La Niña de Luzmela - 2

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Manuel lo tomaba a sorbos, con esfuerzo, el cura y el maestro lo
saboreaban con deleite, mojando en los delicados pocillos hasta el
último bizcocho y la última rebanada de pan rustrido.
Se había iniciado una trivial conversación, rota a cada bocado de pan o
de bizcocho, hasta que retiradas las bandejas de encima del tapete, el
criado presentó otra grande, de plata, con la correspondencia.
Miró don Manuel los sobres de sus dos o tres cartas, y las apartó
indiferente; el maestro abrió un periódico y comenzó la habitual
lectura.
Había el caballero cerrado los ojos; tenía las manos cruzadas sobre las
rodillas.
Don Juan, a veces, hacía un punto en su tarea y por encima del papel
miraba con inquietud al enfermo.
También don Pedro le observaba con atención, y miraba después a don
Juan.
Y cuando ya los dos se estaban alarmando, por aquella quietud momificada
de su huésped, éste dió un respingo en la silla y dijo, con la voz
entera y sonora.
--Perdone un momento, don Juan; me van ustedes a permitir unas
preguntas, y aunque les parezcan extrañas han de responderme sin hacer
comentarios, ¿no?
Don Manuel había estado en América dos años, y esta interrogación
expresiva ¿no?, importada de aquel mundo joven, la usaba todavía en
ciertos momentos.
Se miraron con sorpresa sus dos contertulios, y ambos dijeron que «sí»
varias veces, en contestación a aquel «no» interrogante.
--Vamos a ver--indagó el solariego, que parecía un resucitado--: a
ustedes ¿qué les parece de mi hermana?
Hubo un silencio explicable, y a la par respondieron los dos señores:
--Nos parece bien; ya lo creo, muy bien....
--¿Creen ustedes que es buena?
--Ya lo creo; muy buena, sí señor.
--¿Y no dicen por ahí que es rara?
--Un poco rara; pero, poca cosa....
Hubo otra pausa, y aseveró don Manuel:
--¿De modo que a ustedes les merece excelente opinión?
--¡Excelente!
El de Luzmela volvió a recostarse en el sillón, cerró de nuevo los ojos
y cruzó otra vez las manos murmurando:
--Siga, siga la lectura, don Juan, y dispensen.
Don Juan leyó otro ratito; él y don Pedro se miraban mucho aquella
noche, y, más temprano que de costumbre, se despidieron.
Encontraron en el corredor a Rita, que subía con Carmen de la mano, y le
dijeron:
--El amo está peor, ¿eh?
--¿Peor?
--Mucho peor: tengan cuidado.
Aunque hablaban con misterio, la niña se enteró, y preguntó con ansia.
-¿Mi padrino?
Ellos ya bajaban la escalera y no respondieron nada.
Rita aceleró el paso llena de inquietud.
Carmen tenía los ojos muy abiertos en la semioscuridad del pasillo, y
toda su alma se asomaba por ellos como escudriñando las tinieblas del
porvenir.
Llegando a la sala, la mujer y la niña fueron derechas al sillón, y
mientras Carmen se inclinaba devota a besar las manos del enfermo
decíale Rita acongojada:
--¿Se siente mal?
Sin responder a esto, el de Luzmela preguntó a su vez, mirando a la
vieja:
--Oye, ¿a ti qué te parece de mi hermana: es buena?
Atónita la mujer, creyó que deliraba su amo, y él quiso disipar aquel
asombro explicando:
--No estoy «de la cabeza», Rita, no te apures, y responde.
Dijo Rita:
--Buena es su hermana, ¡qué ocurrencia!
--Podía no serlo....
--Yo poco la tengo tratada; casóse apenas yo vine..., ¿no se acuerda?
--Pero, ¿qué has oído por ahí?
--Que es algo rara, algo «maniosa»; pero buena sí.
Don Manuel soliloquió:
--¡Todos dicen que es buena!
--Sabe, que el genial se le habrá corrompido algo con las desazones;
pero el fondo será querencioso y noble como el de todos los amos de
Luzmela....
Tenía el enfermo una placentera expresión cuando volvió la cara hacia
Carmen, que atenta escuchaba a su lado.
--Y a ti, hija mía, ¿qué te parece? ¿quieres a mi hermana?
La niña clavó en él su mirada límpida, y también preguntó:
--¿La quieres tú?
--Yo sí.
--Pues yo también, sí....
--¿Te gustaría vivir con ella?
Carmen dijo prontamente:
--Quiero vivir contigo--y le echó los brazos al cuello con ternura.
El la enlazó en los suyos lleno de emoción, murmurando con la voz
quebrada:
--Pero si yo tuviera que marchar....
La niña, sollozante, respondió al punto:
--No, no, por Dios; llévame entonces contigo.
Rita hacía pucheros y se llevaba a los ojos la punta del delantal, y don
Manuel, incapaz de prolongar aquella escena sin descubrir el profundo
dolor que le poseía, trató de calmar a la niña con tranquilizadoras
palabras.
Cuando Carmen, un poco engañada, alzó la cabeza y miró al hidalgo, le
vió demudado y con el rostro humedecido. Angustiada todavía, le
preguntó:
--¿Lloras?...; ¿sabes tú llorar?
Él trató de sonreir diciendo:
--¡Si son lágrimas tuyas!
Y la despidió con un beso muy grande....
En la alta noche, cuando el monumental lecho de roble crujía sacudido
por el convulso llanto del enfermo, murmuraba el triste:
--¡Que si sé llorar!... ¡Hija mía, hija mía!...


IV

Después de aquellos primeros ocho días, la vida en Luzmela recobró su
aspecto acostumbrado.
Carmencita dió sus lecciones con don Juan y bordó su tapicería en un
extremo del salón bajo la mirada solícita del solariego, que parecía un
poco aliviado de sus achaques.
Salvador hizo al enfermo la cotidiana visita, larga y cariñosa, y el
maestro y el cura fueron todas las noches, como de costumbre, a hacerle
un rato la tertulia a don Manuel.
La numerosa servidumbre del palacio, engolfada en el trasiego de las
cosechas, llegó casi a olvidar la angustia de aquella mañana en que el
notario de Villazón entró solemnemente al despacho del amo, y llegando
poco después muy descolorido el señorito Salvador, fueron avisados don
Pedro y don Juan, con barruntos de testamento.
Una ansiedad dolorosa había conmovido a los servidores de la casa, todos
obligados, por innúmeros favores, a guardar a su señor una fidelidad
sagrada, y todos capaces de cumplir esta noble obligación. ¿Acertaría el
de Luzmela en los pronósticos que hacía de su muerte? ¿Iría a caer ya,
marchito para siempre, aquel único tronco de la ilustre casa de la Torre
y Roldán?...
Durante algunos días estos temores pusieron en la vida, siempre
melancólica, de aquella mansión, un sello de tristeza y de inquietud
profundas. Todas las voces se hicieron quedas y suspirantes alrededor
del amo, que, sumido como nunca en sus cavilaciones y añoranzas, cayó en
un abatimiento alarmante.
Pero habíase esponjado de nuevo el cuerpo lacio y consumido de don
Manuel; se erguía en el sillón con más arrogancia y tenía el semblante
más placentero y despejado.
Se fué tranquilizando la buena gente de la casa y volvieron en ella las
labores a su centro natural.
Sólo en los ojos hechiceros de Carmencita quedó encendida la penosa
expresión de la duda, y a menudo posaba esta llama inquieta en el enigma
de los días futuros como una interrogación inconsciente.


V

Don Manuel sueña, como la tarde en que le conocimos.
También ahora tiene los ojos abiertos sobre la cabeza gentil de Carmen;
pero la niña no juega ni borda en el salón; está en el jardín, hundiendo
distraídamente la contera de su sombrilla en las hojas secas amontonadas
por los senderos.
El ábrego ha saltado brioso al amanecer, y ha despojado a los árboles de
sus últimas galas, ya mustias.
Tiene el cielo una intensidad de azul rara en Cantabria; a través de una
atmósfera de limpidez exquisita, todo el valle y los montes se abarcan
de una sola mirada desde el balcón adonde asoma el de Luzmela su
paciente silla de enfermo.
Algunas veces, sus ojos cargados con las imágenes de sus pensamientos se
alzan un momento al cielo, al monte o sobre el valle, para caer siempre
en éxtasis de adoración encima de la niña....
Soñaba....
Veía aquella mujer bella y pura que tenía los ojos y los cabellos lo
mismo que Carmencita; tenía también su misma sonrisa serena y su misma
voz de plata. La veía caer acechada, perseguida por él, atropellada por
su loca pasión, y asistía a todo el horror de su vergüenza, a todas las
horas atormentadas de su vida, hasta que ésta se extinguió en agonía
trágica.
Con haber amado él tanto a aquella mujer, ¿fué ella el grande amor de su
vida?... No: su amor inmenso y puro, supraterreno, inmortal, era la
criatura recogida por compasión, como despojo palpitante de la tremenda
aventura cuya memoria dolía siempre en el corazón del hidalgo. ¿Cómo
pagaría su conciencia aquella deuda enorme? ¿Acaso él no fué el único
culpable? ¿No lo fué siempre, en todas las ocasiones en que una mujer
encendió su deseo?...
Con tales remordimientos estaba el de Luzmela perturbado, y por esquivar
tan íntima turbación, o porque fuese aquélla para él una hora de
evocaciones aventureras, cayó de pronto en su memoria otra página
galante de sus años mozos.
Esta no había quedado mojada de lágrimas: risueña y gozosa, fué otra de
sus grandes locuras. Y se iba aplaciendo el semblante angustiado del
caballero al recordar aquella su expedición a las Américas, dueño y
señor de una criolla que le adoraba.
Ella le había pedido, con cálidas frases de terneza, un viaje a su país,
de donde seguramente la trajo otra aventura amorosa. ¿No valían sus
caprichos la pena de «botar la plata»?... Fué el viaje una pura gorja en
que a cada momento tuvo la bella indiana descubiertas por tentadora
sonrisa las perlas nitescentes de su boca. Era una delicia vivir y gozar
tanto, ¿«no»?...
Ya se había aclarado toda la cara macilenta del enfermo con esta
placentera memoria cuando Carmen gritó sobresaltada desde el jardín:
--¡Padrino, la _nétigua_; espántala!
Y un ave de blando volar, de uñas corvas y corvo pico, se sostuvo,
retadora, un instante en el vano del balcón, agitando sus plumas remeras
y graznando con lúgubre tono.
Desde las lueñes playas de la América virgen volvió el de Luzmela los
ojos al pajarraco agorero, y le ahuyentó de un manotazo en el aire con
enojo violento; en seguida buscó la mirada de la niña y encontró en ella
una singular expresión dolorosa, como sólo recordaba haberla visto igual
en los ojos de otra criatura: de aquella triste pecadora que murió del
dolor de haber pecado.... ¿De dónde había sacado Carmen aquel secreto
penar que se le declaraba en los ojos? Sólo sabía don Manuel que desde
hacía algún tiempo el rostro de la niña estaba ensombrecido por alguna
extraña tristeza que a menudo ponía en su mirada una revelación; y aquel
destello misterioso llenaba de pesadumbre el alma del caballero.
Hizo un esfuerzo por levantarse, y apoyado en el barandaje de hierro, le
dijo:
--¿Pero te da miedo de la _nétigua_?... No te asustes...; se fué ya.
Sube.... ¿no quieres subir?...
Ella alzó el azahar de su mano señalando al cielo, y por toda respuesta
murmuró:
--Todavía... padrino.
El ave fatídica se cernía obstinada sobre el jardín.
Carmen corrió a la casa y subió al salón.
Ya don Manuel había vuelto a sentarse y la esperaba.
La niña fué derecha a sus brazos con una inexplicable emoción, y su voz
llorante interrogaba:
--¿No te irás, padrino? ¿Nunca te irás? ¿No me dejarás nunca con doña
Rebeca?
El, absorto, clamó:
--¿No la quieres?
--No, no; ¡qué miedo, qué miedo tan grande!
--¿Pero de quién, hija mía?
Paró un coche en la portalada, y Carmen sin soltarse del cuello del
hidalgo, gimió:
--Otra vez la _nétigua_....
Volvió el ave a aletear a la par del alero, graznando agresiva, cuando
abriendo la puerta del salón anunciaron:
--Doña Rebeca.
Carmen imploró.
--Viene a buscarme; ¡no me dejes, por Dios, no me dejes!
El de Luzmela había doblado la cabeza sobre el hombro de la niña, y sus
brazos se iban aflojando en torno al cuerpo grácil de la criatura.
Cuando doña Rebeca entró en la sala y se acercó al grupo, viendo la cara
mortal del enfermo, increpó a la niña.
--¿Le estás ahogando?
Ella apartóse prontamente, diciendo:
--¿Yo?
Y al soltarse de aquel brazo ardiente vió con horror cómo el cuerpo de
don Manuel se desplomaba sobre el respaldo de la silla.
Miraba el moribundo a Carmen con una angustia infinita. Había adivinado
tardíamente sus terrores y sus penas. La muerte llegaba implacable, sin
darle acaso tiempo para reparar su fatal error, fruto de tantas
meditaciones, y que ya antes de consumarse causaba a Carmen una
desolación tan profunda....
Todo lleno de espanto, el corazón de Carmencita se le subió a los labios
para gritar con afanosa ternura:
--¡Padre!...
Y de nuevo trató de abrazarle la infeliz.
Doña Rebeca la separó del caballero con aspereza, diciéndole:
--¡Qué padre ni qué _ocho cuartos_!
El de Luzmela abrió entonces los ojos inmensamente, con tal expresión
desesperada y colérica, que la señora echó a correr, mientras la niña,
vacilante, caía de rodillas, suplicando:
--¡Dios mío, Dios mío!
A los gritos de doña Rebeca acudió alarmadísima la servidumbre, y entre
ayes y lamentaciones fué el moribundo transportado a su lecho.
En el más ligero caballo de la casa partió a escape un hombre a buscar
al médico, y otro voló a buscar al cura.
Doña Rebeca husmeó en la capilla, procurándose auxilios piadosos para
aquel trance, y volvió al cuarto de su hermano, donde, muy diligente,
encendió la vela de la agonía.
Antes había dicho a Carmencita que trataba de acercarse a don Manuel:
--Aquí sobran los chiquillos; vete allá fuera.
La pobre criatura, desorientada y llena de temor, volvió a la sala, y
de nuevo se hincó delante del sillón vacío.
Entretanto el de Luzmela pugnaba en vano por hablar. Su vida parecía
haberse reconcentrado en los desorbitados ojos, que miraban con
incensatez, hasta que, tras un nistagmo penoso los cerró para siempre.
Había caído la tarde en una serenidad dulcísima; algún caliente suspiro
del ábrego removía en el jardín las hojas secas, llevando hasta la
ilustre casa de la Torre y Roldán, clara y distinta la voz solemne del
_Salia_, eterno arrullador de la vega.
Carmencita, absorta en su desconsuelo, se levantó de pronto estremecida
por un resoplido siniestro, y, toda temblorosa, gritó una vez más:
-¡La _nétigua_!...
De las habitaciones de don Manuel salían ya los chillidos agudos de doña
Rebeca, y el ave agorera tendía sobre el azul cobalto de la noche su
vuelo silencioso....
El hidalgo de Luzmela había muerto.


SEGUNDA PARTE

I

Cuatro años han pasado muy callandito sobre la vida de Carmen. Sólo
ella sabe que aquel montón de horas está todo mojado de lágrimas, que no
ha reído en su vida ninguna de aquellas cuatro primaveras con el
alborozo de las ilusiones, ni ha cantado en su pecho ninguno de aquellos
estíos la enardecida estrofa de la juventud.
El singular testamento de don Manuel de la Torre fué un jirón de locura
mansa que, desgarrado del noble corazón del solariego, quedó flotando
sobre la cabeza inocente de su hija, como nube de un drama silencioso.
Había quedado Carmencita llena de terror en las manos de doña Rebeca, y
doña Rebeca tendía con ansia sus garras de _nétigua_ hacia la herencia
codiciada, sin poder apresar los caudales, por tener las uñas llenas de
la carne inocente de la niña, flor de pecado y de dolor.
Al consumar don Manuel aciagamente sus propósitos de última voluntad,
exacerbó todas las malas pasiones de su familia y sembró de torturas la
senda de Carmen allí donde quiso dejar para ella rosas de piedad y
lozanos capullos de ternura.
Todos los deseos del de Luzmela quedaron atados en su testamento, dentro
de la rigidez del derecho legal, con sólida habilidad y previsión, y
doña Rebeca hubo de someterse con aparente comedimiento a las
disposiciones de su hermano y fingir que cobijaba a Carmen en regazo
maternal.
Con el tecnicismo severo de las cláusulas testamentarias, la señora de
Rucanto quedaba sometida al cargo de administradora de la media fortuna
del caballero hasta la hora acordada por aquél, y sólo a título de
amparadora de la niña. Por el bienestar de ésta velarían las leyes, «sin
empecer la acción y facultades conferidas a un rancio solariego de los
contornos, nombrado tutor de la pequeña y asistido del derecho de
retrotraer para la misma el legado de don Manuel en caso de que doña
Rebeca no cumpliese las condiciones impuestas por el testador....»
Cuando llegó a Rucanto la niña de Luzmela, la recibieron los sobrinos de
don Manuel con indiferencia sublime, mirándola de hito en hito...; ¡fué
aquella la primera vez que bajó los ojos turbada delante de su nueva
familia!...
Desde aquella hora fatal, Carmen puede asomarse a las páginas de estos
cuatro años transcurridos, mirando su vida doliente al través de una
cortina de llanto, y puesto sobre los labios un dedito precioso en señal
elocuente de silencio, como un ángel tímido y resignado, herido a
traición en las alas gloriosas....


II

Tenía cuatro hijos doña Rebeca. El mayor, Fernando, marino mercante,
navegaba en mares lejanos; era un guapo mozo, de carácter aventurero y
de gallardísima figura; su madre sentía pasión por él, una pasión
material, fundada únicamente en la belleza del muchacho. El segundo,
rudo y torpe, hacía vida montaraz y sólo paraba en Rucanto el tiempo
preciso para comer y dormir; algunas veces, para pedir dinero y, con
escasa frecuencia, para mudarse de ropa. Tenía el cuerpo recio, los ojos
turnios, áspera la voz y fiero el ademán. Era mocero y borracho; se
llamaba Andrés.
Le seguía en edad la joven Narcisa, una muchacha de veinticinco años,
ojizarca y endeble, melindrosa y no mal parecida. Ella era, en ausencia
de Fernando, el mimo de la casa, el centro adonde convergían todas las
atenciones y de donde partían todos los designios. Doña Rebeca, con
hacer honor a su nombre, había sido toda sumisión y desvelo para
malcriar a su hija.
Quedaba aún otro muchacho, Julio, de veinte años, también enclenque, de
cara macilenta y desapacible expresión; huraño y triste, andaba siempre
solo por los rincones de la casa o de la huerta, en misteriosos
soliloquios que a veces tomaban la forma de quejidos lamentables....
Había comprendido Carmen cuál era su destino y creía que siguiéndole
cumplía la voluntad de su protector. Su inteligencia clara y su corazón
noble se sobrepusieron a la debilidad de los trece años; dominando con
valor admirable el terror que le inspiraba doña Rebeca, la acompañó
dócil a Rucanto, y allí se echó sobre los hombros su nueva vida, con un
firme empeño de levantarla y llevarla gallardamente hasta el final del
camino.
Cuatro años llevaba en la áspera ruta, y se había hecho una mujer a
fuerza de sufrir y de llorar.
La vida de familia en Rucanto era espantosa. Carmen miraba siempre con
el mismo miedo y el mismo asombro a doña Rebeca y a sus hijos.
A veces creía que se odiaban, a veces que se querían; siempre le
parecieron un enigma viviente y trágico, una sima de pasiones pavorosas,
a cuyo borde andaba la infeliz todo temerosa y estremecida, con un paso
incierto de sonámbula, con una mirada pávida y llorosa, llena de lejana
tristeza.
En sus meditaciones de niña temblaban los pensamientos chocando unos con
otros, doloridos, ante el cuadro siniestro de aquel hogar. A menudo, una
compasión inmensa flotaba benigna en el espíritu generoso de Carmen,
preguntando: ¿acaso estos pobres no han heredado la maldad y locura?...
¿Son ellos responsables de ser locos o de ser malos?...
Y la realidad de las cosas respondía tirana que era un tormento durísimo
vivir con aquella familia de enajenados, verdugos de la ajena y la
propia felicidad.
Parecía imposible aprender aquellos genios ni llevar una hora seguida
la corriente de aquellas voluntades, porque a cada minuto se tropezaba
en el escollo de una mudanza o en el abismo de un arrebato. Todo era
ciego y duro en la inconsecuencia monstruosa de semejante familia, y
para el alma delicada y dulce de Carmen iba siendo una tortura inmensa
aquel vivir tormentoso, sembrado de imprecaciones y gritos,
desesperaciones y codicias.
Cuando la niña llegó a Rucanto, la instalaron regaladamente en el
gabinete de Narcisa; entraba con ella en casa la abundancia, y tras la
primera mirada inquisitorial y hostil, los sobrinos de don Manuel
tuvieron para la intrusa una displicencia tolerante, única tregua de paz
que se le concedió en aquella mansión belicosa.
Pasada fugazmente la primera impresión de sorpresa y bienestar, cada uno
dió en la casa rienda suelta a sus instintos, sin un asomo de compasión
ni de ternura para la desgraciada forastera.


III

Antes que tal gente mostrase una acerba hostilidad a la muchacha, doña
Rebeca la llamó algunas veces «sobrina» con un tono adulón un poco
irónico; y todavía, después que la sitió con todo el enardecimiento de
un plan completo de campaña, cuando en alguna encrucijada estratégica la
quería congraciar, dábale aquel grato nombre de familia y pretendía
halagarla con su vocecilla de falsete endulzada en la punta de la
lengua.
El primer día que doña Rebeca, como general en jefe, acometió a la niña,
armada de toda la perfidia del mundo, fué y le dijo:
--Mí hermano no era tu padre...; que se te quite eso de la cabeza...;
mi hermano no era nada tuyo...; no tienes sangre infanzona...; eres
«hija de padres desconocidos»....
Ella humilló la frente enrojecida, sin responder.
Esta pasividad excitó más la agresiva intención de la señora, que,
persiguiéndola con los ojos y con la actitud, continuó:
--Mi hermano estaba loco, loco de atar...: heredó de los abuelos esta
dolencia.
Le acudió a Carmen un lógico pensamiento, y delatándole en voz alta,
preguntó:
--¿No eran también abuelos de usted?
Doña Rebeca, furibunda, le puso los puños junto a la cara, gritándole:
--Tú eres la santa..., ¿eh?...; la santa, ¿y me insultas llamándome
loca?
La infeliz, rompiendo a llorar, gimió:
--¿Yo?...
--Sí, tú, la santita, el agua mansa, que parece que nunca has roto un
plato....
Y se dió a hacer gestos por la casa adelante, con las manos en la cabeza
y la voz retumbante rodando por los pasillos.
Nueva espectadora de aquellas comedias ridículas, Carmen se creyó
realmente culpable y llegó a suponer que había sido grave indiscreción
preguntarle a doña Rebeca si era nieta de sus abuelos.
Otro día, riñendo la hija y la madre, engalladas y descompuestas,
estaban ya a punto de «agarrarse», cuando Carmen, entrando en la
estancia, se interpuso entre las dos con impulso bondadoso.
Aprovechó Narcisa aquel momento para darle con saña un empellón, y la
niña fué a caer de rodillas cerca de una mesa, sobre la cual una lámpara
vaciló, quebrándose.
--Es una loca--dijo Narcisa, avenida de pronto con su madre en tranquila
conversación.
--Sí, una loca; hija de su padre había de ser--repitió la señora.
Carmen, sin hacer caso de la lámpara, del golpe, ni de la injusticia de
aquellas palabras, preguntó:
--¿De qué padre?
--De mi hermano; del simple de mi hermano, que estaba «poseído»....
La niña había oído únicamente _de mi hermano_, y, de rodillas como
estaba, juntó las manos con transporte, soñando.
--Sí; es cierto..., es cierto....
El furor de Narcisa volvió entonces a desbordarse ante la devota actitud
de la muchacha, y de nuevo chilló a su madre con desatinadas veces.
--¿No ves cómo se eleva? ¿No ves cómo se cree igual a nosotras? ¿Por qué
le dices que es hija de tu hermano?... Tú sí que estás «poseída»; tú sí
que eres simple....
Huyó doña Rebeca con su paso menudo y cauteloso, y la hija la siguió a
grito herido llenándola de injurias.
Carmen, sola en la habitación, sintió que la duda quedaba todavía viva
en su pecho; volvió los ojos a todos lados como para interrogar al
misterio de su vida, y vió otros ojos turbados y malignos que se
recreaban en su angustia.
Era Julio, que acechaba el dolor ajeno para manjar de su alma perversa.
Estaba a veces adormilado en los bancos del pasillo o en el sofá de la
sala, y cuando oía que, bajo los chillidos agudos de Narcisa o bajo las
sinrazones de su madre, temblaba como un pajarillo la fresca voz de
Carmencita, corría hacia ellas, recatándose detrás de las puertas o a la
sombra de las paredes para no perder ni un detalle de la escena
dolorosa. Si le era posible ver las caras desde sus escondites, entonces
una expresión tenebrosa se asomaba a sus ojos malécos.
No se acordaba Carmen de haber hablado con aquel muchacho una buena
palabra en los años que llevaba en la casona.
La voz aceda del mozo sólo se alzaba iracunda contra su madre, contra su
hermana o contra los criados. Se pasaba muchos días encerrado en su
dormitorio. Doña Rebeca decía que estaba enfermo. Debía de ser verdad,
porque a menudo salían del aposento ayes y gemidos.
Lloraba entonces la madre; Narcisa se enfurecía, y si en tales ocasiones
de tragedia llegaba Andrés a Rucanto, rodaban los muebles, estallaban
los cacharros en añicos, y las puertas se batían en tableteos
formidables.
Los criados, siempre nuevos y de lejanos valles, pedían la cuenta con
premura, y Carmen, llena de espanto, se escondía en el último pliegue de
la casa a temblar como una hoja.
Pasaba la tempestad, doña Rebeca guisaba, su hija ponía la mesa con
mucha solemnidad, y todos comían amigablemente, con apetito y
abundancia.
Era seguro entonces que Andrés tenía dinero en el bolsillo y que Narcisa
había conseguido un traje nuevo o un viaje a la ciudad.
Julio, que no se aplacaba con dones, aparecía tranquilo a fuerza de
cansancio; y la fatiga de haber rugido furiosamente desplegaba su frente
huraña y le hacía aparecer menos repulsivo.
Sólo Carmen en aquellas ocasiones, harto frecuentes, fingía comer y
luchaba con el temblor de sus manos y con la inseguridad de su voz.
Y así, mientras que la madre y los dos hijos mayores hablaban amistados
y serenos, Julio descansaba desfallecido, ella oía, siempre horrorizada,
el eco de las blasfemias y de los insultos, de los golpes y las amenazas
que se habían alzado entre la madre y los hijos, apenas hacía una hora,
y tantas veces y en tantos años....
Era una casa temerosa la de Rucanto.
La fundó un quinto abuelo de doña Rebeca, que murió en un manicomio y
que dejó lastimosa descendencia de locos y suicidas.
Desde entonces siempre se habían oído en ella gritos frecuentes,
carreras y estruendos; siempre habían gemido las puertas, estremecidas
por violentos impulsos, en el fondo oscuro de los corredores.
Una ráfaga de locura hereditaria y perversa parecía conmover a los
habitantes de la casona, y los vecinos de la comarca miraban siempre con
supersticioso respeto aquella vivienda blasonada.
Se contaba que doña Rebeca había sido muy desgraciada en su matrimonio.
Casó con un plebeyo, buen mozo y pobre, único pretendiente que le deparó
la fortuna. Era mujeriego y derrochador, y suponíase que la dote de doña
Rebeca le había enamorado más que la dama.
Aunque al público trascendía la desavenencia de los esposos, nada cierto
se supo de sus querellas íntimas, sino que ambos se colmaban de
improperios y andaban a medias en el mutuo lanzamiento de trastos a la
cabeza.
Sin embargo, la opinión general culpaba al marido, vividor poco
edificante; y doña Rebeca, que solía dar limosna y llorar en la iglesia,
y que vivía encerrada en su casa, pasaba por ser «una infeliz» un poco
estrafalaria y algo tocada del mal de la locura.
Andrés tenía mala fama; le temían los novios y los maridos, y era mirado
con prevención en el valle.
A Fernando se le conocía muy poco; decían de él que era bravo marino y
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