Dulce Nombre (Novela) - 3

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tragedia y se lastima la salud.
Pero en la vida oscura del misántropo resplandece un rayo de sol.
Es Dulce Nombre, la ahijada y protegida a quien adora Nicolás desde que
la vió crecer y aficionarse al palacio con una devoción humilde y
alegre, a prueba de malos humores y de rostros ensombrecidos.
Tenía la nena el privilegio de no recoger más que las sonrisas felices,
de escuchar solamente las palabras suaves, y de poner las suyas como un
bálsamo en las tristezas del padrino. Su presencia en la casona era un
consuelo y una luz, y muchas veces los servidores del hidalgo corrieron
a buscar a la pequeña como una medicina para las crisis angustiosas de
su señor: si el molinero hubiese querido, la niña viviría siempre allí,
regalada por Nicolás.
Nunca el padre lo consintió; él no perdía su derecho sobre la criatura
propia, y sólo por condescender la dejaba ir al palacio tan a menudo, y
permitía que el señorito la educara a su modo, con finuras exóticas para
una pobre molinera.
Por su parte, Nicolás, avaro de la chiquilla, con la gula de un
hambriento, no pensaba más que en el gozo de verla, ni parecía enterarse
de que ya era una mujer y que él mismo le había despertado la
sensibilidad y la imaginación con lecturas románticas y lecciones
poéticas.
Le dijeron que tenía la muchacha relaciones amorosas y lo quiso ignorar,
tímido ante una directa averiguación que rompería la infancia de Dulce
Nombre cuando el solariego pretende revivir con exaltados atavismos la
historia paternal y romántica de don Manuel de la Torre y _la niña de
Luzmela_...
[Ilustración]


VIII
LAS CUMBRES DEL DESEO

El señorito y el indiano hicieron su amistad en la niñez, con esa
pueblerina democracia que junta a los niños en la escuela y en la calle,
entregados a los placeres y al estudio bajo una sola disciplina y una
misma libertad.
Lecciones en el aula concejil, estímulos de un premio en el examen,
escaramuzas por el monte, pedreas en el campo, unieron estrechamente
aquellas vidas lozanas, exentas de vanidades y prejuicios.
Nicolás, que ya empezaba a ser irresoluto, sentía predilecciones por
Ignacio, mayor que él, atrevido y fuerte, con menos inclinación a los
libros que a las aventuras. Y el labriego, optimista y voluntarioso, le
prestaba con frecuencia a su amigo los puños y el coraje, mientras el
niño caviloso del palacio correspondía a la solicitud del camarada
enseñándole una lección o resolviéndole un problema aritmético en el
pizarrín.
Por aquellos años andaban a la escuela, también, con otros muchos
galopines, Antón, hijo del campanero, y Martín Rostrío, ya casi mozo,
asistente a las clases nocturnas con aprovechada condición: los dos
tuvieron muy buenas amistades con Ignacio y Nicolás.
Pero no tardó el señorito en marcharse a un colegio burgués, ni el
futuro indiano en prevenir un camino a sus ambiciones, embarcándose para
Cuba.
Antes de aquella separación Martín le dijo a Ignacio, medio en broma:
--En cuanto hagas fortuna, compras a «éste» el molino del ansar y me le
arriendas a mí.
«Éste» era el niño infanzón, que iba a decir alguna cosa cuando el
viajero repuso, con una certidumbre serena:
--Dentro de diez años.
Y no habló una palabra Nicolás, pensando con supersticioso terror que
las fincas de Luzmela tendrían que ser para su amigo.
Entretanto Martín sonreía, seguro de un arriendo beneficioso que le
diese preponderancia en el valle, y suspiraba Antón en el colmo de la
codicia:
--¡Para entonces seré yo campanero!
Afrontaban su destino en aquella actitud inquiridora y vigilante, de
cara al porvenir.
Hoy se cumplen las profecías del pasado: Martín dispone del molino y
Antón de las campanas; Ignacio compró hace tiempo muchas posesiones de
Nicolás; han vuelto a reunirse a la sombra de los mismos árboles de su
niñez, y ninguno de los cuatro es feliz: luchan y se afanan sin tocar
las cumbres del deseo, ansiosos por la vida, cada cual con su cruz...
En esta mañana otoñal, pálida y dulce, llegó diligente el indiano a la
torre de Luzmela para comunicarle a su amigo que se quería casar con la
hija de Martín.
Le miró Hornedo muy despacio, lleno de asombro, y dijo con temblorosa
interrogación:
--¿También...?
--¿Cómo también?
--Sí; te has llevado lo mejor de mis bienes... ¡déjame a Dulce Nombre!
--Pero, ¿la quieres tú?
--¿No lo ves?
Alzóse lívido, anhelante, asustando a Malgor, que confesaba:
--Ahora lo veo...
--¡Es mi hija, mi compañera, la única amistad que me importa!
--¡Ah!--el indiano comprendía y se tranquilizaba, teniendo en cuenta las
exaltaciones frecuentes de Nicolás--. Siendo así--acabó--, bien puedo
hacerla mi mujer sin estorbar a tu cariño.
--¡No! ¡Me la quitas!
--Otro te la quitará, ¿no sabes que tiene novio?
--Es una niña.
--Es una moza.
--Y si tiene novio--gritó Hornedo, crespa la voz y la actitud--, ¿cómo
se ha de casar contigo?
--¿A ti que más te da...? ¿O es que protestas sólo contra mí?
--¡Que haga su gusto!
--Se casaría entonces con él.
--¿Qué dices?
--No me quiere; la compro.
-¿Qué...?
Tuvo que sentarse sin esperar contestación porque se estremecía como una
hoja, colérico y abatido a la vez, falto de palabras y de serenidad.
Estaban en el fondo de un ancho gabinete descuidado y antiguo; el
solariego se había dejado caer en el sofá y a su lado Malgor, sin
levantarse de la silla, hablaba límpidamente, con su acostumbrada manera
superlativa y rotunda, desenvolviendo el mismo discurso que por la tarde
necesitaba exponer a Manuel Jesús. Iba a casarse en seguida con Dulce
Nombre; lo tenía dispuesto así y no podía esperar: la muchacha era su
única ilusión. Para el novio habría otros amores cuando estuviera en
situación de tomar estado, después de trabajar con amplitud y bien
protegido en el negocio de la joyería... El haber traficado con las
piedras preciosas y los metales ricos servía de admirable educación para
tratar a una mujer: pendientes, sortijas, collares, rosarios, cruces,
medallones... un comercio frágil y sutil que predisponía a las dulzuras
del hogar, a la paciencia suave del enamorado, a la esmerada pulcritud
del esposo...
Malgor estaba de pie: no se le ocurría nada que añadir.
Cumplió el propósito de anunciar a su amigo la boda, como un
acontecimiento seguro y razonable, y se marchaba porque tenía mucho que
hacer.
Tendió la mano a Nicolás que permanecía silencioso, inmóvil, con la
mirada fija en una tabla religiosa, puesta sin marco sobre la pared.
Insistió el indiano, apremiante, en su despedida, hasta que el distraído
alargó la diestra con un movimiento glacial, y quedóse allí mudo,
atónito, mientras salía Malgor al través de salones desmantelados y
pasillos oscuros: iba derecho a la rectoral, sin acordarse de la hora de
comer.
Apenas sus pasos se dejaron de oír en la casona, cuando Hornedo se
levantó del sofá, entró en un dormitorio contiguo, que era el suyo, y se
echó de bruces sobre la cama, baja y honda, cubierta de raído
sobrecielo...
Moría la tarde; ya estaba Malgor hablando con su rival en Cintul y el
hidalgo de Luzmela seguía tumbado en su lecho, sacudido por los
sollozos.
[Ilustración]


X
LAS ALAS DE LA PALOMA

Desvelada y madrugadora sale Dulce Nombre de la aceña a buscar el
refugio de su padrino: va de prisa, aunque le pesa con exceso el
corazón. Y le quiere difundir en el paisaje con el inconsciente anhelo
de aliviar su camino; le apoya en los montes, que levantan la frente
hasta las nubes; le acuesta en el campo mullido y oloroso; no consigue
menguar la fatiga; al contrario: redobla su pena cuanto más la dilata
por los horizontes y la extiende sobre el cielo que baja a mirarse en el
río.
Se le agudiza así la sensibilidad con una fuerza misteriosa y percibe
todos los rumores, hasta los más ocultos y remotos; sabe hoy de una
manera extraña que entre las cosas vivas no hay una sola que no cante, y
oye a lo lejos resonar el bosque, escucha el sordo crujido de todas las
semillas que pacen en la tierra, de todas las raíces que trituran su
alimento en la oscuridad: es una vidente que descubre los enigmas
terrenales porque los contempla con la mirada deshecha en llanto.
Llega a la torre y le dicen que el señor anda malucho; aunque suele
madrugar, todavía no se ha levantado.
--Esperaré que despierte--responde, y pregunta: ¿desde cuando está
enfermo...? porque anteayer le vi.
--Pero ayer--arguye Rosaura intrigante y curiosa--le marearon los
amigos; el indiano primero; después, ya de anochecida, tu padre:
vinieron de consulta y negocio...: parece que se trata de ti...
--Puede ser--murmura Dulce Nombre, disimulando apenas su inquietud.
Siguen hablando las dos mujeres, de codos en la solana, viendo crecer
el día, tibio y nublado como el anterior. La muchacha defiende sus
graves preocupaciones, mal ocultas en un palique nervioso, mientras
Rosaura la mira sonriendo. Es una mujer recia y calmosa que lleva muchos
años de guardiana en la torre; viste de oscuro, tiene el pelo gris y se
le nubla la frente arrugada por la edad.
Se abre de súbito una puerta en el ancho carasol y se asoma Hornedo bajo
el dintel de su gabinete. Está palidísimo; un aliento de insomnio le
rodea el semblante como un halo y se le hunde en la mirada con turbia
densidad.
Rosaura se retira discretamente con un paso macizo que repercute en todo
el corredor, y Dulce Nombre aborda su confidencia sin reparar en la
alteración aguda del enfermo.
--Sabes, padrino, lo que me sucede, ¿verdad?
--Sí.
--¿Ha venido a decírtelo mi padre y también... ese señor?
--También.
--¿Qué has contestado?
Nicolás apenas se puede sostener.--Entra--murmura, y va a sentarse en un
sillón. Cierra los ojos; no ha visto que la niña se acomoda junto a él
en un escañuelo, como de costumbre, y se estremece cuando ella le
acaricia al repetir:
--¿Qué respondiste?
--¡Que están locos!
--¡Eso es...! Locos de remate. Y para salirse con la suya pretenden
embarcar a Manuel Jesús; le han engañado; dicen que le han convencido...
¡No lo puedo creer... Tú me ayudarás a detenerle, a salvarme! ¡Le quiero
lo indecible!
Se había levantado, intrépida, febril, y echaba los brazos al cuello del
padrino con mimosa persuasión.
El puso, extraviado, las inseguras pupilas en el florido cuerpo de la
moza; la miró como nunca a la cara; le vió de un modo nuevo el color
trasparente y rubio de los ojos, el terciopelo rojo de los labios, la
cabellera oscura, la tez dorada.
--¡Déjame!--grita de improviso, alzándose también, con señales de
incomprensible terror.
Huye al otro lado del aposento, y la niña, que le debe sólo una
desvelada ternura, se asombra y aturde, sin comprender la causa de
semejante dureza. Necesita el cariño de aquel hombre, el apoyo de su
autoridad para erguir una última esperanza, y va humilde a solicitarlo.
--Padrino. ¿Qué tienes...? ¿Estás malo de veras?
Se le aproxima, fijándose en el rostro doliente, trasojado, amarillo, y
el enfermo, que logra dominarse, tiende las manos con una ansiedad
lastimosa; no sabe él mismo si para asirse a algo que le sostenga o para
recibir a la muchacha.
Ella se las acoge muy ferviente y le habla con íntimo desvelo.
--Sí, estás malo; tienes calentura.
Una piedad repentina se desborda en el pecho de la joven con esa lucidez
que despierta en el que sufre, para adivinar el ajeno dolor.
Nicolás ha vuelto a sentarse, dobla la cabeza arrullado por la dulzura
de la voz que le compadece, y acaba por balbucir:
--Estuve mal anoche: ya me siento mejor...
--Pues mírame. Levanta él los ojos con trémulo parpadeo:
--¿Qué me pides?
--¡Ayúdame!
--¿Cómo?
--Haciendo que no se marche Manuel Jesús; le obligan, le engañan, sin
duda, y yo me voy a morir...
--¿Tanto le quieres?
--Más que a todas las cosas de este mundo; mucho más que a mi padre y
que a la vida. ¡Le quiero para toda la eternidad!
Se remece, brusco, el solariego, clava las pupilas enigmáticas en Dulce
Nombre y pronuncia con torva lentitud:
--¡No sabes lo que dices...! Si él se marcha es porque le conviene, y tú
debes casarte con Malgor.
--¡Padrino!
--Es un hombre formal y está enamorado de ti.
--¡Ay! No lo entiendo; antes me diste la razón... ¡Me dejas sola tú
también!
Y la niña desconoce el pálido mirar de su amigo, la esquivez adusta con
que habla y rehuye el amparo que le va a pedir.
--¡Estoy sola, sola...!--repite con aflicción, mientras Nicolás cierra
los ojos otra vez y esconde los dedos convulsos entre la melena
alborotada.
Llega del dormitorio un aire pesado que trasciende a medicamentos y a
sudor; por la abertura de las cortinas se ve una cama revuelta.
Está Dulce Nombre observando todo aquello de un modo singular, como si
nunca lo hubiese visto: la estancia tiene un semblante de abandono y
tristeza que conmueve; el hidalgo, ahora, quieto, mudo, lívido, parece
un muerto.
Al través de las propias vicisitudes siente la muchacha una inmensa
compasión, no sabe de qué.
--Adiós--dice con la despedida llena de lágrimas.
--Adiós--murmura como un eco el hombre inasequible.
La molinera sale del gabinete por el carasol lo mismo que había entrado,
y allí se para indecisa sin saber qué rumbo tomar, con el triste
azoramiento de un ave que tuviera las alas rotas.
[Ilustración]


XI
LA CAUTIVA

El viento del otoño ha segado ya todas las flores; Manuel Jesús está muy
lejos.
La molinera llora, pero oculta sus lágrimas y permite que en la ciudad
le confeccionen los atavíos nupciales.
Para las amigas, para los vecinos, la moza se casa contenta, orgullosa,
al cabo, por merecer la predilección del rumboso pretendiente.
Ella disimula todo lo posible su interna cuita y logra engañar a los
observadores, no muy perspicaces. Sólo algunos ojos, los de Tomasa, por
ejemplo, no se equivocan: muerden las apariencias de aquella conformidad
y hunden su averiguación hasta la pena viva de la abandonada.
En el horizonte limitado de los hechos, Dulce Nombre ha sido vendida por
su novio. Y le han dolido desesperadamente, primero el amor, después la
dignidad.
No conoce las mudanzas del sentimiento y se abate al desengaño sin
comprenderle, enferma de zozobras, con un peso de plomo en el corazón.
Su espíritu, cándido y salvaje, tiene una sana rectitud; puesto que fué
traicionada es preciso que olvide al traidor.
Ningún medio más práctico, a su parecer, que el de casarse con otro:
quiere hacerlo en desquite y venganza. Está pronta a dejarse llevar por
el destino, pero se revela pensando que los que la inducen a la boda son
cómplices de su desdicha: el oro del pretendiente, la ambición del
padre, la terquedad incomprensible del padrino, la empujan al casamiento
con demasiada violencia.
Siente humillado el señorío de su persona, cautiva su alma en una red de
pasiones oscuras.
Otras fuerzas laten a su alrededor unidas también contra la infeliz en
sorda complicidad: el paisaje transido de agua, la niebla torva de las
cumbres, el sudor helado de las noches.
Una voz poderosa zumba en el aire, se estremece la selva con la
agitación de un vuelo monstruoso: las últimas hojas corren locamente por
los caminos.
Y la triste molinera abre los ojos en la soledad, inquietos como dos
interrogaciones, desde que huyeron con las golondrinas sus esperanzas:
así, entregada a los propios estímulos, se abandona al tiempo sin
defensa, reduce su aspiración a que pasen los días, y escuda su pesar
con morboso egoísmo en la coraza de los montes.
Parece que está el valle más hondo que nunca; la gasa de las nubes
tiembla desde las cimas hasta el río, sepultando la vaguada en una
humedad neblinosa; muge la corriente, repican las abarcas en los
senderos.
Dulce Nombre recibe desde su habitación toda la tristeza de noviembre;
ya no sale a la tertulia de la aceña ni arrostra la cellisca y el frío
por los huertos y los abertales como las demás zagalas. Asiste a misa
los domingos y se esconde en su hogar con obstinada reclusión,
ensombrecida lo mismo que las horas, turbio el cristal dorado de los
ojos igual que el de los cielos.
Cuando tiene visita se esfuerza en hablar y sonreír, un poco nerviosa y
acelerada, atajando las preguntas, rechazando las alusiones con su
habilidad nativa de mujer, que no le llega hasta el alma virgen y ruda,
incapaz de fingimientos y subterfugios.
Por eso delante de Malgor descubre la niña el estado de su espíritu, en
franca desnudez, sin recelo ni crueldad.
No consiente que su despecho se confunda con el olvido, muy distante de
su corazón; reconoce que el indiano la compra porque la quiere, y
considera que sería una infamia engañarle. Aunque el deseo de él la hace
infeliz, se explica con una lógica irrebatible la conducta de aquel
hombre; le comprende mejor que al padre y al amigo, empeñados en
sacrificarla, y está cerca de perdonarle, mientras no halla una sola
disculpa contra la villanía de Manuel Jesús; traidor y vil, ella le
adora a pesar suyo y un sentimiento de honradez la obliga a decirlo con
los ojos y los labios cuando se lo pregunta Malgor.
Aquellas contestaciones rotundas repercuten como un eco en la casona de
Luzmela, donde el indiano calma las ansiedades desde que su amor recibe
allí un inesperado sostén.
Atribuye el pretendiente a inconstancias del carácter este cambio de
Nicolás, y le utiliza en su provecho para acelerar la boda sin poner
mucha atención en las voraces impaciencias con que su amigo le pregunta
a menudo:
--¿Olvida al otro...? ¿Consigues que te quiera a ti?
--¡No olvida, no!--tiene que lamentar Ignacio, tan distraído en graves
inquietudes, que no repara en la sonrisa brusca de su confidente.
El cual no ha visto a la molinera hace un mes, desde la mañana
inolvidable en que la niña desconoció al hidalgo y salió de la torre sin
esperanzas ni designios.


XII
LA MANO DE NIEVE

No volvieron a encontrarse hasta el día de la boda.
Parecióle a Nicolás que los encantos de su ahijada habían crecido de
manera increíble, y admiraba en ella, con extrañísimo temor, la bruma de
los ojos, el rocío de las pestañas, la niebla de la sonrisa, todo el
conjunto hechicero y singular de aquel rostro que trascendía al vaho de
un corazón lleno de pena.
Sentía el padrino delante de la novia un doloroso remordimiento, clavado
en la herida de sus pasiones inconfesadas y mordientes, mezcla de
venganzas y ternuras, de celos y de amor, ponzoña de la sangre junto al
propósito noble del espíritu.
Para absolverse pensaba que había contribuído a darle un buen esposo,
honrado, opulento y cabal, y se quería esconder a sí mismo la intención
de su influencia triste y oscura, hirviente de codicias y tentaciones,
nebulosa como un sueño heredado. Un fatalismo imperioso le inducía a
proteger la solicitud del rechazado pretendiente contra el mozo
preferido, el temible rival. No premedita emboscada ninguna para dañar
al matrimonio que favorece; se contenta con impedir que la mujer deseada
realice la plena dicha de otro hombre. Al quererla Malgor enceló con su
reclamo a un cariño que dormía engañoso, disfrazado de paternidad, y que
despertaba asustadizo y clarividente a la vez. La sorpresa del
descubrimiento y la cobardía innata de Nicolás ahogaron las voces de
aquella revelación: no tuvo el solariego ánimos ni arrogancia más que
para huir de su propia conciencia y un ciego instinto para negar a Dulce
Nombre los brazos de Manuel Jesús. Procuró ardorosamente el viaje del
mozo; él mismo le condujo a Torremar y le dejó en el buque, valido de su
ascendiente con la pobre familia de Cintul, embriagando al viajero con
razones de altruísmo y sensatez, gastando a manos llenas el dinero de
Malgor.
Después de aquella pugna febril cayó en una silenciosa pasividad y
estuvo muchos días sin salir de su aposento, con el rostro huraño y la
mirada calenturienta, hasta que hoy la boda le pone frente a la
desposada.
Y se le parte el corazón bajo el aura de inquietud que los envuelve a
todos en la sombra de una mañana decembrina, empeñada en no amanecer.
Se celebra el casamiento muy temprano y sin ninguna ostentación; asisten
Camila y Martín; la madre del novio, anciana y desapacible, mal conforme
con la alianza de su hijo; Hornedo y el delegado del juez; Antón, que
sirve de sacristán.
Aunque se ha ocultado con sigilo la fecha del acontecimiento, por
reiterada voluntad de la novia, algunos curiosos bullen alrededor del
grupo, avisados por esas oficiosidades aldeanas que ningún secreto las
evita.
Da principio la ceremonia en el atrio de la Iglesia, abierto a las
ráfagas del aire, y culmina en el presbiterio, opacamente; las luces no
logran romper toda la penumbra del altar; un soplo frío y lúgubre corre
por las naves anchas y vacías; los rezos del cura suenan como un zumbido
arrinconado en la noche; callan a veces los latines y queda el silencio
erguido igual que un ser inevitable.
Nicolás está dando diente con diente; los dolores de su vida, solitaria
y medrosa, le penetran de pronto con angustia indecible; un profundo
anonadamiento le invade. Y cuando el acto concluye, sigue la comitiva
con el paso torpe, llega al molino con un esfuerzo maquinal.
Todavía está la mañana oscura lo mismo que una cueva; plañe el viento;
la masa del paisaje se esfuma sin contornos en las derrotas.
Malgor quiere llevarse a su mujer en cuanto cambie de vestido; pero
ella permanece inmóvil con su traje negro, envuelta en una mantilla que
a Nicolás le parece de luto.
Una gran indecisión reina en cuanto sucede; ni el padre ni el marido
saben ejercer su autoridad. Tratan a la muchacha compasivamente, igual
que a una víctima a quien nada se niega en el momento aciago del
sacrificio; y Dulce Nombre, aquí lo mismo que en la parroquia, habla
como en tinieblas; diríase que no entiende las preguntas que le hacen ni
las contestaciones que da; tiene el aire de olvidar en un segundo las
palabras que oye y las que pronuncia.
Al fin se abre el día, tardío y helado, perezoso.
Con la luz desciende sobre la fábrica un poco de actividad. La joven se
ha cambiado el vestido: luce uno elegante y señoril que pertenece a su
nuevo estado de novia rica, y está dispuesta a seguir al esposo, desde
cuya casa, después de una comida familiar, saldrá el matrimonio de
viaje.
En vano intenta Hornedo sustraerse al suplicio de la invitación: el
indiano recobra su energía y decide que el padrino les acompañe. Se deja
llevar, inseguro y macilento, siempre a remolque de la voluntad ajena,
atado con mordiente hechizo a la ventura de su camarada.
Ya cunden por el lugar noticias indudables del suceso, y los alrededores
de la aceña se van llenando de vecinos; algunos disimulan su curiosidad
con el pretexto de moler; otros se detienen en las veredas, con un rumbo
imaginario; los mozalbetes y la chiquillería se asoman sin rodeos a las
ventanas del salón.
Pero las ruedas están dormidas; Martín, muy solemne, con un semblante de
tristeza orgullosa, despide a los importunos, mientras el novio, ya
dueño de sí, procura dominar la incómoda situación hablando a la gente
con mucho agrado, dentro y fuera del molino, y Dulce Nombre lo mira todo
con los ojos atentos, curiosa, al parecer, como los demás, en una
actitud repentina de observación.
No puede esperarse que arribe un coche a los dominios de Martín, y la
boda se resigna a llevar su cortejo creciente hasta Luzmela.
Va por una ruta corva y delgada sobre la humedad del mantillo: el ramaje
seco levanta sus brazos a la altura como si pidiera misericordia; cubre
el Salia todos los rumores con su voz torrencial...
La casa del indiano, restaurada y lujosa, con más esplendidez que buen
gusto, linda también con el bosque, señor de medio valle, y tiene una
entrada por él; más arriba, sin sustraerse al acoso del arbolado, se
yergue solitaria la torre de Nicolás...
Esta es la primera vez que Dulce Nombre pisa las estancias que ahora son
suyas; las contempla distraída, indolente; no consigue un poco de
interés para cuanto la espera allí. Y mientras resbala el día en un
violento sinsabor, habla sólo cuando la interrogan; huye de su padrino
con involuntaria enemistad, sonríe al esposo de una manera inquietante,
como si no le conociese.
El acaba por sentir el influjo de aquella extrañeza, vuelve a perder el
aplomo, sufre una lástima incurable cuando la niña deja oír la
aterciopelada dulzura de su acento.
Le acompañaba Nicolás tácitamente en sus compasiones, dolido del rencor
de la moza, ansioso de consolarla, desesperado de perderla.
Se le aproxima cuando puede y le dice una frase cariñosa; ella le clava
los ojos dorados y altivos, le detiene con una sonrisa hostil; después
se acerca al balcón y mira al campo a la altura fría de las montañas, al
cielo crepuscular; todo la cohibe dentro de las habitaciones
desconocidas; todo la requiere en el paisaje amigo. Le parece que la
selva corre hasta allí tendiéndole los brazos, y que se agita luego con
un gran ruido de alas, como si echase a volar por encima del monte. Y
presta una atención supersticiosa a cuanto se mueve al otro lado de los
cristales, a la blancura lejana del molino, al oropel inquieto de las
nubes.
Anochece, declina la tarde a los precarios fulgores de un sol invernal.
Ha llegado el momento de partir: ya está el coche a la puerta con los
equipajes cargados. Malgor no sabe cómo arrancar a su mujer de la
incomprensible quietud, y él mismo la prolonga con pretextos pueriles,
como si temiese que Dulce Nombre se resistiera a acompañarle.
Adolece Martín de parecida intranquilidad y hasta la suegra se preocupa
de la tardanza, mientras Camila gime por los rincones y Nicolás
comprende que la despedida no da treguas: es imposible detener al tiempo
y han sonado los fatales minutos.
--¿Vamos?--dice el marido vacilante, como si pidiese perdón.
Tiene que repetir la pregunta junto a la esposa, que sigue con el rostro
pegado a los vidrios.
Se vuelve entonces sorprendida, y percibe toda la oscuridad de la
habitación.
--¡Ya es de noche!--pronuncia. Se le ha entrado en el alma toda la
esencia alarmante de la sombra.
Dulce Nombre no es inocente como las pastoras idílicas de los libros. La
naturaleza salvaje de los campos le ha hecho sus revelaciones, sin
perfidias, con esa clara brutalidad que no estorba al íntimo candor de
los espíritus, y desde que la joven tuvo novio soñó estremecida con la
hora misteriosa y tierna de las desposadas.
--¿Vamos?--repite aún el marido.
La suegra enciende luces y empuja a la muchacha hacia un dormitorio
donde ella recoge alguna cosa.
Cuando sale de allí, con un velo sobre la cabeza, está blanca igual que
un lirio, le chocan los pensamientos unos con otros, sordamente, y se le
deslíe la inquietud en el zumo claro de las pupilas.
Bajan todos la escalera muy despacio, en silencio.
Entra en el portal con la agitación del aire el hálito de las hojas
muertas y el bramido remoto de las olas. Alguien dice:
--¡Cómo suena la mar!
Es Gil, que a la puerta del indiano habla con el cochero y sonríe de una
manera absurda.
En torno al carruaje hay un círculo de curiosos. Algunas mujeres abrazan
a la novia, que se deja acariciar y despedir hasta que le llega el turno
al padrino. Entonces, con un gesto mudo, le alarga la mano, fría como la
nieve; él la recoge entre las suyas, devorando con los ojos a la moza,
hambriento de su belleza intacta, y algo se le derrite en las venas que
le hiela el corazón, cuando el esposo desde el coche pide aquella mano y
la atrae hacia sí.
Pero ha subido la muchacha; se asoma a la ventanilla, habla trémulamente
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