Dulce Nombre (Novela) - 4

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con su padre y con Gil, lleva con lentitud la mirada a los cielos donde
riela la luna como un escalofrío del paisaje.
El rostro pálido luce todavía un segundo el resplandor triste de su
gracia; cruje un fustazo, se mueve el coche y la novia desaparece en las
negruras del valle, como una estrella que se hunde en su caída...


XIII
CENTELLA DE AMOR

Al volver el matrimonio a la montaña, ya trasciende en los huertos con
íntima dulzura el perfume suplicante de las violetas; han crecido los
días y los caminos de la mies; un vaho primaveral sube de las campiñas a
los montes y gana las cumbres como si buscase el cielo acogedor.
Dulce Nombre mira las cosas con asombro incesante, sorprendida de
encontrarlas en idéntico lugar: allá arriba las cabañas orlando los
abismos; aquí el bosque en la hondura del valle, corriendo detrás del
Salia, perdiéndose de vista con el río por la hoz. Y los mismos
horizontes estrechos, las mismas caras familiares en las personas y la
Naturaleza, en las campanas iguales voces que claman y huyen como aves
de paso: la vida rural atenta y sorda, hoy lo mismo que ayer.
El propio semblante de la muchacha está retratado en el espejo con su
aire de siempre, luminoso y juvenil. Y a ella le extraña mucho esta
inmovilidad. No ha contado bien el tiempo de su ausencia: esperaba
encontrar envejecidos a su padre y a Camila, variado el rostro de los
parajes y las criaturas.
En cambio practica sus nuevas costumbres sin gran extrañeza: vestirse de
señora, gustar manjares finos, pasearse en coche, son ventajas que no la
sorprenden. Tuvo ella nativas inclinaciones de elegancia, afición a lo
bello y esmerado, noticia de todas estas comodidades que hoy disfruta
con naturalidad algo desdeñosa, como quien las merece y las paga. Su
carácter, altivo por ser cántabro, la induce a no demostrar codicia ni
admiración hacia estas cosas que antes fueron ajenas a su vida.
Ya la moda, con visos de cultura, ha nivelado mucho aquí el indumento de
las clases, sobre todo en la mujer: las aldeanas cortan su traje festivo
por un patrón de señorita y, salvo el coste de los géneros, la esposa
del indiano se distingue muy poco de la antigua molinera.
Pero en las intimidades del hogar teme Dulce Nombre no conseguir nunca
la disciplina de su corazón: vive con los pensamientos desatados en una
esperanza que a cada instante agoniza y torna a renacer; sufre y
disimula; sonríe con una tristeza rebelde; calla en un silencio
orgulloso, y cobra todos los días nueva gratitud al marido que cumple
fiel su propósito de tratarla delicadamente, con aquella blandura que
tuvo para las gargantillas y las pulseras, los zarcillos y los broches.
Verdadera mano de joyero es la suya, en las caricias y las solicitudes,
mano temerosa del roce brutal, obediente a la resignación, abierta a la
dádiva y al homenaje: el hombre rico aspira a merecer, no a lograr, y
tiene para su esposa todas las generosidades y las benevolencias.
Ninguna traba, ningún reproche descubren en Malgor sus celos incurables,
el calvario de un cariño que sólo consigue la recompensa del
agradecimiento. Fué aplazando la hora de amar, se contuvo a la orilla de
las pasiones con una sensatez indefinible, mezcla de incertidumbre y de
pavor, y hoy, que desde la altura de su camino elige resueltamente una
compañera, conoce que es tarde: se le ha ido la juventud. Ya toda la
prisa, la decisión, la voluntad, son armas inútiles frente al deseo de
que una niña le adore.
Pero aun confía vagamente en el milagro; piensa que a costa de muchos
méritos pudiera la gratitud convertirse en pasión: quiere dejar a la
muchacha en una absoluta libertad, que haga en todo su gusto, que
triunfe en los caudales y en la casa como dueña y señora de cuanto el
marido tiene.
No ha pensado nunca Malgor en abandonar a su madre: junto a él vive,
estimada y con fueros propios, mas en distintas habitaciones, con
servidumbre independiente y sin ninguna intervención en el dominio de la
nuera. Y gruñe un poco, escandalizada de las prerrogativas de la
mocedad, a punto de rendirse bajo el encanto de la Intrusa, mientras
ella hace uso de aquellos privilegios con una sobriedad tranquila y los
aprovecha casi únicamente para irse al molino sola y a menudo.
Allí reconstruye su existencia anterior embriagada en las memorias
habituales, contando los minutos que se han muerto y empeñada en no oír
cómo las horas nuevas desvanecen en el aire su melodía. El fragor del
trabajo apaga todos los ruidos exteriores, y si callan las piedras,
yergue el río la frescura de su voz aturdiendo a la muchacha.
Eso es lo que ella quiere: aislarse del tiempo, ensordecer la vida y
mirar lo pasado como única lontananza.
Pocas veces se asoma Dulce Nombre a la sala molinera; sólo de paso se
detiene si alguien la saluda, habla un instante y se dirige a su querida
habitación, solitaria y evocadora, abiertas sobre el huerto y el río las
ventanas inolvidables.
Cualquiera de las dos la seducen, porque desde ellas domina los
recuerdos con un poco de serenidad. Abajo, al borde de la presa, siente
una fascinación dolorosa que la espanta, y en el humilde vergel sufre
demasiado con una ternura inexplicable hacia todo lo que allí se nutre y
palpita.
Nunca ha mirado así las primaveras, con esta compasión rara y ardiente
que hoy la impide coger una rosa, pisar el trébol, rozar con los
vestidos el cáliz campanudo del arándano. Las azucenas le parecen de
cristal: no se atreve a tocarlas por no herirlas, ni a sacudir, como
otros años, en la hiedra la flor azul, los haces verdosos en el espino
cerval.
En cambio, desde la altura de su habitación todas las cosas le dan una
respuesta más lejana y apacible: el filo de los senderos, las espumas
del río, la cresta de las montañas, los árboles del bosque. Y se está
allí horas enteras, con el corazón entreabierto, devota y muda, estática
como el paisaje...
En este mismo anochecer se despide la joven del molino con su
acostumbrada pesadumbre. Camila sale hasta el umbral; Martín ha tirado
de la paleta suspendiendo la trituración, y se dispone a ensacar la
harina: desde que la fábrica es suya se ha vuelto muy avaricioso y
vigila con creciente solicitud la hacienda y el provecho.
Ignora Dulce Nombre que su padre se haya convertido en propietario a
expensas de ella, y no obstante le mira con menguada estimación; a su
lado se encuentra sola.--¡Está lejos de mí!--se dice interiormente, y se
extraña pensando:--¡Ser hija de un hombre se reduce a una casualidad!
Ahora mismo él se queda allí preocupado de su negocio, sin ver la
angustia con que la muchacha afronta el camino del nuevo hogar.
Marcha presurosa, con el paso a la medida del pensamiento, esquiva al
roce de cuanto la rodea, como si temiese el contacto de las emociones. Y
en un recodo del ansar alcanza a las últimas veceras del molino, Tomasa
y Clotilde, muy calmosas aquella tarde, con sus canastos de harina
apoyados en la cintura.
Es la primera vez que Dulce Nombre encuentra a la hermana de Manuel
Jesús, después del casamiento: tampoco ha visto a su padrino, obstinada
en rehuir las visitas y las curiosidades de la vecindad.
Pero aquí Tomasa la obliga a la conversación.
--¿Qué, no quieres nada con nosotras...? Llevamos el mismo rumbo: te
acompañaré.
--Y yo hasta la pontezuela--añade Clotilde con alguna cobardía.
--Sí, sí; me alegro mucho.
--¿De verdad?
--Ya lo creo.
--¿Por qué no ha de alegrarse?--aduce Tomasa, aprovechando la ocasión--.
Después de todo, bien quiso a tu hermano, hasta el otro día, como quien
dice.
--¡Pobre Manuel!--pronuncia con lástima la niña de Cintul. Y baja la
cabeza, que en la sombra, ya difusa, le brilla con un color dorado de
trigal.
--¿Pobre?--balbuce la de Rostrío.
--Pobre, sí--confirma Tomasa con mucha indignación: le engañaron con
embustes y sermones; te le quitaron entre Malgor y tu padre.
--Él se quiso ir.
--No es cierto; miente quien lo diga: pregúntaselo a ésta.
Clotilde, ante el reclamo, se crece y asegura:
--Le dijeron que si no se marchaba serías tú siempre una infeliz, una
miserable como las demás... Y se fué para darte la suerte; pero estuvo
llorando toda la noche... Creímos que se volvía loco, ¡si vieras...!
Corría a tientas por este lerón, subía y bajaba a Cintul sin poderse
detener... ¡Daba miedo!
--¡Ay!--dice solamente Dulce Nombre.
Tomasa, viéndola sufrir, insiste, maligna y gozosa:
--Te le quitaron entre tu padre y Malgor.
--¿Mi padre también?
--¡Vaya...! Para cobrar la aceña, que ya es suya.
--¡No, por Dios!
--Que te lo jure tu marido...
--¡Calla!
--Todo el mundo lo sabe.
--¡Es imposible!
--Y hasta don Nicolás anduvo en el negocio con las pesetas del tu
hombre: ¡parece mentira!
--¡Ay!--repite la engañada, con otro suspiro, más largo, más profundo;
siente viva la centella de la pasión, aventada entre los escombros de la
felicidad, y se olvida de las traiciones, de las miserias, de las
realidades que la conducen lejos de su ventura... No desconoce los
deberes de su nuevo destino porque ya le han temblado las entrañas; pero
se acuerda de un solo amor, del único libérrimo y consciente. Y le
saluda con beatitud en la oscuridad: está allí bajo la noche que llega
cargada de aromas finos y penetrantes; está en el aire húmedo y tibio,
en el fuerte arrullo del Salia, crecido con los manantiales de abril.
Dulce Nombre, que ya no escucha a sus compañeras, se ha vuelto de
repente muy asequible a todos los ruidos misteriosos, a todos los
movimientos callados de la vida, y descubre el oculto latido de las
plantas, oye cómo la raíz de los árboles escarba por el suelo; atiende a
la fuerza sonora del propio corazón, al vuelo claro de la luna que se
levanta en las nubes con las alas abiertas...


SEGUNDA PARTE


I
EL PUÑAL EN LA HERIDA

Muchas horas tristes había contado Dulce Nombre desde aquella de
revelación para su alma.
Y cada año saludó impaciente a la lluvia ágil y presurosa de abril, al
campo reverdecido, a la nueva flor.
Tenía un presentimiento de libertad; confiaba en que el destino le
cumpliría sus promesas. Porque Manuel Jesús no la había olvidado; se
relacionaba continuamente con Malgor y permanecía soltero, juicioso, muy
solícito para su familia y sus memorias, expresando por cartas,
emisarios y otras señales elocuentes, su deseo de volver a Cintul, sus
íntimos propósitos de conseguir algún día la realización de una sola
esperanza.
Y Malgor vivía muy enfermo, andaba tímido por la tierra, calmoso y
vacilante, sin atreverse nunca a correr, ni a reír, ni a llorar; huyendo
del dolor y llevándolo en sí mismo, agazapado en el pecho con amenazas
de muerte.
A los pocos meses de casado padeció un ataque anginoso con la terrible
contricción retro esternal y la angustia suprema de la agonía. El médico
del distrito, Mariano Esquivel, primo de Nicolás Hornedo, llamó en
consulta a las eminencias de la región, que diagnosticaron aciagamente
como él.
Oyó Dulce Nombre muy sorprendida la sentencia de su marido: tenía una
angina de pecho, una lesión mortal de la que podría defenderse algunos
años si evitaba las emociones intensas, los cambios bruscos de
temperatura, los ejercicios violentos.
--¡Lo evitará!--prometió la muchacha seria y firme.
--De esta suerte... ¡quién sabe!--añadió Esquivel--podrá ir viviendo...
cinco..., diez..., hasta quince años... Aunque es imposible precisar...
--¡Quince años!--pensó Dulce Nombre muy adentro; y sin poderlo eludir,
echó a volar la imaginación por ignorados caminos, dudosa entre el gozo
y la pesadumbre, anhelando saber si era preferible aguardar siempre en
el cruce de los recuerdos, o sentarse a la orilla de una fecha con un
poco de silencio en el corazón.
Le tembló una sombra en los ojos, y una sonrisa en los labios. Iba a ser
madre; un torrente nuevo circulaba por sus venas, una gracia desconocida
entrañaba su carne grávida del misterio: sintióse valerosa y se juró una
inviolable fidelidad al hombre sentenciado... Después, a lo largo del
tiempo, ¡cuántas inquietudes y vacilaciones!
Nació la criatura esperada, una niña graciosa y fuerte que llenó la casa
de alboroto y movimiento. El padre olvidó su enfermedad, mostróse la
abuela enternecida, un poco envidiosa, y allá abajo, en el molino,
robusteció Martín el orgullo de su alianza con la opulencia del valle,
mientras Camila andaba más cavilosa que nunca, suspirando sin cesar.
Fué preciso que Hornedo saliera de su torre para sostener en los brazos
a la nueva ahijada. No lo hizo sin resistencias ni disculpas; estaba
secretamente reñido con Dulce Nombre desde que ella le echó en cara su
intervención en la marcha violenta de Manuel Jesús. En vano trató de
defenderse:
--Lo hice por ti, por tu bien.
--No; eso está muy oscuro: primero me habías dicho que casarme con
Malgor era una locura.
--Así, de repente, me lo pareció, porque te lleva mucha edad; luego
pensé que te convenía. No es un viejo; está en la plenitud de los años;
es agradable, excelente, rico...
--Yo te contesté que quería al otro.
--¿Y ahora?--preguntó Nicolás ciego de impaciencia.
--¡Ahora, también!
Una ráfaga de alegría iluminó el semblante de aquel hombre tortuoso.
--Este--aludió con aparente censura--es tu marido.
--¿Qué más da...? Yo no le elegí... El molinero es mi padre y le he
dejado de querer.
--¿A tu padre?
--¡Me vendió!--repuso Dulce Nombre, áspera y triste--. Tú le ayudaste,
sin duda para servir a tu amigo... el menos culpable de la infamia que
habéis cometido con nosotros.
--Si hubo culpa--dijo Hornedo muy alterado--la menor es la mía, que nada
gané... y todo lo perdí.
--¿Perdiste...?
El hizo un gran esfuerzo por tranquilizarse, escondió los ojos
delatores, apagó la voz.
--Perdí tu amistad.
Callaba la joven, a punto de conmoverse bajo aquel acento pesaroso lleno
del antiguo cariño; pero el hidalgo quería insistir en acusar a Malgor,
y volvió a aludirle, entre dientes, añadiendo:
--El que puso en ti la codicia ha causado todo el mal; no le defiendas:
corrompió a tu padre; me obligó a ser injusto con Manuel Jesús; levantó
la tempestad en tu vida...
Quedóse la moza desconcertada; ¿por qué el padrino se volvía ahora de
pronto contra Malgor...? Era incomprensible.
Le miró con insistencia sin conseguir hallarle claras las pupilas, sin
recobrar junto a él la confianza y el aplomo de otras veces: algo
desconocido y amargo se interponía entre los dos. Sentía el padecimiento
de él como una cosa tangible y dura que la desazonaba, y no se decidía a
consolarle. Acabó por encogerse de hombros, todavía rencorosa, distante,
a pesar suyo, de aquel único amigo de su niñez.
Pero Nicolás no quería alarmarla con sospechas, y murmuró, cauteloso el
acento:
--También Manuel Jesús ganó algo al perderte: mejoró de fortuna, cambió
el arado y el dalle por las piedras preciosas...
--Le hicisteis creer que con eso me hacía feliz.
--Todos nos equivocamos; yo solo padezco el castigo.
--Y él se fué inconsolable; le habéis echado; le impedisteis que me
viera y me hablara...
--¡Cómo te duelen sus cuitas!
--Y me dolerán siempre. Desde que las supe estoy contenta, porque sé que
le puedo querer, que sigue siendo mi novio.
--¡Estás casada!
--¿Qué importa? Nos separasteis con engaños, pero no podéis separar
nuestros corazones.
Nicolás palideció aún: se abrasaba de envidia por el ausente.
--¡Mucho confías en él--exclamó sombrío y hosco.
Entonces palideció ella.
Atravesaban el ansar, donde el señor se había hecho el encontradizo
cuando volvía Dulce Nombre a su casa en un lento crepúsculo de mayo,
sola y pensativa. La duda solapada del padrino la obligó a detenerse
llena de zozobra:
--Confío en mí--dijo con ardor--y por mi seguridad juzgo la suya.
Estaba inmóvil; se le estremecía en los ojos el candor del paisaje.
De pronto siguió andando, muda y rápida, en el silencio campesino del
anochecer, traspasado de rumores leves, saturado de perfumes indómitos.
El río ponía en el ambiente su acorde incansable bajo un cejo de niebla
azul; se percibía en el aire el temblor de las flores, el aleteo de los
pájaros en su última ronda, el zumbido inescrutable de élitros y
murmullos recónditos.
Iba Hornedo junto a la muchacha callado y vengativo, gozándose en verla
sufrir de celos y de amor lo mismo que él, y seguro de que su único
rival era el ausente, lejano, perdido, inaccesible. Había temido que el
esposo, a fuerza de ternura y de bondad, conquistara el deseado corazón;
por eso le culpaba, aun a costa de parecer inconsecuente. Ahora le
convenía fomentar los imaginarios derechos de Manuel Jesús; que el
riesgo de perder toda esperanza fuese para el hidalgo cuanto más remoto.
Y no tuvo un plan de conquista, no fraguaba un acecho ni una
conspiración contra el amigo. La moza le parecía sagrada; un miedo
supersticioso le hubiese impedido extender la mano hacia ella; pero el
instinto y la pasión le inducían a guardarla de otros amores, con un
indefinible anhelo de ventura.
Ya estaban en los linderos del indiano: una verja, un portel, y el ansar
penetraba en la finca de Malgor sin torcer su rumbo, siempre encaminado
por la ancha orilla del río.
--Adiós--dijo Dulce Nombre únicamente; volvió apenas la cara y entró en
su parque, ya cubierto de sombra.
--Adiós--repuso Nicolás, amordazado por el enojo, perdiendo de vista a
la muchacha en la espesura de la noche ciega y vigilante...
Después la vió muchas veces y la tuvo que hablar en distintas ocasiones,
amigos en apariencia, escondiendo de un modo tácito su inexplicable
disgusto.
Hasta que la hora del bautizo les obligó a mayor intimidad y ablandó un
poco la pesadumbre de aquel secreto raro y confuso para la joven.
Mostrábase ella muy conmovida con el suceso de su maternidad, mirando
con extrañeza y unción a su criatura, la carne inocente, el alma
dormida, la iniciación de un destino, el nuevo ser; todo en la nena le
parecía inefable y milagroso, llegado de muy lejos, puesto en el mundo
con una gracia pura y reverencial.
Y las palabras, los sentimientos de la madre, eran cándidos y humildes
también para el padrino, que se empeñó en llamar a esta ahijada Dulce
Nombre de María, lo mismo que a la otra.
--Le diremos sólo María para no equivocarnos--propuso Martín.
--O le diremos Dulce--opinaba Malgor, embelesado con el nombre de su
mujer, radiante de optimismo y de ilusión en aquellos días.
En tanto Nicolás contempló a la amada con embriaguez, encontrándola más
hermosa con su cálida blancura de convaleciente, y su adorable expresión
de sorpresa y beatitud.
[Ilustración]


II
SURCOS Y TREGUAS

Cundía la existencia de Dulce Nombre ruda y solitaria, por un solo
cauce: la hija, el campo, el molino, la pena detenida en el corazón...
Así un año y otro al atisbo del único horizonte, emplazada la ventura,
aguardando los soplos de la muerte como señuelo de la libertad.
Ya casi nadie se acordaba del fracaso de aquella vida, sino en
comentarios superficiales, en vagas conjeturas; la esposa de Malgor
tenía motivos para ser más feliz que cualquiera otra mujer. Su carácter
reconcentrado se achacaba a la poca salud del marido; y, por otra
parte, se envidiaban su posición, su belleza, las consideraciones que en
torno suyo ponía la fortuna.
--Siempre ha sido algo orgullosa--solían decir, viéndola esquivar las
amistades del señorío.
--Y algo rebelde, muy amiga de hacer su gusto--añadían, con más
inclinación a la censura que a las alabanzas.
Pero la historia de aquel amor que tanto dió que hablar, había pasado a
la categoría del susurro. De vez en cuando, se insinuaba que Manuel
Jesús podía volver y encontrar viuda a la que fué su novia. Él, por de
pronto, no se casaba, vivía en constante comunicación con el país, y
Malgor estaba desahuciado.
Aquella posibilidad quedábase en el olvido meses enteros, y sólo unas
cuantas personas en la comarca la perseguían con interés.
La madre del viajero una de ellas. Desde la tarde lejana en que anunció
cruelmente a Dulce Nombre la partida del mozo, no olvida el pesar y el
amor sorprendidos en el semblante de la molinera, y sufre agobiada por
un remordimiento y una gratitud que no sabe cómo probar. Colmada por el
hijo de regalos y de favores, cuanto disfruta piensa que es a costa de
la niña engañada, de la pobre niña sin madre, a quien vió padecer un
horrible trastorno, desolada y silenciosa como un ángel mudo.
Después de las revelaciones de Clotilde a la enamorada, procuró
Encarnación acercarse a ella para hacerse perdonar sus antiguas
hostilidades, y al descubrir en los ojos de la moza la pasión latente y
oculta, acabó por fomentársela con promesas y augurios.
--El que te compró no ha de anietar; está comalido... Tú eres una
criatura que empiezas a vivir... Volverá Manuel, rico, poderoso, y os
casaréis... él escribe a su hermana sólo para nombrarte... ¡cuánto te
quería...! Te sigue queriendo, ¡no te puede olvidar!
La muchacha la oyó una vez con silencioso resentimiento, como a una
cómplice de su rebelde esclavitud, halagada, no obstante, con el reclamo
embaucador. Otro día, muy en contra de su altiva reserva, se dejó
atraer por la palabra ruin y maliciosa que le decía:
--No habrás de aguardar mucho...
Y sin saber cómo, nublada la razón por el empuje del instinto, se le
escapó a Dulce Nombre su más hondo y callado pensamiento:
--¡Quince años!--respondió como si hablase a solas en lo interior de su
conciencia turbada.
Encarnación se echó a reír con la ingenua crueldad de los rústicos y de
los niños:
--¡Quince años...! Los ricos para todo encuentran bula. Si tu marido
fuera pobre no le recetarían ni para quince meses... Pero es viejo y
está picado del arca: no puede tirar mucho.
--Yo no he de procurar que se muera.
--Ni yo tampoco, ¡válgame Dios!
--Le cuido y le preservo del mal.
--Como buena cristiana... pero, ¿le quieres?
--¡Eso, no!--repuso Dulce Nombre con bárbara sinceridad.
Y la de Cintul, lejos ya de su pugna trabajosa, descansada y tranquila,
hizo un arma de aquella ruda confesión, la puso a prueba, y en
premeditados encuentros logró que la muchacha se acostumbrase a sus
expansiones y las tuviese por lícitas y agradables. Varias veces le
enseñó cartas de Manuel Jesús dirigidas a Clotilde, llenas del recuerdo
de sus amores y de la amargura de la ausencia, rebosando preguntas,
inquietudes y propósitos; las misivas delataban una previa información
de cuanto ocurría en el valle.
También sostenía el viajero correspondencia con Malgor, como alto
empleado de la joyería cubana, relaciones comerciales y ceremonias que
le proporcionaron una nueva comunicación con Dulce Nombre, aunque ella
jamás enviaba un recado definido para el ausente.
--¿Quieres que te escriba, en el mayor secreto?--le llegó a decir
Clotilde.
--No; estoy casada con otro--protestó, adusta, revestida de una
inocencia ancestral que no celaba al sentimiento indomable, y sólo a las
acciones imponía su recato.
Después de algún tiempo Clotilde Ayuso fué hastiándose de aquella
tercería; encontró novio, se consagró a los preparativos de la boda, y
únicamente si le venía rodada la ocasión aventaba con mensajes y
encomiendas el sigiloso culto de Dulce Nombre.
Pero la madre no se cansaba nunca de encenderle, y año tras año le iba
persiguiendo con una constancia que llegó a convertirse en obsesión.
Mujer arisca y voluntariosa, tuvo siempre la antigua coloñera un fondo
de agudo sentimentalismo que la obligaba a llorar cuando reñía y a
desvanecer sus exaltaciones en lamentos: los que la trataban mucho
sabían que sus arrebatos no persistían jamás en el encono, sino que se
inclinaban a la benevolencia y la ternura.
Esta propensión generosa, y el pesar de haber dañado anteriormente a la
niña de Rostrío, la mantenían en constante solicitud para vigilarla y
embairla con un continuo murmullo de seguridades y ofrecimientos.
Y tal perseverancia, llena de desinterés, algo tocada de una enfermiza
sensibilidad, llegó a producir en la misma Encarnación un extraño fruto:
acabó por creerse con derecho a disponer de aquella moza casada, para
realizar las bodas del hijo.
No había otra en la región que le mereciese; bella y educada, elegante
más que la de Barreda, más que la de Esquivel, era muy cierto que había
nacido para esposa de Manuel Jesús, el buen mozo con estudios y talento,
con ganancias y virtudes. La miraba como algo propio, la sonreía en un
acuerdo tácito de voluntades y designios, impaciente porque Malgor no
acababa de morirse; y aunque ella no sabía escribir, aguijaba a Clotilde
para que se dirigiese al hermano, conminatoria y resuelta: necesitaba
volver; que se pusiera en camino inmediatamente; don Ignacio estaba en
la agonía...
Así, la exacerbada vehemencia de la madre, uniéndose al amor y a la
soledad al través del tiempo, le conservaron a Dulce Nombre la
esperanza, culpable, caliente y madura en el corazón.


III
CUALQUIERA TIEMPO PASADO FUÉ MEJOR

En la amenazada existencia del indiano crecía el relieve doloroso como
una ola desbordante de amargura. Y al influjo de cada martirio le
parecían casi felices los primeros días de su matrimonio, cuando tenía
salud y esperaba un milagro cerca de su mujer.
Fué en una lejana primavera, al regresar del viaje de novios; aun no
sabía Dulce Nombre los detalles del error que la inclinó a la boda, y
mostraba una tristeza pasiva, un orgulloso disimulo que al marido le
daba algunas veces la apariencia de la conformidad; hasta que una noche
le preguntó bruscamente la muchacha, agudas las pupilas, calurosa la
voz:
--¿Es cierto que le diste a mi padre el molino a cambio de mi persona?
No supo de pronto qué contestar.
--¿Es cierto que a Manuel Jesús no le dejasteis verme antes de echarle
de aquí?
Al cabo, Malgor repuso, atravesado de zozobras:
--Verdad es que yo sólo disponía de mi oro para conseguirte... y lo di a
manos llenas.
--¡Me tendiste un lazo!
--¡No!; te ofrecí la vida... ¿Qué haré de ella si no la quieres tú?
Aguardó palidísimo, extrañamente honda la mirada; pero Dulce Nombre
parecía cubierta por una fuerte lápida de silencio.
--¿Qué haré, di?--repitió anhelante el marido. Y añadió en seguida:
--¿Me perdonas?
La muchacha se encogió de hombros con el altivo gesto que le era
familiar.
--Responde algo: ¿me perdonas?
Ella le abrumó entonces con una sorda y tardía contestación, moviendo
la cabeza negativamente.
--¿Qué...?
--¡No!
El hombre rico sintió que una enorme dureza le gravitaba sobre el pecho
y se le extendía por la garganta y el brazo hasta el dedo meñique. De
pie como estaba en el dormitorio, retrocedió un paso y se sostuvo
inmóvil contra la pared, sin atreverse a respirar, con el horror de la
muerte en el semblante.
Se le acercaba la mujer en desolada confusión, y él, con la vista
empañada y angustiosa, parecía decirle: ¡no me toques! Estaba seguro de
que un aliento, un contacto, por leve que fuera, acabaría de aplastarle.
De repente, lo mismo que llegó aquel espantoso mal se le fué quitando de
encima: le dejaba libre el movimiento y la respiración y pudo ir hasta
la cama, dejarse caer en ella agotado, rendido, pero con la sensación de
vivir.
Y como Dulce Nombre seguía inclinada hacia el enfermo con muda
solicitud, volvió él a apoderarse de su primera ansiedad, juntando las
palabras insistentes:
--¿Me perdonas?
Renovó la pregunta con la voz casi extinta, aun dilatado por el miedo el
vidrio turbio de los ojos.
Y la esposa, fascinada por aquel sigilo terrible, llena de
arrepentimiento y caridad, le apoyó los labios en el oído, como si de
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