La Niña de Luzmela - 6

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breve puertecilla de la cámara.
Dentro del fumador se sentía más intenso trepidante el resuello del
buque y quedaba confusa y apagada la voz grave del mar.
Sentados en las blandas almohadillas de un diván, los dos amigos
encendieron sus cigarros en silencio, y luego el marino, sin petulancia,
con una sinceridad admirable, reanudó su relato:
--Pues Carmencita me quería, chico; ¡vaya una tentación! Pero yo no soy
malo del todo, Salvador; yo soy lo mejorcito de la familia, ¿sabes?, y
me dije: yo, a esta chiquilla la hago desgraciada si me quedo aquí...;
yo pierdo a esta niña, porque en el más honrado de los casos, casándome
con ella, la pierdo...: ¡valiente marido haría yo, prendado cada semana
de una moza del contorno!... ¿No sabes tú que yo me enamoro todas las
semanas?... Pues sí, hijo, no lo puedo remediar.... Ya ves, amando a
Carmencita por todo lo alto, me amartelé atrozmente con Rosa la del
Molino.... ¿La conoces?
Salvador hizo otro signo de asentimiento.
--Bueno; pues no me negarás que es una mujer con «todas las agravantes»,
una «super-hembra» con una «arboladura», y un «calado»...; vamos, te
digo ¡que la mar y los peces de colores!...
Y Fernando dió una larga chupada a su cigarro, lanzó el humo leve al
techo artesonado del saloncito y se quedó mudo y sonriente, como en la
grata contemplación de una gaya imagen.
Después de un éxtasis breve y dulce, suspiro y dijo:
--No quise yo meterme en líos, allí a la vera de mi casa; bastantes
escándalos hemos dado en el pueblo los señores de aquel solar....
¡Luego, Carmencita!... Aquel era para mí otro cuidado más fino, otra
mira más noble, Salvador...; me asusté al pensar que podía hacerla
llorar y sufrir toda la vida, y tuve el valor de renunciar al divino
manjar de su cariño. Yo me conozco; muchas veces me he juzgado ya
enamorado _de veras_, y me he equivocado siempre. En materia de amores,
parece que pesa sobre mí la maldición del judío. ¡Voy errante a través
de las mujeres y en ninguna me puedo detener...! He engañado a muchas,
¡a muchas!..., porque yo tengo partido, ¿sabes?..., yo tengo labia... y
hasta parezco listo; hombre, ¿no te da risa?...
¡Vaya si al médico le daba risa....
Siguió su cuento Fernando.
--¿Pero a Carmencita la había yo de engañar?... ¡Vamos, hombre, de eso
no es capaz este cura!... Ya te he dicho que yo no soy siempre malo....
¡Qué había de serlo! A Salvador le estaba pareciendo un ángel del
paraíso.
El marino se volvió hacia su amigo, para preguntarle alegremente:
--¿Pero no dices nada? ¿Qué te sucede?
--Estoy pensando en todas esas cosas que me cuentas.... Son muy
interesantes.
Y para disimular un poco su ensimismamiento, añadió:
--Conque tú, ahora, al Havre....
--Sí, hijo mío, camino de París. Voy a divertirme un poco antes de
volver a navegar.... Las francesas.... ¡oh las francesas!... Las puras
mieles, Salvador; ya las conoces....
--Sí, ya las conozco--murmuró el médico.
Y dijo, de pronto, Fernando:
--Pero tú no eres de mi cuerda; no te divierten mis aventuras ni te
enardecen mis proyectos.... Para ti la mujer es una cliente, un caso
patológico.... Ya sé que eres un San Antonio sin tentaciones.... Apuesto
a que no has reparado en Rosa la del Molino, ni en la propia Carmencita;
y, mira, esa era para ti que ni pintada...; ¿por qué no la pretendes?
Desemblantado y confuso, contestó Salvador:
--No me querría....
--¿Cómo que no? Deja a un lado la modestia, hombre; tú no eres «costal
de paja»; un mozo de carrera y de fortuna, de tu reputación y de tu
prestigio; ¡pues ahí es nada! Eres digno de ella, Salvador, seríais una
primorosa pareja; y luego, chico, sacabas un alma del purgatorio, porque
te confieso que la niña de Luzmela lo pasa muy mal con mi gente..., pero
muy mal..., como lo oyes. Yo no sé su tutor qué hace, ni acabo de
entender ese lío del testamento de su padre; pero creo que alguien
tendrá obligación de mirar por esa criatura, y esa obligación no se
cumple.... Mira, hay en mi casa para ella hasta el peligro bárbaro de
Andrés, ¿sabes?... Andrés la mira con buenos ojos..., es decir, con los
malos ojos turnios que tiene y que no delatan ni una sola intención
derecha. Luego, mi hermana la tiene una envidia feroz..., y mi madre...,
yo no debía hablar mal de mi madre, ¿verdad?, pues sólo te diré de ella
que no está en su sano juicio. He hecho por Carmencita cuanto he podido.
Mientras estuve allí la defendí contra todos y la proporcioné algunas
alegrías.... Ahora tal vez ha llorado un poco por mi causa; no acierto
nunca a hacer las cosas con perfección; pero te aseguro, Salvador, que
me he portado con ella todo lo mejor que he podido.... ¡como que estoy
una barbaridad de contento y orgulloso!... Choca esos cinco, hombre....
Salvador chocó, no «los cinco», sino «los diez», tendiendo las dos manos
al marino con muda gratitud.
Había atendido a la última parte de aquella franca confidencia con una
inquietante perplejidad, sumiéndose en temores agrios y mordientes, con
la conciencia alterada por la zozobra cruel de haber abandonado a Carmen
en medio de los peligros siniestros de la casona de Rucanto. Hubiera
querido unas alas para tenderlas hacia aquella niña querida que lo era
todo para él en el mundo....
Tuvo que hacerse una dura violencia y seguir departiendo con su amigo
sobre aquel inesperado viaje de los dos.
Afortunadamente, Fernando hizo el gasto de la conversación, y con su
peculiar desenfado fué refiriendo jovialmente todas las fases de su
escapatoria, sin omitir aquella de la desahogada caricia hecha por su
mano a la cajita de hierro.
Con acento un poco cínico, comentarió, riéndose:
--Está mal hecho..., ya lo sé, ¡qué demonio!; pero yo necesitaba salir
de Rucanto a escape, sin despedidas ni explicaciones; me hacía falta
dinero, y ya, de coger algo, cogí todo lo que había...; ¡que se arreglen
como puedan!... Venía yo de muy mal humor...; sacrificarse duele,
hombre; hace mala sangre y pone la vida oscura. Yo pensé: llevando
_guita_ abundante, puedo distraerme un poco...; olvidaré sin dolor a la
niña de Luzmela y a Rosa la del Molino...; ¿y no es también de justicia
que yo pruebe el dinero de tío Manuel?
--Claro que sí--dijo Salvador distraído.
--Pues aquí me tienes, médico, caminito de París...; ¿y tú?
Salvador, vacilante, repuso:
--Probablemente también iré a París; pero por de pronto me detendré en
el Havre unos días. ¿Tú vas derecho a la capital?
--A toda prisa, hijo; me interesa poco el gran puerto que los
revolucionarios llamaron Havre-Marat....
Ya crecida la noche, se despidieron Salvador y Fernando en el charolado
pasadizo de sus camarotes; pero el médico, apenas soportados unos
minutos dentro de la minúscula pieza, se aventuró de nuevo por los
intrincados corredores de la cámara y ganó la cubierta, presuroso y
anhelante, con paso de fantasma, sin alzar ningún ruido bajo la suela de
goma de sus zapatos marineros.
Un desasosiego punzante le empujaba a moverse y a levantar sus ojos en
callada consulta hacia el cielo.
Estaba toda la luz estelar presa en la extrema cerrazón de la noche, y
en vano Salvador trataba de avizorar, con atónita mirada, el secreto
sagrado de la altura. Su alma, serena y apacible en las corrientes
diarias de la vida, se sentía en aquella hora atribulada con honda
ansiedad.
Avaro de vivir para sus esperanzas, suponía que la muerte le acechaba,
volando astuta en el seno del abismo, y a cada vuelta estridulante de la
hélice se acongojaba pensando cómo la fatalidad le alejaba del rincón de
su valle, donde la mujer de sus amores padecía y lloraba, tal vez
llamándole, atormentada y perseguida.... Un pesimismo desesperante le
hacía escuchar ecos de naufragio y agonía, y prestando atento el oído
con demente zozobra, percibía distinta y trépida una voz de desgracia
que nacía en el fondo gimiente de las olas y culebreaba entre la madeja
de los mástiles, hasta extinguirse como un suspiro en la sombra infinita
de la noche....
No sabía de cierto Salvador si era aquélla la voz querellosa y tímida de
su amada, o un hálito de misteriosa tragedia que iba a perderse a un
desierto playal en las alas negras del viento....
Escuchaba y temblaba, y tenía llenos de lágrimas los ojos
interrogadores, donde fulgía una varonil expresión enamorada y
ferviente....


TERCERA PARTE

I

Carmencita tendía desolada sus manos en las tinieblas, a tientas en su
senda, otra vez nublada por densa nube. Así andando, despavorida entre
la sombra, llegó a la parroquia de la aldea, y se arrodilló delante de
un confesonario.
Dijo sus dolores al padre cura, y el buen señor, compadecido, le dió
unos consejos llenos de santa intención, y le dió, también, un librito
de letra diminuta, escrito por un tal Kempis.
Al dársele, díjole el sacerdote con sentenciosa convicción:
--Le abrirás «a bulto» y leerás todos los días los renglones que la
Providencia te ponga delante de los ojos...: esa es la fija...; así Dios
te adivinará las necesidades diarias de tu vida y te dará paz y
consuelo.
Obedeció sumisa la muchacha, y de hinojos, abatida y suspirante, leyó el
primer día:
«Muchas veces por falta de espíritu se queja el cuerpo miserable. Ruega,
pues, con humildad al Señor que te dé espíritu de contrición y di con el
profeta:
«_Dame, Señor, a comer el pan de mis lágrimas, y a beber con abundancia
el agua de mis lloros...._»
Aquella tarde fué Rita a Rucanto, impaciente por ver a su niña y saber
si era cierto que estaba tan contenta como el médico había dicho.
Encontró abierta la casa, y a su llamada nadie respondía.
Fué subiendo la escalera lentamente y se deslizó un poco azorada por los
pasillos.
Un silencio temeroso le salió al paso, y ya iba a retroceder asustada,
cuando oyó unos quejidos lastimeros detrás de una puertecilla.
Eran ayes y juramentos de una voz estridente y amarga.
Empujó Rita la puerta con recelo, cautelosamente, y vió en un cuarto
hondo y destartalado una cama estremecida por un cuerpo tremuloso.
Sobre la almohada, de limpieza equívoca, se balanceaba una cabeza parda
y amarilleaba un rostro en el cual refulgían las llamas diabólicas de
unos ojos.... Aquel enfermo era el que gemía con acento maldiciente y
desatinado.
Iba Rita a entornar la puerta, llena de pavor, cuando vió a los pies del
lecho alzarse una figura delicada y gentil, que avanzaba hacia ella con
los brazos abiertos, y a poco tuvo a Carmen acariciada sobre su corazón
viejo y bondadoso.
Salieron las dos por el corredor adelante, y la anciana iba preguntando,
atónita:
--Pero, ¿qué tiene Julio?
--No sé--dijo la mansa voz de Carmencita--; ya oyes cómo se queja; está
muy malo del cuerpo, sin duda..., y el alma ... ya ves cómo la tiene:
sólo salen de ella palabras horribles....
--¿Y por qué estás tú con él?
--Porque le tengo compasión...; nadie le quiere ni le cuida....
--¿Y «ellas»?
--Están muy enojadas...; no tienen dinero....
--Me dijeron que el marino se había marchado.
Carmen, con la voz vacilante y el semblante muy blanco, dijo:
--Sí....
--¿Y es cierto que se llevó los cuartos?
--Dicen eso...; yo no lo sé....
Desconocía Rita la página amorosa de Carmen, rápida y casi secreta, y
observando con inquietud la turbación de la joven continuó:
--Parece que andaba liado con Rosa la del Molino....
Se quedó callada la niña, mirando con mucha insistencia al ruedo de su
vestido.
Habían llegado a su cuarto, y sentadas en las dos únicas sillas del
aposento, hablaron de Salvador.
Carmen, que ya tenía noticias de su partida, se maravilló de que no
hubiera ido a despedirse de ella.
Entonces se quedó Rita muy asombrada, y descubrió por primera vez una
mentira de señorito.
--Aquí hay gato encerrado--pensó, y trató de obtener de la muchacha
alguna luz para alumbrar aquel misterio.
Pero ella habló de Salvador con grato afecto, sin revelar ninguna cosa
extraña.
Rita hizo girar por el cuarto sus ojos de présbita, curiosos y
esforzados, y se condolió:
--Hija, qué habitación tan _ruina_ tienes...; ¿no hay otra mejor para
ti?
--Yo escogí ésta; aquí estoy bien.
--No te criaste así, que tenías en tu cama colgaduras de damasco y en tu
gabinete sitiales de tisú y mesas con mármoles....
Carmencita tendió por su rostro una sonrisa llena de lágrimas.
La vieja, angustiada, le acarició las manos, y al punto exclamó:
-¡Qué frío tienes!... ¿No llevas bastante abrigo? ¿Estás tú también
enferma?
La acogió en su regazo como para darla calor, y comenzó a besarla.
Carmen rompió a llorar con espasmo anhelante.
A Rita le resbalaban por las arrugas de las mejillas unos lagrimones
como puños, y, con hipo de sollozos, le decía a la niña:
--Salvador vendrá en seguida; te llevaremos a Luzmela...; no llores,
santa mía, no llores, paloma....
Pero Carmen se repuso valerosa, enjugó su llanto con mano firme, alzó la
frente y dijo con serenidad:
--¿Para qué ir a Luzmela si aquí también está Dios?... Mira, allí tengo
mi Niño Jesús...; vino una sombra una noche y me lo puso feo; pero es
Dios...; tiene el vestido sucio y el pelo enmarañado...; pero es
Dios....
La anciana sirviente repuso atontecida:
--Niña, Dios no tiene la cara fea ni la ropa sucia.... ¿qué disparates
cuentas?
Y, levantándose, fuese a mirar la imagen sostenida en la rinconera.
--¡Ave María!--murmuró--: vaya un santo...; ¡si parece un «enemigo»!...
¿Y qué sombra le puso así?
--La de Julio....
-¡Válgame Cristo! Tú vives entre herejes.... ¿Y cuándo dices que fué
eso, hijuca?
--Una noche....
Y la muchacha se quedó muda, obsesa en un pensamiento, llena la cara de
una tristeza remota. Tenía cruzadas sobre la falda con indolencia las
manos frías y pálidas, y miraba a Rita con expresión apagada, con una
sonrisa mustia que causaba dolor.
Contemplándola la buena mujer, sintióse más alarmada y condolida, y
corrió a decirle:
--Tú no estas bien aquí.... Tú te vendrás «con nosotros»; es preciso
cuidarte y alegrarte. En esta casa no tienes bienestar ni cariño.... Yo
creo que hasta padeces frío y hambre y sed....
La niña se levantó a su vez de la silla, fuese a la rinconera donde
estaba el santo, y tomó de ella un librito que tenía por registro la
hoja seca de una flor. Desplegó aquella página señalada, y, con voz
lenta y dulce, leyó a la asombrada mujer:
_«Dadme, Señor, a comer el pan de mis lágrimas y a beber con abundancia
el agua de mis lloros....»_
Después añadió:
--Esta es mi oración de este día...; ¿cómo puedes suponer que yo tenga
hambre y sed, puesto que tengo lágrimas abundantes?...
Un poco más tarde volvía Rita hacia Luzmela, sola y acongojada,
repitiendo:
--Está poseída..., está poseída ella también, lo mismo que su padre....
¡Dios lo remedie!...


II

Había pisado Salvador la tierra de Francia con un impetuoso deseo de
atravesarla a escape en busca otra vez de la tierra española.
Dejó partir a Fernando solo, porque trataba de ocultarle su repentino
regreso, y en el muelle se despidieron con un abrazo cordial.
Iba Fernando a buscar el primer tren que saliera para París; Salvador
quedaba esperando que aquel tren partiera para tomar el inmediato en la
misma dirección.
Cuando ya los dos amigos se habían separado, el marino se volvió de
pronto para decir, jovial y sonriente, con su voz pastosa, suave como
el terciopelo:
--Oye: cuando vuelvas al valle, llevas de mi parte «ésto».
Y lanzó al aire dos besos sonoros, en la punta de los dedos, añadiendo:
--Uno, para Rosa la del Molino, y otro, para la niña de Luzmela....
Fulguró el médico sobre Fernando una mirada iracunda, apagada sobre la
radiante sonrisa que iluminó toda la figura donjuanesca y marcial del
marino....
Y los dos, amistosamente, se dijeron adiós con la mano por última vez.
Salvador paseó unas cuantas calles del gran puerto francés, con aquel
paso automático y febril con que había medido en Luzmela las estancias
mudas del palacio.
Parado delante de la Bolsa, se puso a contar las cúpulas del edificio
con obstinado empeño: una... dos... tres... cuatro... hasta seis; y se
alejó, repitiendo mentalmente: _seis cúpulas..., seis cúpulas...._
Siguió caminando a toda prisa, y en la plaza de Gambetta se encaró con
las estatuas de Bernardin de Saint Pierre y de Delavigne, como si les
fuese a echar un discurso. Después de una larga contemplación, les
volvió la espalda con sumo desdén y se puso a liar un cigarrillo.
En seguida echó a correr a la estación, sin acordarse de que no había
comido en muchas horas ni de que sentía en el estómago el agudo malestar
del hambre.
Tomó el tren y rodó por Francia como una masa inerte, con todas las
sensaciones dormidas bajo el deseo único de tener alas o de suplirlas
con una desenfrenada carrera que le llevase, en un vuelo inaudito, a la
casa temible de Rucanto.
Pasó como un relámpago por París.
El espectáculo, apenas entrevisto, de la gran capital le dió aquella vez
la impresión de una inmensa sonrisa fría y galante; tal vez la sonrisa
de Fernando, diciéndole:
--Este beso para la niña de Luzmela....
Atravesó Versalles, la de los jardines de ensueño, cuna de reyes, de
amores y de escándalos.... Salvador no estaba muy enterado de estos
lances de historia cortesana; conocía vagamente un poco de todo ello, y
apenas si aquellas memorias se asomaron un minuto a la niebla de sus
pensamientos. Él sabía de cierto únicamente su ciencia de médico y su
amor de hombre..., su amor sobre todo.
Estaba seguro de adorar a Carmen con ciega pasión, y no le importaba
cómo ni cuándo de un cariño fraternal y suave había brotado aquel hondo
y vehemente amor. No hacía tampoco averiguaciones sobre este punto;
¿acaso los males del alma debían analizarse «científicamente», como los
males del cuerpo? No; Salvador no trataba de escudriñar aquella sagrada
dolencia que atormentaba su espíritu con dulcísimo amargor; dejaba su
pasión quieta, clavada en su vida como un dardo de fuego, única y
decisiva en su destino. Le bastaba sentirla luminosa en su conciencia,
ardiente y pura en su corazón.
Atravesó como en un sueño Chartres, Nort, Burdeos, Bayona.... Empezó a
respirar por fin el «aire internacional» de los Pirineos, y se dilató su
pecho con un aliento profundo de esperanza.
Llegando a España, recorrió con toda la rapidez posible la tierra que le
llevaba a su valle norteño.
Cuando se sintió cobijado por las montañas y los celajes de su país,
tuvo a la vez una viva emoción de temor y de alegría. Fuese a rendir su
viaje a la estación de Rucanto, y, sin detenerse un punto, se dirigió a
la casa de doña Rebeca.
Al hacer sonar el recio aldabón de la portalada se quedó asombrado y
trémulo. ¿Qué iba a decir? ¿Por quién preguntaría? ¿Cómo estaba él allí,
anhelante y resuelto, rendido de rodar por mares y tierras con
desatinado afán?... ¿Con qué derecho llamaba en aquella puerta con aire
tan firme y arrogante?...
No tuvo tiempo de más cavilaciones, porque giró ante él la hoja enorme
pintada de rojo, bajo el dintel labrado, y la propia Carmencita se
apareció a sus ojos, siempre dulce y grave.
Mirándole con despacio, clamó absorta:
--¡Salvador!
Él, mudo, fascinado, le abrió los brazos con tan férvida expresión de
ternura, que la muchacha se refugió en ellos ansiosamente, y en ellos se
quedó largo rato; ¡un instante para el enamorado galán!...
Bajo los arcos abiertos del portalón se sentaron en un banco de roble
algo cojo.
Carmen manifestó la sorpresa que le causaba aquel regreso, tan
imprevisto por ella como lo fué la partida de su amigo; le encontraba el
semblante desencajado y todo el aspecto de fatiga y ansiedad.
Él miraba con sobresalto la desalentada expresión de la joven, su
blancura enfermiza de lirio y el opaco fulgor de sus ojos.
Con voz de secreto le decía:
--Vengo a buscarte.
Contestó Carmen, muy sorprendida:
--¿Cómo a buscarme?
--Sí, acordemos en seguida un medio de que salgas de aquí.
--Pero, ¿por qué, Salvador?
--¿Y todavía me preguntas por qué...? Yo sé que aquí estás muy mal; que
sufres mucho...; que corres graves peligros....
--¿Quién te ha dicho eso?
Él, mirándola santamente, como cuando era chiquitina, le respondió:
--Un pajarito...; ¿dijo verdad?...
Y se quedó pensando, ¿no es, acaso, Fernando «un pajarito»?...
Pero ella movía la cabeza y replicaba:
--Algo de mentira dijo.... Además, aquí estoy cumpliendo la voluntad de
Dios.
--La voluntad de Dios es que yo vele por tu seguridad y por tu dicha.
--¿Por mi dicha? interrogó incrédula Carmen.
--Sí, vengo a libertarte de los suplicios que aquí padeces; pero es
preciso que tú consientas en ello...; ¿no consientes?
Ella, con lento ademán, sacó del bolsillo su breviario diminuto, y
desdoblando la hoja que aquel día estaba señalada por la flor marchita,
leyó con voz de rezo, un poco temblorosa:
«El mundo pasa y sus deleites.... Y así el que se aparta de sus amigos y
conocidos, consigue que se le acerque Dios y sus santos ángeles.... Gran
cosa es estar en obediencia, vivir debajo de un superior, y no tener
voluntad propia....»
Plegó Carmen el libro y quedóse muda, mirando a Salvador.
Él, todo alarmado, lleno de sorpresa, preguntó:
--¿Y qué es «eso»?
--Esto es la oración que tengo hoy que rezar; esto es lo que Dios me
manda hacer....
--¿Dios te manda estar supeditada toda la vida a doña Rebeca?
--Sí....
¿Y también al bárbaro de Andrés? Carmen, inmutada, dijo:
--A ese no.
--Pues él es aquí el amo....
--Pocas veces está en casa....
--Con una vez sola que venga y quiera «mandar en ti»....
Ella se asió con terror del brazo de su amigo.
--No, por Dios...; no digas eso....
--Es mi deber decírtelo...; ¿quién te dió ese libro?
--El padre cura....
--¿A ver?... Yo también quiero buscar una oración para mí.
Y tomando Salvador el libro, abrióle al azar y leyó:
«Si me oyeres y siguieres mi voz podrás gozar de mucha paz.... Mi paz
está entre los humildes y mansos de corazón....»
Doblando el libro, le dijo a la muchacha:
--Ya ves, mi oración es más consoladora que la tuya; tómala para ti y
medita si tienes tú en esta casa la paz de Dios, la santa paz que Él
vino a traer a los hombres, y si vives entre mansos y humildes de
corazón....
Carmen, agitada, combatida, inclinaba la frente, y tenía en los ojos,
profundos y tristes, una llama de incertidumbre.
Se sintió arriba crujir el tillado, y un pasito rápido y breve se oyó en
la escalera.
Salvador le dijo a la niña con acento de súplica y de mando:
--Te libertaré; vendré por ti muy pronto; espérame y ten ánimos....
Le estrechó las manos con afán, y ella callada y distraída, le presentó
la frente.
Puso el médico en aquella carne virginal el ascua de sus labios, y salvó
los umbrales de la portalada antes de que doña Rebeca se presentase en
el portal....


III

Rodó un coche dando tumbos por la áspera cambera lindante con la casona,
y en las habitaciones de la misma hubo un revuelo de faldas y un atisbo
fisgón a la vera de los balcones.
Llamaron en la puerta roja dos golpes secos y vibrantes, tan solemnes,
que parecían decir, como en las actuaciones judiciales:
--Abrid, en nombre de la ley....
A doña Rebeca le temblaron los pellejos a falta de otra cosa, y la poca
carne con que Narcisa contaba para adorno de su persona se puso toda de
gallina, muy áspera y granujienta; Julio se revolvió en la cama hostil
quejoso, y la niña de Luzmela se sintió poseída de una vaga inquietud.
Después de carreras, exclamaciones y cabildeos, bajó la criada a abrir
la puerta, y subió al punto diciendo:
--Que aquí está el tutor de la señorita Carmen.
La señora de la casa, tan espavecida corno si la hubiesen dicho: «Dése
usted presa», contestó con un leve esbozo de sonrisa:
--Que pase..., que pase....
Repicaron pausadamente unas botas por el pasillo, y entró en la sala,
sombrero en mano, vestido de negro, con rostro afable, algo impasible,
el señor don Rodrigo Calderón, solariego del cercano valle del Nidal.
Con acento muy frío y muy cortés, y lenguaje abierto y conciso, expuso a
doña Rebeca el motivo de su visita.
Le habían asegurado que su pupila, la señorita Carmen, estaba muy mal
hallada en compañía de la señora, y maltratada por ésta y por sus
hijos..., y la señora comprendería que era preciso aclarar aquel asunto
cuanto antes y resolver en consecuencia con enérgica resolución.
Doña Rebeca apenas podía interrogar disimulando su despecho y su
pánico:
--¿Y quién nos calumnia?... ¿Quién ha dicho?...
--Persona que merece mi confianza; y la señora hará el favor de llamar a
su pupila para que diga en concreto la verdad.
Salió doña Rebeca como un cohete, y en cuanto echó a Carmen la vista
encima, le echó también los brazos al cuello.
La muchacha, horrorizada, iba a pedir socorro, cuando se sintió halagada
y besada con besos húmedos y repugnantes.
La bruja, lagotera y melosa, contaba, lloriqueando:
--Le han dicho a don Rodrigo mal de nosotros, hija mía; defiéndenos tú
que eres una santa..., sálvanos de este disgusto tan grande.... Ya ves
mi situación...: sin dinero, con un hijo a las puertas de la muerte....
Y besa que te besa, le ponía a Carmencita la cara hecha una compasión,
entre gotas de llanto y rezumos de baba.
Limpiándose las mejillas con su pañuelo, fuése la muchacha a la sala,
llena de zozobra, detrás de doña Rebeca.
Muy urbano y sereno, don Rodrigo la cometió a un interrogatorio prolijo
y grave acerca del trato que recibía y de si convivía gratamente con
aquellos señores. Y Carmen, en medio de sus angustias, fué hábil y
prudente para mentir poco y disculpar a la gente de la casona, viniendo
a declarar, en suma, que era su voluntad seguir viviendo con aquella
familia.
Satisfecho el hidalgo, muy correcto y galante, dijo que la señora debía
disimular lo desagradable de su visita, pero que era su deber velar por
aquella niña y que se congratulaba de que fuesen infundadas las
acusaciones que se le habían hecho.... Tal vez un exceso de
solicitud..., o alguna mala interpretación, había dado lugar a aquel
«incidente», que él lamentaba.... La señora perdonaría....
Y como si tuviera mucha prisa, se despidió y repicó otra vez
delicadamente sus botas por el pasillo.
Salió entonces Narcisa de un escondite con su librote debajo del brazo y
en la boca un surtidor de insolencias.
Se encaró con su madre para decirle:
--Todo esto es obra del medicucho ese, de acuerdo con la santita.... ¿No
te dije que aquella conferencia que tuvieron los dos la otra tarde
traería cola?... Todavía vamos a ver aquí una boda entre hermanos....
¡Qué escandalosos!
La señora, atajándola, interrumpió:
--«Tu prima» se ha portado muy bien en esta ocasión.... No consiento que
la faltes.
Y almibarada y ponderativa, tornó a regalar a Carmen con caricias y
frases de gratitud.
En seguida salió de la sala, no ya con su paso saltarín de todos los
días, sino con una carrera liviana y veloz, una especie de trotecillo
fantástico.
Narcisa hizo también _mutis_, como en las comedias, por una puerta
lateral, con su novela en la mano y en la sonrisa ática una despectiva
expresión.
Quedóse Carmen sola, sentada en el sofá de terciopelo carmesí, muy fofo
y deslucido. Sobre la blancura agria de la cal destacaban en las paredes
unas láminas cromadas, con marcos de madera un poco apolillados. En
lontananza una consola sostenía sendos fanales colmados de flores de
trapo, incoloras y deformes. El tillo sin un solo tapiz, combado y
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