Dulce Nombre (Novela) - 7

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en la pendiente, al borde de las malas ocasiones.
La recuerda niña y curiosa, asomada con él a los misterios del espíritu,
llevada por su mano varonil al través de los campos, en traza de
exploradores los dos, sorprendiendo los ruidos inefables, hora por hora,
desde el alba a la estrella, en los ágiles caminos del monte y en las
sendas entrañables de la mies. Así aprendió la criatura a vivir alerta y
sensible, escuchando la inquietud apasionada de las hojas en el bosque;
la dilatación de las raíces en la tierra; el estallido de los capullos
en el rosal. Se hizo clarividente; resonó como un arpa en las manos
campesinas del solariego, para que todas sus percepciones y su avidez se
convirtieran en un amor hondo y triste lo mismo que la gleba secular: el
maestro no supo abrir a su discípula otro rumbo tramontano y redentor.
Y hoy la sigue como un culpable de aquel delito, clavado con ella en una
misma cruz. La quiere salvar y pide a este buen propósito el mayor
esfuerzo de su vida: porque si él la defiende honrada y pura, será para
que la despose Manuel Jesús en cuanto a Malgor le baste con un lecho de
tierra.
Ya está Dulce Nombre a la orilla de su casa.
Con un sacrificio heroico de que se creía incapaz le promete Hornedo
cuanto ella suplica.
--Sí; mañana vendré a visitar a tu marido y a decirle con precauciones
que llega ese muchacho.
--Y cuando se presente, estarás aquí.
--Estaré.
--Dios te lo pague.
Le tiende las dos manos, efusiva y él corresponde lo mejor que puede al
saludo.
--Adiós.
--Hasta mañana.
Como en otra ocasión inolvidable la ve Nicolás hundirse en la arboleda y
permanece allí extasiado, envuelto en el perfume que sale del jardín.
Pero hoy no le desatinan el despecho y la venganza; su pena adquiere un
matiz sabroso de ternura, y se honra con el orgullo consolador de las
altas acciones; ha dominado el miserable instinto: encima del Amor ha
puesto el Bien. Siente impulsos de rezar, miedo de no seguir con
bastante arrogancia el abnegado camino.
En la solemnidad religiosa de la tarde, caen unas horas como gotas
cristalinas desde la copa metálica del campanario.
Las recibe Hornedo en son de aviso: hay que llevar las pesadumbres
adelante, como Dios manda.
Y mira de frente la senda extendida a la torre: hacia el renunciamiento
y la soledad.


V
ALBA DE LUNA

Pleno mes de agosto; noche veraniega y radiante que parece moruna.
Goza Cantabria los mejores días de su belleza, en que se lucen todos los
prodigios de que son capaces aunados el calor y la humedad. Y esta
plenitud de gracias tiene en el cielo un manto de centellas por donde
sube la luna a desatar la sombra cuando se ha puesto el sol.
Dulce Nombre acompaña a su esposo en el jardín, arrepentida de haberle
dejado por la tarde mientras estuvo en el molino.
Precisamente hoy la busca él con obstinada cautela, y la vigila de un
modo tenaz; juraría que le ha visto los ojos más impacientes que nunca,
la expresión más enervada y peligrosa. Hasta llega a decirla, suponiendo
que esconde su cuidado:
--¿Qué te sucede?
--¿A mí...? Nada... ¿Qué me va a suceder?
--Temí que estuvieras inquieta... esperando alguna cosa.
--No, no.
Quedan mudos y tristes, envueltos en la mutua desconfianza. Él pone los
ojos allá arriba donde mueren los astros que nadie sabe cuándo han
nacido. Piensa con incertidumbre en la eternidad, como en algo inseguro,
y nota que se miran, temblando, las estrellas: acaso tienen miedo de
caerse, de apagarse, de extinguirse...
Dulce Nombre las contempla a su vez soltando el vuelo de la imaginación
de unas a otras, como si pretendiera así llegar muy lejos, detenerse
encima de un barco, descubrir un horizonte sobre el mar.
Cuando fué al puerto a recoger a la niña halló crecidas la marea y la
luna, soberbio y espumoso el oleaje; la galerna fermentaba sus cóleras y
un inmenso quejido recorría el Cantábrico. Anduvo la joven por la playa
recelando de las olas y las nubes, castigado el rostro con el viento
amenazador que retoza en las arenas.
Ya se decía en el valle que estaba Manuel Jesús a punto de regresar, y
Dulce Nombre se volvió a su casa bajo la excitación de un nuevo
suplicio, desconfiando también de los temporales. Muchos días se agitó
alcanzada por toda suerte de preocupaciones; pero no aconteció el arribo
que tanto la sobresaltaba, ni el tiempo borrascoso realizó sus anuncios.
Y apenas la moza conseguía un respiro en tales ansias, la iba a
sorprender Encarnación con la noticia indudable, comunicada a veces
entre el ruido encubridor de la aceña, con un secreto lleno de mímica y
de claridad: la carta en la mano, la alegría y el orgullo en el
semblante; la mirada y la sonrisa escapándose por el salón, reveladoras
y enigmáticas a la vez.
Ahora Dulce Nombre sabe de cierto que el amado viene; acaso ya descubre
la ribera a la luz de esta luna cismontana, aparecida en el valle
amorosamente, como un regalo nupcial. Y le espera en la orilla una
marejada apacible, jubiloso el despilfarro de las olas, convertido el
sable rubio en un tapiz de honor.
Se amortiguan como en un ensueño las tribulaciones de la moza: ya no
desconfía del mar, aquel vecino indómito y gigante a quien oye a menudo
rugir; todo es bonanza bajo la fantasía que en el viajero aguarda al
novio, y en la luna recibe una joya de esponsales.
Pero este encanto se rompe de improviso. Una voz fuerte y varonil, algo
maligna y alterada, quiebra el silencio:
_Es amor en la ausencia
como la sombra,
que cuanto más se aleja
más cuerpo toma;
amor es aire
que apaga el fuego chico
y aviva el grande._
El cantar, expresivo y certero, rasga el espacio igual que una saeta.
Dulce Nombre se estremece como si despertara de un sueño esplendoroso, y
ve a su marido acechándola, lívido y callado.
Ella adivina en el cantor al antiguo rabadán, el habitante de la sierra
vestido de zahones, camarada rudo y fiel de los tiempos alegres, un poco
enamorado de la niña de Rostrío.
La constancia de aquella adhesión, que aun vive y se duele de las coplas
nocturnas, incita a la muchacha a meditar sobre el presentimiento que
por la tarde tuvo, sugerente y extraño, indeciso igual que un fantasma.
¿Nicolás Hornedo la había querido siempre como un padre o como un
hermano?
Ella, tan perspicaz y conocedora en medio de su sencillez, nunca
sospechó de aquel hondo cariño. No obstante, hoy se le ofrece la duda
con insistencia, alumbrada por multitud de recuerdos y comprobaciones.
Todas las veleidades del padrino con la ahijada a partir del casamiento,
obtenían una explicación rotunda a la claridad repentina de la
sospecha. Y a Dulce Nombre le penetraba en el espíritu cada memoria con
punzante lucidez llena de admiración. Sentía una lástima aguda y tierna
por el amigo triste, por el hombre solitario y doloroso.
Otra canción de Gil, más distante, desvaída en la sombra, punza en la
sensibilidad de la mujer: la noche entera le habla de amor y se ciñe a
su carne ardorosamente como una inmensa caricia.
Entretanto el esposo enfermo ha recogido la copla intencionada y la
rumia con desesperación, lastimado por el hechizo de esta hora bella y
dulce, tan propicia a la felicidad.
Está el parque hecho de un pedazo del bosque: su brava tierra de ansar y
de lerón florece a las orillas de los árboles, cultivada con blanduras
de jardín. Se deslíe en el suelo la sangre de las rosas que languidecen,
mareadas por su propio perfume: llega del río un suave murmullo; tiembla
en el viento el alma vegetal de las plantas; un hálito de vida estalla
silencioso a cada instante.
Malgor piensa con terrible congoja en la cava profunda del sepulcro
hasta donde no alcanzan los veranos. Y se levanta de la silla, pálido y
siniestro, para dirigirse a su casa.
--¿Te quieres acostar?--le pregunta su mujer con distraída solicitud.
Nada responde, como si ya tuviera la boca sellada con un puñado de
arcilla.
[Ilustración]


VI
EL PAPEL AZUL

Entre la servidumbre del indiano ocupa Tomasa un caritativo lugar,
acogida por Dulce Nombre con más benevolencia que afecto.
No se ha casado la antigua vecera del molino porque nunca halló un
novio, y sigue viviendo enclenque, precaria de salud y de fortuna.
Como no es agradecida se complace en espiar a su protectora, augurando
los dolores que padece y las esperanzas que no consigue. Se alimenta del
mal ajeno, goza con que otros sufran, sobre todo si la víctima es una
mujer lozana y bella como la de Malgor.
Esta noche ha sorprendido el aire extraño de los esposos, y mientras
ellos se recluyen en su alcoba abierta al jardín, se desliza la
intrigante como una alimaña en las habitaciones de abajo, próximas a la
cuadra y al corral, para desde allí recoger el soplo de los caminos
escuchando a la gente que va por la carretera.
Al caer la tarde ya se supo en el pueblo que Encarnación había llegado
al molino con mucha prisa, portadora de una carta cuya secreta lectura
conmovió a Dulce Nombre de un modo extraordinario.
Otros detalles se añadían y se relacionaban con el anunciado viaje de
Manuel Jesús.
Ahora Tomasuca intenta saber más: asocia aquellos rumores con la
turbación que ha notado en los dueños de la casa, y pone atento el oído
a lo que se diga en el establo o en el cortil, a las frases nuevas que
lleguen con el oreo de la noche.
Y no tarda en satisfacer la curiosidad, como si al conjuro de su
perverso instinto se movieran en la sombra las voluntades para
servirla. Es la propia Encarnación la que aparece en el camino real, y
se acerca a la casa muy despacio: lleva sin duda un oculto propósito.
--¡Chis... oye...! ¿Querías alguna cosa?
--Acertaste.
--Pues aquí me tienes--dice Tomasa desde un antepecho al nivel del
portal.
--No es el mensaje para ti.
--Lo supongo.
--¿Entonces?
--Se le daré al ama.
--Deseo hablar con ella.
--Es imposible: el señor está hoy más adusto que un juez, y al subir del
parque los dos, se han cerrado muy serios en su dormitorio.
Encarnación sonríe con sabiduría maliciosa:
--¡Vaya, a ese le pican los celos!
--Sabrá que viene tu hijo.
--No lo digo por tanto... ¿Quién se acuerda ya de aquellos
amores?--soslaya la madre con raro disimulo.
--Se acuerda la interesada.
--¿Qué sabes tú?
--Se lo conozco. ¿Leo en el giro de las aves y no voy a entender a las
mujeres?
--¡Sí que eres sutil!
--No te burles; de sobra comprendes la verdad.
--¿De qué?
--De esa afición.
--¡Ni que fuera bruja!
--Y te entiendes con la enamorada--pronuncia la chismosa, implacable,
sin ofenderse por el retintín de las alusiones. Le reluce el tono claro
y frío de las pupilas, que adquieren una dureza de metal: el alma torva
enseña el pálido color de su envidia--. Hay hombres--añade
acerbamente--que no se cansan nunca de querer.
Viendo el trastorno maligno de Tomasa olvida la de Cintul su inusitada
prudencia. Conoce que no debe fiarse de aquella mujer, pero la quiere
castigar aumentando el ruin despecho que la consume, y responde:
--Uno de esos que dices es Manuel.
--¿Y es cierto que viene?
--Ha venido.
--¿Cómo...? ¿De veras?
--Ha desembarcado en Torremar.
--¿Cuándo?
--Esta tarde; mañana estará aquí.
--¿Tan pronto?--murmura la envidiosa, temiendo que se realicen los
anhelos de Dulce Nombre.
--¿Pronto...? Diez y seis años lleva en Cuba... _sin cansarse de
querer_--subraya Encarnación.
--¿Ese recado traías para «ella»?
--Ese mismo.
--Se le daré... ¡Cuánto se va a alegrar!
La de Cintul vacila un momento; la idea del gozo que puede transmitir la
enternece.
--Mira--decide--no le hables de ello, que tal vez no le guste; sino que
a solas, sin que nadie lo vea, le das este telegrama--y toma de su
bolsillo un papel azul, con mucha solemnidad.
Tomasa desaparece muda y presurosa, empuñando la misiva como un arma
siniestra, en tanto que la madre del viajero emprende la retirada un
poco descontenta de su resolución.
Instantes después una mano febril llama en la alcoba matrimonial. Abre
la puerta Dulce Nombre y ve a su criada sonriendo con perfidia.
--¿Qué quieres?
--Este parte ha traído Encarnación la de Ayuso.
--¿Para mí?--dice temblando la joven.
--¡Naturalmente...! Es la noticia de que ha desembarcado Manuel y mañana
viene a Cintul.
En vano Dulce Nombre intenta apagar aquellas frases dichas con una voz
alta y dura. Ya están clavadas en Malgor, que se yergue sobre el canapé
donde reposaba y estira el brazo maquinalmente, con un movimiento
ansioso y defensivo, como si quisiera cerciorarse del anuncio y
detenerle sin recibir su daño.
--¡Trae!--balbuce.
Su mujer se interpone entre la mano descolorida y el malévolo impulso
de la sirviente; pero ésta consigue entregar el telegrama.
Entonces, bruscamente, sufre el indiano la presión terrible en el pecho,
la repentina violencia de su grave enfermedad. Se le demuda el semblante
de una manera angustiosa; entre los dedos flojos se desprende el
papelillo azul y cae a los pies de Dulce Nombre.
Ella se inclina consternada sobre el enfermo, recibe en los ojos el
brillo opaco de unas pupilas que se hunden en la oscuridad, y le llama
afanosa; no quiere que perezca así, empujado por una mala intención,
padeciendo la última desconfianza.
--¡Ignacio, Ignacio, escucha... atiende...!
Hace el moribundo un gesto espantoso, asoma entre los labios una
hirviente espuma de color de rosa y queda rígido, inmóvil.
--¡Está muerto!--gruñe Tomasa con aspereza que no descubre ni un átomo
de caridad.
Se propuso únicamente hacerle sufrir, aventarle los celos y las dudas
para que descargara su enojo en la esposa. Y el muy estúpido la dejaba
libre cuando la venía a buscar el amor, cuando ya podía ser a un tiempo
honrada y feliz; ¡aquel hombre la había jugado una mala partida a su
humilde servidora!
Miróle con desdén, y extendió su despreciativa injuria a Dulce Nombre,
que permanecía quieta, amarilla como un cirio, sin alcanzar toda la
magnitud de las crudas palabras: ¡está muerto!
Mas, de súbito, se incorporó cautelosa, enconada por los ojos crueles de
la víbora; fuese hacia ella, dominándola con el brío y la estatura, y la
obligó a salir del aposento:
--¡Vete, infame...! Sal ahora mismo de esta casa... ¡fuera de aquí!
La dejó evadirse, escondida en la penumbra de los corredores. Cerró la
puerta, acercóse al cadáver y le puso en la frente un beso lento y
dulce, el único espontáneo y cariñoso de su vida conyugal.
Después, con una flexión cauta y ligera de la cintura, levantó de la
alfombra el papel azul, leyólo ávidamente y le ocultó en el pecho, entre
los frunces del vestido...


VII
LA LIBERTAD

Toda la noche velaron a Malgor sus íntimos camaradas de la niñez: Martín
Rostrío, Antón el campanero y el señor de Luzmela.
Acudió este último, como los demás, a la grave noticia de la desgracia,
y permaneció allí, atado por el deber, cohibido por diversas
repulsiones.
Le amedrentaba el difunto... Muy lejano el cariño infantil que le unió
al compañero en la escuela y en la mies, aquella memoria hubiese, no
obstante, servido para tolerar con estimación al hombre que le
arrebataba el patrimonio: debía humillarse a la suerte; y nunca fué el
indiano un logrero de escasa justicia, sino un rico de mucha fortuna.
Pero Nicolás, desinteresado en los bienes materiales, no le perdonaba al
amigo que se hubiera apoderado también del alma de la torre, la niña
prometedora hecha una adorable mujer. Y al llegar de improviso junto al
muerto, sólo sentía la náusea y el terror que produce la carne agostada,
a punto de corromperse.
Tenía el cadáver la boca dura y entreabierta, las pupilas cuajadas en el
contorno de las órbitas. Con las manos heladas, inflexibles, sostenía un
rosarito de coral, la última prenda entre los dedos siempre blandos,
suaves como el algodón en los estuches de las joyas. Vestido según le
sorprendió la muerte, conservaba un sello de humanidad mucho más
expresivo que el de las mortajas prevenidas. Era el mismo hombre que
poco antes vivía y penaba adorando celoso a una mujer y que ya se
deshacía insensible, ciego y mudo, sin preocuparse del cercano rival.
Mirábale Hornedo muy absorto, acallando su invencible rencor para
evocar el espíritu errante de aquella criatura, oculto en el arcano de
la otra vida: quisiera hundir los ojos en la eterna sombra que todo lo
sabe y averiguar si el hálito incorruptible de Malgor seguía ardiendo
por Dulce Nombre mientras el cuerpo se le congelaba próximo a
desmoronarse en espuma cenicienta. Y le pungían sensibles sus más hondas
tribulaciones, porque sentía muy cerca los pasos de la amada, que no
quiso acostarse, vigilando el gabinete mortuorio sin posar en él,
solícita y respetuosa.
Cuando llegó el padrino entre varias personas serviciales, procuró
decirle ella lo que había pasado con el telegrama fatal.
En un extremo del pasillo le habló reservadamente, bajo una turbación
nueva para el hidalgo. Se expresaba sin mirarle, franca y retraída a la
vez; quería contárselo todo a la claridad de su genio translúcido, y
refería la vileza de Tomasa con mucha indignación, mientras delataba un
descanso gustoso para el tormento de su juventud. No hubo fingimiento
hipócrita en la voz ni en el ademán: Dulce Nombre descubría, como
siempre, su condición intrépida, instintiva, afrontando los caminos
libres, con ansia de vivir, de una manera luminosa, igual que antes
abrió el pecho a los sinsabores revelando su acidez.
Pero sus frases diáfanas se envolvían en un recato especial y su actitud
en un tenue rubor desconocido para Hornedo. Y la escuchaba él confuso,
imaginando que la nube casi imperceptible de aquella expresión obedecía
a la novedad y la sorpresa de las circunstancias; quizá al prurito de
celar un poco la interna ventura.
--Ya se cumplió tu plazo--le dijo, crudamente, viendo huir sus
propósitos de renunciamiento. La tenía a su alcance, hermosísima y
tentadora, libertada para otro hombre; y la mocedad que había malogrado
en las crisis de su pasión, le pedía una cuenta apremiante al choque
violento de aquella hora.
Estaban junto a una ventana que transcendía a la esencia resinosa de los
pinos y al vaho de la tierra caliente; remansaba la noche bajo el
parpadeo fogoso de los astros, al arrullo del Salia, claro y vibrante
como una lira de cristal.
La viuda del indiano escondía los ojos trigueños sin responder a su
padrino, que volvió a decir, honda y fuerte la entonación:
--Ya se cumplió tu plazo, ¿no me oyes?
--Sí.
--Y el destino te devuelve a Manuel Jesús.
Era la voz tan dolida y entrañable, que la joven alzó la mirada, y allí
mismo, a la luz candorosa de la luna, se convenció del trágico secreto
en las pupilas hambrientas de Nicolás.
--Ya hablaremos--silabeó, azoradísima--. Tengo ahora mucho que hacer y
no es buena ocasión...
Antes de terminar esta vaga respuesta había desaparecido en la sombra
del carrejo para entrar en el cuarto de su hija y estarse al lado suyo
consolándola, hasta que se durmió cansada de llorar.
No se oyeron más gemidos. Dulce Nombre, seria y diligente, atendía a las
necesidades póstumas de su esposo, preparando las galas del entierro,
la cuantía de los sufragios espirituales y otras cosas lúgubres y
precisas.
Aunque tenía ayuda, quería intervenir en cada gestión, y su vestido
blanco, el mismo que lucía por la tarde, rozaba a menudo las distintas
habitaciones con aire volandero y fugaz.
La servidumbre, las visitas oficiosas, y hasta los veladores del muerto,
comentaban en voz chita, o en lo recóndito de la conciencia, su
observación de que la viuda tuviese los párpados enjutos, y que en el
rostro, hermético y esquivo, no mostrase una huella solemne de pesar.
--¡No llora!--se decía Martín, contrariado.
--¡No grita!--pensaba Antón, con mucho asombro.
Una vecina cuidadosa se acercó a decir a la interesada:
--¿Quieres que te busque un traje de luto?
--Mañana me lo pondré--contestó--, corre más prisa lo que estoy
haciendo.
Y siguió trajinando, activa y perseverante.
La veía Nicolás de través en los espejos, atisbándola detrás de las
puertas, sorprendiendo su voz, canora y dulce, adelgazada en el pliegue
de los «escuchos»; su andar rítmico y gentil, su figura armoniosa.
Pasaba junto al dormitorio que había compartido con Malgor, sin entrar
en él, celándole al reflejo amarillo de los blandones, y se alejaba para
volver más tarde a detenerse un momento en el propio umbral, con extraña
fascinación...
* * * * *
Ya tramonta la luna, al caer moribundo de las estrellas. Se apagaron
todas las luces de la casa menos las temblorosas de los cirios. Por los
balcones, abiertos de par en par a la frescura de los campos, entra el
remusgo del amanecer.
En el triste camarín unas mujeres interrumpen sus rezos comentando la
llegada de Manuel Jesús. Saben que ha desembarcado, y no faltan
alusiones a la situación de su antigua novia.
--Ahí la tiene, linda y fresca lo mismo que la dejó al marchar.
--Más en sazón; que entonces era demasiado rapaza.
--Y con buenos miles que hereda hoy.
--Ese muchacho nació de pie, como sea cierto que viene rico y gasta
cabal salud.
--Si les acuden a los dos todos los beneficios--dice Alfonsa la de
Paresúa, persignándose al acabar un responso--, ella bien lo merece: ha
usado la humildad y la prudencia donde otras hubieran puesto la ufanía y
el abuso.
--También el amo era buena persona.
--Nadie lo niega.
--Honrado y dadivoso...
--Y amigo de los pobres...
--Pero con la enfermedad y los años ha sacrificado a esta criatura, ¡la
mejor del mundo!--vuelve a insistir Alfonsa, ponderativa.
--El padre tuvo la culpa.
--Es el sino de cada cual.
--Aun le queda a la moza tiempo de ser feliz.
--Dios lo quiera.
--No ha de crecer la hija tan llana y sin vanidad como la madre.
--¡No!
--Le gusta que la llamen señorita y se da mucho tono...
Olvidados los padrenuestros, se critica, también, la ingratitud de
Tomasa, que en el momento del infortunio abandona el hogar donde ha
recibido tantos favores.
--No tuvo ley ni a su propia madre.
--Es descastada como ella sola.
--Y medio hechicera: había dicho que el cárabo rondaba por aquí en
barruntos de muerte.
--Como tiene la sangre traidora no adivina más que pesadumbres.
--¡Así medrará...!
Los hombres de la velación han salido de la estancia para tomar café y
marcharse luego. La viuda se decide a descansar un rato: es un pretexto
para retirarse.
En la pieza solitaria que ha elegido como albergue, se abre un antepecho
dominando el ansar. Desde allí, cuando la selva está desnuda, se
distingue el molino, albo y lueñe, constante imán de los recuerdos que
solicitan exaltados a la enamorada.
Hoy no se descubre por este balcón más que la gasa oscura del follaje,
la silueta algariva de los montes, la curva pálida de las nubes donde
resplandece solitario un lucero imperial: todo ello entrevisto al claror
naciente de la madrugada, cuando se agudizan todos los rumores y baja el
cielo al río con la primera luz.
Corre una orilla fresca; se remecen las hojas y los musgos; una canción
inefable suena en el bosque, sube a las colinas y se extiende por los
confines: está hecha con trinos de los pájaros y balbuceos de las aguas.
Dulce Nombre tiene los ojos clavados en la aurora y recibe el saludo de
cuanto renace a su lado. Ve cómo unos ampos de claridad rubia se posan
en las calvas de la sierra; el valle parece de oro: a la mujer se le
enciende toda la esperanza con el sol.
De pronto una posa fúnebre rompe con su tristeza el hechizo sagrado de
aquellos minutos. Es que Antón, el campanero, cumple en la parroquia su
deber.
Las comadres que charlaban entre rezos junto a Malgor, han dicho en
doliente despedida:
--El Señor le tenga en la gloria...
--Descanse en paz...
Nicolás se ha marchado; Martín se ha dormido en una cómoda butaca del
comedor.
Y el muerto está solo con las flores que la viuda ha cortado en el
jardín, mientras ella, vívida y fuerte, sin atender a los toques
lamentables del campanario, sigue en el balcón, entregada a un radiante
abandono, dejando fluir los pensamientos sobre el día de su libertad.
[Ilustración]


VIII
EN LOS NIDOS DE ANTAÑO

Después del entierro, casi al anochecer, María le dice a su madre,
aprovechando una tregua en los saludos de pésame:
--Voy un rato al molino.
--¿Ahora?
--Sí... ¿por qué no?
--Parecerá mal.
--¿Y qué me importa a mí? Aquella es nuestra casa igual que ésta. Salgo
por el bosque y llego cuando han acabado de moler: no habrá gente.
--Se te hará de noche para la vuelta.
--Me acompaña el abuelo.
Sin aguardar una aprobación definitiva, parte la muchacha, ansiosa ya de
moverse y recobrar el amable señorío de sus deseos, como si hubiera
tolerado en aquel solo día una larga esclavitud. Se resiste al primer
quebranto de la vida, que le arde en los ojos con físico disgusto; le
duele la cabeza: necesita huir de la casa silenciosa, hacer un poco de
ejercicio, tomar el aire, secar el llanto.
Va de luto; su elegancia nativa se amolda a todos los vestidos con un
garbo especial.
--¡Qué bonita es!--dice la madre, sonriente, recordando que en el espejo
se ha visto muy parecida a la muchacha, esbeltísima con la ropa negra,
interesante como nunca bajo la zarpa del insomnio y del amor.
Piensa que la niña es ahora más suya que antes; vivirán en comunicación
estrecha y la podrá atraer a sus aficiones, crecida siempre la ternura
entre ambas... El espíritu se le engrandece imaginando un porvenir
caudaloso en goces, sin atreverse a definirlos, derritiéndose en
gratitudes a Malgor, como si voluntariamente hubiera muerto para
libertarla. Y reza por él, lastimosa y enternecida, rindiéndole un
callado tributo cada vez que se persuade de estar viuda, muy cerca de
Manuel Jesús, con un derecho indiscutible a la felicidad...
Llegó el flamante indiano por la mañana, en el mismo tren que conducía
el ataúd lujoso de Malgor, pedido por telégrafo a la capital.
Pasa el ferrocarril a dos kilómetros del valle, y aquel trozo de
carretera, extendido desde la última estación hasta los pueblos de la
serranía, le emprendió el viajero también en el mismo coche público que
llevaba en el cupé, entre maletas y baúles, el esquife pavoroso.
Pero al saber a quién pertenecía se apeó Manuel Jesús casi
violentamente, anduvo a pie el camino real y subió por los atajos a
Cintul.
La familia, que le esperaba más tarde, recibió una sorpresa jubilosa.
Hubo en casa de Encarnación muchas bienvenidas, bullicio y convite,
expansiones amenizadas con mil conjeturas sobre la coincidencia rarísima
de que volviese el mozo, al cabo de tantos años, con el féretro de su
antiguo rival.
Y la desazón medrosa de esta circunstancia le amargó el ansiado viaje:
acudir como los cuervos al olor de la carne muerta, le producía una
impresión de maleficio y pesadumbre.
Se retrajo de asistir al entierro del jefe y protector, alegando como
disculpa el cansancio y las emociones. Pensaba con trastorno en lo que
haría para no emular por completo a las aves siniestras, cebándose en
los despojos mortales. Era preciso considerar el luto de Dulce Nombre,
dejar correr los días con paciencia cautelosa, vivir a salvo de las
censuras aldeanas.
A las insinuaciones poco reflexivas de su madre, repuso:
--Me he de portar como un caballero, aunque me cueste el mayor
sacrificio.
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