Dulce Nombre (Novela) - 5

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otra manera no pudiese responder:
--¡Sí!
Fué la sílaba igual que un escucho sin eco ni resonancia, una gota de
compasión caída silenciosamente en la álgida tristeza de un espíritu.
Desde aquella noche estuvo Malgor condenado a muerte por la ciencia,
libre de reproches y venganzas por la misericordia de una mujer. Pero
sentíase desamado; el perdón no era la correspondencia, ni debía
engañarse con ilusiones transitorias luego de haber tocado vivas y
florecientes las raíces del amor rival.
No obstante, vinieron para el indiano días generosos; esperaba un hijo;
Dulce Nombre, en el ensueño de su maternidad, ocultaba mejor la
desventura y tenía muy recientes sus buenos propósitos de enfermera.
Hasta el valle y los montes se extendía la ponderación de los desvelos
que de su esposa merecía el indiano, y no faltaban rondas nocturnas que
lo comentasen desde el ansar en noches de plenilunio. Más de una vez la
copla alusiva clamó, vibrante, allí:
_La mujer en amores
es leña verde,
que llora, se resiste
y al fin se enciende;
luego, encendida,
ni resiste ni llora,
pero suspira..._
Decíase que era Gil quien daba al aire su despecho con el cantar; y a
Malgor le consolaban aquellas ingenuas interpretaciones que le suponían
dichoso.
Pero se le escaparon lentamente las últimas esperanzas; iban haciéndose
frágiles: insostenibles, remotas, perdían hasta el contorno vago de la
ensoñación, y se desvanecieron al fin: el pobre iluso quedó frente a la
realidad.
Era un enfermo que sólo hallaba ojos apiadables y cuidado caritativo
donde él quería el amor y la salud.
En vano procuraba dominar sus tribulaciones y sufrir menos para no
empeorar; estaba advertido de los riesgos a que se exponía en cada
fuerte emoción, y por evitar la violencia de una sola iba amasándolas
juntas en un continuo padecer. Debilitada por el duro ejercicio, se
relajó algunas veces su paciencia; sentía aplomado el corazón; una
desesperada rebeldía, un deseo inextinguible de vivir y de gozar, le
llevó en ocasiones a mostrarse receloso: clavó las pupilas inquiridoras
y desconfiadas donde antes las había posado con extrema reverencia, y
Dulce Nombre tuvo la certidumbre de que su sacrificio no servía siempre
de consolación.
Ella, al roce de la vida y de los duelos, afirmaba su carácter recio y
claro y se cumplía a sí misma todas las promesas de silencio y de
lealtad. En ocasiones, el amor le dolía sólo como un mal exquisito que
la dejaba aguardar sin grave pena, atento a la confianza el corazón
juvenil. Hallábase entonces mejor apercibida contra las impaciencias del
esposo y aparentaba muy bien no cansarse a su lado, no ofenderse de su
vigilancia, vivir en un sueño de olvido y de resignación.
Luego, de súbito, se le convertía la espera en un castigo cruel, lloraba
el malogro de su juventud, sentía irrespirable el aire inerte de la
casa; soportaba la cadena con demasiado esfuerzo, y el marido le veía su
triste verdad inmóvil en los ojos.
Era el invierno muchas veces el causante de estos desmayos. Bajaba desde
la espina fragorosa de la sierra con las nubes atormentadas por la
tempestad, y se extendía en el valle como un viento de espanto, un mes y
otro, cuajándose en lluvias y en nieblas, en cierzos y nieves.
Si por casualidad cesaba de llover se endurecían los caminos bajo los
cristales de la escarcha mientras el sol ardía sin calentar; y en el
tránsito frío de las noches se congelaba la luna recostada en las
cumbres, extraña y despavorida, con una tristeza insufrible.
Y Dulce Nombre volvía a sentir en el alma un dolor conocido: el amargor
del llanto de otros días. Lanzábase con intrepidez a las derrotas,
duras, que parecían de piedra, se dejaba atravesar por las agujas del
hielo, errante por el campo marchito, hasta que abrían los astros sus
flores amarillas.
Entonces regresaba al hogar con un anhelo dañoso, inútilmente desechado:
podía encontrar al marido agonizante, sin luz ya y sin voz la pálida
cabeza.
Se estremecía indignada contra el maligno deseo.--¡No, no!--se
decía--tiene que vivir; le debo cuidar; que no sufra...; que no
sospeche... Le quedan muchos años... ¡hasta quince!
Los contaba por los de su hija:--Uno, dos, tres...--llegaba a siete y
gemía:--¡Falta el doble!
Unas lágrimas silenciosas, incesantes, seguían aumentando el agua
profunda de su corazón...
Cuando en el solsticio de diciembre había reinado el Sur, podía suceder
que apareciesen unos días templados y ventosos; y los recibía la
muchacha con pánico, como a los más evocadores de sus penas y sus
presentimientos. Sentíase agitadísima, con necesidad imperiosa de bajar
al molino, de recorrer el bosque donde las ramas se retorcían igual que
serpientes y el río se iba largo y bullicioso, llevando al mar la nieve
derretida de los montes.
En aquella abertura estruendosa de la vega no había un movimiento ni una
resonancia que no sirviesen de conmemoración a la hija de Martín, y
revolvía sus recuerdos con invencible atractivo, padecida y lastimera,
hundiéndose en las voces amadas y temidas; el rugido de los árboles, el
clamor de la corriente, la masticación de las piedras moledoras, le
producían crisis de llanto, accesos de terrible desesperanza.
Recobraba de improviso las energías sólo con sentir el primer soplo
refrigerante de la primavera. Los pensamientos de Dulce Nombre hallaban
una anchura consoladora en los surcos del campo abiertos como heridas,
fugitivos por el valle en una cava olorosa y morena; y el abandonado
gabinete del molino, abierto de par en par a la brisa de los montes,
albergaba de nuevo la espera y la tortura de aquella mujer.
--¡Necesitas menos sueño que un pájaro!--le solían decir los que la
encontraban de víspera bajo el oscuro estremecimiento de la noche, y la
veían madrugadora igual que el sol, despabilada y diligente, buscando
los caminos de la hierba a lo largo del ansar.
--Sí--respondía, agitada con la palpitación del aire, sonriendo sin
saber por qué.
Y, en la aceña, besaba a Camila delicadamente, saludaba a su padre con
amistad. No le había perdonado nunca, de palabra, ni siquiera con una
sílaba como aquel susurro que una vez depositó en el oído del esposo:
verdad era que a Martín no se lo hubiera ocurrido jamás pedirle a su
hija perdón. La muchacha dejó de estimarle y de quererle, y consumidos
los primeros tragos de su amargura, tornó a recibirle con afable
costumbre y a observarle con cierta curiosidad.
--No le conozco--seguía diciéndose--; ¡es un extraño para mí!
Le veía ajeno en absoluto a los dolores de ella, sometido a la ambición
de poseer caudales inanimados, cosas inertes, y le volvía la espalda con
un desprecio triste, algo compasivo: quería olvidar que era su padre
aquel hombre serio y habilidoso a quien admiraba mucho el vecindario.
Gustaba Dulce Nombre de repartir el tiempo de sus escapatorias entre la
habitación blanca y apacible del molino y el huertuco estallante, donde
se henchían los botones y afloraban las hojas tiernas. Padecía y gozaba
allí una confusa turbación latiendo con el sordo ritmo de las semillas,
sintiendo en la médula de su carne la escondida fuerza de las plantas.
Como si cometiese un delito, se ocultaba con vergonzosa cautela
celebrando el regreso de las golondrinas, sorprendiendo a las nacientes
mariposas sobre la miel temprana de las flores. Todo el semblante de
libación y desposorio que adquiere la campiña primaveral, enardecía de
un modo intenso a la mujer, que volvía a escuchar imperiosamente, en el
misterio de su alma, la voz siempre oída, la promesa que el amor le
debía cumplir.
Pero sentíase generosa y valiente; pensaba, estremecida, en el troje
oscuro del cementerio, doliéndose de la sentencia que acobardaba a
Malgor, y se iba junto a él, muy solícita, cada tarde, paseando con
lentitud a la orilla de la mies virginal.
[Ilustración]


IV
EL CABALLERO DE LA GLEBA

Estas alternativas de sentimiento y de carácter no correspondían al
cambio de las estaciones de una manera sistemática, ni mucho menos; eran
volubles, aunque Dulce Nombre, campesina y sensible por excelencia,
vivía entregada al influjo inmediato de la lluvia y del sol.
La tierra, nuestra primera madre, había criado como suya a la niña de
Rostrío, enseñándola a sentir y a querer, y pocos discípulos aprendieron
mejor las lecciones agrestes de la selva y el viento, el lenguaje de los
astros y de las aguas, el murmullo de las simientes y las raíces. Hija
del campo, sin otras experiencias que las de su vida rural, con una
educación cristiana harto somera y tosca, la esposa de Malgor no estaba
dispuesta para una heroica lucha contra las pasiones. Tenía de la virtud
un concepto lógico por instinto de honradez, y rendía a la justicia un
tributo de rigurosa lealtad, sin grandes concesiones a las leyes
humanas. La imaginación, despierta bajo el cultivo exótico de Nicolás
Hornedo, contribuía a exacerbar las rebeliones innatas de la moza, y la
naturaleza, bravía y sentimental, la inducía a preferir, entre todos los
bienes posibles, el bien del amor: privada de él más le quería y menos
estimaba los otros beneficios de la suerte. Rehuyó el trato con los
señores del valle, temiendo ser por ellos admitida en condiciones de
inferioridad, y seguía comunicándose con la gente de la aldea como antes
de la boda, aunque las especiales circunstancias de su ánimo la
obligasen a un aislamiento un poco arisco.
Así estuvo más sola con las tentaciones, cada año más hondo el puñal en
la herida de su destino; y muchas veces, a despecho de su natural
inclinación a la ternura y la clemencia, sentíase cruel; no bastaban las
brisas del follaje reciente ni la dulzura generosa de los caminos para
aquietar su destemplanza: todas las insinuaciones maternales de la
tierra se le convertían en fuego y en pasión.
De tal modo un día, de aquellos que a menudo fueron bienhechores para la
triste enamorada, sucedió que el marido la recibió quejoso cuando ella
volvía sonriente de un paseo matinal.
--¡Vives fuera de casa!
--Vengo del molino--replicó en tono de disculpa.
--¿Y qué tienes que hacer allí?
--Nada--confesó.
--Yo estoy abandonado y tu hija también.
--¡No es verdad! Salgo al bosque cuando amanece, quitándome del sueño
las horas; vengo temprano, y al anochecer, si no me necesitas tú, vuelvo
a salir.
--Y aunque te necesite... Yo te estorbo; a la niña la tendré que poner
en un colegio... Sólo te ocupas de vivir... ¡y de esperar!
El hombre rico hablaba con rencor, mirando airadamente a la mujer,
envidioso de su salud, y más avariento a cada instante de su hermosura.
Ella redujo la indignación a una opaca sonrisa, y sin descubrir los
pensamientos salió de la estancia, muy desdeñosa: nunca la había tratado
Malgor con tanta dureza.
Aquella tarde no le acompañó como de costumbre al diario paseo, y
creyendo justo resarcirse del agravio recibido, se fué sola y
autoritaria a la torre de Luzmela. Sentía una brusca necesidad de
expansión. Y precisamente el padrino andaba malucho desde su regreso: le
haría una visita.
Invernaba Hornedo en Torremar hacía algunos años, después que una
herencia le permitió abrirse un poco los horizontes, y las íntimas
fiebres de su espíritu le obligaron al movimiento y a la fuga. Pero
aquella misma dolorosa inquietud le hacía volver con frecuencia al
solar, y cada primavera se le convertía en pretexto de un viaje, motivo
en ocasiones de mayor quebranto y de otra nueva huída.
Estaba entonces allí, recién llegado, endeble y taciturno, sin salir de
la casona. Su retorno al valle le costaba siempre una desilusión con
amago de enfermedad; traía el presagio remoto de cimentar una esperanza,
y hallábase con la certidumbre de muchas cosas irremediables.
Se encontraba más viejo. En la ciudad apenas se veía a sí mismo,
empeñado en distraerse con aventuras más o menos permitidas, deseoso de
engañar las horas y el corazón en simulacros de amores y de fiestas;
allá los espejos eran benignos en la penumbra de las habitaciones; a
plena luz aldeana los alindes picados y algo turbios no sabían mentir:
Nicolás estaba más viejo. No obstante, con su dramática palidez y su
figura patricia, tenía el caballero de la gleba un porte singular que
interesaba mucho a las mujeres: mientras, a él le parecía Dulce Nombre
hermosa entre las demás, imposible como ninguna.
Aquella tarde no la esperaba. Aunque eran ya buenos amigos se trataban
poco y prevalecía en medio de los dos una tristeza oculta, una reserva
penosa: no conseguían volver a la distante serenidad de su cariño.
Cuando el solariego la vió de pronto en su gabinete, levantóse a
recibirla con una agitación indecible.
--¡No te muevas!--le suplicó la joven al tenderle sus dos manos: ya no
le abrazaba, no sabía por qué, sofrenando los impulsos de la antigua
cordialidad--. ¿Estás mejor?; ¿qué tienes?
--Casi nada; un leve trastorno de mis nervios.
Le obligó ella a sentarse y se acomodó en un escabel al lado suyo, como
en días más felices.
El padrino la miraba con avidez oyéndola hablar, esquivando encontrarse
con toda la luz cándida y fuerte de los ojos dorados.
Y entregada al irresistible anhelo confidencial, contó Dulce Nombre sus
cuitas matrimoniales. Malgor era injusto; le pedía cuenta de sus pasos,
de sus acciones... ¡hasta de la íntima esperanza...!
--¡Con tal que algún día la realices...! Pero... ¡Dios sabe!--pronunció
Hornedo con aquella mansa ferocidad que trascendía desde los abismos de
su pasión--. ¡Ese hombre compadecido y mimado, va a vivir más que tú,
más que yo..., acaso más que el _otro_!
Dulce Nombre callaba escondiendo su intensa desolación.
--Sí--añadió el padrino con una sonrisa de hiel--. Apurará todos los
plazos que la ciencia le concede... Muchas personas tranquilas y
saludables se han muerto desde que él «se tenía» que morir...
--¡Es cierto!--murmuró la joven, sin poder reprimir las palabras.
--Y tú lo sientes, ¿verdad?--preguntó el hidalgo con sutileza tenebrosa,
dolido del afán que Dulce Nombre descubría por hallarse libre--. ¿Tú lo
deseas?
--¿Desearlo?--musitó indecisa, en lucha su rebelde candor con la
brutalidad de la única respuesta.
--Sí; le deseas a tu marido la muerte.
--¡No...! ¡ni a él ni a nadie...! Quiero ser feliz: ¡ya es hora...!
Porque está enfermo hay que compadecerle y no contradecirle... Yo,
aunque vivo sana, me consumo... ¡y no tengo la culpa de querer a otro!
Hornedo se consumía también, embriagado por la gracia madura y esencial
de la moza, admirándose de la ingenua lealtad con que defendía su
derecho a un solo amor. En los años acerbos de su matrimonio, ningún
hombre se atrevió a poner en ella con osadía la mirada: ni la dolencia
del marido, ni la desproporción de las edades, ni aun el silvestre genio
de la mujer, arbitrario de suyo, dieron motivo para que la dañase un
antojo malsano.
No; seria y triste, aguardaba el cumplimiento de una promesa; estaba
comprometida: tenía novio. Si acaso la envolvió Gil, enamoradamente, en
una copla o en un suspiro, fué aquello un homenaje rústico del pastor,
consentido como de limosna al buen camarada que vivía en el monte, solo
con el cielo y la nieve, comiendo pan de maíz y durmiendo en yacijas de
piel.
Sentíase Nicolás atormentado y orgulloso de que hubiera algo suyo en el
carácter firme y transparente de la ahijada; se altivecía pensando que
la víctima de los terrores más absurdos había contribuído a formar un
alma tan segura y valerosa, y al mismo tiempo le martirizaba aquella
reciedumbre que siempre se levantaría inmutable contra él.
Dulce Nombre meditaba, algo pesarosa de lo que dijo, confesándose que en
realidad merecía algunos reproches de Malgor: no era una mujer casera y
humilde, no era una madre habilidosa y paciente, ni sabía corregir tales
flaquezas. El hogar del marido le seguía pareciendo extraño; la niña,
después que la cantó el sueño y la echó a andar con deleite maravilloso,
se le volvió también esquiva, hasta que perdió su influjo sobre ella:
entre el dinero y los halagos, se la hicieron lejana, inclinándola a
otros gustos, a otras aspiraciones ajenas a las suyas. Y un sentimiento
horrible de soledad tornó a ennegrecer la vida de la moza, abandonada a
la quimera de su juventud.
Allí, en el gabinete del padrino, olvidándose de todo para sosegar sus
emociones, se reconocía culpable cerca de Malgor.
--Sí, me estorba; es la verdad... ¡me estorba!--susurraba con áspero
sufrimiento--. ¿Qué le voy a hacer si es así? Ya aguardé años y años...
¡no puedo más!
Se le derramaba la pasión en el oro líquido de las pupilas, y una honda
blancura la penetraba, como si un fuego interno hiciera traslúcida su
carne: tenía en los labios sedientos el nombre de Manuel Jesús.
--¿Tanto le quieres?--aludió Nicolás, celoso y adivinador.
--¡Mucho!
--¿Siempre lo mismo?
--¡Siempre...! Más no es posible.
--Pues el plazo cada día es más corto... ¡Si él no se cansa de
esperar...! Pero no. ¿Cansarse...? ¡Por una mujer como tú!
Le sonaba tan sorda y desconocida la voz, que la joven se volvió
extrañadamente hacia él.
--¿Qué decías?
--Que tú--disimuló apenas, tembloroso, apagando el acento--eres digna
de que te esperen... no ya muchos años... ¡aunque fueran siglos!
Y alejó la mirada, loca de angustia, por el hueco del balcón, sobre la
pompa inaugural de la selva.
Se quedó observándole Dulce Nombre con un asombro repentino: ¡Qué triste
estaba y qué solo en el mundo! ¿Nunca se habría inclinado un gran amor
sobre aquella vida callada y enferma...? ¡Nunca!--se respondió con
lástima, recordando las veces que le vió macilento y azaroso, errante
por la casa y el ansar, como si buscase un refugio... Ella fué, acaso,
la única amiga del pobre solariego: evocaba su niñez en la torre, sus
escondites y travesuras aventando las melancolías de Nicolás, el celo
con que él le daba los regalos y las lecciones... No comprendía por qué
se había ensombrecido entre los dos la confianza y la ternura de aquel
tiempo.--Debe ser--pensaba--que nuestro destino se cumple, que estamos
sentenciados a sufrir a solas, cada uno con sus penas. Sentía un ímpetu
vehemente de salvar el espacio medroso que la separaba del amigo, de ir
hacia él con el alma abierta y asequible. Y le seguía el vuelo de los
ojos, afanosa de todas las miradas que se asoman con ansiedad al fondo
de los cielos.
Allí las recataba el hidalgo, en las nubes dormidas al sol,
desesperándose al percibir tan cercana y sensible la adorable existencia
que pudo ser suya. Por ceguedad y apocamiento, dejó que a la niña de su
corazón la enamorase un hombre decidido; consintió, después, que se la
llevara otro más audaz: la abandonó a una suerte adusta y peligrosa, sin
ofrecerle un reinado de amor donde ya le ejercía con los más puros
derechos sentimentales.
Tuvo en sus manos el alma ardorosa y despierta y la dejó huir...--¡Me
hubiera querido antes de volar!--se decía mil veces en la amargura de
sus exaltaciones. Y le parecía una infamia que la mujer de Malgor no
pudiera vivir en la torre de Luzmela como señora del valle...
Un atractivo doloroso de pensamientos llevó a la muchacha de repente
junto a las ideas tormentosas de Nicolás, rozándolas en una insinuante
aproximación.--Esta casa--se dijo suspirando--sí que parece mía: aquí no
me encuentro forastera como en «la otra»... Las imágenes de su infancia
se levantaron entre los muebles conocidos, se extendían gozosas por los
corredores y los camarines, bajaban a los huertos y al jardín.
Dulce Nombre sacudió la cabeza hurtándose a la fascinación de sus
memorias.--Sí; este «era» mi único hogar--se repetía sordamente.
Reconcentró al cabo sus meditaciones en Hornedo, que continuaba inmóvil,
muy pálido, sin atreverse a hablar.
--¡Ya no puedo consolarle!--pensó llena de solicitud--. ¡Está solo como
yo... ¡pobre padrino...! ¡Y qué guapo es!--añadió con orgullo,
sorprendiéndole, en un atisbo certero, el fervor silencioso de las
pupilas, la mano aristocrática, el porte señoril.
La conmovía un profundo enternecimiento. Se levantó para despedirse;
doblóse impulsiva y rozó con los labios cariñosos la frente de Nicolás.
--¡Adiós, padrino!
Él la tuvo así tan confiada y devota que tembló intensamente. Había
recibido todo el baño de luz de aquellos ojos, el ardor de la boca
purpurina...
--¡Adiós!--logró decir con desvaído gesto, a punto de desmayarse.
Y Dulce Nombre, por darle ánimos, ofreció desde la puerta, con la voz
clara y benigna:
--¡Volveré pronto!
Minutos después la vió Nicolás perderse en el esplendor oscuro del
bosque; bajó los párpados, que le estampaban una sombra lívida en el
rostro, y murmuró con infinito desconsuelo:
--Antes que vuelva tengo que huir...
[Ilustración]


V
LOS SENDEROS DE LA MUERTE

Fué cierto que al día siguiente se marchó Nicolás para no volver a
Luzmela en mucho tiempo.
Lo supo Dulce Nombre con un dolor parecido al desengaño; sentíase
desairada en su intento de reconstruir un albergue a la más noble
amistad de su vida. No era posible: alguna razón inquebrantable se
oponía a este propósito. Y la muchacha, quejosa de su padrino, aun se
dolía de la grave tristeza que arrastraba él por el mundo, como una
maldición.
Decíase en el valle que el señor de la torre pensaba ir al extranjero y
vivir muchos años lejos del solar. Hubo desilusiones entre las señoritas
que no perdían la esperanza de un buen casamiento: la prima de Esquivel
y la talluda infanzona de Barreda se disputaron gratuitamente el honor
de una romántica viudez.
Pocos meses más tarde se despedía Dulce Nombre de su hija sin protesta,
con un sentimiento callado y acerbísimo. Decidió Malgor internarla en un
colegio ciudadano, y la misma esposa la fué a llevar en un día de otoño
húmedo y triste.
La niña era ya una mujer de trece años, arrogante y hermosa. Tenía, como
su madre, la figura gentil, los ojos dorados y profundos, la risa
trinada, la voz caliente y musical; pero variaba un poco en la
expresión, más imperiosa y dura, espejo de una crianza llena de
caprichos y satisfacciones. María ostentaba en las pupilas mayor
oscuridad, más sombras en el pelo, y carecía de aquel nimbo rubio de la
madre, caído en las sienes como finísima corona.
Estuvo conforme en el colegio porque llegaba allí el oro de su padre
concediéndole preferencia y garantías, y en tres años, sólo durante unas
cortas vacaciones llevó a su casa un poco de bullicio.
Había muerto la abuela; el indiano, envejecido y mustio, padecía una
repetición frecuente de los ataques anginosos, y contemplaba todas las
cosas con una mirada yerta y fija, de ultratumba, ejercitándose en la
virtud de acrecentar merecimientos para la vida eterna.
El quería decirse:--_No tengo sed porque puse mi boca en el cielo_.
Trataba de consolarse a sí mismo, pensando, cómo la existencia del
hombre es un soplo de aire que va y viene, mientras las almas perduran
en su Dios con la fuerza indestructible de lo imperecedero. Mas, cada
una de sus meditaciones, por grave y honda que la hiciese, le traía a
morder la carne de la vida, a prevenirse, como último recurso mundano,
ese oleaje de memorias y bendiciones que verbera para los escogidos en
las orillas de la fosa.
Hizo su testamento mostrándose generoso hacia Dulce Nombre, con el
extremado afán de sobrevivir en el ánimo de ella por medio de la
gratitud: como en vida procuró dejarle independencia y expansión, para
merecer sus favores, pretendía desde la sepultura solicitarlos aún,
seguir viviendo de una manera digna en la amada que jamás logró
enteramente poseer, de la que nunca tuvo lo más codiciado y adorable en
el amor. Le dispuso un cuantioso legado, sin traba ninguna, le aderezó
con frases muy laudatorias a la paciente compañera, y aun llevó su
magnanimidad hasta proteger de un modo considerable a Manuel Jesús en
los acuerdos relativos al negocio cubano, haciendo constar que el mozo
le había prestado en la joyería habanera servicios importantes, y que,
por su honradez y provechosas gestiones, merecía del testador un trato
cariñoso. No faltaban en este documento donativos a los pobres, mejoras
para Luzmela, sufragios abundantes por el triste que se despedía con
horrenda incertidumbre.
Porque el hombre mortal no conseguía desinteresarse de los bienes
humanos, y a menudo una lumbre oscura de los ojos delataba su
transitoria ambición por los dulcísimos goces imposibles.
En aquellas horas de codicia terrenal, vigilaba Malgor con paso de
moribundo el semblante de su mujer, suponiendo que le contaba los días
en espera del «otro», entregada a un acecho irresistible. Un frío
interior le hacía temblar, su palidez se revestía de un tono gris que
daba espanto, y aunque Dulce Nombre estuviese muy absorta en cuidarle,
sin ninguna mala tentación, percibía sobre el enfermo el hálito de la
«gran ciega» como un aviso piadoso de la futura libertad, y era cierto
que entonces agrandaba los ojos, olvidados en la visión luminosa de la
dicha.
Así, frente a frente marido y mujer, solos con su irreparable inquietud,
escucharon la transcendencia de cada rumor en las albas tardías del
invierno, en el espacio tenebroso de las noches, y todavía con mayor
ansiedad cuando los hervores de la primavera estallaban silenciosos bajo
el perfume del heno y de los lirios, cuando el verano henchía las venas
del sol y echaba las mariposas a volar como flores enloquecidas.
Y aquellas dos almas en tortura se temían sin odiarse, alejadas por el
corte helado de un pensamiento, juntas en la trágica perturbación de
otear un año y otro los senderos de la muerte...
[Ilustración]


TERCERA PARTE


I
LA HIJA

Ha vuelto a su casa la niña de Malgor. El padre la considera instruída
tal como a una señora corresponde, y se enorgullece mirándola en plena
posesión de un destino feliz. Es hermosa, rica, saludable, inteligente:
sus alegrías pasan floreciendo sobre el hogar oscurecido por un drama
recóndito que ella está muy lejos de comprender.
Algunas veces, cuando era chiquitina, se quedaba suspensa entre sus
padres, tan distanciados por la edad, y les hacía esas cándidas
preguntas de los niños que a menudo provocan un desolado rubor.
Hoy les ve juntos con más extrañeza que antes, porque razona y entiende
como una mujer. Pero nada les dice: ha puesto en la vida su mirada
brillante y risueña que no quiere temblar.
Tiene la muchacha un carácter enérgico, algo indómito; no ha sufrido
nunca la disciplina de una severa educación ni el peso de la
contrariedad; sus antojos, de continuo satisfechos, se exacerban con las
dificultades y crecen a medida que se logran: la costumbre de mandar y
de exigir la inclina, en ocasiones, a las actitudes violentas, al gesto
duro y la brusca determinación.
Verdad es que estos resabios de la mala crianza, puesta al servicio de
una herencia impetuosa y ardiente, los atenúa la niña a cada paso con su
expresión de inocencia y juventud, con la gracia de su melancolía y el
hechizo de su hermosura. Así el egoísta endiosamiento con que vive para
sí propia, con frecuente exclusión de los demás, se le ablanda en las
pupilas refulgentes, llenas de curiosidades y de luz, en el encanto
imperioso de las sonrisas y las palabras.
Y aunque es meditativa y soñadora al influjo de la raza y del país, huye
de la tristeza de sus padres como de un mal, y procura olvidarla en el
sereno regocijo de su corazón.
No han faltado lenguas torpes que le cuenten a María el noviazgo de la
antigua molinera y hasta la razón de que el molino pertenezca al abuelo
Martín. La añeja historia y las observaciones de la realidad, aseguran a
la muchacha que su madre ha sido una víctima de la suerte, víctima
voluntaria, puesto que se humilló al sacrificio cuando pudo resistirse a
él con todos los fueros humanos.
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