Dulce Nombre (Novela) - 6

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Para la niña de Malgor no existen leyes por encima de las pasiones; ella
juzga las cosas de un modo indiscutible y definitivo, divididas en dos
clases: las que convienen y las que repugnan; es decir, las que se
aceptan y las que se rechazan. Como no comprende la vida sin los
beneficios del oro, discurre que, de seguro, la pobre molinera de
antaño, necesitada de escoger entre el dinero y el amor, se quedó
reflexivamente con el dinero; cambió el hábito miserable por la
categoría señoril y puso el más firme cimiento a una existencia nueva,
encaminada a las materiales ambiciones.
Siéntese la muchacha complacida por los bienes que disfruta como
resultado de aquella lejana lucha sentimental, y sólo reconoce en su
madre una causa providente de que la hija esté en el mundo, regalada y
dichosa, arrostrando un envidiable porvenir.
Pero las definiciones de María sobre este particular no son demasiado
crueles, porque las hace a flor de pensamiento, con una niebla mentirosa
en el alma, sin ahondar mucho en ninguna cavilación. Los quince años
altivos y triunfantes le producen un deslumbramiento engañoso; todo lo
percibe al través de su tendencia dominadora, y aun se atribuye rasgos
de suma generosidad. Cuando va por la calle y la miran con devoción,
vuelve la cara sonriendo a la gente, como si dijera:
--Vaya, os haré el favor de consentir que me admiréis un poco más...
Para mayor adorno suyo tiene la niña una madre bella y moza que parece
una hermana, y a la que es fácil suplantar en cuanto significa dar
órdenes, exigir tratamientos y revolver novedades. Es María la que
decide ahora los menesteres decorativos de la casa, con el beneplácito
del padre, muy orgulloso de tan buena disposición.
Y Dulce Nombre les deja hacer, algo intimidada y resentida, alejándose
cada vez más de la criatura, a quien tuvo en los brazos con franca
adoración. Una frialdad incomprensible las separa; se quieren y se
desconocen: la madre siente el imperio de la hija como una nueva
opresión, y se encuentra más sola que nunca, perdida en desconsoladas
confusiones ante el cariño sagrado, que también se le resiste, con
enemiga terquedad.
Nada más semejante en apariencia que estas dos mujeres. Viéndolas juntas
se distingue a la madre porque tiene la estatura más elevada, el color
más pálido y moreno, más honda la brasa de las pupilas y los labios más
curvos. De cerca, su caliente madurez contrasta con la fragilidad de
María; pero si hablan vuelven a ser iguales, de tal modo, que oye la una
en la otra el rechazo de su propia voz.
Están unidas por la carne y la belleza, apartadas por un obstáculo
sombrío; se miran a la entraña de los ojos sin estremecerse bajo la raíz
cordial del sentimiento, y Dulce Nombre piensa, conturbada, que un hijo
de la sangre puede convertirse en un intruso cuando no le ha concebido
también el corazón...
[Ilustración]


II
EL RETRATO

Desde que la niña ha salido del colegio manifiesta el padre más depurada
y continua la virtud de la conformidad, aunque devora con más pesadumbre
todas las amarguras del remordimiento.
Porque en la muchacha alegre y victoriosa vive la imagen de aquella otra
niña que él arrastró al matrimonio con inquebrantable resolución llena
de egoísmos. En aquel tiempo Dulce Nombre era corporalmente igual que
esta colegiala moderna. ¡Así tuvo de límpidos los ojos, que no saben
olvidar el llanto de aquellos días! Nunca rió con toda la boca, no puso
toda el alma feliz en un cantar, ni el interés en un capricho, ni la
satisfacción en un goce. Habitó silenciosa y triste en la casa opulenta
como si no fuera suya, prestando el oído a los rumores distintos,
clavando la mirada en los rostros invisibles; dijo frases benignas,
estimulada por la caridad, y dió al marido el calor de su pecho juvenil
que ardía con la esperanza de otro amor... En ciertas horas demasiado
turbias, sufrió con el espíritu martirizado y negro: era inocente y
sentía la conciencia nublada por el dolor y el pecado.
Hoy la hija repite aquel aspecto infantil y gracioso de la madre, con
idéntica hermosura, con los mismos años, pero en la plenitud de la
ilusión, entre risas y promesas; domina y triunfa, es dueña de su casa y
de su libertad: pone los ojos sin lágrimas en todos los anhelos.
Y las compara Malgor, arrepentido, medroso, temiendo purgar en la niña
nueva el tormento de la niña desgraciada, volviéndose hacia su mujer con
el ánimo penitente y el labio trémulo, ansioso de premiarla en
desagravios y recompensas interminables.
Pero la ve tan moza, la supone tan cercana al desquite soñado, que se
retrae dolido y mudo, encadenado a su despecho. Aunque languidece bajo
un cansancio espantoso de la carne marchita, los deseos retoñan en él
con misteriosa fuerza primaveral. Y huye de Dulce Nombre
disimuladamente, buscando a la niña como un lenitivo y un refugio que no
siempre consigue.
Porque María se aburre en su casa, y después que dispone en ella alguna
innovación o la alborota con el revuelo de sus inquietudes, se marcha de
visita por el valle, donde cada vecino la recibe con agasajo, y los
mozos de fuste la rondan con admiración.
Ya sabe la colegiala coquetear y elegir con la fantasía el hombre
presentido, uno que no ha llegado: ese que debe aparecer de un momento a
otro... y siempre tarda.
Durante sus paseos incansables por el campo le gusta mucho a María
detenerse en la torre de Luzmela, escudriñar la casa del padrino en los
escondites más curiosos y tener con el hidalgo un poco de conversación.
La seduce aquel hombre retraído y zahareño que vaga por sus jardines lo
mismo que una sombra y ocupa la torre como un asceta.
Hace un mes que regresó de Madrid, donde estuvo dos años sin decidirse a
ir más lejos. Viene muy arisco, pero el mal incurable de su misantropía
interesa a cuantas mujeres le conocen y enamora a las que le celan con
alguna esperanza. Un halo de romanticismo sublima la figura de Nicolás,
a quien su amor frenético y silencioso empuja a la Montaña. No olvida
que los médicos señalaron un plazo eventual a la vida de Malgor y acude,
a pesar suyo, como las _nétiguas_, oteando la muerte.
Y ha encontrado a su amigo en la misma actitud de espera y de zozobra,
algo más viejo y cobarde, más desguarnecidas las sienes, más apagado el
acento; ha visto a Dulce Nombre con nueva sazón en la hermosura; ha
escuchado, tembloroso, aquella palabra lenta y acariciadora que le
recrimina:
--Te marchaste sin decirme adiós y no me has escrito en dos años: ¡ya no
me quieres!
Unas disculpas azoradas y torpes, una visita casi ceremoniosa, y Hornedo
se ha escondido en su rincón, desesperado y adusto.
Allí le suele buscar María, golosa de la rareza del solitario, atraída a
la torre por la anchura resonante de las estancias, por la solemnidad de
los muebles, por el aire pesaroso del tiempo detenido como en un
remanso; la chiquilla es una mariposa que se embriaga y aturde cuando
llega hasta el padrino al través de corredores y gabinetes. Porque no ha
tomado el gusto a la casa desde pequeña, ni la ha descubierto y sentido
con las primitivas imágenes de la niñez como Dulce Nombre, sino que,
extraña a este cariño del solar viejo, irrumpe entre las cosas del
pasado con una sorpresa fascinante, más bien antojo, no exento de cierta
impresión temerosa.
Hay en el palacio de Nicolás una mescolanza de lujo antiguo y de trastos
inútiles, conservados por desidia; aposentos vacíos, con el solado
crujiente, que no atraviesa la colegiala sin correr; ostugos donde en
ocasiones encuentra el ama de llaves, sin saberlo, un trozo de madera
con embutidos de nácar y marfil; un herraje valioso; una estofa
deshilachada que ha valido un dineral. Los salones mejor compuestos son
áridos, hostiles, fríos aunque los bañe el sol; algunos constituyen la
torre, y en aquella parte de la casa habita Nicolás, que ahora mismo
recibe a María y la escucha cerrando los ojos.
--¿No quieres mirarme?
--Sí, mujer; es que has abierto el balcón y me estorba la luz.
--Pues le vuelvo a cerrar.
Dirigióse hacia el fulgor dorado y rico de la solana, recibiéndole con
intrepidez en el oro claro de las pupilas, mientras el hidalgo
continuaba adormeciendo las suyas. Entornó las puertas, y por la única
rendija libre al soplo cálido y ligero de la tarde, entró un haz de
chispas animadas.
La niña de Malgor sigue hablando, sentada otra vez en su escañil;
refiere historias pueriles del colegio y de la ciudad, noticias
aldeanas que le han dado en el molino. Tiene un gracejo delicioso, una
suave presunción en cuanto dice y en la manera de expresarlo.
Pero Nicolás no atiende a las palabras sino al acento; le percibe
absorto y le confunde con el de la otra ahijada. Es la misma voz, con
iguales insinuaciones tónicas, un método inconsciente que abre y cierra
las cláusulas en íntima sonoridad. Y, hambriento de engañarse, el
enamorado se quiere sustraer a la hora presente y vivir la hora lejana;
procura hallar en la niña de hoy a la de ayer, compañera inocente
convertida en amor irremediable.
Entretanto María se cansa de hablar sola:
--Qué, ¿no me contestas?--dice.
Hornedo vuelve, con trabajo, de la consoladora ensoñación.
--¡Ah, sí...! Te contesto lo que tú quieras.
--¡Vaya! No me haces caso: me voy.
Él la detiene, extremoso, rendido:
--¡Si te escucho con embeleso!
Aunque la muchacha no comprende el sentido fervoroso de la protesta,
nota su desconocida dulzura, y posa de nuevo en el banquillo:
--Pues cuéntame lo que has hecho en Madrid.
Habla Nicolás maquinalmente, sólo por ver cerca de sí aquel retrato vivo
de la amada, que le fatiga el corazón. Quiere a la niña con morbosa
ternura. Cuando la mira directamente le hace daño verla, un daño
traducido en doloroso rencor, en odio a la dicha que tuvo el hombre
rival. Pero si la contempla al través de los deseos, bajo la sombra de
las evocaciones, descubre a la criatura siempre adorada, y revive el
calvario de su pasión entre las nieblas del encanto y del martirio, con
un trastorno que le enloquece y abate. De estas escapadas a la quimera
retorna Hornedo hasta la realidad más enamorado cada día; para él Dulce
Nombre continúa siendo la mujer incomparable, con todos los prestigios
de la belleza y el candor, con la aureola del sufrimiento y la honradez,
y aún con las gracias de la maternidad y el hechizo supremo de lo
imposible... Podría elegir una esposa entre damas de alcurnia, y se da
cuenta del misterioso cautiverio que padece; supone que el atavismo
familiar, la infusión de sangre plebeya en sus antecesores, le obliga
al culto de la moza ruda y selvática lo mismo que el país, recia en el
amor y en el deber, subyugada a la tribulación como la inolvidable _niña
de Luzmela_. Y siente que se cumplen en él los augurios de un destino
dramático, con desgarradora fatalidad: es el heredero de una culpa, de
una desgracia, de una pasión...
--¿No sabes--dice María cuando se distrae Nicolás--que me pretende tu
sobrino, el hijo de Esquivel?
--¿El mayor?
--Sí... ¿Qué te parece?
--Muy bien. ¿Y a ti?
--Me gusta poco... No es mi tipo.
El hidalgo sonríe a la petulancia de la chiquilla, tan diferente a la
sencillez de su madre, y, por no malograr la confidencia, pronuncia:
--Mariano es buen mozo y lleva muy adelantada su carrera de médico.
--¡Ya, ya¡, pero... no es mi tipo.
--Y tu tipo, ¿cuál es?
--¡Qué sé yo...! Es otro: el de un hombre que sepa más del mundo, que no
sea estudiante y que haya corrido muchas aventuras.
Los ojos visionarios de María resplandecen de curiosidad. Está esperando
al viajero que llegue con el polvo de las lontananzas, cabalgando en la
bruma del porvenir. Y como si ya tardara en recibirle, se levanta
nerviosa; presenta la frente al padrino, y sale cruzando la casa con el
rumor ligero y menudo de sus tacones.
[Ilustración]


III
FRATERNIDAD

Cansado Gil de las asperezas del monte, ha venido a ser criado de
Nicolás, hortelano y ganadero más que sirviente fino de la casa.
Permanece soltero el pastor, acaso porque no hubo en la vega una mujer
resignada al yugo del matrimonio y a la separación del marido, capaz de
vivir triste y pobre frente a la montaña que le roba al compañero.
Y cuando el montañés ha bajado de las cumbres, piensa que es un poco
tarde para buscar novia; está receloso y torpe, no atinaría con las
blanduras del cortejo y los cuidados de la elección.
--Me quedaré así--gruñe con pereza, contemplando la vida desde lejos,
como si aún remontase las alturas de la serranía, a una distancia
forzosa del hogar y del amor.
Pero hay un descontento en el alma de este hombre, una melancolía que no
le impide cantar a los sones del clásico rabel, durante las fiestas
aldeanas, ni repetir en las tertulias de invierno, con rostro divertido,
los romances pastoriles de envejecida memoria.
La desazón de Gil, oscura, no muy sensible ni punzante, viene originada
de un entusiasmo fiel y humilde por Dulce Nombre, aunque el mozo ignoró
siempre que no acertaba a sustituir por otra la imagen de la niña de
Rostrío. Y aquella devoción, apenas consentida por quien la profesa,
devorada al través de la juventud, persiste aún, como el perfume de una
rosa que se ha llevado el aire: es el astro ya muerto, cuyo resplandor
alumbra todavía.
Nada de esto conoce definitivamente el criado de Nicolás; pero tal vez,
con ayuda del propio sentimiento, lo adivina el señor y sorprende la
esencia y la luz del sosegado cariño, que era un día el sueño más
hermoso de Gil, el cual sabe muy bien cómo el padrino adora a su ahijada
y cuánto sufre porque no es dichosa, arrepentido de haberle facilitado
el casamiento. No comprende qué clase de adoración es la del hidalgo y
la juzga honda y paternal, no por eso menos viva que otra cualquiera.
A Hornedo se le escapan a menudo frases crueles contra Malgor porque
vive demasiado, para sacrificio de su esposa; y censuras contra Martín
que no repara en los sinsabores de su hija.
Y el pastor va recogiendo estas lástimas, las comenta y las glosa con
indefinible semblante.
--Yo creí que «ella» se había acostumbrado al marido.
--Nadie se acostumbra con gusto a lo que no ama.
--Pensé que a fuerza de tiempo...
--Es peor.
--Como tienen una chiquilla...
--No es bastante.
--La pobre se acordará del otro... ¡le quería tanto...! No se me puede
olvidar la cara que puso una noche en el molino cuando le dijeron que se
marchaba.
--Sí; ¡se acuerda de él!--murmura Nicolás con acerbo tono.
Así, entre amo y servidor, el culto a la muchacha es un lazo secreto, un
motivo de fraternidad que nunca se deslinda: la mezclan en sus
conversaciones sin nombrarla, aludiéndola de un modo tácito, indudable,
y la sienten al lado suyo cuando están callados y solos en la intimidad
hospitalaria de la casona.
Esto sucedía muchas veces antes del viaje del señor y se repite ahora
mientras Gil hace abarcas en el portal y Rosaura se oscurece en las
honduras de la torre.
El abarquero pule su tronco a horcajadas en el banquillo y Nicolás se
detiene junto a él cuando regresa del jardín, mediada la tarde calurosa
y florida.
Se abre el porche montañés en la fachada principal, bajo el carasol
ancho y tendido, con alero de gola y canalones ruidosos. La arcada, de
dos curvas magníficas sobre un recio pilar, sirve a Gil de taller, en
uno de sus extremos salpicado con el ripio.
Allí azuela y taladra el pastor si no tiene ocupaciones más importantes;
la madera es del amo, las abarcas de quien las necesite, el importe de
las mismas pertenece al obrero sin que nadie se lo dispute, que al amor
de los buenos linajes es donde suele adquirir más privilegios el señorío
del trabajo.
A la vera del picadero hay un sillón desvencijado, amplio y noble, que
sostiene bien a Nicolás cuando gasta un rato de palique al son del
taladro y de la legra. Teme el caballero que sus concesiones
democráticas respondan únicamente a la levadura mezquina del instinto, y
se deja llevar, con pesadumbre, de una virtud libre y generosa, como si
obedeciese a un maleficio. En cada labrantín de Luzmela ve un pariente
abandonado, un heredero posible de la torre, y a cuantos coloca cerca de
él la casualidad, los trata con suma condescendencia, dentro de su
extraño carácter, como a éste, a quien llaman todavía «el pastor».
Juntos están, silenciosos y pensativos, cuando se abre la portalada y
aparece en el umbral Encarnación la de Cintul, ligera y radiante, con
una carta en la mano.
--Vengo a decirle al señorito que ya salió Manuel de la Habana, según lo
que aquí me explica, y debe estar si toca o llega el barco que le trae.
Gil da un respingo y se queda mirando al señor, que recoge la carta,
forzosamente, la desdobla y la mira bajo la torsión violenta de los
pensamientos, sin leer ni razonar.
--Ya lo sabe Dulce Nombre--pronuncia muy despreocupada la madre feliz--;
estaba ahora en el molino y se lo conté... ¡Quedóse más blanca...!
¡Pobretuca...! Se desazona para que no se entere don Ignacio, pero digo
yo que siendo socios allá entre sí, le habrá escrito dándole la noticia.
¿Y de qué vale el secreto si cuando llegue Manuel le ha de visitar...?
¿No le parece, señorito?
--Sí, claro; es inútil--balbuce Hornedo, atormentando la carta, que al
fin devuelve a su dueña.
--¡Ay, Dios mío, quién lo había de decir...! ¡Mire que volver el mozo
hecho un señor, con posibles y salud, y no _encontrarla_ viuda todavía!
--¡Mujer!
--Yo deseo que la haga venturosa porque se lo debe todo, todo; si no es
por ella nunca hubiese encontrado medios para llegar a rico.
--Se lo debe a Malgor.
--Por causa de ella...
--Y de él.
--Bueno, sí; pero un individuo tan enfermo ¿qué hace en el mundo?
--Vivir.
--Desengáñese, don Nicolás, que usted mismo habrá pensado más de cuatro
veces en lo mucho que se consume la esposa de un tísico viejo, cuando
ella es joven... y la están esperando.
--Hoy la quieres porque es rica; niña y enamorada la despreciaste...
--La quiero porque me hizo un gran bien y se lo debo pagar... La quiero
porque la hice sufrir...
Encarnación reblandece su acento con unas lágrimas que pudieran
convertirse en sollozos.
--¡Ay!--alude siempre lastimosa--. Procura la infeliz que su marido no
se altere; dice que le haría daño esa impresión...
--Es la verdad.
--¡Pues de algo nos tenemos que morir!
--Cuando Dios quiera...
--Si esto le mata... ¡será porque lo quiere Dios!
Las palabras de la madre se han vuelto a endurecer. No le gusta que la
contradigan. Y se despide con acritud al través del corral, desplegando
la carta como una bandera victoriosa.
Sigue inmóvil el barreno de Gil. Nicolás hunde el bastón en la doladura
de las abarcas; tose, muy agitado; está palidísimo y se le acentúan las
estrías morenas de la piel.
También se acentúa el color angélico de las nubes por encima de las
montañas. La bóveda suprema luce una santidad mística y azul,
evocadora: desde el porche no se ve más paisaje que el de las cumbres y
el cielo.
El pastor suspira, toma la azuela y la clava, sañuda, en el tronco de
nogal. El hidalgo se pone de pie, afirma en el suelo la cachava y dice
sombríamente, con la voz un poco temblorosa:
--Voy a dar una vuelta por ahí...
[Ilustración]


IV
RENUNCIAMIENTO

Sale irresoluto, con la necesidad imperiosa de moverse y desgastar su
inquietud en un violento ejercicio. Y en cuanto abre la puerta blasonada
del cortil, siente la caricia tónica del bosque, embravecido al acoso de
la nueva vegetación.
Con el sombrero en la mano, el rostro descolorido y mudable, se deja
Nicolás prender en la maraña de la ruta. Anda muy de prisa y se detiene
luego. Le parece que hay en la sombra un temblor misterioso. Por los
claros del ramaje entra el sol aterciopelando los musgos, poniendo en
el césped unas medallas de estremecida claridad.
El hidalgo escucha como si temiese una asechanza o una persecución, y no
oye más que esos rumores peculiares de la selva; zumbido de alas,
susurro de hojas, derrame de simientes y de pétalos: el roce de la
maravilla en los oídos humanos.
Se presienten las lontananzas al otro lado del bosque, libres del
secreto de los árboles y de la espesura de los toldos; pero Nicolás
prefiere la reserva de estas entrañas donde todo es abismo, como en su
corazón. Tiene aquí la vida un sordo murmullo apasionado, muy conforme
al espíritu en tortura del caminante. Viene el silencio de afuera con la
serenidad de la serranía y el calor de los horizontes: la tarde en el
campo está callada bajo el inexorable azul.
Y el eterno diálogo de los seres y las cosas se refugia en el ansar
irruptor, lleno de voces arcanas y sensibles.
Hay una más fuerte y distinta, que se levanta sin descanso: la del
Salia, desfallecido en el estiaje, pero siempre molinero y espumoso en
el bosque de Luzmela.
Esta voz, permanente y honda, gravita sobre el hidalgo y le lleva hacia
la frescura cercana del río, por el hilo frágil de los senderos. Ya no
se puede sustraer al hallazgo de la corriente; sube por la orilla
mazorral, palpitante y ligero como las aguas, abriéndose paso con el
bastón; se hunde en la maleza salvaje, se punza con los abietes, sin
perder el rumbo ni moderar la marcha. El río le saluda y recibe en cada
melodía, rápido y voluble, siempre nuevo y extraño, recogiendo toda la
gracia y la expresión de la tarde. Y el hombre siente aquella vida
agitada en sus venas como una misteriosa trasfusión de eternidad.
De pronto el Salia ahonda su lecho en la resonante zubia del molino,
sobre una lera de matorrales, que saca del bosque uno de sus costados
para extender la finca de Martín. Pasa el río debajo de la aceña, toca
el huerto y las brañas sativas, hoy tendidas de sábanas de flores, y se
vuelve a meter entre los árboles a lo largo de la hoz.
Hornedo se detiene con la selva, indeciso, como si le amedrentaran la
anchura y la luz, y después de un instante de vacilación, sigue el vero
del cauce hasta la presa, rozando las ventanas del edificio.
Desde una, abierta y solitaria hace un momento, le llama Dulce Nombre. Y
ha sonado su voz muy ansiosa bajo el claro estrépito de los saetines.
--¿Adónde vas?
El padrino levanta la cabeza vivamente, y responde, esforzándose en
aparecer sereno:
--«Iba»... paseando.
--¿No entras?
--Si tú quieres...
La muchacha no descubre la insinuación inevitable de aquella actitud.
Está preocupadísima. Reflexiona un poco y decide:
--No: aguarda: voy a salir.
Se asoma a la puerta despidiéndose de Camila con una urgente
recomendación, y no saluda a Nicolás, se acerca a él como si acabara de
hablarle y de verle mediante la franqueza de los tiempos dichosos: como
si no hiciera muchos años que vivían distantes y afligidos por una
desconfianza irreductible.
Ahora, de repente, sin que ella misma lo sepa, vuelve a ser la rapaza de
antes, segura del buen amigo. Se le apoya en el brazo con abandono
filial, y le pregunta:
--¿Viste a Encarnación la de Cintul?
Al hidalgo le sobrecoge un gran estremecimiento. Trae la mujer consigo
como una fragancia propia el olor suave y caliente de la molienda, tiene
el incentivo y la sensualidad de una fruta, viene temblando de esperanza
y de anhelo, empujada por el vendaval de su pasión. Y se le aproxima
ciegamente, le clava las saetas de los ojos, le sacude, y repite:
--¿La has visto?
--Sí.
--¿Te enseñó la carta?
--Sí.
--¿Y qué dices?
--¿Qué voy a decir?
--Me tienes que ayudar.
--¿A qué?
--A portarme como debo.
--Eso, tú...
--¡Ah...! ¿me huyes otra vez?
--¡Niña...!
Llevan el mismo derrotero que trajo Nicolás, sin que él lo note. La
muchacha le conduce a la selva porque es su camino acostumbrado; pero no
busca la trocha bárbara junto al río, sino que se dirige a los senderos
más dóciles y frecuentados por la gente, duros también, henchidos con el
crecimiento lujurioso de las plantas. Y van despacio sobre la campiña
ardiente que da entrada al molino. Desde la puerta de Martín les mira
Alfonsa la de Paresúa, présbita y curiosa, muy vencida por los achaques
de la edad. En las ventanas se agrupan otras mujeres atisbando a la
pareja, ensordecidas por la bataola del trabajo: han sorprendido el gozo
y la carta de Encarnación, como la palidez repentina de Dulce Nombre, y
les aturde el soplo del adivinado secreto.
--No sé nada--responde Camila a las indiscretas consultas, sin que en
realidad se haya enterado de lo que sucede.
Allá fuera los que suscitan estos comentarios se paran en la linde de
los árboles.
Dulce Nombre ya no guía al padrino ni se estrecha contra él. Sofocada,
ceñuda, le hunde siempre en el rostro las lanzas de las pupilas, y
repite, briosa, la última palabra que Nicolás había pronunciado en son
de protesta:
--¿Niña...? No soy una niña; soy una mujer, muy infeliz, sola en el
mundo: contaba con tu apoyo... ¡y me le niegas!
--No estás sola: tienes padre.
--¿Un hombre que me vende, que ni me acompaña ni me ayuda?
--Tienes marido.
--¡El que me disteis!
--Y una hija.
--¡Tampoco!
--¿Eh?
--Tengo un amor que me vuelve loca: eso es lo único firme y seguro de mi
vida... Nadie me lo ha impuesto; ha venido él de todas partes... no sé
por dónde...
Señalaba la moza ampliamente a los confines, con gesto iluminado, como
si abarcase en su ademán toda la mies engrandecida por los frutos; los
montes solemnes, azules, sagrativos, y la tierra abrasada de los cielos.
--Tenía--dijo después con torvo reproche--una amistad: la tuya... Me la
has quitado y estoy sola con el amor, sola y desesperada.
Echó a andar por el bosque sollozando.
--Si te basta ese amor, ¿de qué te quejas...? ¡Yo no tengo
ninguno!--murmuró Nicolás tan dolorido que la muchacha se volvió a
mirarle.
Ya les tomaba la penumbra del arbolado, olorosa y movible. Toda la
selva, pujante, sacudida como un inmenso corazón iba hacia ellos
acogedora y fraternal. Y aquella frescura, aquel abrazo recibido bajo el
peso del sol, les produjo un inesperado consuelo. El vestido claro de
Dulce Nombre, las caras descoloridas, recogieron la luz verde y serena
del paraje. Andaban los dos amigos con lentitud uno al lado del otro.
--No me basta el amor--pronuncia Dulce Nombre compasiva y
humilde--puesto que necesito la amistad. ¿Por qué no me tratas como
antes, cuando no podías vivir sin mí?
--¡Ni puedo ahora!--dice el hidalgo con lúgubre tristeza.
Dulce Nombre, enternecida, avisada por un presentimiento insondable,
robustece de nuevo su fe en el padrino.
--Mira--le dice--no hablemos nunca más de nosotros. Nos queremos como
siempre, ¿verdad? Tú me enseñas y me riñes lo mismo que si aún fuera
chiquitina... Oye, por Dios, atiende: ¿Qué hago al llegar Manuel Jesús?
Quiero ser buena; que nadie sufra por mí; que tú prepares a Malgor para
que la noticia no le perjudique... ¿lo harás?
--¡Pero, mujer!
--Sí; lo haces; y me aconsejas, me sostienes en esta horrible lucha que
no se acaba... Ya ves: todos los plazos se cumplen... menos el mío.
--¿Cuál?--pregunta Hornedo estremeciéndose.
--¡El mío!--repite ella; la voz, encruelecida, se le queda súbitamente
rota. Y después de un silencio penoso, exclama--: ¡Ni quiero que se
cumpla!... No, yo no deseo nada malo...
Parece que habla consigo misma, frente a su conciencia, rechazando la
dañosa tentación.
Nicolás no la interrumpe. Acaso las palabras que pudiera decir se le
ahogan en el sufrimiento. Asiste como único testigo a los combates de
aquella mujer, impulsiva y cándida, sin defensa contra su pasión. El
abandono en que la ve le estimula a socorrerla por encima de los celos,
con olvido de la propia desdicha: no es posible que deje a la amada sola
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