La Niña de Luzmela - 7

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lustroso, daba una impresión de frío y ancianidad, como de espalda
inclinada y desnuda en un viejo achacoso. Algunas sillas, compañeras
del sofá, se replegaban contra los muros con vergonzosa timidez.
Hundida en su asiento, la niña de Luzmela posaba una mirada átona y
errante sobre la tristeza helada del salón enorme, y oyó vagamente
alzarse en el silencio sepulcral de la casa un tarareo gangoso seguido
de una escala vocal rota y aceda.
Carmen pensó: doña Rebeca canta y corre y se ríe.... ¡Lo mismo que el
padrino!...
Y cerró los ojos, cansados de mirar realidades y visiones de
tragedia....
Entretanto, Salvador, que esperaba a don Rodrigo a la salida del pueblo,
escuchaba con desesperación las terminantes explicaciones del caballero,
que, un poco impertinente y sagaz, comentariaba su visita insinuando:
--Acaso usted juzga con animosidad a la señora..., acaso siente usted
por la señorita un interés excesivo....
Y siguió el coche su camino, tras una afable despedida del caballero,
que volvía a encerrarse en su empinado y estrecho valle del Nidal....
En medio de la senda, bajo la luz lívida del atardecer, Salvador,
desorientado, inconsolable, murmuraba:
--Padece ella también la terrible psicastenia hereditaria...; es
neurópata, con la monomanía del martirio...; está loca..., loca de
remate.... ¿Y no la podré salvar?


IV

Subía enero su cuesta invernal, desbordado en inclemencias, con los
vientos desmelenados y las aguas roncas y turbias, borbollantes, fuera
de sus cauces rotos... Subía, espantoso y fiero, con una nube torva en
la frente y las recias abarcas chocleando sobre los lodazales del
camino.
En la casona, enero reinaba exterminador, silbando por las innúmeras
rendijas de las ventanas; y en la cocina, enorme y abandonada, entraba
por la bocaza bruna de la chimenea y se complacía en apagar el rescoldo
mezquino del llar, casi cegado por un montón de helada ceniza.
Ya en aquel fogón descascarado no se guisaba en profundas cacerolas ni
se trasteaba en continuo ajetreo. No había más que una sirviente inútil
con quien doña Rebeca reñía de la mañana a la noche; escaseaban las
viandas, y apenas si unas ascuas rusientes daban allí una idea remota de
hogar.
El cuarto de Carmencita era un páramo. Los escasos muebles parecían
perdidos a la sombra de las paredes, en una línea confusa como de
horizonte. Por los cristales agujereados entraba el soplo gélido de los
huracanes, y la colcha rameada de la camita temblaba estremecida por
aquellas ráfagas yertas, que adquirían voz de sortilegio y de amenaza.
Algunos lamentos de aquella voz siniestra, llegándose al rincón del Niño
Jesús, le henchían la túnica, deshilachada y sin aliño, y le hacían
balancearse sobre la rústica peana como en un pánico acunamiento de
terremoto. El techo de cal, reblandecido en húmedas manchas, dejaba
filtrar al aposento las gotas de la lluvia, recogidas en el suelo sobre
algunos cacharros sin nombre ni forma, ollas extrañas y panzudas de
centenaria fecha.
Aquel lento gotear de enero dentro del cuarto tenía un son de quejido y
de miseria que laceraba el corazón....
Todo era tedio y dolor en la casona.
Doña Rebeca rebuscaba en armarios, bargueños y arcaces algunos papeles
escritos y sellados que parecían importarle mucho. Abría legajos,
escudriñaba carpetas, y todo lo revolvía y desparramaba fuera de su
sitio. Estas maniobras las acompañaba de paseítos menudos, adagios y
murmuraciones. A intervalos reñía con la criada, y otras veces se
evaporaba, como por arte de duendería.
Narcisa se había llevado a su aposento las alfombras de la sala y un
brasero de cobre, donde, con insolente egoísmo, acaparaba toda la leña
combusta del hogar para confortarse y satisfacerse. Había hecho
provisión abundante de novelas terribles, y leía a la sazón, con
tenacidad salvaje, una con _santos_ de colores y un título que decía:
_La Condesa ensagrentada...._ Allí se hacía servir la comida, y, ceñuda
y brava, apenas salía de su escondrijo. Un despecho picante y rabioso le
mordía el corazón, viendo quebrarse en añicos sus ilusiones de boda con
Salvador, y viendo cómo el médico alimentaba, con crecientes
demostraciones, el interés que siempre le había inspirado la niña de
Luzmela.
Carmen compartía sus horas densas y amargas entre las cavilaciones
incoherentes en su cuarto y las calladas esperas a los pies de la cama
de Julio.
La primera vez que entró a verle fué una tarde en que el enfermo se
estuvo desgañitando en un clamor de angustia: «¡Agua..., agua!», como si
tuviera las entrañas adurentes y en el pecho lamentable un volcán
enceso.
Todo callaba en torno a la voz implorante, que llegó a hacerse desmayada
y balbuciente como la de un niño.
Doña Rebeca y Narcisa se habían sumido en una de sus frecuentes
desapariciones, y la criada tampoco aparecía por ninguna parte.
Entonces Carmencita entró tímidamente en el aposento del mozo, llevando
en la mano un vaso de agua de piedad.
La miró Julio, pasmado en medio de un quejido, y bajando los ojos, desde
los serenos de la niña hasta la limosna refrigerante del agua, bebió
ansioso y dejó de quejarse.
Carmen, llena de misericordia, se sentó callandito cerca de la cama, y
allí se estuvo con las manos cruzadas sobre el regazo, con una blanda
actitud de meditación y de tristeza....
El enfermo, de tarde en tarde, abría los ojos para mirarla sin encono y
sin perfidia, como nunca la había mirado; y desde aquel día Carmen le
cuidaba dulcemente, y le hablaba algunas breves frases consoladoras. Él,
para contestarla, parecía como si hiciese un esfuerzo, tratando de
adulcir la amargura de su voz, y ya nunca volvió a aojarla con expresión
satánica de maleficio. Cuando le acometían las crisis tremendas de
temblores y ayes, Carmen rezaba suavemente, con el bello semblante
compungido, y sobre las palabras impías del enfermo tendían sus
plegarias un callado vuelo de tórtola, que parecía purificar aquel
pesado ambiente de dolor y de terror....
Había caído la niña de Luzmela en una languidez insana y penosa.
Todo su cuerpo apabilado se desmadejaba en trágico abandono. En sus ojos
divinos ya no lucían ensueños ni ilusiones, ni en sus labios había
sonrisas gloriosas, ni aleteaba en su pensamiento el ave azul de la
esperanza.
Se habían apagado todas las luminarias que la diosa juventud encendió
triunfante en su corazón enamorado; habían enmudecido para ella todas
las promesas del porvenir y se le habían cerrado todos los horizontes de
sol, todos los caminos de rosas....
De aquel libro pequeño, que le dió condolido el padre cura, tomaba todos
los días unas palabras y trataba de hacerse con ellas una vida humilde,
llena de evangélica conformidad; pero aquel esfuerzo la dejaba siempre
la boca amarga y el alma trémula, y la voz y los ojos llenos de
lágrimas.
Toda estaba envuelta en una melancolía fatal, en una indiferencia
morbosa que la iba consumiendo.
Su belleza tomaba un aspecto de ocaso prematuro que inspiraba compasión.
Abandonado el esmero de su persona, inerte, con una atonía enfermiza v
dolorosa, parecía una planta afotista sin flores ni galas.
Y en medio de aquella languidez espiritual y de aquella debilidad
física, el deseo de ser santa ardía en su corazón con encendimiento
tenaz, atormentándole con la punzada hiriente de una idea fija.
Era aquella la única luz que, con parpadeo vacilante, brillaba en su
existencia.


V

Pasó un mes lento y sordo, a media luz, con las nubes a ras de la
tierra, y llegó marzo alzando un poco la frente sobre las montañas
gigantes que ensombrecían la vega.
Cuando marzo llegó, el enfermo de la casona se estaba muriendo. El
médico que le asistía solicitaba «una consulta» con acento augural, y
doña Rebeca había llamado a Salvador pensando: éste no me cobra nada....
Entró el señor de Luzmela en el cuarto de Julio, con el alma abierta, un
alma que rondaba en infatigable guardia de honor en torno a la niña
triste de los ojos garzos. Ella estaba allí, tímida y culpada, ante la
mirada elocuente de su amigo. Delante de él se abrían en el corazón de
Carmen todas las grietas profundas del dolor, porque aquel corazón
atormentado pedía paz y calma y suspiraba por descansar en otro corazón
blando y generoso; pero cada día una nueva meditación religiosa traía
sobre aquellas ansias su mandato austero y rígido, helado como los
soplos invernales que gemían en la casona al través de todas las
rendijas de los muros y de las puertas. Y al sentirse empujada al
descanso y a la dulzura, Carmen subía su sacrificada voluntad a la
excelsitud del propósito encendido en su alma, y sus labios, plegados en
muda queja, musitaban:--Quiero ser santa..., quiero serlo.
La miraba Salvador aquella tarde sin reproches ni desvíos, adivinando
toda la tormenta ruda y callada de aquel inocente espíritu. Una
compasión inmensa le dolía en el corazón y le ponía en los ojos un
fulgor ardiente de ternura.
Todo el aspecto de la muchacha era una viva lamentación de pena y de
trabajo; el médico veía con espanto que Carmen finaba lentamente, en un
profundo descuido de la vida.
Nada se dijeron al verse en el cuarto de Julio; se buscaron los ojos, y
ella bajó los suyos, cobarde y sobrecogida.
Después de examinar al enfermo, salieron los dos médicos a conferenciar
a la sala; hablaron de «salicidad» y de «patomanía» y se condolieron,
con un poco de amargo desdén, del temperamento proclive y relajado de
aquella familia.... En el comedor les esperaba doña Rebeca, y entonces
Carmen se acercó a Salvador como aguardando algunas palabras amistosas.
Pero él sabía que, al hablarla, le iba a temblar mucho la voz, y se
quedó callado y contemplativo, rimando, en una mirada codiciosa y
compasiva, todo el poema desesperanzado de sus amores.
Ella, por quebrar aquel silencio triste entre los dos, le dijo:
--¿Se muere Julio?
Respondió él únicamente:
--Sí....
--¿Y de qué se muere?
Pensativo y como lastimado por aquel interés de la muchacha hacia el
enfermo, Salvador repuso entre dientes:
--De... perversidad.
Carmen bajó hacia el suelo los párpados, cargados con la sombra divina
de las pestañas, y murmuró:
--¡Pobre!...
Se quedó luego suspensa, sin alzar los ojos ni la voz, con los brazos
caídos. Parecía más alta, y, en la luz muriente de la tarde, daba una
nota de emoción dulcísima, una delicada nota de sentimiento pasional....
Doña Rebeca, con mucho aparato de sollozos, se enteraba del próximo fin
de su hijo y pensaba con terror en los gastos del entierro.
Ya los médicos se despedían, andando despacito con la señora a lo largo
del corredor, cuando Salvador, vuelto hacia Carmen, que se quedaba sola,
le dijo:
--No sentirías tanto mi muerte como la de Julio....
--¡Tu muerte!--exclamó ella.
Pero Salvador ya se alejaba, sin aguardar contestación, y Carmen se
volvió al lado del moribundo, pensando en su amigo con agitación
extraña, con vago arrepentimiento, mientras que doña Rebeca y su hija se
oscurecían hacia un rincón, en amarga disputa....
Ya la muerte había llegado a la alcoba de Julio y se había aposentado
encima de la cama. Estaba sola con su víctima, y Carmen la saludó muy
cortésmente haciéndose sobre las sienes la señal de la cruz.
Aunque la niña no conocía a la vieja de la guadaña, al punto que entró
en el aposento «la sintió» y dijo:
--Ya está aquí.
No creyó ella que llegase tan pronto, y pensó, un momento, en avisar a
la familia del agonizante; pero en seguida se acogió a la dulce idea de
procurar que fuese apacible aquella última hora del infeliz peregrino, y
que no le amedrentasen los gritos desatinados de las señoras de la casa.
Quedóse mirando con respeto la figura triste de aquel hombre, detenido
por la muerte en la más lozana senda de la vida, y recordó una elocuente
oración de su libro que rezaba:
-«¡Oh, día clarísimo de la eternidad que no le oscurece la noche, sino
que siempre le alumbra la suma verdad; día siempre alegre, siempre
seguro y sin mudanza!... ¡Oh, si ya amaneciese este día y se acabasen
todas estas cosas temporales!...»
Carmen se sumergió en la mística contemplación de _aquel día_ y le
pareció que se le iba acercando con una amaneciente claridad, espesa y
húmeda como vaho de lágrimas. Sintió un dolor lancinante en el corazón y
otro en la cabeza, y pensó: ¿también yo tendré, como el padrino, rota
una cosa en la frente y otra en el pecho?...
Las escenas lejanas de la muerte del de Luzmela se le aparecieron en una
confusión tenebrosa, y se quedó «mirándolas» con los ojos abiertos y
parados sobre la vidriera plegada del balcón.
Creyó sentir entonces que una cosa dura golpeaba los cristales con
siniestro aleteo.... ¿Si sería la _nétigua_?
Se acercó a observar, andando de puntillas con infantil sigilo. No era
la _nétigua_.
Sobre las nubes grises ningún ave tendía las alas.
Había una infinita melancolía de desierto en la mansedumbre apacible del
atardecer.
Se apagaba el día en una quietud, en una soledad como de tumba sin
flores ni plegarias.
El cielo, bajo, inmóvil, deslucido, daba la impresión indecisa de un
alma sin anhelos, de un corazón sin latidos.
Y encima de un cristal, un listón desprendido de la cornisa golpeaba
lento cuando le estremecía, al pasar, una brisa sin rumores que bajaba
de la montaña....
Carmen, suspirando, se sentó en el borde del lecho al lado de «la
intrusa», y se puso a rezar por el alma del agonizante.
Ya Julio no se quejaba. Había caído en prolongado estado comatoso, y
rígido, yerto, se acercaba al día _siempre seguro y sin mudanza_ de la
eternidad.
Moría sin fatiga ni dolor, como en un dulce descanso de aquella
enfermedad misteriosa y horrible que había sido toda ella un estertor
violento y una fatal agonía. Tenía los ojos entoldados por la nube
fatídica del _no ser_, y la boca seca y dura, abierta en una mueca
desgarrante. El delirio espantoso que padeció en los últimos días
impidió que se le administrasen los Sacramentos, salvaguardia de las
sagradas promesas de salvación. Un sacerdote había llegado aquella tarde
con los Santos Oleos, y luego de haber ungido al moribundo, se había
marchado entristecido de no poder decirle cosa alguna a la pobre alma
viajera.
Sólo Carmen hablaba con la fugitiva en un coloquio de férvida
compasión. Le decía, sin voz, en secreto de inefable gracia: ¿Por qué
has dado tantos gritos malos, alma de Julio?... ¿Por qué has dicho
tantos pecados y tantas palabras feas?... ¿Por qué te has asomado a
mirarme con odio, y por qué me has amenazado y me has perseguido?...
¿Por qué, di, maltrataste a mi Niño Jesús aquella noche?...
Todavía iba a preguntar ¿por qué te reiste como un demonio cuando
Fernando me engañó?
Pero sin hacer aquella última interrogación se levantó solícita y
atenta, porque había crujido la hoja del jergón bajo el cuerpo trémulo
del agonizante.
Carmen, poseída de piedad, comenzó a decirle con su voz hialina, como
susurro de arroyo:
--Yo te perdono, Julio; yo tengo mucha lástima de ti...; yo te
quiero...; y Dios también te quiere y te perdona...; no te mueras con
rencor ni con maldad...; reza..., reza el nombre de Jesús...; ya amanece
tu día, Julio....
Tembló otra vez la cama, y dos gotas de turbio cristal rodaron por las
mejillas lívidas de Julio. Sus labios de cirio se contrajeron con una
postrera desgarradura, y Carmencita, inclinándose sobre aquella
despedida suprema, le besó en la frente con una caricia sedosa y pura,
llena de celestial encanto....
Cayó en la habitación el manto de la noche sin estrellas ni luna, y el
listón desprendido de la cornisa golpeó en el cristal con lento
soniquete....


VI

En el palacio de Luzmela anidaban el dolor y la zozobra, en ayuntamiento
infeliz.
Salvador, incapaz de contener por más tiempo en su corazón la marejada
viva de sus tormentos amorosos, se los había confiado a la anciana Rita,
en una buena hora de alivio y descanso, llevado a la intimidad,
blandamente, por el afecto y confianza que le inspiraba la excelente
mujer, y por el agobio violento de su carga de pesares.
Después de la confidencia, se quedó Rita llena de inquietud y de pena.
Movía la cabeza de arriba a abajo con una expresiva manifestación de
asombro desconsolado, como diciendo:--¡Válgame Dios!... ¡Válgame
Dios!...
Mientras tanto el médico se paseaba, con los brazos cruzados sobre el
pecho y los ojos errantes en las pálidas flores de la alfombra....
Tardó Rita en ordenar sus pensamientos, que saltarines y revoltosos,
iban de aquí para allá lastimando el cerebro fatigado de la pobre vieja.
Hizo un gran esfuerzo para arreglar aquel barullo mortificante de ideas
desmandadas, y fué colocando cada cosa en su sitio dentro de su cabeza,
con toda la serenidad posible, diciéndose a la vez: «De modo que el
señorito quiere a la señorita _para casarse con ella;_ que la niña no le
quiere a él y está empeñada en hacerse santa y mártir en la casona,
sufriendo a los mismísimos diablos... y que además se muere porque está
comalida y allí no tiene _tresno_ ni cosa que lo valga....»
Y, en alta voz, mirando compasiva al abstraído paseante, inquirió:
--Y don Rodrigo, el del Nidal, ¿no tiene poderío para terciar entre
usted y la niña y hacerla salir de aquella cueva de lobos?
Rompió su caminata Salvador y se dejó caer, fatigado, en una silla, para
responder:
--Ya acudí a don Rodrigo y estuvo en Rucanto; pero Carmen no quiso
decir la verdad; ciega en la manía de sufrir, disimuló el martirio que
padece en términos de engañar a su tutor; él es algo indiferente, no le
gusta mucho molestarse, y se alegró de poder volverse a casa muy
tranquilo, sin más diligencias.... ¡Todo el mal está en que Carmen no me
quiere!
Y estas últimas palabras temblaron en el silencio del salón saturadas de
tristeza.
Anhelaba Rita consolarle.... ¡Le tenía tan en el alma! Cariciosa, le
dijo:
--La niña le quiere...; hablóme de usted, poco hace, con mucha ley...;
pero para quererle como cortejo tendrá algún reparo.... ¡Como se ha
dicho que si usted y ella eran hijos del señor!...
El médico, conmovido por súbita esperanza, con inseguro acento murmuró:
--Pero ella sabe que no somos hermanos....
Y se quedó seducido por la magia de una ilusión confusa, pensando: ¡Si
Carmen me fuera esquiva sólo por ese temor!...
Después, como hablándose a sí mismo, fué diciendo:
--Ese libro que le dió el padre cura la confunde.
--Sí--dijo Rita--; es un libruco pequeño.... ¿Verdad?... También a mí
«me le sacó» y me relató en él unas cosas muy apuradas «de comer y beber
lloros».... ¡Válgame Dios!...
--El libro es hermoso..., un magnífico libro, Rita; pero ella está muy
débil y enferma para una medicina tan amarga, y toma del libro, cada
día, lo que tiene más de cauterio y revulsivo para curar los males en
almas fuertes y viriles.... Así se pone peor..., así se está matando....
--¿Pero está _picada_ del pecho, señorito?
--Picada está de locura....
Y Salvador, alzándose de la silla, volvió a cruzar el salón al compás de
sus cavilaciones, mientras Rita suspiraba al son de las suyas....


VII

Aprovechó el médico la ocasión de haber sido llamado a la cabecera de
Julio para menudear sus visitas a Rucanto, y doña Rebeca le recibía muy
amable.
Narcisa, en cambio, le ponía una cara feroz y le zahería con irónicas
frases, que alcanzaban con su acritud a la niña de Luzmela.
Pasaba Salvador grandes fatigas en aquellas ocasiones; pero las
soportaba con resignación y hasta con alegría, compensado por el
incomparable placer de hablar a Carmen y de mirarla.
Había tratado de averiguar si en la casona se tenían noticias de
Fernando, temiendo que la voluntad tornadiza del marino le hubiera
inducido a volver el pensamiento al punto donde, con rara liberalidad,
dejó quietas sus últimas tentaciones de amor. Pero, con gozo, vino a
convencerse de que el ambulario mozo se había sumido de nuevo en la
aventura de su vida errante, sin dejar en el camino otra huella que la
que deja un ave en el espacio con sus alas, o en el mar una onda con sus
espumas.... Tampoco de Andrés había en Rucanto más que remotas nuevas en
aquella temporada. Se le había visto en el alto puerto de Cumbrales, en
montaraz vagancia con los pastores, y luego decían que «se había
corrido» hacia Reinosa, con una cuadrilla de gitanos.
Cobró con esto Salvador un asomo de tranquilidad y un respiro en el
anhelo con que llegaba a la casona, siempre que a ello se atrevía.
Una de aquellas tardes que fué, encontró sola a Carmencita, y apenas se
saludaron, le preguntó Salvador:
--¿Todavía lees aquel libro que te hace desvariar?
Ella dijo, con su voz de melodía triste:
--Todavía....
--Pues yo voy a traerte otro libro santo muy alegre, con tapas azules y
letras de oro, si me prometes que leerás en él un poco todos los días.
--Si dices que es santo....
--Ya lo creo; es el Evangelio..., ¡figúrate!
--Tráemele pronto....
--Mañana.
Se quedaron callados, mirándose. Ella tenía un destello de curiosidad en
los garzos ojos entristecidos. Él, con los suyos, le estaba diciendo un
delirante discurso inflamado y sumiso. De pronto, la niña se le acercó
confidencial, con una íntima confianza rota por ella entre los dos,
tiempo hacía, y le dijo:
--¿No sabes que la pobre doña Rebeca no tiene ni un céntimo?... Ahora,
conmigo, es mucho mejor que antes....
Salvador, precipitadamente, interrogó:
--¿Quieres tú dinero?
Ruborizada, torpe, confesó:
--Quisiera tener un poco para dárselo.
--¿Pero tú no necesitas nada para ti?
--Para mí no.
--Yo veo que te hacen falta muchas cosas, Carmen.
Ella repitió con desaliento:
--Ninguna cosa me hace falta....
Ya Salvador tenía en las manos su cartera, y tomando algunos billetes
que contenía, los puso sobre el regazo de la muchacha.
--Yo te daré--le dijo con ardor--todo lo que necesites..., todo lo que
quieras..., todo lo que tengo....
Ella, al mirarle, todavía encendida y confusa, le contestó:
--Gracias...; ¡eres tan bueno!...
--¿No sabes que lo mío todo es tuyo?
Se sonrió Carmen preguntando:
--¿Por qué ha de ser eso?
--Porque Dios lo ha querido así..., y si yo tenía algo que era mío
únicamente..., ya te lo di hace tiempo; te lo di en absoluto, para
siempre, y me he quedado sin nada.... ¡Si tú quisieras!...
--¿Qué?--preguntó la niña.
Y entró Narcisa como un huracán, vociferando:
--Mamá está un poco mala, y yo no puedo estarme aquí llevándoles a
ustedes la cesta.... Con que....
Carmen y Salvador se pusieron en pie, sobrecogidos, y los billetes que
la muchacha tenía sobre el regazo cayeron desparramados por el suelo.
--¿Qué es eso?--preguntó colérica la de la casona, con el gozo cruel de
haber descubierto una intriga tenebrosa.
--Esto es... nada que a usted le importe--contestó el médico, alterado.
Y Carmen, atolondrada, se quedó quieta y muda.
--Esta casa--increpó entonces Narcisa, como un basilisco--no se ha
prestado nunca a... porquerías.... Ya está usted aquí de más, señor de
Fernández....
Y se acercó a él tratando de cogerle por un brazo.
Hizo Salvador un movimiento de repugnancia como si se le aproximara un
reptil, la midió con mirada despreciativa y colérica y salió de la sala
muy altivo, sonriéndose, con una audacia nueva en él, tan provocativa,
que Narcisa le persiguió diciéndole desvergüenzas, extinguido ya el
resto de pudor que hasta aquel día la contuvo en su tentación de
insultarle a la cara.
Y Carmen recogiendo del suelo los billetes, fuése a llevárselos a doña
Rebeca, que de cierto parecía que andaba algo malucha.


VIII

Abril florecía. Tenían sus auroras nuevas un pálido rosicler de
esperanza; gentileaban las margaritas en las praderas, blanqueándolas
con remedos de nieve; habían nacido muchas mariposas, y en los nidos
recientes las hembras padecían la fiebre dulce y santa de la
procreación....
Todo el valle se henchía en gestación potente, y ya el alba de una vida
de milagro y de gloria vestía de flores los espinos y les ungía de
perfumes.... Espejándose en el valle fecundizado, el corazón de la niña
de Luzmela se dilataba también en un inconsciente afán de
florecimiento, con barrunto de brotes y bella nostalgia de capullos. Los
diez y ocho años de Carmencita pedían lo suyo, aun en el apagado
lenguaje de un cuerpo abatido y un alma herida.
Perdido el tino del sendero, cansada v doliente, la muchacha se agarraba
ahora a su pedazo de vida negra, con instinto de juventud y de
esperanza, como si no tuviera las manos desgarradas de los zarzales del
camino...; ¡y era que en la hermosura pródiga de su tierra hasta las
zarzas echaban flores!...
No sabía Carmen si quería a Fernando; no sabía tampoco si le olvidaba;
sólo supo que la vida la llamaba a gritos desde los campos y desde los
bosques, desde las huertas y desde los nidos, desde el cielo irisado en
amaneceres risueños y desde los espinos en flor.
Y ella volvía la cara hacia aquel lado donde la primavera nacía cantando
amores, y sentía todo su ser congestionado por el hechizo de vivir y por
la ilusión de amar....
Cuando se daba cuenta de haberse entregado a estos éxtasis humanos,
seducida por las voces sordas de la Naturaleza, un espíritu de
religiosa austeridad la hacía estremecerse, y su alma, poseída del afán
del martirio y de la santidad, respondía con todas sus escasas fuerzas
al reclamo implacable de aquel afán.
Era entonces cuando buscaba enardecida los libros devotos para aplacar
en los manantiales de su doctrina la sed y la fatiga del corazón.
En aquel libro de tapas azules y letras de oro que Salvador le enviara
en secreto, con una carta insinuante y tierna, había leído Carmen con
emoción:
«No traigas yugo con los impíos, porque ¿qué comunicación tiene la
justicia con la injusticia? O, ¿qué compañía la luz con las tinieblas?
O, ¿qué concordia Cristo con Belial?... ¿Qué parte tiene el fiel con el
infiel?... Por tanto, salid de en medio de ellos y apartaos, dice el
Señor, y no toquéis lo que es inmundo».
Maravillada de la limpieza y altura de estas máximas del Evangelio,
Carmen sentía crecer su repugnancia instintiva hacia la existencia y los
seres de la casona, y miraba al cielo puro con un inconfeso anhelo de
volar, con un callado presentimiento de las alas ligeras y giros
alegres, abstrayéndose con delicia en la contemplación de las mariposas
y de las aves suspirando con hastío en su cárcel sombría de Rucanto.
En una de aquellas divinas horas de resurrección de tierras y corazones,
Carmen subió a su observatorio del sobrado para mirar a la naciente
primavera cara a cara y calentar al sol su alma aterida.
Todo el paisaje, en la calma de la tarde abrileña, cantaba un _hosanna_
de triunfo; y del celaje diáfano, de la vegetación lujuriosa, de las
hiendas humeantes y de las glebas en oreo se alzaba en voz sin acentos,
valiente y subyugadora, un férvido _¡aleluya!_ que a la niña de los ojos
garzos le apresó el alma. Cautiva la tenía, puesta en una milagrosa
sonrisa que había florecido en sus labios, cuando sintió tras de si un
jadeo de carne brava y un resuello caliente y brutal.
Sin tiempo para volverse a mirar se encontró prisionera en unos brazos
duros y torpes, y el aliento de Andrés, apestando a vino, la encendió la
cara.
No supo si fueron los labios del mozo una cosa rusiente que le dolió en
el cuello, ni supo de dónde había sacado ella un grito de furiosa
rebeldía y una fuerza salvaje para desasirse de aquel abrazo exultante
y ansioso.
Andrés, impulsado hacia atrás por las dos manos breves y nerviosas de la
niña, dió un traspié no muy gallardo y soltó una palabrota soez.
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