hacia Rucanto, en
velocísima carrera, que levantaba chispazos de lumbre bajo las
herraduras del potro.
Llegando a la casona, ató la brida del animal jadeante en el aldabón de
la portalada y llamó con mayor solemnidad y brío que lo hiciera en
reciente ocasión don Rodrigo el del Nidal.
No tenía Salvador cobardía ni miramientos como aquella otra vez que, a
su regreso de Francia, esperó en aquel mismo sitio, sobresaltado por el
eco arrogante de su llamada.
A la moza que abrió la puerta le preguntó, áspero y breve:
--¿La señorita Carmen?
--Está en la cama.
--¿Qué tiene?
--Una punta de calentura.... Salióse ayer de casa como una loca, y
cuando la encontramos parecía que no estaba en sus cabales.... La
acostamos, sin que haya querido desnudarse.... A usted le mienta
mucho.... Mañana dice la señora que llamará al médico....
--Mañana, ¿eh?--rugió Salvador.
Pisaba fuerte, estaba fuera de sí, violento y arisco....
Llévame a su cuarto..., ¡pronto!--le dijo a la moza.
Fué la mujer delante, guiando por difíciles encrucijadas, y al llegar a
una puerta en un rincón, dijo:
--Aquí es.
Entró el médico sin llamar; estaba el cuarto envuelto en la media luz
del atardecer, y él fuése derecho a la cama y, se inclinó sobre el
cuerpo inerte de Carmencita.
Parecía que estaba dormida; pero a la blanda voz de su amigo abrió los
ojos, y, mirándole con inquieta expresión, balbució:
--¿Eres tú?... ¡Cuánto has tardado!
--Pero ya no me voy sin ti--dijo él, enérgico y amoroso--. Aunque tú no
quieras, te llevo ahora mismo.
Parecía que quería clavarla sus palabras en el corazón, mientras la
pulsaba con ansiedad devoradora.
Ella dijo, con acento mimoso de niña pequeña:
--Sí, yo quiero que me lleves.... Pero ¿cómo?... No puedo andar....
Estoy muy cansada....
--Tengo abajo al _Romero_, ¿sabes? Nos lleva a los dos en un vuelo.
--¿En un vuelo?--murmuró Carmen con deleite--. Yo tengo muchas ganas de
volar....
Salvador temió que delirase. Tenía un poco de fiebre y estaba muy
decaída.
Se oyó un rumorcito en la puerta y avanzaron unos pasos de duende por la
estancia.
El médico, sin hacer caso de que entraba doña Rebeca, le dijo a la niña:
--Te bajaré en brazos.... Vamos en seguida.... ¿No tienes un abrigo?
Y paseó una mirada por el cuarto, que tenía un dramático aspecto de
pobreza.
Estaban los muebles en desorden y empolvados, las sábanas del lecho
amarillentas y mal zurcidas, y sobre la colcha rameada, tumbado como un
despojo, el Niño Jesús, calvo y tuerto, lleno de heridas y con la túnica
desgarrada.
La propia Carmencita completaba aquel cuadro de punzadora tristeza.
Tenía el vestido hecho pedazos, enmarañado el cabello, las uñas sucias y
el semblante demudado y miedoso.... La lucha horrible del día anterior
había dejado en sus delicadas muñecas unas manchas carbonadas.
Salvador midió con aquella sola mirada la escena desoladora, y no sólo
con pena, sino con ira, con imperio y furor, le dijo a doña Rebeca:
--¡A ver, un abrigo; tenemos mucha prisa!
--Pero ¿adónde van ustedes?--arguyó la vieja, estupefacta.
Carmen se asió a una mano de Salvador, atemorizada, mientras él
respondía orgulloso:
--Vamos a la paz y al amor...; vamos a Luzmela....
--¿También Carmen? Eso no puede ser--quiso decir la señora, afilando el
grifo de su vocecilla.
Pero el médico no la dejó engallarse, y la interrumpió:
--Carmen también.
--¿Y con qué derecho se la quiere usted llevar?
--La llevo... porque es mía.
--¿Suya?... Pero está enferma....
--Yo la sanaré....
--Eso no puede ser.... Es imposible--repitió.
Salvador la agarró por un brazo y la llevó al otro extremo de la
habitación, casi en vilo.
Ella iba chillando:
--¡Ay..., ay..., ay!...
La ordenó él, zarandeándola:
--Cállese usted, doña,... Bruja, y escuche.... Cabe en lo posible que
Carmen renuncie la herencia de su padre en favor de usted..., y cabe en
lo posible que reclame su legado.... Esto depende de que usted nos deje
o no ir en paz.... Y ahora, pronto, un abrigo; no espero ni un minuto
más.
Doña Rebeca salió del cuarto como una centella y en seguida volvió con
un chal en la mano.
Carmen, incorporada y anhelante, decía:
--Me llevaré mi Niño Jesús....
Pero Salvador la alzó en sus brazos, envuelta en el chal, protestando:
--De aquí no te llevas nada....
Y salió con ella triunfalmente, con la gallardía de un galán de comedia.
En la antesala, una sombra siniestra se dobló, tal vez en reverencia de
irónica despedida, tal vez al peso de una maldición secreta.
Y en el patio enlosado y en el corral, abierto a una pálida luna recién
nacida, se percibía un rumor cauteloso y tétrico, como de cipresal
mecido por un hálito de muerte....


X

Qué alegre sonó el golpazo postrero de la puerta roja detrás de los dos
viajeros!
Carmen, segura en los brazos firmes y cuidadosos de su amigo, se dejaba
mecer y regalar como un niño en la cuna.
Había dado un suspiro de profundo alivio, y todo el gozo de la noche
azul se le metía en el alma, con halagos de primavera y de ilusión.
Sobre la frente inmaculada de la joven se alzaba como un nimbo el oro
de la barba rizosa de Salvador, que parecía hermoso con el victorioso
encendimiento de sus ojos zarcos, la sonrisa de noble ufaneza y el
bizarro alarde con que amparaba a Carmen junto al corazón. Refrenando el
impaciente retorno del _Romero_, desafiaba al porvenir, alta la frente,
y gloriosa la vida, abierto con sumisión el campo a su carrera y abierta
con dulzura la noche a su mirada.
La brisa odorante de la campiña corría a la par del _Romero_. La brisa
columpiaba las flores, leda y gentil, muy acariciadora, y el caballo
andaluz, fino y esbelto, bebía brisa y aromas, dejándoles al pasar la
espuma blanca de su aliento.
Cuchicheaba la vida un secreto rumor de promesas en el misterio
delicioso de aquella noche de amor, y acompasada con el ritmo solemne de
la Naturaleza, la voz de Salvador, apasionada y feliz, secreteaba al
oído de Carmen:
--Ahora siempre vas a estar fuerte y gozosa; ahora vas a ser otra vez la
reina de Luzmela... y, además, la reina de mi vida.
Ella se estrechaba suspirante contra el pecho del mozo, y decía:
--Tengo sueño....
Con los labios sobre los cabellos enmarañados de la niña, le iba
contando el médico un cuento de hadas.
--Duérmete y sueña, que yo te voy a regalar unas cosas muy bonitas....
Vestidos de seda, cadenas de oro, anillos y pendientes....
Alzó ella la cabeza con un infantil movimiento de curiosidad, y sonrió,
murmurando:
--¡Qué precioso!...
--Y tendrás--añadió la voz sugestionadora--una cama dorada, con paños de
brocatel...; un tocador vestido de encajes..., ¿quieres?...; unas
ánforas de bronce llenas de rosas....
Carmen, levemente, como en el éxtasis de un encantamiento, respondía:
--Sí....
--Y tendrás un Niño Jesús hermoso, con túnica de damasco y corona de
plata, dueño del altar elegante de la capilla, sonriente, mirándote con
los santos ojos, sanos y dulces...; ¿tú no sabes que Dios es muy
hermoso?
--Sí....
--Pues ¿cómo te empeñabas en amarle únicamente en aquel Niño tuerto,
calvo y sucio de la casona?
--Me daba lástima....
--Y Dios ¿no inspira más que lástima?
--Yo no sé....
--Dios, alma mía, inspira admiración suma y fervor y entusiasmos y
alegrías. Dios hace sonreir.... Dios hace gozar....
--¿Hace gozar?--interrogó la muchacha, con ansiedad de antojo.
--Ya lo creo--afirmaba la voz convicta y enamorada--. Todo lo bello y
santo de la vida, Dios nos lo da para disfrutarlo.... ¿No ves la noche,
qué encantadora?... Pues es nuestra y de Dios....
Ella paseó los ojos un instante por la paz divina de aquella hora, y
otra vez respondió:
--Sí....
--Yo te llevaré--contaba Salvador--a ver muchas cosas admirables que hay
en el mundo.... Iremos por la tierra y por el mar curioseando la
vida....
--Pero Carmen interrumpió, pronta y asustada:
--Por el mar no....
--¿Le tienes miedo?
Dijo la niña, con timidez humilde:
--Tengo miedo a los barcos....
Y la imagen apuesta de Fernando flotó un segundo, al claror de la luna,
delante de los viajeros, sonreidora y liviana, como una tentación.
Pero el médico, transformado ya en un hombre impetuoso y triunfador,
aseguró, audaz:
--Tú ya no tendrás miedo a nada...; tú serás mi mujercita..., mi gloria,
y ya nadie jamás podrá dañarte, ni perseguirte, ni hacerte llorar...;
¿no sabes que vamos a la paz y a la dicha?...; ¿no sabes que vamos a
Luzmela?
Carmen, toda estremecida, toda confusa por un vago tropel de
pensamientos y sensaciones, se desciñó un poco de los brazos que la
mecían, y mirando a Salvador con hondo afán, le preguntó:
--Dime: ¿quién era mi padre?
Él detuvo un minuto la respuesta y luego dijo, con acento cálido y
seguro:
--El amor.
La niña, incrédula, pero fascinada, sonreía.
--¿Y mi madre?
--El amor.
Tornó ella a sonreir, sacudiendo sobre su frente las crenchas rebeldes
del cabello; después, muy ansiosa, volvió a preguntar:
--Y tú..., ¿quién eres?
Otra vez dijo la voz, convencida:
--El amor.
Y el amor fué a buscar, sediento, un beso en los labios preguntones de
la muchacha.
Pero ella le detuvo con un breve gesto de mujer, lleno de gracia,
ordenándole:
--Espera....
Y en seguida, como si ya no quisiera más palique ni tuviera más
ansiedades, se volvió a recostar con abandono inocente en los brazos
amigos, musitando:
--Tengo sueño....
Salvador, acogiéndola como cuando era chiquita, todavía quiso averiguar:
--Y ¿qué espero, di, Carmencita?
--Espera que yo descanse.... Espera que amanezca y que salga el sol....
En la temperie blanda de la noche resbalaron estas palabras pías, con
inflexiones armoniosas de romance, y la mansa brisa que corría a la par
del _Romero_ fué llevando el eco de la voz romancesca por los confines
serenos del paisaje.
Entonces, en la adumbración del bosque señero y en el cantar ululante
del _Salia_, la resonancia maravillosa de aquella voz repitió, intensa
y vibrante:
--¡Espera!...
Y los rizos murmurantes de las hojas nuevas, y las resplandecías
apacibles del cielo, y el olor generoso de la tierra, y toda la
respiración misteriosa y profunda de la vida, repitieron en un solo
acento, penetrante y firme:
--¡Espera!...
Ya la torre de Luzmela, un poco desalmenada, seria y noble, se recostaba
en el azul sin mancha del celaje.
Un gallo trasnochador lanzó su canto estridente fuera de las tapias
enzarzadas de su corral.
El potro andaluz, instigado por la querencia de la cuadra, dejó
deshacerse en el viento, con un bravo resoplido, el último copo blanco
de espuma.
Carmen descansaba en regalada quietud, tal vez soñando con el Dios
bienhechor y piadoso de las almas buenas, y Salvador, inflamado de
anhelos, saboreaba la inmensa felicidad de luchar y de sufrir con la
esperanza en los brazos.


XI

Cuando Rita recibió a la puerta del palacio el maltratado cuerpo de su
niña, tomóle bajo su cuidado como un sagrado depósito y le hizo reposar
entre lienzos albos y finos, orlados de puntillas, en la cama dorada,
bajo la colcha joyante y rica....
Mimada y socorrida, hermoseada por la limpieza y el esmero, con el
cabello alisado sobre las sienes y el alma aquietada, la niña de Luzmela
cerró los ojos en la placidez de un sueño leve, incompleto, que no la
desligaba de la realidad y la permitía memorar los suplicios de sus
cinco años de esclavitud al través de la sonrisa de su libertad.
En el dulce sopor de aquellas horas, cobijada por la piedad y el amor,
Carmen sentía una secreta voluptuosidad en remover las imágenes
espantosas de la casa de Rucanto y hacerlas desfilar en su memoria como
una procesión negra, maldita y condenada.
Con su breve mano de niña levantaba el velo de compasión que había
echado siempre su bondad sobre aquella familia enloquecida y bárbara, y
se iban presentando en la escena de sus dolores la hermana y los
sobrinos de don Manuel en traza alegórica, en caricatura de miedo y de
risa.
Doña Rebeca iba delante, montada en una escoba; llevaba a medio cubrir
las piernas, secas y nudosas como leños, y en los pies unas alpargatas
cenicientas.
La melena blanca, corta y, desigual, agitábase erizada, sacudida por el
viento; lucía un corpiño de color de ala de mosca, prendido con
alfileres, y en la falda, mezquina y desgarrada, un landre voluminoso
lleno de llaves de alacenas, cofres y arcas.... Iba cantando, en voz de
falsete, plañídera y, tenaz, una extraña canción hecha con refranes y
majaderías.
Marchaba detrás Narcisa, muy tiesa, con la cara verde y el traje
amarillo; llevaba en el pecho una margarita blanca muy marchita. Le
habían puesto en los labios un candado cruel y tenía en los codos dos
bocas horribles, abiertas por sangrienta desgarradura de la carne en una
explosión de sapos y culebras.
Detrás de Narcisa se arrastraba Andrés «a cuatro patas», sobre un charco
de vino hediondo, luchando por levantarse, en un pataleo intercalado de
blasfemias y amenazas.
Después llegaba Julio, amortajado, andando sin pasos ni ruidos, como un
ánima en pena; abría desmesuradamente los ojos, con expresión satánica,
y lanzaba unas desatinadas imploraciones.
Pasaron todos y se fueron alejando en una sombra espesa y flotante,
húmeda y fatal, como nube preñada de tormenta, mientras Carmencita,
desde la blandura suave de su lecho, sonreía con una sutilísima
sensación de placer.
Cuando la procesión temerosa había desaparecido, se presentó en remota
lejanía la silueta gentil de Fernando; llevaba en la mano un ramillete
de borrajas y una gorra de marino sobre el endrino pelo rizoso.
A Carmen se le aceleró entonces el corazón con un latido ardiente, y la
imagen de Fernando se inclinó, muy galante y zarandera, para ofrecer el
ramo de flores a una moza que pasaba. Carmen no la conoció...; ¿quién
sería?... Le pareció que le estaban diciendo al oído, con oficiosidad
maliciosa:--Sí...; es Rosa, la del molino; una de mucho empaque...,
pinturosa de la rama....
La niña de Luzmela volvió la cabeza hacia otro lado, muy despreciativa,
con un desdeñoso gesto de mujer de calidad.... Se había encalmado ya su
corazón en un compás armonioso y grato.
Abrió los ojos, sus divinos ojos obscuros, encendidos otra vez con un
sano fulgor de alegría, y vió cómo la luna, al través de los vidrios
descubiertos, ponía a los pies de su cama una pálida alfombra de luz que
iluminaba tímidamente toda la habitación.
Con aquel rútilo gozo de la noche alumbró la muchacha la memoria de los
serenos días que disfrutó en aquella noble casa, hasta la infausta hora
de la muerte del hidalgo.
Siempre que el recuerdo de aquella muerte le acudía, sentía en torno
suyo el sordo rumor de unas alas hostiles y el graznido agorero de un
ave siniestra.
Un fatalismo implacable la sacudió obligándola a incorporarse, trémula,
bajo aquel susto misterioso, huyendo del vuelo torpe y del canto
augural.
Vió entonces a Salvador, vigilante y desvelado, contemplándola con
insaciables arrobos, con infinita y atenta solicitud.
Ella, sin sorpresa, segura de que allí la estaba acompañando el
constante amigo de su alma, le preguntó, con voz lagrimeante de niña
miedosa:
--¿Todavía vuela por aquí la _nétigua?_
Salvador ignoraba que Carmen unía siempre a la idea de la muerte la
aparición del ave fatídica; pero al notar el entristecimiento de su
semblante, adivinador y cuidadoso, le dijo, como quien cuenta una
infantil conseja:
--Ya no volverá la _nétigua_ nunca a volar sobre tu jardín. Yo la maté,
¿no sabes?, con mi escopeta cazadora, desde el balcón de mi cuarto.
Cayó, sin vida, encima de un rosal, v me costó encontrarla, porque las
flores que ella lastimó al caer la cubrieron de hojas....
--¿Toda la cubrieron?
--Toda; y así, cubierta de rosas, la hice enterrar.... ¡Ya no hay
_nétigua_!...
Carmen, con voz de maravilla, repitió como un eco:
--¡Ya no hay _nétigua_!
Y, con la cara radiante, posó otra vez en la almohada su cabeza
peregrina.
Salvador la pulsó, acariciándola como a un ángel o como a un niño,
blanda y dulcemente. La fiebrecilla que, al atardecer, la enardecía,
había remitido en el bienhechor reposo de aquellas últimas horas, y al
esconder los ojos a la sombra ideal de las pestañas, el buen sueño
reparador la besó en los párpados, hasta que, vigilada de cerca por el
amor, se quedó dormida.


XII

Engendrada en el seno recatado de aquella noche de abril, nacía la
primera mañana de mayo, rasgando los tules cándidos de la aurora
desenvolviéndose, con divina gracia, del manto azulino que la luna había
puesto pálido de luz.
Todo el júbilo de la primavera se asomó al cielo y se fundió en un azul
profundo, nuevo y triunfante, que recortó en su intensidad milagrosa los
montes gigantes, los bravos montes de Cantabria.
Blanquearon en el valle todos los senderos, tendidos sobre el verde
lozano de mieses y praderas, y en todos los nidos se inició una armonía
de gorjeos, y en todas las hojas rezaron las brisas una plegaria
henchida de misteriosas promesas, impregnada de secretas caricias.
Las aguas del _Salia_, mugientes y espumosas, aplacieron su cantar
valiente en una mansedumbre de homenaje, como diciéndole «un escucho» de
amor a la mañana.
En los surcos floridos de la vega, también las mansas arroyadas le
contaron una dulce querella a la luz gloriosa que nacía.
Y toda la tierra fué aromas, y todo el aire armonías, y toda la vida
resurrección y victoria....
El alma de Salvador estaba de rodillas, afanosa y esperanzada, delante
de aquel amanecer feliz.
Carmen le había dicho: «Espera que yo descanse, espera que amanezca...,
espera que salga el sol....»
Y llegaba, por fin, la hora bendita, la hora soñada, la sublime hora....
El médico miraba, extático, a su amada, dormida, entregada a él en
abandono de fraternal confianza, segura y serena bajo la egida del
noble amor....
Una deliciosa brisa, saturada de la belleza y la poesía de la mañana,
bajó al jardín, muy despacito, después de besar en silencio la ventana
de Carmen; a su paso, todas las flores hicieron a compás una graciosa
reverencia.... Se prendió en los cielos el primer rayo de sol y Carmen
abrió los ojos.
Acarició con mirada curiosa la habitación, elegante y alegre, y miró a
Salvador, fascinada, muy, sorprendida.... Venía del país del sueño y del
olvido.
Gozándose él en aquel asombro risueño, le contó:
--Anoche te salvé; te redimí; te traje conmigo a la paz y al amor, ¿no
te acuerdas?... Aquí está la primavera, vestida de galas para ti...;
aquí está mayo, loco de alegría, lleno de rosas...; aquí está la mañana
de mi esperanza.... Carmen, ¡acuérdate!: ha salido el sol.... Dios te
mira y te sonríe y te ofrece la felicidad...; ya se acabaron las sombras
de tus penas..., ya toda la vida para ti es luz....
Ella, posesionada de la realidad hermosa de aquel día, con sus ilusiones
que se despertaban y sus ansias que renacían, miró a Salvador con
inefable promesa, y haciendo una sola frase elocuente y cándida,
respondió únicamente:
--Sí..., ya me acuerdo...: ¡estamos en Luzmela!...
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