Dulce Nombre (Novela) - 2

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en el piso bajo.
--¿Adónde va mi padre?
--Al pueblo debe ir, porque me ha pedido una blusa limpia.
Con relación al ansar el pueblo es Luzmela, el vecindario más próximo,
cabeza de partido en el valle.
Camila, al responder, se cruza de brazos muy preocupada. Tiene ella la
costumbre de abismarse en hondas cavilaciones por cualquier motivo y
aquel día están sucediendo cosas muy extrañas: oye la buena mujer
palabras sueltas que la perturban, sufre con la desazón de Martín y de
la niña, y anda torpe, recelosa, llena de inquietudes.
Allí se queda, en la oscuridad del carrejo, mientras la joven,
pensativa, define:
--Va a consultar con mi padrino.
Y entra en el salón. De cerca la sigue Tomasa, avizora y entrometida.
El coro de veceros se distribuye en el local donde arden ya dos lámparas
eléctricas, altas y flojas, incapaces de prestar un servicio adecuado.
Las mujeres que llevan labor se sientan en sus garrotes bajo aquellas
lágrimas de luz, y tejen o zurcen con bastante dificultad, en tanto que
las lenguas se despachan a su gusto; los chiquillos retozan; algún mozo
que vuelve del trabajo se hace allí el encontradizo con la muchacha de
su predilección; acaso alguna vieja, medio dormida junto al _cimadal_,
pasa las cuentas del rosario entre los dedos marchitos: es la hora de
las críticas, de las oraciones y los cortejos.
Y en el molino se explayan bien estas costumbres pueblerinas al influjo
de la ocasión.
La presencia de Dulce Nombre cortó un poco el hilo de las pláticas.
Fuése la niña derecha hacia las tolvas para hacerse cargo del maquilero,
y se quedó así al margen de la concurrencia, con semblante distraído,
procurando estar sola en medio de la gente.
Muelen hoy las tres piedras y cada pueblo comarcano tiene en el local su
representación; pocas tardes se ve la aceña tan favorecida. Los que han
recogido su porción de molienda se detienen, ronceros, aguardando a los
demás para tener compañía en el retorno o pretexto de oír lo que se
murmura.
Vuelven a hilvanarse las conversaciones en la más apartada orilla de las
muelas; Tomasa refiere alguna cosa con todo el secreto posible, y en
otro grupo se lamenta una mujer de Rucanto.
--¡Ya son cortas las tardes!
--Sí--dice una coloñera de Cintul--; se hace noche en un vuelo y están
medrosos los caminos.
--Pues, mira, ahí tienes buena compaña.
Llega muy presurosa Encarnación, la madre de Manuel Jesús, posa el
canasto de maíz y descubre en el gesto, en las alusiones y en la
sonrisa, los deseos que tiene de contar algo muy importante.
Es una mujer enfermiza y trabajada, con restos de hermosura: tiene el
acento algo brusco y una propensión a ablandarle en forma de sollozo.
Está muchas veces hablando con aspereza y al roce de una emoción se le
convierten las frases en gemidos.
Hoy se muestra exaltada y gozosa. Su aspecto y sus ademanes han atraído
en seguida la atención general. Sabe que produce interés, y enfilando su
garrote con el último que llegó, dice jovialmente:
--Buenas horas de venir ¿eh? No he podido más: estuve de negocios.
Se estrecha un círculo a su alrededor; la comentada visita del indiano
a Cintul acude a la memoria de cada uno; desde las tolvas se acerca
Dulce Nombre a su pesar, y Encarnación, que la aborrece, según dicen,
pone en ella los ojos con dulzura.
--Pues sí--añade--, estuve tratando del viaje de Manuel Jesús.
--¿El viaje...?
--¿Se va...?
--¿Vuelve a los estudios?
Estas preguntas simultáneas y lógicas se interrumpen bajo el peso de la
inesperada contestación:
--Embarca para las Américas.
--¿Cómo?
--¿Cuándo?
--Pero ¿es verdad?
En el ímpetu de las interrogaciones suena ronca la de la molinera
murmurando:
--¿Qué dice?
Hay una perplejidad angustiosa en estas dos palabras, que se extravían
entre el mugido de la faena.
Y de pronto Gil, sin permiso, diligente y previsor, empuja el tosco
resorte que detiene el trabajo.
Una paz benigna se establece en el molino; bajo el suelo discurre el
agua borbollante, sopla el viento en el vano oscuro de la puerta.
Sonríe Encarnación, pasea la mirada con altivez por el auditorio, y
repite, muy despacio, llena de solemnidad:
--Se embarca para las Américas.
--Pero ¿quién?--porfía incrédulo el pastor.
--Manuel Jesús.
--¿Y cómo ha sido eso?--arguye Alfonsa, con los brazos en jarras, en el
colmo de la sorpresa. Todos los semblantes, todas las averiguaciones
denotan el asombro, mientras las miradas buscan inquisitivas a Dulce
Nombre, que se apoya en la pared junto a la coloñera de Cintul.
Es demasiado joven la novia para disimular; abre los cándidos ojos con
descubierta desolación, y tiene deshojadas las rosas de las mejillas.
La madre del viajero se explica al fin, recreándose en la expectación
que produce y suscitando una lluvia de nuevas exclamaciones.
--Lo que sucede es que esta mañana, de manos a boca, fué don Ignacio
Malgor a proponerme el embarque del hijo para Cuba. Quiere mandarle allá
empleado a su casa de comercio, con muchísimos duros al mes, pagado el
viaje, los vestidos y cuanto necesite... Quedéme de una pieza. Por
mí--le contesté--, de mil amores, que para el campo no sirve y ya sabe
que me colgó los hábitos.--Sí, sí--dijo, muy al corriente de todo. Pero
como estaba el muchacho en el monte no pudimos convenir nada y hablamos
de otras cosas buenas para mí. Este señor pretende sacarnos adelante...
No hay mal que cien años dure...; bastante desgraciada he sido...
La voz se le iba rompiendo en un tono de llanto. Un aire de
estupefacción mantenía en suspenso las interrupciones latentes en el
concurso, hasta que Gil abrió camino a la impaciencia de todos:
--¿Y Manuel, consiente?
--Sí.
Dulce Nombre no se había desmayado nunca. Sintió que se le hundían los
ojos y las piernas se le doblaban; un frío intenso y húmedo le apretaba
las sienes.
--Me voy a caer--se dijo.
Pestañeó muy de prisa, irguió el cuerpo sostenido en el muro, se pasó la
mano por la frente. Y permaneció derecha: el esfuerzo de su voluntad la
obligó a sonreír, mientras Encarnación respondía, observando a la
muchacha, de reojo:
--Sí, consiente; los hombres son así, como las veletas: no se puede
contar con ellos...
Callaba, con insidia, que el joven sólo se hubo resignado a partir
después de una larga y trabajosa conferencia con Malgor.
--Entonces, ¿cuándo es la marcha?--pregunta la vecina de Cintul.
--¿La marcha? A escape. Con dinero todo se arregla en seguida. El barco
sale de Torremar el diez y nueve: estamos a quince...
--¡Pues échale un galgo a Manuel Jesús!--interrumpe Tomasa, certera y
alusiva--¡las cosas que se ven!
Y Dulce Nombre, silenciosa, algo insegura, deja el apoyo del hastial,
atraviesa el salón y con las dos manos finas y ágiles empuja el
mecanismo de la faena.
Vuelve a manar el polvo de maíz por los tres buzones harineros, y a la
muchacha le parece que esconde su espantoso quebranto en el ruido
estridente de la masticación. A su lado está Gil muy servicial; la mira
y habla, pero ella no le entiende; hunde los dedos en la masa olorosa de
la harina, los ojos en una visión ausente, los pensamientos en una
tristeza insondable.
En la otra punta de la sala revive la murmuración, crecen los
comentarios, y los habladores acaban por relacionar la próxima ausencia
de Manuel Jesús con los viajeros de cada familia. No hay quien no
recuerde allí con lástima y angustia a su emigrante: las playas remotas
de Ultramar conocen bien a los mozos de esta leva que no se acaba
nunca, de esta huída loca y triste, lejos de los campos españoles.
Recapacita la mujer de Cintul y le dice a Encarnación:
--Puede que tenga tiempo de mandar a mi hijo por el tuyo alguna cosa.
--¿No está en Buenos Aires?--inquiere Antón el campanero, que se ha
detenido en la aceña a fumar un cigarro.
--Sí.
--No es la misma nación.
--¿Pues adónde va éste?
--A la Habana.
--Bueno; pero también cae a la banda de allá.
--Muy distante.
--¿No es todo ello una república?--averigua Alfonsa, intrigada.
El campanero, algo dudoso, tarda en responder.
--¡Claro!--afirma Encarnación con aplomo--. Por eso se ganan tantos
caudales.
--Mis hermanos--dice Tomasa--no han ganado allí más que la muerte.
--Porque estaban comalidos como tú--replica la madre del viajero,
molesta contra el tono sombrío de la joven.
La cual, sin despedirse, toma su canasto y sale bruscamente a la
oscuridad de los senderos.
Magdalena, una vecina de Paresúa que está esperando a otra, habla de un
muchacho que tiene en Chile y pregunta si le podrá ver Manuel Jesús.
--Para mi cuenta, no--responde el campanero, y Alfonsa arguye:
--Quedará más arriba esa población.
Lena, como la llaman en el valle, insiste:
--Dificulto yo que el mi chiquillo no haya traspuesto por allí: él,
después de andar muchos días por el mar, anduvo también en los trenes.
--Escríbele que baje a la Habana--resuelve Alfonsa.
Y Antón mueve la cabeza con inseguridad.
--Me parece que es distinto el país.
Suenan sus frases limpiamente porque ha terminado la molienda.
Dulce Nombre, que llenaba las tolvas sin cesar con la ayuda del pastor,
ha despachado el último cesto de la harina: se acabó la jornada.
Está la moza pálida y grave con el maquilero en la mano, los ojos
distraídos, los labios serios y desdeñosos.
Ya no hay motivo para retardar el desfile, que empieza lentamente.
La coloñera de Cintul, va a salir con Encarnación, cuando retrocede
ésta, posa el canasto y se dirige a Dulce Nombre:
--No tengo yo la culpa de lo que pasa--alude con el acento lloroso--, es
el destino: tú naciste para señora.
Le da un abrazo; la joven, hierática y muda, se estremece sin contestar
ni corresponder.
Han desaparecido los veceros en la tiniebla de la noche y aun se rebulle
Gil por el salón; repite la despedida, ofrece sus servicios, sacude el
celemín, hasta que la molinera pronuncia, inmóvil y extraña:
--Vete con Dios.


V
EL ETERNO MANANTIAL

Están inapetentes los tres comensales y la colación, silenciosa y
ligera, se despacha en cinco minutos.
Sale Martín, como todas las noches, del molino, hermético el rostro,
mesurado el ademán. Camila recoge los cacharros de la cena y no pregunta
a Dulce Nombre qué se le pierde fuera de casa a tales horas; la ve
atravesar el cortil, oye quejarse a la vilorta del huerto, comprende que
la muchacha acude a una cita de amor, y se cruza de brazos con su
natural sentimiento de cavilación y pesadumbre. Ella quiere a la niña
con blando corazón de abuela; se puso a cuidarla desde que la madre la
dejó en la cuna, y se derrite en inútil desvelo por aquella juventud
solitaria y briosa, llena de pasión: la muchacha es para Camila un
secreto inviolable, un misterioso hechizo, la única razón de vivir y
padecer...
Es el huerto breve y humilde, asurcano del bosque; tiene un plantel de
legumbres, una colonia de rosales; macetas con semilleros, trepadoras
que suben a la casa; el cercado es de espinos, la portilla exterior de
madera gimiente como la del corral.
En aquélla se para Dulce Nombre midiendo la sombra con los ojos fijos y
empañados, rotos los pensamientos por el dolor. Ya debía estar allí
Manuel Jesús, que nunca se hace esperar.
Tienden las nubes su dosel oscuro sin el raudal celeste de los astros;
los hálitos del viento se han dormido y en las ramas curvas de los
árboles desfallecen las hojas antes de caer.
Dulce Nombre se agita en la soledad esperando al que no llega, anhelante
de amor y desconsuelo. A cada segundo pierde una esperanza; aguza el
oído con el afán de sorprender unos pasos en la trocha que desde el
ansar conduce hasta Cintul.
Pero el ritmo secreto de la noche late con los arroyos desgajados de las
montañas, con el río que huye serenado y el tiempo que se filtra en los
arcanos de la eternidad. Ningún otro rumor tiembla en el aire, y la
sensación de un estado transitorio oprime la conciencia de la moza:
siente que el augusto ensueño de su alma fluye también, en el continuo
deslizarse de las corrientes de la vida.
En el reloj de Luzmela se abren las horas con unas campanadas apacibles:
son las diez.
--¡Qué tarde!--murmura la niña, y rompe a llorar con desesperación
infantil; le parece que está sola en el mundo, ¡no arde en la noche más
estrella que la de su corazón!
En el egoísmo de su quebranto olvida la muerte silenciosa de las flores
deshojadas al lado suyo, el temblor de las plumas abandonadas por el
otoño en el seno de los nidos: la muchedumbre de tristezas consumidas a
cada instante en el eterno devenir.
Se dobla sollozando, convulsa, desmayadas las trenzas en los hombros,
con la frente escondida entre las manos, y su queja late por las costas
del río, perdida en el murmullo de las aguas: es un átomo nuevo del
dolor que va a nutrir los rugidos misteriosos de la mar.
Aun se resiste Dulce Nombre a su fracaso; escucha con avidez, registra
la sombra, lleva los ojos a las nubes como si buscase en sus repliegues
la clave del enigma, y al fin retorna al molino en la más cruel
desolación, sin comprender una palabra del oscuro libro de los cielos.
[Ilustración]


VI
LA PENITENCIA

A la misma hora, en Cintul un hombre enamorado y voluntarioso mordía su
dolor, campo afuera, por el vero del ansar.
Muchas veces tomó un camino y otras tantas desanduvo los pasos: aquel
hombre era Manuel Jesús.
Había ofrecido a don Ignacio Malgor partir a la mañana siguiente, y
embarcarse en Torremar para Cuba a los tres días. Deseaba cumplir su
promesa y no sentía remordimientos por haberla empeñado, aunque
envolviera una renuncia al amor de Dulce Nombre.
Llegó a este acuerdo después de una batalla dolorosísima entre la
conciencia y la pasión, frente a extraño rival que abordaba el asunto de
una manera insólita:
--Los dos pretendemos a esa niña: yo me puedo casar con ella
inmediatamente, rodearla de comodidades y de halagos, poner a su alcance
los bienes de la tierra, ¿y tú?
--Puedo sólo hacerla esperar, mientras aguardo a ser labrador.
--¿Y entonces?
--Será mi labradora.
--¿Atada al yugo de tu pobreza?
--Sí.
--¿Envejecida y doliente como tu madre?
--¡No lo sé!
--Imagínala esclava de las mieses, lavandera, leñadora, con la hermosura
perdida, los hijos desnudos, el cansancio en el alma, el tedio al pan de
maíz.
--Me quiere.
--Bien--dijo el indiano; y trató de sonreír, herido como estaba por el
áspero aguijón de los celos--. Te quiere hoy, con un amor de niña que no
resistirá las vicisitudes de la miseria.
--Pero que ni se compra ni se vende--replicó el mozo con orgullo, algo
vacía la entonación.
--Sin embargo, yo le vengo a comprar.
Estas palabras no eran viles porque las redimía la amargura, un duelo
noble y puro, confesado con generosa modestia.
--Tengo dinero--añadió el hombre rico--y voy a ver si le puedo convertir
en un poco de felicidad; pero voy a este único deseo de mi vida
honradamente, abiertos los brazos y el corazón: escucha.
Habló con transparentes frases, con el acento persuasivo y hondo. Su
riqueza era un mérito adquirido en heroica lucha contra la suerte; él
fué un emigrante desamparado y mísero; hizo fortuna sin dañar el interés
ajeno, y aquel oro tenía un valor tan estimable y lícito como el de los
blasones o el de la juventud: le quería negociar. Iba derecho a su
ilusión con energía y franqueza. No tenía tiempo que perder.
--Pero hay otras mujeres--protestó Manuel Jesús, cautivado, no obstante,
por aquella intrepidez clara y singular.
--No hay otra para mí; es tan niña, que aun puedo modelar su alma; es
tan despierta y sensible, que acaso llegue a confundir la gratitud con
el amor.
Siguió diciendo cómo la trataría, con qué delicadezas y ternuras, con
qué intenciones de hacerse perdonar el atrevimiento de ser feliz. Había
sido joyero muchos años; pasó los días trabajosos de la emigración en el
comercio de las piedras preciosas, manejando esmeraldas y zafiros,
perlas y brillantes: sus dedos tenían la costumbre de guardar tesoros,
de conocer las cosas bellas y pulcras. El contacto de los metales finos,
de los cristales resplandecientes, le habían hecho artista y cuidadoso.
Dulce Nombre sería para él como una joya, la más cara del mundo.
Bajo el imperio de aquella fuerte voluntad, Manuel Jesús veía a la novia
lucir en el estuche de un esplendoroso destino, y la perdía lejana,
brillante y libre igual que un astro, mientras se abrían inesperados
horizontes para otras vidas tristes que también adoraba el mozo. Hasta
seis hermanitos suyos podían librarse de la esclavitud labradora; la
madre, enferma, tendría descanso y remedio; el hogar arruinado lograría
restauración, y aquel monte durísimo para los brazos del estudiante,
aquella mies esquiva y rebelde, se cambiarían por el comercio de alhajas
valiosas en el oficio ilustre de lapidario; sometido a la rauda
evocación sentíase ya preso entre anillos y cadenas de oro y esmaltes,
impulsado a una existencia remota allende la mar.
Y de pronto la memoria le recordaba con íntima lucidez a Dulce Nombre.
Se erguía la imagen, combatientes las agudas lanzas de las pupilas,
llena la voz de cosas enamoradas y pueriles, el talante gallardo, el
gesto luminoso...
--¿Qué me contestas?--repetía Malgor, intranquilo, leyéndole en la cara
las vacilaciones.
Pensaba el novio en la cita próxima, la primera obtenida en una cómplice
soledad.
--¡Nada!--repuso, ciego de codicia y tentación; y se quedó sombrío,
callado, irreductible.
Había recibido la visita fuera de su casa por no tener dentro adecuado
lugar, y se paseaban los dos hombres por una llosa cercada de abietes,
hecha ya la recolección de su mies, con almiares de paja y los portillos
en abertal.
El terreno sube por el monte como toda la aldea de Cintul, dominando los
contornos de la serranía, el valle y la hoz. Dobleces de la propia
montaña esconden los demás pueblos comarcanos; en la hondura blanquea el
molino del ansar entre el boscaje roto por el viento de octubre.
Don Ignacio Malgor no se daba por vencido. Con una tenacidad
imperturbable seguía diciendo sus propósitos de una manera llana y
rotunda: la voz se le iba con el ábrego, mansamente, como un rezo de los
caminos.
Ya salían los chiquillos de la escuela y algunos se paraban ansiosos en
la rotura de la sebe. Manuel Jesús reconoció a tres de sus hermanos
puestos en guardia, sorprendidos y avizores. Poco a poco fueron entrando
en la cortina, para jugar con los zuros abandonados de las panojas.
Estaban mal vestidos, enseñando las carnes cenceñas bajo el deterioro de
la ropa: tenían descalzos los pies.
Dos mujeres cruzaron entonces por la brecha del seto, con pesados
coloños en la cabeza, y también se quedaron paradas, indiferentes a su
cansancio abrumador, llamando a los niños, como un pretexto para
observar a los rivales.
Eran Encarnación y su hija Clotilde, una moza tierna y endeble que
seguía en edad al estudiante fracasado. La carga de leña le cubría las
facciones, y sólo se adivinaba su juventud por las trenzas rubias y
desbordantes como espigas reventonas, pendientes sobre la espalda.
De súbito la madre tiró al suelo el haz de fajina, sentóse en él y
empezó a limpiarse el sudor de la frente con el delantal, mientras desde
lejos procuraba descubrir alguna resolución en el aire lóbrego del hijo.
La muchacha, inmóvil, monstruosa bajo su coloño, parecía una esfinge.
En ella ponía el hermano su atención, lleno de lástima por aquel
esfuerzo silencioso, y seguro de que Dulce Nombre trabajaría así,
malograda y fallida hasta envejecer, si no la rescataba un gran milagro.
Los niños se acercaron a las mujeres, obedeciendo algo remolones, y como
dijo la madre que había descansado ya, le ayudaron los tres a cargar de
nuevo con la leña.
Iba la tarde consumiéndose; el austro, muy caído, se acostaba en el
rastrojo de los maíces. Las nubes ensombrecían la sierra galopando sobre
la hoz, y se confundían con el río escribiendo silenciosos renglones en
el agua.
Seguía Manuel Jesús escuchando siempre a Malgor, transido, impenetrable,
sin apartar los ojos del grupo que formaban las dos coloñeras y los
niños. Vió a su madre levantar la carga otra vez, y notó que a Clotilde
al andar se le cimbreaba la cintura con un temblor angustioso, como si
fuera a romperse. Los rapaces se alejaban volviendo la cabeza hacia su
hermano con una expresión que él tuvo por una súplica infinita. Y de
repente miró a su rival con altivez, levantó las manos a la altura del
pecho como si tirase de algo muy recóndito, y dijo una frase poderosa,
arrancada de su corazón:
--Me embarco sin ver a Dulce Nombre: lo juro... por ella.
Una hora más tarde bajaba Encarnación al molino con la noticia en los
labios y el contento en el alma. No sentía la separación de su hijo,
imbuída por el gozo de verle marchar hacia una suerte feliz, arrebatado
a la novia pobre, devuelto a la obligación de proteger a la familia como
cuando estudiaba para cura. Luego que la madre tomó su desquite,
presurosa y vengativa, sintió que era suyo el dolor de la enamorada;
tuvo arrepentimiento de haberla hecho sufrir; quiso abrazarla y pedirla
perdón: ya Dulce Nombre estaba insensible a todo lo que no fuera el
tormento de su desengaño.
De vuelta a Cintul aun tenía que padecer Encarnación por sus ilusiones
maternales; el hijo no venía a cenar; andaba solo y amargo por la orilla
del pueblo; alguien le vió camino de la aceña: iba, sin duda, a faltar
a su palabra, a romper su compromiso con Malgor.
Y era cierto que el mozo estaba a punto de rendirse; su carne obedecía a
un misterioso imán, llevándole por los senderos conocidos en violenta
lucha con los propósitos espirituales.
Desde los confines del lugar medía con obstinación una sola ruta: el
recuesto, las praderías, un puente, la selva, y allí le esperaba Dulce
Nombre, en el huerto solitario. Le parecía escuchar la risa fogosa de la
muchacha, su voz caliente engarzada en el suave tejido de los tonos, sus
promesas acendradas y puras.
En aquel momento sentía por su novia una pasión a la vez dulce y
terrible.
Y bajaba ansiosamente al valle, tocaba en el ansar, volvía a subir,
huyendo de sí mismo.
Así estuvo hasta que cuajó la noche y las montañas más erguidas se
cubrieron con el manto de la sombra.
Empujado por el soplo de la oscuridad rondó el molino desde el bosque,
vió palpitar sus luces en la honda tiniebla, y se detuvo en las
cercanías del huerto; sentía un bárbaro deleite en mortificarse allí a
dos pasos de la dicha, cuando era más fuerte que nunca el aroma del
monte y el viento había volado como un águila a dormirse en las cumbres.
Acaso un suspiro hubiese bastado para romper entre los novios el negro
muro de la noche, a pesar del juramento prestado por Manuel Jesús.
Pero el llanto del río se llevó los sollozos de la niña sin que el
amante los recogiese. Y la penitencia de aquel amor fué un secreto de la
temblorosa penumbra.
[Ilustración]


VII
CADA CUAL CON SU CRUZ

La torre de Luzmela domina el valle, fincada en un alcor entre el monte
y el río, al acoso del arbolado.
Es un solar ilustre, empobrecido por el tiempo, habitado por un hombre
triste y receloso. Nicolás de Hornedo y Esquivel tiene treinta y cinco
años; es alto, membrudo, extravagante, sensible. Desciende por línea
directa de un matrimonio advenedizo que dió mucho que hablar en la
comarca porque heredó el palacio y los bienes anejos sin ostentar los
apellidos del linaje fundador, ni tener, en apariencia, derecho ninguno
sobre las fincas.
Una historia de amor, oscura y extraña, fué el origen de la herencia, y
al través de dos generaciones viene a ser Nicolás el único representante
de la nueva familia que ya luce timbres de otros blasones montañeses.
Aquella pareja intrusa, puesta en posesión de la casa, inesperadamente,
por testamento del solterón don Manuel de la Torre y Roldán, tuvo una
sola hija a quien desposó un Hornedo arruinado y desaprensivo; de la
muchacha nació un varón que hizo bodas con una señorita de Esquivel:
éstos eran los padres de Nicolás. Murieron jóvenes, y dejaron tan
mermada la fortuna, que el huérfano logró apenas hacer sus estudios de
abogado y conocer un poco la vida de la ciudad.
No llegó a ejercer la profesión; una rara melancolía, con tintes de
aburrimiento y pesadumbre, le fué apartando de la sociedad, y acabó por
encerrarle en su casa de Luzmela, achacosa y decaída, pero capaz aún de
mantener con vergonzante decoro al hidalgo sombrío.
Algo morboso existe en la hurañía de este hombre, que se enternece por
cualquiera emoción y muchas veces llora sin causas conocidas, abandonado
al desahogo de la pena ignorada que le consume.
Él no sabe por qué se esconde ni cuál es el motivo de su tristeza;
siente un descontento profundo que le amarga la juventud, y al mismo
tiempo una infinita piedad por todo cuanto vive y sufre: es un espíritu
visionario y silencioso que arrastra como un estigma los fermentos de
pasiones y ansiedades ajenas.
De continuo invoca el recuerdo de aquellos novios sin nombre legítimo,
señores del palacio por misteriosa virtud; él, hijo de una labrantina
soltera, vivió siempre favorecido por don Manuel de la Torre, que le
hizo médico y le dió un lustre sospechoso de bastardo; ella se apareció
en el valle siendo muy chiquitina, sin saber decir su procedencia.
Regresó don Manuel de una de sus frecuentes excursiones con la
desconocida criatura de la mano, y en su casa la tuvo como un tesoro: se
la conocía con el nombre dulce y significativo de _la niña de Luzmela_
y nadie dudaba que no perteneciese a la misma sangre del aventurero
señor, el cual, al morir, dejó los caudales a sus protegidos, igual que
si fuesen dos hermanos. Pero, después de algunos episodios novelescos,
la niña y el doctor se casaban con gran sorpresa de la gente, provocando
un asombro y unas murmuraciones tan graves que no se han extinguido
todavía.
Perduran los comentarios de aquella boda y aun se refieren sus detalles,
con sigilo dramático y escandaloso, a la vez que se envuelve a los
protagonistas en un aura de reverencia y estimación, y se guarda su
memoria entre las más queridas del país. Vivieron enamorados y felices,
seguros, al parecer, de su inocencia; fueron generosos y nobles con los
tributarios del solar, y su recuerdo tiene un aroma de gratitud que se
conserva entre las páginas remotas con interesante palidez, como en un
libro una flor.
Aquel perfume de simpatía y de malignidad estremece al heredero de
Luzmela con tenebroso delirio. Se juzga fruto de un pecado abominable y
persigue con aciago deleite el secreto de la antigua pasión.
Ha revuelto en centenares de ocasiones los viejos papeles de la casa,
apuntes y escrituras, cartas de familia, alguna abandonada epístola de
amor: el delito supuesto no parece.
Y no obstante le busca Nicolás en la sombra, a lo largo de su vida,
obseso por la acidez insana de la tiniebla y el dolor, cautivo en su
torre como un penitente de la enfermiza curiosidad.
A nadie cierra su casa el solariego, y aun abre con demasía el flaco
bolsillo a las necesidades de sus arrendatarios. La vecindad le quiere
bien, le considera como a un amigo y le consulta en sus tribulaciones,
aunque le mira con la vaga aprensión de que en él resurgen los
remordimientos de una culpa lontana, acaso los vestigios de un crimen.
Y Hornedo, al sorprender aquellas vacilantes suposiciones, se aisla cada
vez más, huye como un apestado, errabundo por el interior de su casa y
por la soledad de sus huertos; si le visitan supone que le compadecen;
si le abandonan siente el desdén como una herida mortal: así acrece su
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