La Niña de Luzmela - 3

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que poseía rasgos de nobleza y bondad como el señor de Luzmela.
Julio perecía siempre un niño colérico y misántropo que había sentado
plaza de enfermo incurable, y Narcisa pasaba por discreta y, altiva,
mediante la solemnidad de su empaque y el orgullo con que se
amigaba--sin intimidad y con reservas--sólo con dos o tres señoritas de
las ilustres familias comarcanas....
Habían pasado años de terrible escasez en la casona. Cuando llegó la
herencia de don Manuel a remediar la precaria situación de la familia
fué ya urgente levantar hipotecas y pagar trampas apremiantes. Como doña
Rebeca era sólo usufructuaria del legado, hubo precisión de arreglarse
con las rentas para hacer frente a la vida y remediar en la posible los
pasados descalabros de la fortuna.
Difícilmente podían ir cubriendo las apariencias de reconstruir su
posición ruinosa; estaba por medio Carmencita como un obstáculo
insuperable. Sin ella, hubiesen tomado del capital heredado lo
imprescindible para remendar la hacienda rota y darse importancia de
gentes poderosas.
Doña Rebeca y su hija andaban atarantadas con esta pesadilla, y una
animadversión latente las separaba más cada día de la dulce niña de
Luzmela....
Ya hacía muchos meses que la sobrina de don Manuel había quitado el
luto, y todavía Carmencita andaba vestida de negro, con resoba dos
trajes. Ella no decía nada; pero algunas veces sentía una vaga
pesadumbre al encerrar su cuerpo gallardo en aquellos hábitos austeros y
tristes.
Un día, sofocada con la lana negra de su corpiño, tuvo la tentación de
ponerse uno de sus vestidos blancos de Luzmela. La falda estaba
sumamente corta; el cuerpo muy estrecho. Ingeniosa y lista, descosió
dobladillos y lorzas hasta que la tela rozó completamente el borde de
los zapatos. Luego, unas maniobras semejantes hicieron al corpiño
extender sus delanteros sobre el seno túrgido de la niña. La manga,
menos dócil, dejaba ver el antebrazo alabastrino. Se miró al espejo, y
asombrada de sí misma, se ruborizó.
Entonces, con el amargo recelo de provocar el enojo de sus huéspedes,
iba a desnudarse, cuando Narcisa se presentó en el aposento.
Mirando a Carmen, dió un grito, como si algo terrible le aconteciera, y
llamó a voces a su madre.
La muchacha, sobrecogida, se replegó a un extremo del gabinete, y doña
Rebeca, que acudió a saltitos menudos, se llevó las manos a la cabeza y
empezó a lamentarse con agudas exclamaciones, engarzadas en su sarta
habitual de refranes y agravios.
--_¡Cría cuervos y te sacarán los ojos!..._ Esta ingrata se quiere
quitar el luto de mi pobre hermano. _A muertos y a idos_.... ¡Hermano de
mi alma, que por ella se ha condenado; que está en los profundos
infiernos por culpa de esta mal nacida!...
Narcisa, impasible y majestuosa, presidía la escena como un juez severo,
asistiendo con gestos de indignación a los desatinados discursos de su
madre, mientras Julio, que había acudido sañudo y acechante al umbral
de la puerta, fulguraba sobre la trémula niña su mirada monstruosa, y
oyendo buhar y maldecir a las dos mujeres, toda su mezquina figura se
estremecía de satánico gozo....
Pálida y convulsa resplandecía tan bella la muchacha, que Narcisa
hubiera querido aniquilarla con sus ojos acerados, cargados de ira.
Cuando la dejaron sola con su terror, se quitó con manos temblonas el
alegre vestido blanco, y otra vez se abrumó bajo la tela sombría de su
luto. Estaba descontenta de sí misma; tal vez doña Rebeca tenía un poco
de razón; acaso había algo de ingratitud de su parte en aquella
involuntaria fatiga que le causaba la ropa negra, vieja y pesada.
Mortificábase con la duda de si el antojo del vestido blanco habría
ofendido la memoria de aquel hombre a quien en el fondo de su corazón
llamaba padre, y le dolían, con violento dolor, las crueles palabras que
acababa de oír sobre la condenación de don Manuel. Toda su alma estaba
sublevada de indignaciones porque la culpasen a ella de aquella
condenación posible.
Tanto oía anatematizar a todas horas la injusticia del testamento de su
protector, que llegó a tener sospechas de semejante injusticia; porque
si ella no era, por fin, hija del noble solariego, ¿qué era en aquella
familia, y qué motivos había para que la piedad del testador la
asistiese por encima de los naturales derechos de la hermana?
Pero, y Salvador, ¿no parecía también un extraño, un intruso que había
venido a poseer libre y completamente parte de la fortuna del amigo?
Había un gran misterio en la última voluntad de don Manuel, y Carmencita
martirizaba en vano su inteligencia con aquellas profundas meditaciones.
Cuando en su presencia se insultaba acerbamente al difunto caballero,
rompía a llorar descorazonada al sentirse impotente para defenderle de
aquellas furias, y un lejano temor de que por haberla amado a ella
purgase alguna injusticia el alma de aquel hombre la llenaba de
sobresalto.
Siempre, en tales ocasiones, las dos terribles mujeres se burlaban de su
angustia, y la escena terminaba con el mote convenido.
--La santa... es la santa.... ¡pobrecita!...
Ella, entonces, erguía su corazón acobardado para decirle a Dios en
íntima plegaria:
--¡Y bien, Señor, yo quiero ser santa; es preciso que lo sea...; hazme
santa, Dios mío..., hazme santa de veras!


IV

Entretanto, Salvador Fernández, médico municipal de Villazón, había
trasladado su residencia desde la villa al pueblo gracioso y pequeño de
Luzmela.
En plena posesión del cuantioso legado del amigo, Salvador no había
pensado ni un momento en cambiar de vida ni alterar en nada sus
costumbres humildes.
En el palacio de Luzmela como en la posada de Villazón, el médico era
siempre un hombre bondadoso y amable, de carácter tímido y vida
sencilla.
Había destinado para su uso las habitaciones de don Manuel, y en la casa
se desenvolvían las horas serenas y blandas, mudas y lentas, igual que
en los días postreros del hidalgo.
Diríase que el espíritu benigno del solariego, con la amargura de sus
memorias, con la bondad de sus sentimientos, presidía aún y gobernaba
las labores y las intimidades de la pudiente casa labradora.
Salvador seguía visitando a sus enfermos con la misma atención que
cuando de su carrera hacía estímulo de prosperidad y base de la
existencia, sólo que ahora había renunciado a la subvención del
Municipio para que otro médico la disfrutase.
Enamorado de su profesión, hizo de ella un culto piadoso, que practicaba
en favor de los pobres. De la herencia que libremente podía disfrutar
sólo tomaba lo preciso para sostener el decoro de la casa y hacer algún
viaje a las grandes clínicas extranjeras, en demanda de luces y medios
con que extender en el valle la misericordia de su misión.
Así las gentes le adoraban y le bendecían, y él paseaba por los campos
su conciencia pura, con la santa simplicidad de un apóstol del Bien,
convencido y ferviente.
Desde que se reconoció hijo sin nombre de una infeliz aldeana, humilló
su corazón en una mansedumbre dignificadora, que le confortó y sirvió de
alivio a sus íntimas tristezas.
Luego, su vida tuvo un doble objeto santo y noble: derramar los
consuelos de la más piadosa de las ciencias sobre los dolientes sin
ventura y velar por la dicha de Carmen.
Era para él una suprema delicia espiritual el consagrarse de lleno a
pagar en la hija la inmensa deuda de gratitud contraída con el padre.
Su oración cotidiana consistía en memorar los bienes recibidos de
aquella pródiga mano que salvó a su madre de la desesperación, la
levantó de la ignominia y la honró haciendo del niño desvalido y
miserable un hombre de sano corazón, enveredado por una senda segura de
la vida.
Después de enfervorizarse con esta membranza sentimental y preciosa,
Salvador discurría amorosamente sobre el porvenir de su protegida.
El nada sabía de los misteriosos terrores que la niña le había inspirado
la sola idea de que doña Rebeca la llevase de la mano camino adelante,
ni mucho menos sospechaba las torturas que la pobre criatura padecía en
poder de los de Rucanto.
Como todas sus atribuciones sobre la pequeña eran morales y secretas,
Salvador no se atrevía a significarse visitándola demasiado y se
limitaba a verla con toda la frecuencia posible dentro de una prudencia
conveniente.
Antes que la niña partiese de Luzmela pudo él abrazarla y prometerla
toda su fortuna y su desvelo.
Carmen había llorado sobre aquel noble corazón con un silencioso llanto
contenido y acerbo, que era acaso, más que el desahogo del dolor
presente, el presentimiento agudo del futuro dolor.
--Todo cuanto te ocurra, me lo contarás le había suplicado el joven--.
Si sufres, si necesitas algo, me lo dirás en seguida; prométemelo.
Ella le miró fijamente a los ojos y preguntóle:
--¿Lo mandó mi padrino?
--Sí, lo mandó; te lo juro, Carmen.
--A mí no me dijo nada.
--Pero me lo dijo a mí todo; tú eras muy pequeña para hablarte de estas
cosas; además temía darte demasiada aflicción. El quiso que tú fueras
muy dichosa, todo lo más que sea posible, y que nunca le olvidases.
--No, nunca--repitió la niña sollozando.
Y, con voz firme, añadió después:
--Yo haré todo cuanto él dejó mandado...; seré muy buena.
--Ya lo sé; estoy seguro; pero es preciso que también seas feliz.... No
olvides que yo soy tu mejor amigo, que Luzmela será siempre tu casa...,
que todo cuanto yo tengo es tuyo, todo, ¿entiendes?
Ella, desconsolada, murmuró:
--¡Si fueses mi hermano!
Enmudecido acarició él aquella linda cabeza, ya inclinada por el
infortunio, y la niña, viéndole callado y afligido, saboreó la amargura
del desengaño irremediable.


V

En aquellos cuatro años transcurridos, Salvador visitaba a Carmen muchas
veces. La dulce gravedad habitual en la niña le había engañado, porque
aquella dulzura triste ya no era sólo espejo de un alma sensible y
soñadora, sino que era también señuelo y transfloración de un alma
dolorida.
La niña había espigado mucho; su belleza, ya potente, se acentuaba con
una encantadora delicadeza de líneas.
Lo más atractivo de su persona era el halo de bondad que nimbaba su
frente y la serena expresión amorosa y profunda de sus ojos garzos.
Había en su sonrisa una mística expresión, siempre encesa, como en
ideal culto de algún divino pensamiento.
Aquel sublime encanto de la joven era la desesperación de Narcisa y de
su madre, que llegaron a odiarla.
Salvador participaba en la casona de la aversión que allí sentían por la
niña de Luzmela; no en vano era otro heredero de don Manuel de la Torre.
Según doña Rebeca y su hija, los jóvenes favorecidos por el hidalgo
podían considerarse unos ladrones, los secuestradores de la débil
voluntad de un loco, cuyo testamento constituía un «atentado contra los
sagrados derechos de la familia, una estafa perpetrada por aquel
santurrón hipócrita y aquella gatita mansa....»
A pesar de estos finos comentarios, hechos sin recato ni vergüenza
delante de la misma Carmen, las de Rucanto recibían a Salvador con
agasajo y blandura, considerándole «un buen partido».
Delante de él halagaba doña Rebeca a la niña y ponderaba su crecimiento
y donosura.
Narcisa, menos asequible al disimulo y más altiva, se conformaba con
demostrar, en aquellas ocasiones, una tolerancia benévola hacia Carmen,
concedida con un aire de superioridad y protección llenos de majestad.
Salvador era poco ducho en artificios de mujeres; todo sinceridad y
nobleza, dejábase engañar fácilmente por las dolosas apariencias del
buen trato que Carmen parecía recibir.
A veces, en sus breves visitas a Rucanto le acompañaba Rita, la buena
anciana, siempre ganosa de ver a su santa querida.
Vivía la fiel servidora al lado del médico, ocupando en la casa de
Luzmela su puesto de confianza, tantos años acreditado por una constante
adhesión al difunto caballero.
En vano intentara Rita continuar al inmediato servicio de Carmen. Doña
Rebeca había manifestado a este deseo una ostensible oposición, y la
anciana hubo de conformarse con visitar a la niña en todas las ocasiones
posibles.
De estas visitas no salía nunca tan satisfecha como Salvador.
En una de las que hizo por aquel tiempo quedóse como nunca mal
impresionada, y, de regreso a Luzmela, iba murmurando:
--Está triste la niña....
--Es su seriedad propia, su traje adusto, lo que le da esa apariencia
melancólica--respondió el médico.
--No, no; cuando habla parece que va a llorar....
Salvador se quedó pensativo, un poco inquieto.
--Además--añadió la mujer, recelosa--jamás nos la dejan ver sin
testigos...; muchos domingos voy a misa a Rucanto por buscar ocasión de
hablarla al salir, y siempre a su vera están la hija o la madre
guardándola con codicia.
--Está bien que Carmen no vaya sola.
--Bien estará; pero esas mujeres no me van gustando. Se dice que en la
casa hay muchos disturbios, que los hijos son para la madre tan malos
como lo fué el marido....
Salvador, muy preocupado, hablando consigo mismo, dijo en voz alta:
--Habrá que averiguar si eso es verdad...; muchas veces la gente levanta
fantasías calumniosas...; ellos son todos algo inconscientes, psíquicos
por herencia.... El mismo don Manuel murió de neurastenia renal y fué
siempre exaltado delirante; pero era tan cabal en nobleza y corazón,
que su enfermedad no marchitó ninguno de sus bellos sentimientos.
Rita suspiraba.
--El, era otra cosa; nunca la «manía» que todos ellos padecen le dió por
reñir ni por dañar...: gozaba en hacer bien, y si en sus tiempos fué
enamoradizo y zarandero, pagado lo hubo en buenas obras.... Algo
sospechoso andaba de su hermana, que a mí una noche bien me quiso
sonsacar los sentires que de ella tenía...; pero ¿cómo iba una a
adivinar?... Teníala yo además poco tratada. Siempre la casona de
Rucanto fué secreta y aduendada para los lugareños.... Servidores del
valle no los quieren; pero los forasteros que les vienen de criados poco
duran, y, antes de najarse, algo murmuran en el pueblo.
--Pues es necesario enterarse de la verdad de esas habladurías....
Indaga tú, Rita; yo también he de averiguar algo de lo que nos
interesa.


VI

Con aquellos indicios vagos y algunos más seguros que Salvador fué
adquiriendo, la incertidumbre se apoderó de su espíritu y sintió una
honda inquietud atormentadora.
Tuvo la idea de hacer llegar en secreto una carta a manos de Carmen para
recabar de ella una explicación categórica acerca de los misterios
tenebrosos de aquella casa.
Después pensó pedir a doña Rebeca, francamente, una entrevista con la
muchacha.
Se dirigió a Rucanto lleno de ansiedad.
Parecía que le esperaban o que le habían visto acercarse, porque le
recibió con mucha gracia una sirviente, conduciéndole a la sala donde,
con grata sorpresa, encontró a Carmen sola.
Estaba bordando.
Una nativa autodidaxia la hacía hábil para toda clase de labores, y su
naturaleza pacífica y bien dispuesta se avenía mal con la ociosidad.
Sonrió a Salvador con una encantadora picardía, muy nueva en su
semblante.
Él, gozoso de hablarla sin testigos y de verla tan alegre, le acarició
las manos, dudando si la besaría.
Le pareció aquella mañana más mujer, más linda que otras veces, y como
si estuviera un poco desconocida.
Sin que ella hablase, él la interrogó impaciente:
--¿Estás contenta? Venía hoy a preguntarte, ansioso, si vives a tu gusto
aquí, si te tratan bien; quiero saber con certeza si eres dichosa.
Cuéntame la vida que haces, porque se dice por ahí que en esta casa hay
una zalagarda continua, y a Rita le parece que tú estás triste.
Bajó la niña hacia el bordado sus apacibles ojos oscuros, y un poco
turbada murmuró:
--¿Yo triste?
--¿Lo estás en efecto? ¿Tienes algún deseo, algún disgusto? ¿Es cierto
que aquí no hay paz ni alegría?...
Carmen, esquivando una respuesta categórica, balbució:
--Ellos riñen mucho; pero a mí eso no me importa...: ¡el padrino quiso
que yo viviera con su hermana!...
--Siempre que ella fuese para ti buena como una madre....
La pobre niña tenía toda la voz llena de lágrimas cuando exclamó:
--¡Oh, una madre!... ¡Madre mía!...
Salvador, muy impresionado, volvió a tomar entre las suyas las manos de
la muchacha.
--Tú sufres, Carmen; es preciso que me lo cuentes todo...: háblame
pronto, antes que nadie venga.
Ella, serenándose, tornó a sonreir con graciosa malicia.
--No vendrán ahora, descuida; me han dado un encargo para ti...; te
vieron llegar y me mandaron venir a esperarte....
Curioso, preguntó el médico:
--A ver, ¿qué se les ocurre a esas señoras?
Carmen, mirándole con franca mirada deliciosa, le contó sin más
preámbulos:
--Quieren que te cases con Narcisa....
Él soltó una carcajada demasiado expresiva.
La niña, medrosa, le atajó:
--¡Calla, no te rías tan fuerte, hombre!
Pero el médico no podía calmar su hilaridad jocunda.
Ahogando la risa llegó a decir:
--¿De modo que están locas de cierto?
--Sí; locas sí lo están....
--¿O es que quieren burlarse de mí?
--No, eso no; lo dicen en serio; han hablado mucho solas; luego doña
Rebeca me ha llamado con suma amabilidad y me ha explicado el asunto,
entremetido en muchos refranes..., que «al buen entendedor con pocas
palabras basta»..., que «más vale pájaro en mano que....» El pájaro eres
tú, ¿sabes?
--¿Sí?... Pues mira, le contestas que «no hay peor sordo que el que no
quiere oír»... «que el que mucho abarca poco aprieta»....
Ella le interrumpió con argentina carcajada.
--Yo también tengo muchas ganas de reirme..., mira que casarte tú con
Narcisa..., ¡tendría que ver!...
--¿De modo que gracias a esta embajada puedo, al fin, hablar contigo
libremente?
--Sí, ¿me querías hablar?...
--¿No te digo que estaba muy inquieto por ti? Se comenta ahora mucho la
guerra de esta casa....
--Déjalos que estén en guerra....
--Pero tú padeces.
--Yo estoy tranquila, Salvador; en todas partes tendría que sufrir.
--¿Y por qué, hija?
Ella volvió a inclinar la frente y, otra vez, eludiendo una explicación,
dijo:
--Estos días están muy amables conmigo.
--¿Estos días solamente?...
Carmen no quería responder con franqueza, y salió diciendo:
--¿No sabes que va a venir Fernando?
--¿El marino?
--Sí.
--¿Y a qué viene?
--A pasar una temporada...: ese dicen que es bueno.
--Pero; ¿de verdad son malos los otros?
--¿Malos?... ¡Es que están algo locos!...
--Tú no tienes confianza conmigo, Carmen; eso me entristece....
Ella le miró cariñosa.
--Sí que la tengo...; ¿tú qué puedes hacer?... Ya no tiene remedio....
--¿Como que no?... Yo puedo hacerlo todo; todo, ¿entiendes?... Y lo haré
si es preciso; sólo falta que tú me autorices para ello.
--¿Qué harías?
--Llevarte adonde estuvieras a tu gusto.... Para eso estoy en el mundo,
para velar por ti.
--¿Para eso?
--¿Y lo dudas? ¿No te lo aseguré el día en que saliste de Luzmela? ¿No
sabes que el padrino me lo dejó encargado?...
Aquella evocación alteró la expresión resignada de la niña. Se
ensombreció su rostro peregrino y estuvo a punto de romper a llorar.
Logró contenerse con un gran esfuerzo, y entregó su mano temblorosa al
joven para protestarle.
--Gracias, gracias....
El, muy conmovido, besó religiosamente aquella linda mano, insistiendo:
--Dime, ¿te quieres ir de esta casa?
--No, no; aquí me quedaré; si fuera necesario te avisaría.
--¿Me lo prometes?
--Prometido.
Se quedaron callados un momento; después Carmen preguntó con sobresalto:
--Y ¿qué diré a doña Rebeca de mi comisión?... La he cumplido muy mal.
De antemano sabía que tú ibas a reirte, y he gozado con que juntos nos
burlásemos un poco de las dos.... No tiene Narcisa ningún novio,
¿sabes?, y te querían a ti porque eres rico. Me encargó la madre que te
lo propusiese como ocurrencia mía...; que te dijese cosas muy buenas de
la chica.... Y no te las digo por si acaso las crees y te casas con
ella.... Luego estarías bien desesperado.... Además de ser locas son
malas; hablan infamias de todo el mundo, de ti también, y del
padrino....
--¡Pobre Carmen!... Así no puedes vivir.... Yo arreglaré esto.
Carmen, lanzada involuntariamente al terreno de las confidencias, añadió
todavía:
--De Andrés tengo miedo..., y también de Julio....
Salvador estaba consternado; se había puesto de pie con impaciencia, y
ella insistió, siempre alarmada:
--¿Y qué le diré a doña Rebeca ... de «eso»?...
--¿De qué, hija mía?
--De la boda....
Y todavía la niña se rió, un poco burlona.
--Pues, le dirás que yo no pienso casarme nunca.
--¿Nunca?... ¿Y es de veras?
La miró Salvador, largamente, para decir:
--Hasta que tú te cases.
Ella, enrojecida, no supo qué replicar.
En la casa, sumida en raro silencio, se oyeron entonces pasos y rumores.
Salvador, deseando esquivar en aquel momento la persecución de las
señoras, se despidió de Carmen aceleradamente, prometiéndole volver muy
pronto y haciéndole prometer que, entretanto, ella le escribiría con
reserva, poniéndole al corriente de su situación, sobre la cual era
preciso resolver en definitiva.


VII

Era aquél un día de emociones en Rucanto.
Saboreaba las suyas Carmencita, olvidada de todo para pensar en los días
felices de Luzmela, evocados por la cariñosa visita de su único amigo.
De pronto cayó sobre su ensueño la voz punzante de doña Rebeca,
interrogando:
--¿Se fué ya?
La joven se estremeció y, azorada, repuso:
--Ya....
--¿Y no has llamado a «tu prima»?
Tímida para disculparse, guardó silencio la joven, y doña Rebeca
contuvo a duras penas su enojo, deseando explorar el resultado de las
gestiones que la encomendó.
--Habla, hija mía; ¿qué te ha dicho el médico?... ¿Le ponderaste a
Narcisa?... La pobre Narcisa te quiere mucho; hoy me ha dicho que tienes
ya que aliviar el luto y salir con ella a paseo. Vamos, explícate:
¿confesó que le era simpática?... ¡El siempre le echa unos ojos!...
Carmen, obligada a responder, torpe y confusa, dijo sencillamente.
--Me ha dicho que no piensa casarse nunca.
La señora, descompuesta en un instante, bramando de furor, alzó los
brazos sarmentosos sobre la cabeza de la niña.
Luego se tiró de los pelos. Uno de sus desahogos favoritos era
encresparse la melena blanca, que debiera ser albo nimbo de su
ancianidad.
Con la voz temblequeante de despecho, inquirió:
--Y ¿le has ofrecido mi hija?... ¡Mi hija despreciada por ese
advenedizo, un hijo de mala madre, ladrón, asesino!...
Carmen cerró los ojos, se tapó los oídos, se encogió en su silla
pequeña, toda confundida y horrorizada.
Doña Rebeca seguía avanzando hacia la infeliz; le echaba encima su
aliento fatigoso y le escupía en la cara los insultos.
--Te aborrezco, usurpadora, infame; que no puedes ver a mi hija porque
es mejor nacida que tú, y más guapa y más rica....
Dió un manotazo furioso encima del bastidor, que rodó por el suelo. La
débil madera del telar había gemido rota.
Entonces Carmen se levantó con un instintivo impulso de defensa.
Estaba blanca y tenía en los ojos un extraño fulgor.
Los puso en doña Rebeca con tal expresión de firmeza y desprecio, que la
vieja abatió los brazos y la voz para murmurar:
--¿Me desafías?... ¿Te burlas de mí?... Tú eres la santa..., la
santa....
Esta palabra mordaz, aplicada pérfidamente, tenía el privilegio de
aplacar las rebeliones de Carmen, tan humanas y tan justas.
Humilló la mirada, y cogió del suelo el bastidor.
Estaba pensando: ¡Santa! Todavía no lo soy; me sublevo; me he mofado de
ellas con Salvador..., las he acusado..., casi las odio.... ¡Dios mío,
hazme buena, hazme santa!...
Doña Rebeca, jadeante, necesitaba descansar; pasó en seguida de lo
trágico a lo jocoso; con una extraordinaria facilidad, para decir:
--«_No por mucho madrugar amanece más temprano_».... «_El que con niños
se acuesta_....»
Entró en aquel momento la señorita de la casa. Estaba muy retepeinada y
garifa, en previsión de que la hubieran llamado para aceptar
benignamente los homenajes del médico, pero había oído los gritos de su
mamá, y acudía ceñuda y grave al lugar de la catástrofe.
Viendo a Carmen descolorida y confusa, desmelenada y rendida a su madre,
adivinó el resultado de sus tentativas, y ya se iba a insolentar, cuando
una voz providente dijo en la puerta:
--Señora, un telegrama....
Dió dos saltitos doña Rebeca para apoderarse del papel azul, y Narcisa,
olvidada de sus propósitos, giró como una veleta hacia la noticia
telegráfica.


VIII

Aprovechó Carmen aquel afortunado momento para escaparse. Tenía en el
desván un pequeño refugio donde había pasado muchas horas de miedo y de
dolor.
Era un cuartito con una tronera alzada sobre el alero del tejado; nadie
le habitaba, y ella solía subir allí a ver cómo el sol pasaba por el
valle, a mandar un beso a la torre lejana de Luzmela y una oración al
alto cementerio, donde su protector dormía ajeno a tanta desventura.
Se oía desde el alto rincón la voz recia del _Salia_, acordada en
eterno cantar glorioso.
Carmen, engolfándose allí en la exaltación de los más altos
pensamientos, no desdeñaba la amistad de un ser miserable, que solía
esperarla en el solitario lugar y acariciarla humildemente.
Era un gato, que habitaba casi siempre por aquellos andurriales huyendo
de la escoba de doña Rebeca.
Tan ruin era y tan feo, que le llamaban _Desdicha_.
Carmen le llevaba con frecuencia algo de comer, y el pobre animal le
pagaba su compasión con artísticos arqueos y amorosos ronquidos.
Muchas veces, contemplando ella los cambiantes policromos de los ojos
del gato, pensaba que eran aquellas bestiales pupilas las únicas que en
la casona la miraban sin encono; y cuando el maullido blando y lastimoso
de _Desdicha_ la llamaba con cariñosas inflexiones de gratitud, le
sonreía como a un ser racional y le hablaba dulcemente, respondiendo a
sus insinuantes confidencias....
En una de las frecuentes escapatorias al desván, Carmen había
descubierto entre inservibles trastos la imagen tallada en madera de un
Niño Jesús.
Medía un palmo de altura, estaba desnudo y era una escultura tosca. La
carita, atristada y borrosa, tenía unos ojos clementes, de los cuales
habían resbalado a las mejillas unas lágrimas de muy dudoso arte.
A Carmencita le dió mucha lástima de aquel inconsolable dolor rodando
por el rostro bendito.
Tomó la imagen y la aseó; y a escondidas, con sobresaltos y recelos, le
hizo una túnica piadosa con el traje blanco de triste membranza.
El Niño estaba sobre un mundo dorado, encima de una peana rústica.
Buscó la joven un rinconcito donde colocarle, en uno de aquellos muebles
rotos, y allí escondido le visitaba todos los días y le contaba en
plática muda y tierna sus dolores solitarios.
Aquella mañana fué a verle y le pareció que él también estaba más
afligido que nunca.
Después se asomó a contemplar la torre grave y maciza de Luzmela, la
torre amiga de su corazón.
Mirándola estaba con sus bellos ojos empañecidos de tristezas, cuando
_Desdicha_ la vino a saludar con expresivos arqueos y ronroneos
apremiantes. Ella le acarició, prometiéndole un regalo para más tarde, y
como algunas lágrimas ardientes cayesen entonces sobra la piel tigresa
del animal, volvió éste hacia la niña sus ojos mortecinos llenos de
mansedumbre y le dijo algo piadoso en su bárbaro lenguaje; después lamió
con delicia las gotas cálidas del llanto y tornó a sus arqueos y a sus
ronquidos amistosos.
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