Dulce Nombre (Novela) - 1

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DULCE NOMBRE


Es propiedad de la autora. Derechos de reproducción y traducción
reservados para todos los países, comprendidos Suecia, Noruega y
Rusia.
Copyright 1921 by Concepción Espina y Tagle.
Hechos los depósitos que marca la ley para las repúblicas
americanas.
ARTES DE LA ILUSTRACIÓN, Provisiones, 12.--Madrid


CONCHA ESPINA

DULCE NOMBRE
(NOVELA)

[Ilustración]

GIL BLAS
RENACIMIENTO
SAN MARCOS, 42
MADRID


OBRAS DE CONCHA ESPINA

_La Niña de Luzmela_ (novela, 2.ª edición).
_Despertar para morir_ (novela, 3.ª edición).
_Agua de nieve_ (novela, 3.ª edición).
_La Esfinge Maragata_ (novela premiada por la Real Academia Española,
3.ª edición).
_La Rosa de los Vientos_ (novela, 2.ª edición).
_Al amor de las estrellas_ (Mujeres del Quijote).
_Ruecas de marfil_ (novela, 1.ª edición).
_El jayón_ (drama en tres actos premiado por la Real Academia Española).
_Pastorelas._
_El metal de los muertos_ (novela, 2.ª edición).
_Dulce Nombre_ (novela).

TRADUCCIONES
Al inglés:
_La Esfinge Maragata._ _La Rosa de los Vientos._ _El jayón_ (novela).
_El metal de los muertos._
Al alemán:
_La Esfinge Maragata._ _El jayón_ (drama). _El metal de los muertos._
Al italiano:
_El jayón_ (drama y novela). _Al amor de las estrellas_ (mujeres del
Quijote). _Pastorelas._
Al francés:
_La Esfinge Maragata._

EN PREPARACIÓN
_Vaqueiros de alzada_ (novela).


PRIMERA PARTE


I
EL MOLINO DEL ANSAR

--Oye, molinero!
Volvióse a escuchar Martín Rostrío.
--¿Qué hay?
--Necesito hablarte.
Como era don Ignacio Malgor el que le llamaba, y con acento un poco
extraño, el molinero acabó de erguirse sobre el _cimadal_.
--Cuando quieras.
--¿Dónde?
--Pues... aquí.
--No vamos a entendernos con este ruido.
Observó Martín un instante al indiano, presintiendo algo insólito en la
conferencia. Vigiló con mirada solícita el local, y preguntó:
--¿Es un asunto largo?
--Según...
Una mujer, sosegada y madura, teje su calceta a un extremo del salón,
sentada en un celemín puesto del revés. A pocos pasos de ella, una
joven, niña por las trazas, endeble y menuda, se apoya en el muro,
obstinada en mirar cómo surte la harina amarillenta desde el _estrangol_
hasta el cesto de bañías, hondo y reluciente, a medio colmar.
--Poco tienes que decir, Tomasa--pronuncia la tejedora:
--Poco... ¿y usted?
--Yo, menos, hija; pero... no falta quien platique.
--No.
Se vuelven a un tiempo hacia los dos hombres acodados sobre el derrame
de una ventana, en íntima conversación, lo más lejos posible de las
muelas.
--Se me hace--insinúa la moza con un gesto elocuente--que están
apalabrando a Dulce Nombre.
--Mujer, ¿tan de súpito?
--¡Vaya!
--Pero, ¿de verdad la quiere «éste»?
--Así dicen.
--¿Con buen fin?
--Ya lo veremos.
--¿Y Manuel Jesús?
Se encoge Tomasa de hombros; por su semblante desgraciado y turbio pasa
un temblor arisco.
--¡Qué sé yo!
Alfonsa, que tiene caída en el regazo su labor, suspira levantándola; se
le acerca la joven, y continúan hablando, envuelto su murmullo en el
ronco estrépito de la molienda.
Anchurosa es la habitación, clara y desnuda, con luces a tres fachadas;
los aparatos molineros ocupan el cuarto muro alzando su maderaje de
nogal, que se dora con el polvillo tenue del maíz; algunos bancos toscos
orillan las paredes, y clarean también, lo mismo que el solado de
madera. Toda la cuadra se viste con el tul caliente y balsámico,
producido por la trituración.
Este «molino del ansar», el más importante de la comarca, señero y
orgulloso en la mies, tiene dos pisos. En el de arriba se oyen ahora
pasos y trajines matinales: alguien canta y asea las habitaciones
convertidas en hogar.
Fuera, los árboles, densos y centenarios, se alejan del edificio y huyen
por la lera del Salia, perdiéndose de vista camino de una hoz. El valle,
estrecho y profundo, linda con las montañas eminentes, sin más salida
que el escobio por donde el río baja hasta la mar: de aquel lado norteño
suena el Cantábrico detrás de las cumbres, cuando las galernas enfurecen
las playas y el viento del Norte rola devastador.
A lo largo de esta serranía verde, alta y misteriosa, van los
pueblecillos estirándose encima de la vega, comunicados entre sí por un
camino real: Paresúa, Luzmela, Rucanto, Cintul, con otros vecindarios
reducidos, labradores, apacibles, constituyen la vecindad comarcana,
humedecen sus huertos en las mismas regonas montaraces y se tienden
unos a otros, para más íntima ayuda, los atajos y las camberas.
Algunos solares infanzones, desmerecidos la riqueza y el poder, solivian
el escudo en estas montañas ilustres por su historia independiente, que
ha venido a ser para la raza un penacho y un blasón.
Y todo el hechizo del paisaje, su hermosura y su altivez, circuyen al
molino, como un halo, en esta mañana del otoño, melancólica y tardía,
mientras Ignacio Malgor le dice a Martín junto a la ventana:
--Pues sí, molinero; me gusta mucho tu hija y la quiero para mí.
--¿Como Dios manda?
--¡Naturalmente!
Turbado y seducido calló Martín. La pausa le dió tiempo a recordar su
condición cautelosa de montañés; echóse la boina a un lado con
movimiento nervioso, y repuso:
--Le doblas la edad.
--Aun te quedas corto: he cumplido los cuarenta.
--Ella diez y seis.
--Por eso me gusta.
--Y por lo galana, lista y noble.
--También.
--Vale un Potosí.
--Yo soy rico...
--Tendrás que esperar; la moza está en flor.
--Traigo prisa, molinero.
--¿Y si ella no te quiere?
--Eso es cuenta tuya.
--¿Cómo?
--Sí; nadie mejor que tú la puede convencer.
--Ándame aquerenciada con Manuel Jesús.
--Amoríos de rapaces... ¡bah!
Hay otro silencio.
Los dos hombres miran cómo fluye el agua de la presa debajo de la
ventana.
A la linde bulliciosa de la corriente un cauce ondula su cabellera en
una inclinación dulce y pensativa.
--¿Qué me dices?--pregunta Malgor, cansado de aguardar.
--¿Qué te voy a decir...? No lo sé. ¡Esta hija es lo único que
tengo...!
Tiembla lacrimosa la voz del padre. Al indiano le roe la duda de si
aquella ansiedad es marrullería o es emoción.
--No te la quito--promete--; vivirá cerca de ti.
--Pero no la puedo obligar a que te quiera. Si buenamente lo
consigues...
--Ayúdame tú.
Hace Martín un gesto desanimado y recorre con la mirada el vero del
cauce.
--Te regalaré el molino con todas sus pertenencias; dotaré a la
niña--murmura el pretendiente.
--Esta fábrica--responde el molinero sin pestañear, con imperceptible
inquietud--vale diez mil duros.
--No importa.
--Y la huerta dos mil.
--Así valiera más.
--Traes mucho dinero, ¿eh?
--¡Si me sirve para ser dichoso!
Ahora es Martín el que observa a su amigo, dudando que el oro no
contribuya siempre a la dicha.
--Haré lo que pueda en tu favor... sin ningún interés.
--Pues vale mi palabra tanto como una escritura; ya lo sabes: el molino
es tuyo si Dulce Nombre es mía.
Se incorpora el aldeano, muy derecha la postura y entonada la voz.
--Desde que me le arriendas, casi de balde me le das... Soy pobre y
agradecido... ¡Pero la hija no te la vendo!
--¡Hombre, no lo tomes así! Te quise ayudar con la baratura de la finca
sin conocer a la muchacha; juntos anduvimos a la escuela y siempre te
guardé ley.
--Como yo a ti.
--Si al procurar mi felicidad trato de hacer la tuya, no me parece que
te ofendo.
--¡Claro que no...! Pero la gente es muy sospechosa y a ninguno de los
dos nos conviene que se trasluzca lo que hablamos aquí. Dirán, si a mano
viene, que trafico yo con la hija, y eso ¡ni por todo el oro del
mundo...!
Está el molinero muy arrogante, las manos en los bolsillos, la cabeza
levantada, puestos los ojos con desdén en la espina del monte; es alto,
cetrino, canoso, tiene la expresión cuidadosa y perspicaz, el aire
displicente y señoril. A su lado, Malgor, de la misma estatura, más
grueso, la cara enérgica, muy pálida, el cuerpo algo vencido, mira al
campo, también, y siente que toda la melancolía del paisaje resbala
hasta su corazón.
De la otra punta de la sala llega un aviso adelgazado bajo las
palpitaciones de la faena:
--¡Martín, ven a maquilar!
--Ya voy.
El indiano le detiene con visible anhelo.
--Volveré mañana por la contestación.
--¿Tan pronto?
--Lo que ha de ser, cuanto antes; no tengo paciencia.
--Y de lo hablado, ¿guardarás el secreto?
--Puedes estar tranquilo.
Aun vacila Martín.
--No vengas; será mejor que nos veamos anochecido, en el ansar, junto al
puente de Cintul.
--Muy bien.
Los garrotes de Tomasa y Alfonsa aguardan en colmo. Las dos mujeres
reciben al molinero llenas de curiosidad, entre alusiones y sonrisas.
Pero él, impávido y socarrón, se vuelve hacia el niño que ha llegado con
su cesto de grano rubio, lo vierte en la tolva y hunde en ella el
maquilero para cobrar.
[Ilustración]


II
DULCE NOMBRE

Allá va el pretendiente, meditabundo, un poco triste; camina despacio y
se detiene con frecuencia, como si tirase de él la voz juvenil que canta
en el molino, una voz ardiente y pastosa de mujer que aduna su encanto
con la endecha cristalina del río, las vibraciones armoniosas del aire y
el suspiro de las hojas holladas en el sendero.
El acorde profundo y manso de este cantar sacude a Malgor en todas las
fibras de su alma.
Se vuelve desde la penumbra del arbolado a contemplar el molino, y ve
cómo Dulce Nombre, sin soltar de los labios la canción, procura dirigir
el rumbo de una osada trepadora, dominante por las alturas del piso
donde habita la molinera.
Tal vez con el rabillo del ojo soslaya la niña su interés hacia el
indiano, tan madrugador por los ambages de la selva. Ignora si aquel
hombre sale de la fábrica, pero sospecha que ronda los contornos con
enamorada intención. Para esta clase de suspicacias ninguna mujer cabal
suele ser torpe, y en la molinerita corren parejas la comprensión y la
hermosura.
No olvida la tarde estival, reciente aún, de su conocimiento con Malgor.
Estaba Dulce Nombre acompañando a su padrino en la torre de Luzmela
cuando llegó el indiano.
--¡Qué bonita ahijada tienes!
--Ya lo creo... ¿No la conocías?
--La he visto de lejos, como a las estrellas.
--Y ahora, ¿qué te parece?
--¡Incomparable!
--Es hija de Martín.
--Lo sé: puede estar orgulloso.
--También yo, que la tuve en la pila bautismal y adivinando su belleza
la llamé Dulce Nombre.
--¡Dulce Nombre!--repitió el indiano con embeleso.
Poco tardó la niña en retirarse, azorada bajo el chaparrón de los
piropos y temiendo cohibir a los dos amigos con su presencia.
Desde entonces recibe los homenajes del indiano, silenciosos, en miradas
elocuentes y en paseos por las cercanías del molino. Oye decir que
Malgor la juzga sin rival por lo hermosa en la comarca, y siente
clavados en su vida los deseos de aquel hombre como un terrible aguijón.
Hoy le ve, detenido, contemplándola desde la orilla del ansar, en rara
actitud de tristeza y resolución, y presiente, de una manera vaga, que
existe en aquella hora toda la fuerza decisiva de su porvenir. Quédase
inmóvil, roto con la voz el cantar, angustiada por los presagios que le
acuden aciagamente desde todas las lontananzas, en el viento caluroso
que deshoja los árboles, en la altura de las nubes trasfloradas de luz,
en la claridad verde que se difunde por el campo: la mañana entera se le
sube al corazón lleno de augurios y ansiedades.
Nunca hubiera sospechado la joven cosa maligna de aquellos minutos
apacibles, de aquel día luminoso en la ausencia del astro paternal,
diáfano por sí mismo, abierto poco a poco con una divina candidez; el
celaje levantado y sonriente, los horizontes claros y sensibles como si
quisieran estrechar el valle en amorosa intimidad: así los montes
aprisionan la vaguada en una cadena suntuosa y azul, más entonado y
profundo el color bajo la palidez serena de las nubes.
Es que el ábrego, sin arreciar, sorbe las neblinas, purifica el
ambiente, le templa y le colma de perfumes.
Y Dulce Nombre no sabe cuál puede ser el engañoso camino por donde la
mañana le oculte su traición. Buscándole está, al parecer, con los dedos
entre los rizos anchos y trigueños que se le enrubian por la raíz, en lo
alto de la frente y en la sien. Ha ido apartándose de la ventana con
lentitud y se sienta ahora en el borde de su lecho recién mullido, muy
pomposo, al uso de la aldea, vestido con telliza de flores. Después que
ha enredado mucho su cabello, sin peinar todavía, deja caer las manos
sobre la falda y permanece absorta, en la actitud impaciente del que
espera y escucha.
Percibe los ruidos familiares: el trajín de las muelas, el murmullo del
río, la bravata de un gallo, los indefinibles rumores del viento en la
selva y en la mies. No descubre la temerosa novedad que aguarda, y se
abisma en una inquieta meditación.
Piensa en su niñez melancólica, sin madre, privada de íntimas
expansiones, renovando cada noche en el molino la insípida tertulia,
acudiendo a la torre de Luzmela diariamente para recibir una lección. El
padrino, Nicolás de Hornedo y Esquivel, solo y taciturno, más diestro en
pedir alegrías que en ofrecerlas, enseñó a la niña a leer y escribir con
algo más de gramática y un poco de otras disciplinas intelectuales; pero
no la supo acompañar a sentir ni acertó a ver el opulento corazón que
tenía entre las manos: para él la ahijada era un juguete, un motivo de
orgullo y diversión. La mimaba y la quería ciego de egoísmo, sordo a las
voces de aquella alma henchida de ternuras, ansiosa de confidencias y
generosidades.
Hasta que, durante el verano, Manuel Jesús Ayuso, el seminarista
estudioso de Cintul, miró audazmente las flavas pupilas de Dulce Nombre,
y anunció que dejaba los libros. En vano la madre del mozo, viuda y
mísera, puso el grito en el cielo, desolada; cuando terminaron las
vacaciones el estudiante no quiso volver al seminario y afirmó su
propósito de convertirse en labrador. Sus cinco años de carrera le daban
entre la gente cierto lustre; pero le ayudaban poco al trabajo material,
y la bienhechora que le había pagado los estudios, una dama vecina,
culpable de formar sacerdotes sin vocación, tuvo motivos para decir que
Manuel Jesús era un holgazán.
Entretanto, Dulce Nombre se entrega con furia al goce de querer. El
relativo pulimento de su inteligencia sirve de estímulo a la romántica
pasión, y vive la niña en plena fiebre sentimental, trasoñada y
vibrante, medio loca por el cortejador que le dice «musa del bosque», le
hace versos ripiosos, y ronda el molino a la luz de la luna.
Maravilla se le antoja a la muchacha esta realidad. Su novio es fino y
guapo, sabe humanidades y latín, compone rimas y la quiere con exquisito
amor; ¿qué puede ella temer de otro hombre que pase, la mire y la
encuentre hermosa?
En sus labios vuelve a cuajarse el capullo de una sonrisa. Acércase de
nuevo a la ventana. Ignacio Malgor ha desaparecido bajo la fronda a
medio deshojar.
Por cierto que el indiano tiene una expresión honda y fuerte,
inolvidable, una mirada profunda y decidida, no exenta de dulzura, que
absorbe las cosas con dominio de posesión.
La moza se estremece al recordarlo así y queda envuelta en una racha del
aire tibio. Se le alborotan los bucles; las entradas rubias del cabello
le resplandecen como una corona sutil; el busto, inclinado y flexible,
tiene la pura morbidez estatuaria. En el rostro, moreno y oval, no
muestran las facciones una clásica perfección, pero se iluminan con los
ojos pardos, magníficos, orlados de pestañas densas y oscuras, y luce en
ellos el iris unas chispas de oro penetrantes como lanzas, unas
variaciones rútilas y misteriosas que son el mayor encanto de la
molinera.
El aliento del Sur remueve los aromas de las plantas, concentrados y
agudos. Hay en el huerto vecino menta verde, malva real, flores de
maravilla, rosas de te, madreselva y jazmín, que reviven y trascienden
mediante la benignidad de la témpora.
Y a Dulce Nombre le perturban aquellas ondas de perfumes, casi
violentas, unidas a las de su habitación que huele a espliego y a
membrillos.
Está impaciente la niña; su mirada primaveral se hunde en el campo de
una manera delicada y temerosa.
De pronto calla el molino: se ha parado el árbol trasmisor; brota el
silencio del fondo de la casa y se extiende por los alrededores con
secreta delicia.
Este sigilo despierta con doble intensidad otros naturales murmullos:
los saetines que borbollan y gorjean, el río que se va melodioso, el
alma del bosque gimiente en los árboles y en las hojas; y dentro de la
fábrica el jadeo brusco de un reloj, el latido de unos pasos que suben
la escalera y se adelantan por el gabinete.
--¿Qué haces?--pregunta Martín a su hija, un poco trémulo.
--Nada.
--¿Cómo nada?
--Estoy... escuchando.
--¿Y qué escuchas?
--¡Qué sé yo...! Las voces del viento.
--Pues oye una cosa que yo te diga.
--¿Sí? ¿Una cosa...? ¡Ay!
--¿Qué?
--No; no la quiero saber.
--¿Te da susto?
--¡Calla, por Dios!
Retrocede ante la noticia que augura. Trata de huir y el padre la sujeta
con suavidad.
Ella afronta la revelación; hubiera querido que la hora se eternizara
sin descubrir aquel secreto, y no obstante le desea conocer.
Está blanca, temblorosa. Tiene marchito el color fuerte de los labios,
calientes las yemas de los ojos.
--¿Qué es?--murmura.
Comienza Martín a susurrar, persuasivo y halagador; parece que suplica,
y manda: no consulta las proposiciones del indiano, sino que las pondera
a la vez que se entusiasma con la suerte envidiable de la novia.
Una respuesta indiscutible se desprende de aquel discurso; pero Dulce
Nombre, sin hablar, mueve la cabeza con obstinación, mientras un trino
melodioso rompe el silencio en el vano de la ventana: ligera y alegre
cruza por el aire una golondrina.
[Ilustración]


III
LOS COPOS DE LAS HORAS

Vuelve a andar el molino; crece el día muy despacio para la inquietud de
la enamorada, que entra y sale cien veces en el local donde los humildes
cosecheros se turnan esperando su molienda.
Le parece a Dulce Nombre que en todos los semblantes hay una expresión
reveladora, que los murmurios, apagados entre el ronquido de las
piedras, están llenos de insidias y averiguaciones.
No se equivoca. Por los contornos del valle corre ya la noticia de que
el indiano se quiere casar con la niña de Rostrío. Nadie pone en duda
que ella acepte o que el padre no la obligue al casamiento: ¡menuda
boda!
Se habla de Manuel Jesús con lástima y desdén: ¿para eso ahorcó los
libros...? ¡Pobre infeliz...!
Y coméntase la fortuna loca de la muchacha.
--Bonita es, pero otras lo son más... Criada sin madre y con poco rigor,
muy hecha a satisfacer su gusto, enseñada por don Nicolás en libros y
finuras que no le pertenecen... Para señorita, que hubiese elegido el
indiano a la de Barreda.
--¡Mujer, no compares!--protesta Gil, un pastor embelesado por la
molinerita.
--Sí comparo, sí--replica Tomasa, muy tozuda--; la de Barreda no tiene
dote, pero es una señora de principios.
--Con treinta años lo menos.
--Para don Ignacio más aparente que esta otra.
--Por la edad.
--Y por la educación.
--Mira, no le des vueltas: Dulce Nombre lo tiene todo. Es guapa,
graciosa, tan aguda que siente crecer la lana de los corderos, brotar
las flores en el campo y caer los copos de las horas.
--¡Pues no has dicho tú nada!
--Sabe de lectura y de oraciones; sabe hablar y reír mejor que nadie en
el mundo.
--¡Echa, echa...!
--Lo cierto es--interviene Alfonsa, sin levantar los ojos de su
tejido--que esta chiquilla de Martín se lleva los corazones. Yo no
entiendo de hermosuras, pero tiene un mirar que todo lo consigue.
--¡Eso!--afirma Gil, impetuoso--yo he estado en Madrid... ¡Imagínate si
habré conocido mujeres...! Y en África, al trato con las moras, que
lucen los ojos más atroces del mundo; pues no los he visto nunca, jamás,
como los de Dulce Nombre: las chispas de luz que le resplandecen a la
vera de las niñas no son cosa de criaturas humanas.
--¡Ay, hijo, qué exageraciones!--interrumpe la envidiosa--. De todos
modos, esa iluminación que dices no se enciende para ti; la has visto
por casualidad.
--La he visto como tú ves al sol, que también sale para las víboras.
--¡Lagarto!
--¡Vaya, vaya; no os acaloréis, que está de Sur--recomienda Alfonsa,
cachazuda, entre los dos porfiadores. Vuelve al molino, como Tomasa, con
un deseo invencible de saber, y teme que la discusión malogre su
curiosidad.
Ambas mujeres han contado en Luzmela y Paresúa la entrevista madrugadora
del indiano con Martín, y se conjetura el secreto de aquella visita,
vislumbrado al través de muchos detalles elocuentes.
Porque Malgor iba en su tílburi a media mañana por la carretera, muy
afanoso, y el chaval que le sirve dijo luego que su señor se había
detenido en Cintul para tener una larga conferencia con la madre del
seminarista.
Volvió a Luzmela el pretendiente, dejó el cochecillo en su casa y subió
a la torre, donde estuvo de palique con don Nicolás hasta cerca de las
dos. Rosaura, la mayordoma del hidalgo, le contó a la panadera que los
amigos habían discutido con mucha tenacidad. Fuése Malgor desde allí a
ver al señor cura, sin permitirse un descanso para comer. El cartero le
encontró en la rectoral; como ya estaba imbuído por los rumores
populares, se fijó en que don Ignacio tenía los ojos febriles y muy
acentuada la palidez, y le pareció conveniente divulgar tales
observaciones mientras repartía la correspondencia....
Diríase que el ábrego, caliente y murmurador, aventaba en los poblados
las noticias metiéndolas entre las ranuras de las ventanas,
arrastrándolas por las mieses, alzándolas hasta los invernales. Del
monte viene Gil y ya sabe de aquella novedad lo mismo que la gente del
llano.
Y parece que las suposiciones y los descubrimientos deben hoy arrumbar
con las aguas del molino y patentizarse en las roncas espumas. Así los
labrantines que tienen un celemín de grano acuden a formar ávido rolde
en torno a los manaderos de la harina.
Las palabras y las ruedas zumban en el salón bajo el polvo del maíz; en
el canal bulle el rebalaje y saltan las chispas del rodete poblando de
sones extraños toda la fábrica; silbidos y cuchicheos, estertores y
arrullos que se extienden como un canto fuerte y misterioso encima del
edificio.
Siente Dulce Nombre que todo aquel tumulto la persigue, busca, sin saber
dónde, algún consuelo, y sube una vez más a su dormitorio: en la
incertidumbre de aquel día ha registrado los rincones familiares con
loca impaciencia, sin que le sirvan de refugio.
Se abre al ocaso una de sus ventanas sobre el río y a ella se acoge,
atraída desde el cielo por la hendedura roja que el occidente descubre.
Está el aire templado y limpio, llena la hora de sublime placidez y
recibe la niña una secreta esperanza de aquel celaje roto bajo el cual
agoniza el sol: no sabe que la belleza de las cosas vive en ella misma
como un reflejo inmortal; pero intuye, vagamente, el poder de la divina
gracia, y se entrega a su influjo con anhelo sobrehumano.
Las nubes luminosas del poniente levantan hacia sí aquel abrumado
corazón, y Dulce Nombre recobra un poco de serenidad. Está segura de
que no ha prometido nada a su padre; no, al contrario, le dijo con mucha
firmeza:
--Soy novia de Manuel Jesús; no quiero a _ese señor_--. Una y otra vez
repitió la misma negativa, sin oír las súplicas ni las reflexiones, sin
atender, siquiera, a los mandatos.--Soy novia de Manuel Jesús; no quiero
a _ese señor_.
Martín no logró arrancarle otra respuesta. Depuso el tono autoritario,
nuevo en él, y acudió a los reproches:
--Es la primera cosa que te pido... Yo me he sacrificado por ti; me pude
casar y por no darte madrastra vivo sin mujer en los años mejores de mi
vida...
Habló lleno de pesadumbre y amargura, con esa propiedad sobria y certera
que el pueblo montañés infunde a su lenguaje.
La muchacha le atendía con la penetración abierta y sensible propia de
la raza. Iba sintiéndose culpable de rebelión y de ingratitud, pero su
brío cantábrico la obligaba siempre a responder:
--No quiero a _ese señor_.
Y sus mismas palabras al sonar le daban la certidumbre de un argumento
irrebatible.
Acaso al padre le causaban idéntica impresión. Por eso no llegó a recaer
en el enojo; se mantuvo serio en la tristeza y dejó a la niña para
entregarse al trabajo. Hasta la hora de comer no volvieron a verse.
Ninguno de los dos tenía apetito y cambiaron las frases justas, sin
aludir a la gran preocupación que les acongojaba.
Tornó después cada uno a sus quehaceres, huyéndose en lo posible,
silenciosos, cohibidos, temiendo encontrarse delante de la cena.
Nunca había sucedido aquéllo. El padre, solemne y reconcentrado, fué
para la muchacha benévolo de continuo, la cuidó con solicitud, la dejó
hacer su gusto con frecuencia, mientras ella le trataba como a un amigo
huraño y servicial a quien se conoce poco y se le quiere mucho.
Ahora no sabe si le empieza a conocer y va a dejar de quererle. Se
asusta de aquella situación tan repentina y extraña y gozaría empujando
al tiempo, que la ha de resolver.
Por la noche hablará con su novio desde el portel del huerto; le ha
mandado un aviso, impaciente por confiarle su ansiedad y apoyarla en el
tesón varonil: necesita que Manuel Jesús la socorra pronto.
Y no le espera como de costumbre en la ventana, o en el umbral por donde
cruzan los veceros del molino: quiere verle con reserva, pródiga hoy de
la cita solitaria que nunca le concede. Cae su huerto por detrás de la
casa a la orilla del cauce, lindando con el bosque: es un lugar
escondido muy favorable al amor.
Dulce Nombre suspira con oculta zozobra; luego sube la mirada desde el
campo regadío, muelle y jugoso, y la envuelve en el ropaje del
crepúsculo, donde se apaga el día.
Una mano se posa en el hombro de la meditabunda, que se estremece como
si la despertaran.
--Dice tu padre que bajes a maquilar; él tiene que salir.
--¿A esta hora?
--Eso parece.
Y Tomasa, que sirve de emisario con harta diligencia, se queda mirando
fijamente a su amiga, traspasándola con los ojos aviesos.
Dulce Nombre apenas la ve; tiene la imaginación en tortura; ¿adónde irá
su padre? Nunca deja el molino hasta que, después de cenar, sale un rato
a la taberna, ya suspendido el trajín.
--Y Camila, ¿qué hace?--pregunta, resistiéndose con interior desgano a
caer en el bullicio del salón.
Sigue Tomasa clavando su curiosidad en la molinera.
--No lo sé--responde.
Es feucha, nerviosa, chiquita; se mueve con una inquietud resbalosa de
reptil, en tanto que Dulce Nombre decide:
--Allá voy.
Y aun se queda un instante contemplando desde la ventana el cielo
misterioso del anochecer.


IV
ALMAS TORCACES

Antes de volver a la sala busca Dulce Nombre a Camila, una solterona de
medio siglo, criada y gobernadora al mismo tiempo en aquel hogar.
La encuentra en el corredor que une a la cocina con la cuadra molinera,
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