La Niña de Luzmela - 1

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LA NIÑA DE LUZMELA

CONCHA ESPINA
LA NIÑA DE LUZMELA

1922


PRIMERA PARTE

I

Habíase convertido don Manuel en un soñador quejoso. Hacía tiempo que
parecían extinguidas en él aquellas ráfagas de alegría loca que, de
tarde en tarde, solían sacudirle, agitando toda la casa.
En tales ocasiones, parecía don Manuel un delirante. Todo su cuerpo se
conmovía con el huracán de aquel extraño gozo que le hacía cantar,
correr, tocar el piano y reirse a carcajadas. Mirábanle entonces,
compadecidos, los criados, y la vieja Rita, haciéndose cruces en un
rincón, desgranaba su rosario a toda prisa, murmurando:
--Son _los malos_..., _los malos_...; siempre estuvo el mi pobre
poseído....
Carmencita seguía los pasos acelerados de su padrino, pálida y
silenciosa, prestando un dulce asentimiento a aquella alegría
disparatada y sonriendo con mucha tristeza.
En algunas de estas extrañas crisis don Manuel tomaba entre sus manos
ardientes la cabeza gentil de la niña y, mirando en éxtasis sus ojos
garzos y profundos, le había dicho con fervor:
--Llámame padre..., ¿oyes?... llámame padre.
La niña, trémula, decía que sí.
Y pasado el frenesí de aquellas horas, cuando el caballero, deprimido y
amustiado, se hundía en su sillón patriarcal a la vera de la ventana,
llamaba a Carmencita, y acariciándole lentamente los cabellos, le decía
«a escucho»:
--Llámame padrino, como siempre, ¿sabes?
También la niña respondía que sí.
* * * * *
Aquel día don Manuel sentía en el pecho un dolor agudo y persistente, un
zumbido penoso en la cabeza.... ¿Iría a morirse ya?
El hidalgo de Luzmela aseguraba que no tenía miedo a la muerte, que
habiendo meditado en ella durante muchas horas sombrías de sus jornadas,
no había salido de sus fúnebres cavilaciones con horror, sino con la
mansa resignación que deben inspirar las tragedias inevitables.
Sin embargo, don Manuel estaba muy triste en aquella tarde oscura de
septiembre.
Miraba a Carmen jugar en el amplio salón, con aquel apacible sosiego que
era encanto peregrino de la criatura. Todos sus movimientos, todos sus
ademanes, eran tan serenos, tan suaves y reposados, que placía en
extremo contemplarla y figurarse que aquellas innatas maneras señoriles
respondían a un alto destino, tal vez a un elevado origen.
Podía fantasearse mucho sobre este particular, porque Carmencita era un
misterio.
En uno de sus viajes frecuentes y desconocidos, trajo don Manuel aquella
niña de la mano. Tenía entonces tres años y venía vestida de luto.
El caballero se la entregó a su antigua sirviente, Rita, convertida ya
en ama de llaves y administradora de Luzmela, y le dijo:
--Es una huérfana que yo he adoptado, y quiero que se la trate como si
fuera mi hija.
La buena Rita miró a don Manuel con asombro, y viendo tan cerrado su
semblante y tan resuelta su actitud, tomó a la pequeña en sus brazos con
blandura, y comenzó a cuidarla con sumisión y esmero.
La niña no se mostró ingrata a esta solicitud, y desde el día de su
llegada se hizo un puesto de amor en el palacio de Luzmela.
--¿Cómo te llamas?--le había preguntado Rita con mucha curiosidad.
Y ella balbució con su vocecilla de plata:
--Carmen....
--¿Y tu mamá?...
--Mamá....
--¿Y tu papá?...
--Padrino....
--¿De dónde vienes?
--De allí--y señaló con un dedito torneado, del lado del jardín.
--¡Claro, como las flores!--dijo Rita encantada de la docilidad graciosa
de la niña.
Rita deletreaba las facciones de la pequeña con avidez, como quien busca
la solución de un enigma.
Mirándola detenidamente, movía la cabeza.
--En nada, en nada se parece.... El señor es moreno y flaco, tiene
narizona y le hacen cuenca los ojos; esta chiquilla es blanca como los
nácares, tiene placenteros los ojos castaños y lozano el personal...; en
nada se le parece.
Y la buena mujer se quedó sumida en sus perplejidades y enamorada de la
niña.
Con una facilidad asombrosa acomodóse Carmencita a la vida sedante y
fría de Luzmela. Su naturaleza robusta y bien equilibrada no sufrió
alteración ninguna en aquel ambiente de letal quietud que se respiraba
en el palacio; ella lo observaba todo con sus garzos ojos profundos, y
se identificaba suavemente con aquella paz y aquellas tristezas de la
vieja casa señorial.
El encanto de su persona puso en el palacio una nota de belleza y de
dulzura, sin agitar el manso oleaje de aquella existencia tranquila y
silenciosa, en medio de la cual Carmencita se sentía amada, con esa
aguda intuición que nunca engaña a los niños.
Parecía ella nacida para andar, con su pasito sosegado y firme, por
aquellos vastos salones, para jugar apaciblemente detrás del recio
balconaje apoyado en el escudo y para abismarse en el jardín
penumbroso, entre arbustos centenarios y divinas flores pálidas de
sombra.
Jamás la voz argentina de la pequeña se rompía en un llanto descompuesto
o en un acedo grito; jamás sus magníficos ojos de gacela se empañecían
con iracundas nubes, ni su cuerpo gallardo se estremecía con el espasmo
de una mala rabieta. Su carácter sumiso y reposado y la nobleza de sus
inclinaciones tenían embelesados a cuantos la trataban, y la buena Rita,
convertida en guardiana de la criatura, no podía mencionarla sin decir
con íntima devoción:
--Es una santa, una santa.... Sólo una vez se recordaba que Carmencita
hubiese alzado en el silencio de la casa su voz armoniosa deshecha en
sollozos.
Fué un día en que doña Rebeca, la única hermana de don Manuel, residente
en un pueblo próximo, llegó a Luzmela de visita.
Atravesaba la niña por el corral con su bella actitud tranquila cuando
la dama se apeó de un coche en la portalada.
Era doña Rebeca menuda y nerviosa, de voz estridente y semblante
anguloso; fuese hacia Carmencita a pasitos cortos y saltarines, la tomó
por ambas manos, y de tal manera la miró, y con tales demasías le apretó
en las muñecas finas y redondas, que la pobrecilla rompió en amargo
llanto, toda llena de miedo.
Se revolvió la servidumbre asombrada, y el mismo don Manuel corrió
inquieto hacia la niña, a quien doña Rebeca cubría ya de besos chillones
y babosos, diciendo a guisa de explicación:
--Como no me conoce, se asusta un poco.
Carmencita tendió ansiosa los brazos a su padrino, y poco después se
refugiaba en los de Rita hasta que doña Rebeca se hubo despedido.


II

El caballero de Luzmela miraba a la chiquilla, aquella tarde, con una
extraña expresión de vaguedad, como si al través de ella viese otras
imágenes lejanas y tentadoras.
Acaso delante de aquellas pupilas extasiadas e inmóviles, la ilusión
rehacía una historia de amor toda hechizo y misterio; tal vez, por el
contrario, era una tragedia dolorosa. ¿Quién sabe?... ¡Don Manuel había
rodado tanto por el mundo, y había sido tan galán y aventurero!
De pronto se le apagó al soñador su visión misteriosa encendida en el
muro blanco del salón, sobre la cabeza rizosa de la niña.
Exhaló un suspiro amargo, y bajó los ojos para mirar sus manos
exangües, extendidas sobre las rodillas. Era cierto que estaba muy
enfermo; ¿iría a morirse ya?...
Carmencita, en este momento mecía a su muñeca regaladamente, sentada en
un taburete en el hueco profundo de una ventana.
Llamaron a la puerta del salón, y al mismo tiempo anunciaron:
--El señorito Salvador.
--Que pase--dijo don Manuel, y la niña, levantándose, corrió a recibir
la visita con sonrisa plácida.
Entró un joven mediano. Era mediano en todo lo aparente: en belleza, en
elegancia, en estatura; mediano era también en ingenio; sólo en lealtad
y en nobleza era grande aquel mozo.
Tendría acaso veinticinco años, y encontramos muy natural que el
caballero de Luzmela le dijese:
--¡Hola, médico!
No podía ser otra cosa sino médico este hombre que se presentaba de
visita calzando espuelas y botas de montar y llevando en la mano unos
guantes viejos.
Don Manuel se había enderezado en el sillón de nogal y la niña enlazaba
su bracito al del mozo recién llegado.
--No sabes lo oportunamente que llegas, hijo--exclamó el enfermo.
--Qué, ¿se siente usted peor, acaso?
--Me siento mal siempre, muy mal; la hipocondría me consume, y tengo la
preocupación constante de que voy a vivir ya contados días.
--Precisamente esa es la única enfermedad de usted: la monomanía de la
muerte. Es una de las formas más penosas de la psicosis.
--Sí, sí, sácame a colación nombres modernos para despistarme. Lo que yo
tengo es algún eje roto aquí--y señaló su corazón--, y creo que aquí
también--añadió tocando su cabeza, prematuramente blanca.
Salvador se echó a reir con una impetuosa carcajada jovial, que rodó por
la sala con escándalo. La niña, muy seria y cuidadosa, escuchaba
atentamente.
Observándola don Manuel, le dijo:
--Vete, querida mía, a jugar abajo, ¿quieres?
Ella, un poco premiosa para obedecer, objetó:
--¿Pero de verdad tienes rota una cosa en el pecho y otra en la frente?
--No, preciosa, no te apures; son bromas que yo le digo a tu hermano.
Salvador la atrajo a sus rodillas y la acarició tiernamente.
--Son bromas del padrino, Carmen; anda, corre a jugar.
Se fué con su paso majestuoso y su aire noble de madona.
Desde el umbral de la puerta se volvió a sonreirles, segura de que ellos
estaban mirándola, en espera de aquella gracia suya.
Reinó en el salón un breve silencio, y, con otro suspiro doliente,
murmuró don Manuel:
--Por ella, por ella lo siento, sobre todo.
--Por Dios, deseche usted esa idea....
Pero él, obediente a su pensamiento, concluyó:
--Y por ti también, Salvador.
El mozo tragó la saliva con alguna dificultad, y balbució unas,
entrecortadas frases de consuelo; estaba emocionado y torpe.
Le miró el enfermo con cariño, y tomándole las manos cordialmente, le
dijo:
--Vamos, hay que ser hombres de veras; yo he andado, hijo mío,
temerosos caminos sin temblar, y es preciso que no me acobarde en el
anhelo de este último que voy a emprender. Tú debes ayudarme, y en ti
confío; te necesito, Salvador; ¿estás pronto, hijo, a valerme?
--¿Yo, señor?... Yo siempre estoy pronto a lo que usted mande. ¿Acaso mi
vida no le pertenece a usted?
--¡Oh, muchacho, qué cosas dices! Tu vida le pertenece a la humanidad, a
la ciencia; le pertenece a la juventud, a la dicha.... Tú vienes ahora,
Salvador, yo me voy; me voy temprano.... ¡he vivido tan de prisa! He
amado mucho, he sufrido mucho, y también he gozado, que no es esta hora
de mentir, ni siquiera de disimular.... Y mira, no creas que yo he sido
tan malo como dicen.... Anduve por el mundo locamente y pequé y caí
veces innumerables; pero otras veces, ¡también muchas!, levanté a los
caídos en mis brazos, prodigué a los tristes mi corazón y mi fortuna...,
fuí piadoso y noble....
Callaba Salvador entristecido y confuso. Don Manuel miraba vagamente una
nubecilla blanca que se deshacía en jirones leves, sobre el fondo gris
de un cielo huraño.
Volvióse hacia el joven, y le dijo de pronto:--¿Sabes que ayer estuvo
aquí el notario de Villazón?
El muchacho interrogó perplejo:
--¿Estuvo?
--Sí; yo le había mandado decir que deseaba verle. Hablamos un largo
rato y convinimos en que mañana volvería para recibir mis últimas
disposiciones.
Salvador se agitó en su silla protestando:
--Pero, Dios mío, acabará usted por matarse con esa ansiedad.
--Al contrario; estos preparativos me tranquilizan; hallaré reposo y
bienestar en arreglar todas mis cuentas, y para que, después de realizar
estos propósitos, tenga descanso mi corazón, es preciso que tú me hagas
una solemne promesa.
--Por hecha la puede usted contar.
--Tú quieres mucho a Carmen, ¿no es cierto?
--Cierto es que la quiero mucho.
Se enderezó el de Luzmela conmovido y le blanqueó intensamente la faz
cetrina.
--Oye bien, Salvador...: voy a dejar sola en el mundo a Carmen, y Carmen
es mi hija; tiene apenas trece años la inocente, y quedará en la vida
sin sombra y sin nombre....
Se apagó tremulante la voz del solariego; Salvador, inmutado por la
gravedad de aquella revelación que tal vez esperaba, se atrevió a decir,
después de meditar:
--Si usted la reconoce....
Otra vez se alzó, como en sollozo contenido, la voz temblorosa.
--Pero estoy fatalmente condenado a no poder hacerlo.... Esta única flor
de mi existencia es el fruto de mi mayor pecado...: no hablemos de él,
que es irremediable; hablemos de ella, de la pobre flor sin sombra.
--¿No estoy aquí yo? ¿De nada podré servirle cuando tanto la quiero?
--Sí; sí que la servirás de mucho: esa es mi esperanza....
--Pues ordene usted, señor.
--Si tú fueras también mi hijo, yo te la confiaría descansadamente.
Estaba Salvador anhelante, mirando al enfermo, que continuó con su voz
grave y triste:
--Pero no lo eres, no; yo te lo juro.... Por ahí se ha dicho que sí...;
¡se dicen tantas cosas! Yo he oído el rumor de esta calumnia rondando
en torno mío, y la he dejado crecer a intento, porque si esta mentira
ponía una mancha más en mi reputación, ponía en cambio un poco de
prestigio en tu juventud abandonada. Si eras hijo del señor de Luzmela
tenías porvenir, y tenías un puesto en la vida...; pero no lo eres,
no....
Estaba Salvador trémulo; tenía el semblante demudado y una expresión
desolada en los ojos. Veía quebrarse en pedazos su más cara ilusión. Era
bueno; pero era hombre y había sentido siempre atenuada la ignominia de
su madre, creyendo culpable de ella al noble señor del valle, don Manuel
de la Torre y Roldán. He aquí que don Manuel era inocente de la deshonra
que le hizo nacer, y que Salvador, herido en su orgullo, veía el nombre
de su madre hundirse en la infamia, como si hasta aquel momento hubiera
estado solamente empañado de un leve rubor.
--Entonces, mi padre... murmuró temblando.
--Piensa sólo en tu madre--respondió el caballero; los padres de ocasión
somos siempre unos cobardes..., unos viles; ¡ellas, las madres sí que
son valientes en casi todas las ocasiones! La tuya lo fué; por verla
yo, tan desgraciada y tan sufrida, cargar contigo denodadamente, dile
apoyo y la cobré afecto. No me recaté para ampararla, ni ella tuvo
reparo en apoyarse en mí, honradamente. Cuando la pobre se alzaba sobre
su dolor, confortada por mi amistad y purificada por tu inocencia, vino
la muerte y se la llevó.... ¡Que no te sonroje su recuerdo; guárdale con
respeto y con amor!
Salvador interrogó otra vez con amargura.
--Pero, ¿y mi padre..., mi padre?
--¿Qué te importa de él? ¿Le debes gratitud por el ser que fortuitamente
te dió, en la inconsciencia de su brutalidad?... ¿Acaso podemos
considerarnos padres siempre que afrentamos a una mujer?
--Quisiera, sin embargo, saber su nombre.
Don Manuel guardó silencio.
--Saber--añadió el mozo--su clase social.
El de Luzmela vió cómo se agitaba en este anhelo la vanidad del joven;
vaciló un momento, y luego dijo con firmeza:
--Ya sabes que ésta no es hora de mentir. Salvador: tu padre era un
campesino de origen humilde lo mismo que tu madre.
--Y, ¿vive?
--Emigró, y ya no se supo más de él.
--¿Era soltero?
--Lo era.
--¿Y jamás consintió...?
--¿En reparar su delito?... ¡Nunca!... ¿No te digo que nada le debes?
Eres hombre, y hombre cabal. Deja que esa humillación pase por debajo de
tu orgullo, y no le fundes en hechos de que no eres responsable.
Pero estaba profundamente abatido Salvador. En vano trataba de luchar
contra la pesadumbre de aquella sorpresa que casi destruía su
personalidad de un solo golpe inesperado.
Compadecido don Manuel, ablandó su voz para decirle efusivamente:
--Todavía estoy aquí yo, hijo. En la negra hora de su agonía le juré a
tu madre ampararte, y he tratado de cumplir mi juramento. Te eduqué y te
hice un hombre; dócil ha sido tu condición para que yo haya podido
formar de ti un mozo tan noble y amable como para hijo le hubiera
deseado. Si por creerte mío has tenido tesón y firmeza para llegar a lo
que eres... ¿tan ajeno a mí te juzgas ya, que así te amilanas y
vacilas?... Aunque no te di el ser, ¿no soy algo más padre tuyo que
aquel que te le dió?... ¡Y si te acobardas ahora que yo te necesito!...
No acabó don Manuel este sentido discurso sin que el joven hubiera
levantado la cabeza, brillantes los ojos zarcos y sinceros, toda
iluminada de una grata expresión su simpática fisonomía.
Se quiso arrodillar con un movimiento espontáneo y devoto para suplicar.
--Perdón, señor, perdón.... He dejado arruinar todo mi valor
indignamente, pero ha sido un momento; ya pasó; estoy tranquilo, estoy
contento si le puedo servir a usted de algo, yo, pobre de mí, que tanto
le debo....
--Cállate.... ¡Si me lo vas a pagar todo! Bien sabe Dios que no tuve
nunca intención de cobrártelo; pero ahora--añadió implorante--es
preciso, hijo mío, que me devuelvas en Carmen todo el bien que te hice.
--Cuanto yo pueda y valga se lo ofrezco a usted dichoso.
--Pues oye.
Se recogió un momento a meditar, y dijo luego:
--¿Qué juicio has formado tú de mi hermana?
--¿Juicio?... Ninguno; ¡la he tratado tan poco!
--Pero, ¿qué impresión te causa?
--Me parece buena señora.
--¿Y qué has oído de ella por ahí, como voz general?
--Dicen que es un poco rara; algo histérica.
--Sí, tiene que serlo; era epiléptica nuestra madre, y nuestro padre el
hidalgo de Luzmela ¡bebía tanto ron!... Pero, en fin, ¿la creen buena?
--Buena sí.
--Te extrañarán estas preguntas; pero yo te voy a decir una cosa: apenas
conozco a mi hermana. Aquí, jugamos un poco de pequeños, ¡ya no me
acuerdo de aquellos años! En seguida me llevaron al colegio, desde allí
a la Universidad; cuando acabé la carrera ella estaba ya casada en
Rucanto. Estuve aquí con mi padre corto tiempo, y partí a visitar la
Europa, ansioso de ver mundo y correr aventuras. Ya te he contado cuánto
mi padre me prefería y con cuánta liberalidad satisfacía todos mis
caprichos. Derroché el dinero y la salud hasta que él me llamó para
darme el último abrazo, y entonces me encontré mejorado en su
testamento todo cuanto la ley permitía. El marido de mi hermana era un
calavera, y mi padre les mermó la herencia todo lo posible. Sin embargo,
yo era tan calavera como él; pero era su ídolo, y en mí no veía más que
la hidalguía exterior, conservada hasta en los tiempos más tormentosos
de mi vida. Siempre mi cuñado me miró con animosidad, tal vez por mi
superior linaje, tal vez por las muchas preferencias que en vida y en
muerte me prodigó mi padre. Estas diferencias me separaron mucho de mi
hermana. Vino entonces mi casamiento, tan lleno de esperanzas para mí.
Me creí reconciliado con el amor del terruño y con la paz de mi valle;
restauré esta casa, soñando vivir siempre en ella en idílicos goces;
evoqué la visión de unos hijos robustos y de una patriarcal vejez...:
¡sueño fué todo! Desperté de él con la esposa muerta entre los brazos.
Era la más rica heredera de Villazón, y, tan abundante en bondad como en
dineros, quiso dejarme en prenda de su cariño toda la fortuna que tenía.
Doblemente rico, perdida la ilusión de la dulce vida quieta y santa que
acaricié apenas, de nuevo me lancé a los placeres locos del mundo, lejos
de mi solar. Peregriné mucho; derramé el corazón y la vida a manos
llenas; pero no fuí tan insensato que llegara a empobrecerme. Algunas
veces volvía yo a Luzmela con una vaga esperanza de poder quedarme por
aquí, bien avenido con esta melancólica vida de memorias y ensueños;
pero nunca lograba que de mi corazón voltario se adueñase la paz. En uno
de estos viajes vine muy cambiado; me blanqueaba el cabello y traía en
los brazos una niña. Me estuve entonces aquí un año entero; un año que
fué para mi alma ocasión de intensas revelaciones; la niña, tan pequeña,
tan impotente, iba poseyendo todo mi albedrío. En rendirla yo mi
voluntad sentía un extraño goce lleno de encantos nuevos. Su inocencia
me cautivaba en dulcísima cadena, y yo, que la salvé a esta niña del
abandono, más por deber de conciencia que por amor de padre, me sometí a
su hechizo con una dejación de mí mismo absoluta y feliz. Ya, desde
entonces, sólo salí de Luzmela por precisión y muy pocas veces. Mi vida
tenía un objeto, y yo sentía santificarse mis sentimientos y levantarse
mi corazón al suave contacto de aquella pequeña existencia pendiente de
la mía. Continuaba viendo a mi hermana contadas veces: mi cuñado me
mostraba cada día mayor hostilidad; y yo, indiferente y orgulloso, no
ponía jamás los pies en Rucanto. Pero no me era grato saber que mi
hermana pasaba apuros y estrecheces, casi totalmente arruinada por su
marido, y a menudo le mandaba reservadamente algunas cantidades como
regalo para mis sobrinos, a quienes apenas conozco....
Calló don Manuel y se quedó abstraído breve rato.
Luego dijo:
--Y hemos llegado, querido Salvador, al caso que me preocupa y desvela.
¿Merecerá mi hermana que yo le confíe mi hija?... Tú, ¿qué crees?...
--Yo creo--respondió el joven--que no es muy fácil acertar con la
respuesta, ya que ni usted ni yo la conocemos bien.
--Por eso vacilo....
--¿Y ha pensado usted en qué condiciones le confiaría la tutela de
Carmen?
--Sí; lo he pensado: le dejaría a mi hermana la mitad de mi fortuna con
la condición de que fuese una buena madre para la niña.
Salvador escuchaba con asombro a don Manuel.
--Pero eso--dijo--sería caso de una comprobación delicada y difícil.
--Tengo previstas todas las dificultades: de todo ello hablaremos.... Yo
quisiera dejarle a mi hija un constante testimonio de mi ternura, sin
perturbar su alma con la trágica historia de su nacimiento. Puesto que a
la cara del mundo no le puedo decir que soy su padre, ¿a qué inquietar
su inocencia con el descubrimiento de una pérfida acción que cometí?...
Quiero que mi memoria le acompañe dulce y serena, como la vida que ha
disfrutado junto a mí. Quiero ser su providencia y su amparo más allá de
la muerte, sin que mi nombre caiga de su corazón, ennegrecido por la
sombra de mis culpas.... Para ella quiero ser siempre bueno... ¡siempre!
Quedóse el de Luzmela ensimismado; ardía en sus ojos la luz de la
esperanza con radiante expresión.
Y mientras Salvador le contemplaba con recogida actitud, continuó don
Manuel:
--Al enviudar mi hermana hace poco, se ha apresurado a mostrárseme
afectuosa, lo que me prueba que antes no tenía libertad para hacerlo.
Parece que la niña le es muy simpática. Si ella además le lleva el
bienestar y la holgura, ¿no ha de quererla bien?
--Yo creo que sí.
--¿Verdad que sí?
--Es verdad....
--Pero supongamos que me equivoco; que cometo un gran desatino, y que
ella no trate bastante bien a la niña. En ese caso dejaré a Carmen el
derecho de reclamarle mi herencia, y todavía te quedas tú con otra parte
igual a la de mi hermana.
--¿Yo, dice usted?
--Tú, que eres mi segundo heredero, a quien lego la mitad de mis
caudales.
--Pero... ¿usted ha pensado?...
--Yo he pensado mucho, hijo mío; tú, si no quieres contrariar mi postrer
deseo, serás un buen administrador de mi media fortuna; gastarás las
rentas, como tuyas que serán, y el capital lo conservarás para cuando
Carmen lo necesite. Figúrate que por amor se casa pobre...; tú la dotas;
o que se casa contigo...; la dotas también; o que se muere...; la
heredas, quedándote tranquilamente con mi legado, que legalmente será
tuyo.
--¿Y si muriese yo?
--Se lo dejas a ella. Y si nada necesita, tuya será entonces, sin
condiciones, la herencia.
--Por Dios, señor, yo creo que jamás un testamento se ha hecho así, de
tan extraña manera....
--No se habrá hecho; pero se va a hacer ahora; mejor dicho, ya se está
haciendo.
--¿Ya?...
--Sí; le estamos haciendo tú y yo; un testamento moral entre dos hombres
honrados.... Testo yo, y tú asientes; recibes mi legado y juras cumplir
mi voluntad.... ¿Te figuras que estas condiciones que te impongo iban a
constar en papeles? No, hijo, no; se confirmaría entonces la opinión
general de que estoy un poco «tocado»...; ya sabes que se dice por
ahí....
--Sin embargo, señor, medite usted bien que es demasiado absoluta la
confianza con que usted me honra. Puedo extraviarme; puedo
pervertirme..., volverme loco; hágalo usted en otra forma, limitándome
la acción; ajustándome el camino...; nómbreme usted, si quiere, tutor de
Carmen.
--Te nombro su hermano, su protector, acaso su esposo, dentro de mi
corazón; ante la ley te nombro mi heredero sin condición alguna.
Salvador se paseaba por la sala agitado; mortificaba su barba rubia con
una mano implacable, y sus espuelas levantaban en la estancia silenciosa
un belicoso acento metálico.
Moría la tarde en la cerrazón sombría del cielo, y don Manuel tendía
hacia el joven una mirada ansiosa.
Viéndole tan dudoso y alterado, díjole, al fin, con tono de dolido
reproche:
--¡Si no quieres, Salvador, yo no te obligo!...
Él se volvió hacia el enfermo; estaba pálido y tenía la voz angustiosa.
--¿No querer yo servirle a usted? Es que me aterra el temor de no saber
hacerlo; de no poder, de no ser digno de esta ciega confianza con que
usted me abruma.
--Si no es más que eso....
Y don Manuel, alzándose del sillón, estrechó al muchacho en un abrazo
ardiente, y teniéndole así, preso y acariciado, dijo con solemnidad:
--Doy por recibido tu juramento, y le pongo este sello de nuestro
cariño.
Quiso salvador confirmar: _yo juro_; pero el de Luzmela le tapó la boca
con su descarnada mano.
--Está jurado, hijo mío; ven y siéntate otra vez a mi lado; no me
sostienen las piernas.
Se sentaron.
Comenzó don Manuel a hablar animadamente con la voz impregnada de
emoción y de dulzura.
Salvador le atendía en silencio, sin dejar de mesarse la barba
febrilmente; y en esto se oyeron en el pasillo unas palabras recias y
unos pasos sonoros.
--Son el cura y el maestro--dijo don Manuel contrariado.
--Entonces me voy, con su permiso; aun no hice hoy la visita en Luzmela,
y está cayendo la noche. ¿Cuándo quiere usted que vuelva?
Ya habían anunciado a don Juan y a don Pedro, cuando don Manuel
respondió:
--Ven mañana temprano; te espero en mi despacho a las nueve, y te
quedarás a comer.
Los dos hombres se estrecharon las manos fervorosamente, y Salvador hizo
un breve saludo a los recién llegados.
Salió. En la meseta amplia de la monumental escalera encontró a
Carmencita: estaba apoyada en la maciza reja del ventanal, y miraba al
cielo o al campo ensimismada.
Al sentir las espuelas de Salvador en la escalera, se volvió hacia él
sonriendo, y observándole muy atenta, preguntó:
--¿Le mandaste al padrino alguna medicina?
Bajaba el mozo embargado de emociones. La dulce voz de la niña le hizo
estremecer. Contemplóla con un respeto y una sumisión que no le había
inspirado jamás, y apremiado por su mirada interrogadora, replicó:
--Está muy bien el padrino, querida.
Ella le tendió la frente esperando un beso, y el pobre muchacho se
inclinó y le besó la mano con noble acatamiento.
Quedóse algo asombrada Carmencita de la actitud turbada del que llamaba
su hermano; apoyándose en la reja oía cómo se alejaba el caballo de
Salvador y pensaba:
--¡Es que está malo, de verdad, el padrino!


III

Habían colocado una lámpara sobre la mesa, y don Juan y don Pedro se
pusieron a mirar al de Luzmela. Parecía más hundido en el sillón que
otras veces y como si los ojos se le hubiesen agrandado.
Sirvieron en seguida el chocolate humeante y espumoso, y mientras don
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