Cuentos de mi tiempo - 4

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extraída de una planta del extremo Oriente, que nadie antes que yo ha
empleado en medicina: yo mismo lo he preparado... pero la
experimentación me ha producido efectos que aún no puedo someter a
principios fijos. Cuatro gotas de esto pueden, tal vez, ahora, retrasar
la catástrofe; acaso consigamos una reacción, una crisis que devuelva a
madre la salud... pero el remedio va a obrar en un organismo muy
gastado, sin resistencia ni vigor, y si no tiene fuerzas para soportarlo
se muere... es decir, la matamos. En una palabra; esto puede ser la vida
y puede ser la muerte; es una probabilidad, no es la certidumbre de
salvarla...
Los ojos de ambos estaban nublados de lágrimas.
Ya no había en aquellos dos hombres encono ni aversión: la amenaza de
la muerte parecía restaurar en sus corazones la fraternidad que su
pensamiento había roto.
--Esperaremos--dijo tímidamente Marcelo al cabo de unos instantes.--Y
volvió a arrodillarse en el reclinatorio.
Luciano, dejando sobre la mesa el frasco, se colocó a los pies de la
cama y permaneció sin apartar la vista de su madre.
Pasó la noche. ¡Qué largas les parecieron las horas, qué medroso el
silencio, qué alarmante cualquier rumor, y cómo les desazonaba el ruido
metálico y acompasado del reloj, que en cada oscilación del péndulo
parecía llevarse un instante de aquella vida que era para ellos el mayor
tesoro del mundo!
* * * *
* * * *
Por un balcón de la estancia inmediata, dejado entreabierto para renovar
la atmósfera, comenzó a soplar el aire saturado de aromas campestres,
oyose el canto vigoroso de los gallos, y primero en vago resplandor,
luego en torrentes de claridad, entró la luz del día, saludado con
maravillosos gorjeos por los millares de pájaros que rebullían entre el
ramaje de las huertas. Cuanto venía de fuera significaba llamamiento a
la renovación y la vida; mientras allí dentro la inacción y el silencio
parecían ir allanando su camino a la muerte.
Marcelo seguía rezando.
Luciano había puesto sobre la mesa donde estaba el frasco, una copa con
un cortadillo de agua, a la cual era preciso unir el medicamento: todo
lo tenía preparado, y sin atreverse a intentar la horrible prueba, iba y
venía de un cuarto a otro, mirando alternativamente al frasco y a la
copa.
Al cabo de muchas horas de aplanamiento y laxitud, doña Inés pareció
reanimarse, abrió los ojos y cambiando de postura murmuró algunas
frases incoherentes. Entonces Luciano alargó la mano hacia la mesa,
cogió el frasco, lo destapó... y enseguida, de pronto, bruscamente, como
acobardado, volvió a dejarlo de golpe donde estaba.
Al ruido alzó Marcelo la cabeza, y viendo retratada en el rostro de su
hermano la perplejidad y angustia que sentía, fue hacia él,
preguntándole por lo bajo:
--¿Qué es eso?
--Mira--repuso señalando a su madre--se ha movido, ha hablado, está más
fuerte... tal vez pudiera resistirlo. Este es el instante oportuno... ¡y
no me atrevo! ¡Si estuviéramos en la clínica! ¡Si no fuera ella!
--¿Tú crees que se salvaría con... eso?
--En casos análogos... unas veces el medicamento ha respondido... otras
ha fallado.
De repente, doña Inés, incorporándose sola en el lecho y con voz apenas
perceptible, murmuró:
--¡Agua!
Ellos se contemplaron de hito en hito; silenciosamente, leyéndose en los
ojos la incertidumbre que les consumía, mientras la anciana repitió
sordamente:
--¡Agua!... ¡Agua!
Aquella voz que temían no volver a escuchar nunca les removió el fondo
del alma, agitando y trastornando de tal modo sus ideas, que cada uno,
sin darse cuenta de ello, buscó la salvación de lo que amaba, no en los
medios que le eran peculiares y propios, sino en aquello mismo que por
serle ajeno, desconocido y contrario, adquirió a sus ojos las
proporciones de lo maravilloso.
En aquel momento supremo vaciló la fe del creyente y se quebrantó la
incredulidad del esceptico: el místico se sintió mordido por la duda y
el desengañado se dejó seducir por la esperanza. Todo lo trastornó el
brutal zarpazo del dolor.
Luciano, el médico, cayó de rodillas ante el crucifijo adorando a Dios
en espíritu y en verdad. Marcelo, el sacerdote, se aproximó a la mesa,
tomó el frasco, vertió unas cuantas gotas de su contenido en el agua, y
sosteniendo con una mano a la enferma le hizo con otra beber el líquido
misterioso. Mientras el médico pedía misericordia al cielo, el sacerdote
se echaba en brazos de la ciencia.
* * * *
¿Llegó al cielo la plegaria? ¿Obró la substancia química sobre el
organismo?
* * * *
De allí a poco doña Inés comenzó a mejorar, recobró la salud y fue de
nuevo durante algunos años alivio de pobres y consuelo de tristes.
Los dos hermanos procuraron desde entonces no hallarse frente a frente.
Cada uno de ellos era poseedor del secreto del otro y ambos se sentían
avergonzados por aquel pasajero desfallecimiento que a nadie confesaron.
Quedoles el convencimiento de que en el mundo había algo que les era
común y propio por igual, algo que todo lo perturba y equipara: el
Dolor, deidad suprema que puede sembrar la duda en el espíritu del
creyente y hacer que brote la esperanza en el pensamiento del incrédulo;
pero alejado el peligro renació en su corazón la intransigencia, y ni
Luciano atribuyó poder a su oración, ni Marcelo creyó en la eficacia del
remedio.


LOS FAVORES DE FORTUNA

I
No hay divinidad a quien se rinda culto más sincero y universal que a la
Fortuna. Los hombres desde que empiezan a serlo, en lo que llaman edad
de la razón le consagran la vida. Fortuna en cambio con la esperanza les
atrae, con la codicia les excita, con la molicie les corrompe, o con la
soberbia les ciega, hasta que enseñoreada de ellos, les deja unas veces
que realicen su ambición y otras que satisfagan su apetito. Nadie la
desprecia sin que le llamen loco, a ninguno que la logra se le
considera necio; de unos se deja conseguir por la astucia, a otros se
somete por capricho, los más se arrojan a conquistarla, los menos
procuran merecerla: es tal su perversión que gusta de que la tomen por
fuerza, y es tan grato su imperio y son tan dulces sus halagos que luego
de poseída no hay debilidad en que el animoso no incurra por
conservarla, ni fortaleza que el apocado no intente por no perderla. Sus
amantes son infinitos, y a ellos se entrega como cortesana que ni cuida
de escogerlos, ni piensa en lo que le sacrifican, ni estima lo que les
concede, ni repara en cuándo se lo quita. Con unos parece que se
encariña desde que nacen, y les colma de dones toda la vida: a otros
sonríe sólo en la vejez para amargarles la muerte; y hasta más allá del
sepulcro llega su influjo, pues ni deja que sea cada cual llorado según
su mérito ni reparte con justicia la gloria. No hay grande de la tierra,
por ensalzado que esté, a quien no pueda poner más en alto todavía; ni
humilde, por bajo que se halle, a quien no sepa encumbrar sobre el
primero. Reparte sus dones unas veces complaciéndose en detenerse para
colmar deseos, y otras los deja caer a la carrera para que queden las
alegrías truncadas y los placeres incompletos. Pasa estúpidamente desde
la prodigalidad a la avaricia, y desde la esplendidez a la miseria: su
amor ciega, su desdén mata, a unos envilece, a otros trastorna; es la
eterna Dulcinea engañosa para nuestra locura, y encantada para nuestra
razón: niega lo que se le implora, da lo que no se le pide, todo lo
tiene, y todo lo derrocha. Sólo dos cosas negó la Naturaleza a la
Fortuna, que ni puede hacer generoso al mezquino, ni consigue acallar el
remordimiento en la conciencia del malvado.

II
Pero ya no es Fortuna la gloriosa divinidad pagana que recibía culto en
las aras ceñidas de mirto, ni recorre el mundo en una rueda, mostrando
desnuda la majestad de su hermosura: se ha hecho un palacio que es
centro y emporio de las grandezas modernas, y en vez de un santuario de
diosa habita un camarín de cortesana, donde por ásperas cuestas y
empinadas pendientes suben los que la solicitan echándose a la espalda
cuanto les pesa o les estorba. La ambición les guía, el amor propio les
alienta, el egoísmo les sostiene, la impudencia les basta, y entre los
riscos del camino se van dejando, sin sentirlo, la hombría de bien, la
amistad y el cariño. Muchos emprenden la jornada: los más se rinden,
pocos la terminan, y al llegar con el corazón helado por el frío de la
cumbre, se desvanecen con la altura, imaginando ver empequeñecido y
diminuto lo que dejaron en el llano. Luego Fortuna les atormenta con
esquiveces, les engolosina con veleidades, y tanto se hace desear, o
pone tal precio a sus caricias, que algunos al conseguirla, echan de
menos lo que inmolaron por gozarla. Unos le sacrifican la honradez,
otros la fe; quién ahoga brutalmente la concienciar el que menos, pierde
por ella la vergüenza. Es, en fin, la gran ramera de la vida, que se
resiste al esforzado, se entrega al ruin, a cualquiera se vende, y hasta
de largo en largo se deja conquistar por el bueno, convirtiéndolo en
blanco de envidiosos.

III
En cierta ocasión se enamoraron de Fortuna tres hombres: Carlos Tizona,
mozo de arrojo extraordinario, para quien la mejor razón era la espada:
el doctor Infolio, que sin ser viejo casi lo parecía de tanto haber
estudiado; y un tal Lepe, último vástago de una familia proverbial por
lo lista. Tizona de todo era capaz, Infolio no ignoraba nada, y a Lepe
se le ocurría siempre lo mejor; de suerte que si las condiciones de los
tres se reuniesen en uno, fácilmente se hiciera señor del mundo. Eran,
por sus distintas facultades y por el grado en que las poseían, la
personificación de las tres potencias más enérgicas y eficaces de la
vida: el valor, que nada teme; el trabajo, que de todo triunfa, y el
ingenio, que allana cuanto intenta.
Al enterarse, cada uno de ellos de que también amaban los otros a
Fortuna, faltó poco para que vinieran todos a las manos. Tizona quiso
esgrimir la de su nombre, Infolio perdió la serenidad, y a Lepe le
descompuso la ira. Ya iban a reñir, cuando este último, en un instante
de lucidez les dijo de este modo:
--¿Por qué luchar y aborrecernos si aún no sabemos en cuál se ha de
fijar Fortuna? Seamos amigos, hasta que ella escoja, por lo menos; no
sintamos la envidia antes de que haya quien saboree el placer.
Emprendamos juntos la jornada, si queréis, o siga cada cual la senda que
le acomode hasta llegar al palacio de Fortuna.
--Yo no voy con vosotros--gritó Tizona sin ocultar su pensamiento--pues
sé un atajo por dónde, si no me estrello, llegaré enseguida.
--Yo--replicó Infolio--quiero también ir solo, porque en largos años de
trabajo he discurrido un mecanismo para subir las pendientes sin
esfuerzo.
Oído lo cual, añadió Lepe:
--Pues vaya cada uno por su lado; alguien he de encontrar que me lleve
en coche o a la grupa, que yo no subo andando.
Despidiéronse con la sonrisa en los labios, aunque odiándose, y puesto
el pensamiento en su ambicioso propósito, emprendieron a hora distinta y
por diversos lugares el camino.

IV
Pasó mucho tiempo, sin que ellos mismos pudieran precisar el número de
años transcurridos: porque las esperanzas y fatigas les hicieron perder
la cuenta, hasta que una mañana, cuando menos lo esperaban, al dar
vuelta a un recodo, se encontraron casi simultáneamente en la esplanada
que rodeaba el alcázar dónde vivía la dama de sus pensamientos.
Lepe llegó el primero, y al parecer de buen humor, pero con los labios
plegados por una sonrisa de incredulidad que daba pena; Infolio era un
anciano achacoso, gastado e impotente para gozar lo que soñaba; Tizona
traía melladas las armas, el cuerpo cosido a cicatrices, y alguna herida
fresca todavía.
Saludáronse ceremoniosos, sin mostrarse simpatía ni sentir rencor:
ninguno preguntó a los otros la historia de su viaje, y como Dios o el
diablo les dieron a entender, procuraron entrar en el recinto
misterioso.
Tizona, viendo cerradas las verjas, a riesgo de matarse, escaló una
ventana: Infolio, dijo tan admirables cosas propias y ajenas,
colocándose ante la puerta, que sus hojas, dejándole paso, se abrieron
solas, y entonces Lepe se coló dentro astutamente.
A los pocos momentos estaban en la antecámara del ídolo. Sólo les
separaba de él una cortina sutil e impenetrable, que cayendo desde la
techumbre hasta el suelo, semejaba el velo de un lugar sagrado.
Ninguno se atrevió a descorrerla, y absortos de estupor, febriles de
impaciencia, esperaron, fija la vista en los amplios pliegues que ponían
estorbo a sus deseos.
De pronto, se abrieron los paños como rasgados de alto a bajo, y dejaron
ver un instante el ámbito de la estancia que ocultaban. El santuario de
Fortuna era una alcoba. Hacia el fondo sonó el estallido desigual de un
beso doble, y enseguida, salió tranquilamente un hombrecillo
insignificante, feúcho, pequeñuelo y vulgar, que con aire de triunfo
venía estirándose los puños y acariciándose la barba. Entonces los que
esperaban se avalanzaron hacia él entre humillados y rabiosos gritando y
preguntándole a grandes voces:
--¡Profanación!
--¿Quién eres?
--¿Por dónde has subido?
Mientras el feliz mortal, mirándoles sin comprender su indignación,
respondía con la mayor frescura:
--Soy Perico Mediano, y he subido por la escalera de servicio.


LAS PLEGARIAS

I
Al dar la una y media comenzaron a despedirse los contertulios: a las
dos sólo quedaban en el magnífico salón los dueños de la casa, marido y
mujer, ambos jóvenes, hermosos y al parecer felices: él se puso a leer
un periódico de la noche y ella se entretuvo escribiendo con un lápiz de
oro al dorso de una tarjeta las visitas y compras que pensaba hacer al
día siguiente.
Después hablaron un rato de cosas de poca monta, y, por fin, ella,
levantándose de pronto, le dijo mirándole amorosamente:
--Me voy a recoger el pelo. ¿Tardarás?
--Acuéstate. Enseguida voy.
Luego de retirarse la dama, el hombre pasó del salón a su despacho, que
era la habitación contigua, y oprimiendo un resorte oculto entre los
cortinajes, dio luz a las lámparas eléctricas.
Los muros estaban cubiertos de verdaderos tapices góticos, los estantes
llenos de buenos libros, en un testero había un magnífico retrato de
familia a cuyos lados brillaban dos panoplias de armas antiguas, y en
otro lienzo de pared destacaba sobre el fondo multicolor y borroso del
tapiz un santo pintado por Zurbarán. Cuanto allí había era prueba de
exquisito gusto, cultura y riqueza bien empleada. Indudablemente el lujo
de relumbrón, las antiguallas falsificadas y los caprichos absurdos
impuestos por la moda, no tenían entrada en aquella casa.
Sentose el caballero ante la mesa, sacó de un cajón una cartera, y tras
consultar rápidamente varios papeles, apuntó, poco más o menos de este
modo, lo que se proponía hacer al otro día:
«Carta al administrador de Terrones para que perdone la mensualidad a
los colonos perjudicados por la nube del mes pasado, y les dé lo
necesario para la siembra.--Al mayordomo de Valhondo que libre de
quintas al hijo del guarda.--Decir al ministro que no voto a favor de la
desviación del canal, porque no conviene a los intereses de aquellos
pueblos.--Mandar, según costumbre, lo que haga falta en el Monte para
desempeñar las herramientas de trabajo y máquinas de coser cuyas
papeletas venzan este mes.»
Todo lo cual indicaba que aquel rico merecía serlo.
Después guardó la cartera, cerró el cajón, y recostándose en el sillón,
permaneció largo rato ensimismado y como abstraído por sus pensamientos.
Poco a poco fue dibujándose en su rostro un gesto de inexpresable
amargura, luego dobló la cabeza sobre el pecho, y enseguida, enderezando
a Dios el pensamiento, dijo mentalmente de este modo, no con palabras
aprendidas de memoria, sino con aquellas espontáneas y sinceras razones
que, inspiradas en verdadera piedad, no pueden menos de llegar a dónde
van dirigidas:
«¡Un día más... y un día menos! No he hecho mal a nadie, y he procurado
algún bien. Permíteme, Señor, que pueda decir lo mismo mañana. No
faltándome tu favor, estoy seguro de mi voluntad... Me has hecho rico,
es decir, depositario de lo que destinas a los pobres, y al remediar los
males del prójimo imagino cumplir tus mandatos. No me desprendo de nada
mío, sino que doy a cada cual lo que quieres que sea suyo; si más me
dieres, más distribuiría; y si de todo me privases, mi único dolor sería
ver desdichas sin poder remediarlas... Por Tí he comprendido que la
verdadera sabiduría estriba en combatir odios y sofocar rencores:
procuro ser justo; pero no me has hecho feliz. Tú sabes lo que falta a
mi dicha. Te pido un hijo. Quiero tenerlo para que aprenda a ensalzarte
como Te gusta ser ensalzado, que es sometiendo la maldad a la justicia,
acercando la compasión al dolor; y quiero también ser padre, porque no
es bueno que se seque el árbol sin dejar retoño. Mi esposa me ama tanto
como yo a ella, pero nuestro lecho es estéril. ¡Señor! Dame un hijo para
que te ame con dos vidas y te sirva con dos voluntades.»
De pronto sonó a lo lejos una voz femenina que llamaba cariñosamente; el
caballero apagó la luz, y a oscuras, andando a tientas, que es como el
hombre camina hacia la felicidad, salió en busca de su mujer.

II
Varía la decoración y son otras las personas.
En un miserable sotabanco habita un matrimonio pobre. El marido fue
empleado y quedó cesante sin auxilio, amparo ni valimiento; la mujer,
que era menestrala, enfermó durante el primer embarazo y fue despedida
del taller: rápidamente pasaron de la escasez a la pobreza y de la
pobreza a la miseria; pero como eran jóvenes y se querían mucho, nada
contuvo su pasión. En seis años de matrimonio tuvieron otros tantos
hijos.
* * * *
La noche era horrible: los vidrios rajados o mal juntos dejaban paso al
frío por roturas y resquicios: no había rescoldo en el fogón, ni cisco
en el brasero, ni provisiones en la alacena, ni casi ropas en las camas,
porque el carbonero ya no fiaba, ni el tendero se compadecía, ni el
prestamista devolvía las mantas sin que le pagasen lo estipulado; y los
pequeñuelos lloraban y los mayorcitos pedían pan, mientras los padres se
miraban silenciosa y desesperadamente, ya pronto el hombre a toda maldad
y dispuesta la mujer a todo sacrificio.
Más tarde, cuando el marido se fue a acostar, renegando de Dios y
maldiciendo de los hombres, ella dio un beso a cada niño, y enseguida,
postrándose de rodillas ante una grosera estampa de Cristo pegada en la
pared, comenzó a orar entre dientes.
Rezó primero el Padre Nuestro, luego el Credo después muchas Salves y
Ave Marías, cuanto aprendió de niña sin saber lo que significaba, y por
último, buscando en las reconditeces de su alma acentos propios,
inspirados en la magnitud de su desventura; dijo alzando los ojos y
clavándolos en la estampa: «¡Señor! ¡Piedad, misericordia! ¡Que no se
mueran estos niños! ¡Pan, nada más que pan!»--Y dejando caer la cabeza
sobre el asiento de una silla que tenía delante, permaneció en oración
largo rato, hasta que el marido la llamó desde el jergón que les servía
de cama, diciendo:
--Ven, hija, ven y trae cualquier cosa para arroparnos, que aquí no se
puede parar de frío.

III
En los altos cielos, espacios eternamente misteriosos y negados por
siempre al pensamiento humano, allí donde solo llegan los desvaríos de
la imaginación y los arrobos de la fe, resonaban dos voces de acento
sobrenatural y prodigioso. La una era majestuosa, imponente y dulce
sobre toda ponderación; la otra era voz humana, dignificada y
ennoblecida por la santidad.
--¡Pedro!--dijo la primera.
--Señor--repuso con humildad la segunda.
--¿Hay algo?
--Lo de siempre. Peticiones de la ambición, exigencias de la codicia,
vanidades del amor propio, arrogancias de la soberbia, desafueros de la
maldad, sollozos de dolor y bostezos de hambre.
--A esos hay que atender primero.
--Señor, es que son muchos los que piden y pocos los que agradecen.
--No importa. Coge a manos llenas los bienes y déjalos caer sobre los
limpios de corazón.
* * * *
Pasado algún tiempo, el matrimonio rico heredó una considerable fortuna
que acreció la suya. Fue aquello como golpe de agua que, dejando acaso
estéril la llanura, engrosa el caudal de otra corriente: y en el hogar
del matrimonio pobre nació el séptimo hijo.
Los afortunados no agradecieron lo que les sobraba, y los infelices casi
maldijeron lo que no habían pedido.
* * * *
Entonces resonaron de nuevo en las alturas las voces misteriosas:
--¡Pedro!
--¡Señor!
--Mis órdenes se cumplen mal--dijo la voz de imponente e inefable
dulzura--a pesar de mis bondades suben de la Tierra lamentos de dolor
que mueven a piedad.
--Los del planetilla revoltoso no hacen más que pedir. Nadie quiere
penar; todos creen merecer. Ninguno acepta su misión fatal e ineludible,
ni se resigna a cumplirla. Imaginan que la vida debe ser la felicidad,
cuando es sólo ocasión de conseguirla.
--Es que yo no soy el Destino ciego, sino la Providencia bondadosa.
¡Felices! ¿Por qué no han de serlo? En verdad te digo que el hombre no
comprenderá nunca la majestad del dolor. De hoy más, a quien pida con fe
para obrar con caridad, désele todo. Hay que reorganizar este
negociado.


EL NIETO

El general don León Bravo de la Brecha y Pérez Esforzado, décimo cuarto
conde de la Algarada de Lucena, primer marqués de Durobando, noble hasta
la médula de los huesos, senador por derecho propio, modelo de
caballeros, carácter de acero y corazón de oro, feo de rostro y
hermosísimo de alma, era hombre que haciéndose querer inspiraba respeto,
mas en tal grado religioso, autoritario y linajudo, en una palabra, tan
montado a la antigua que parecía la viva encarnación de todos aquellos
ideales que cumplida su misión en la vida, van quedando honrosamente
almacenados en la historia por la inflexible mano del tiempo.
A bueno nadie le ganaba, a severo le aventajaban pocos, y en punto a
reaccionario no había quien le igualase. Fue feliz durante casi toda su
vida, porque la Fortuna le halagó propicia, siendo para él en la
juventud novia cariñosa, en la edad viril mujer amante y luego sumisa
compañera; únicamente en la vejez, cuando creía tenerla más sujeta,
comenzó a mostrársele rebelde, como hembra cansada de ser fiel mucho
tiempo.
El general veía con pena que cuanto amparó con su prestigio y cuanto
defendió con su espada se iba desmoronando. La fe se bastardeaba
convirtiéndose en devoción superficial y mundana; las clases sociales se
fundían derretidas por la fiebre del oro; el principio de autoridad
cedía en vez de resistir; todo lo que él consideró esclarecido y alto
tendía a oscurecerse y caer, todo lo vil y bajo a brillar y subir; lo
poco antes calificado de utopia era casi realidad, los sueños se hacían
tangibles y a las amenazas se respondía con reformas; lo que en su
mocedad se dominaba a tiros, ahora se arreglaba con fórmulas.
Su mayor pena, su disgusto más hondo consistía en ver a su propio hijo
participar de las ideas nuevas y sentarse como diputado en los bancos de
una minoría liberal apoyando las que él llamaba soluciones avanzadas, y
al pobre viejo le parecían herejías contra lo más santo y ataques a lo
más respetable.
Por mucho que cavilase, no se daba cuenta de cómo aquel hijo, educado
por padres escolapios, había salido volteriano hasta votar la tolerancia
religiosa e importarle un bledo que el Papa estuviese cautivo. Cuando le
oía afirmar que era monárquico y enseguida que la idea de Patria no es
consustancial con la monarquía, se le llevaban los demonios, y
finalmente a punto estuvo de desheredarle sabiendo que durante las
elecciones asistió a una reunión de distrito donde solicitó el voto de
lo descamisados.
Mas como todo está compensado en la vida, la amargura ocasionada por
aquellas ideas del hijo tenía contrapeso y hasta recompensa en lo que
prometía el nieto.
Siete años acababa de cumplir Pepito y por sus tendencias dominadoras,
por su carácter resuelto y su geniecillo voluntarioso indicaba que había
de parecerse, no a su padre, sino a su abuelo. El general experimentaba
impulsos de ternura, nunca sentidos, escuchando referir o presenciando y
oyendo rasgos y respuestas del chico, que no pasaban de meras
insolencias infantiles y que a él se le antojaban claros indicios de
ideas sanas, principios severos y voluntad enérgica.
Pepito era indudablemente a sus ojos un caso notabilísimo de atavismo.
Los procedimientos de fuerza le encantaban. En vez de pedir merienda la
cogía del aparador: espíritu de conquista, decía el general. Agradábale
sobre manera ir limpio, bien vestido y majo: gustos aristocráticos,
pensaba el buen señor. Una vez en la calle, viendo reñir a dos
muchachos, y caer debajo al más débil, se arrojó a su defensa: clara
muestra de comprender la misión de su nobleza. Finalmente, un día en una
tienda donde su madre regateaba unos juguetes, Pepito llamó ladrón al
comerciante: horror al mercantilismo imaginó el abuelo.
Para que tan brillantes disposiciones y facultades no se debilitaran ni
maleasen en la viciosa confusión de un colegio ni al contacto de malas
compañías, el general, desconfiando del criterio y carácter de su
propio hijo, resolvió encargarse de la educación del chico: y no
pusieron los reyes de Francia más cuidado en buscar maestro a un Delfín
que puso él para admitir preceptor a su gusto.
Tras muchas cavilaciones, previos respetables informes y seguro de sus
buenos antecedentes, recayó la elección en un capellán profundamente
religioso, de intachable moralidad y lo bastante conocedor del mundo
para dirigir los primeros pasos de un niño a quien su linaje y fortuna
tenían reservado puesto seguro y distinguido en el banquete de la vida.
Quiero--le dijo el general--que sea hombre de bien, capaz de grandes
cosas, enemigo de las pequeñas... y aunque no ha de cantar misa, ni hace
falta que se coma los santos, muy religioso. Nada de beaterías: espíritu
religioso, temor de Dios y amor al prójimo. ¡Cristiano de verdad! ¡En
fin, que sea todo un hombre!
El capellán--nadie le llamaba por su nombre en la casa--era lo que se
decía hace cincuenta años un buen maestro: tal vez algo duro; más amigo
de hacerse temer que estimar; antes partidario de enseñar lo que sabía
que de inspirar amor al estudio; con ideas fijas vaciadas en la antigua
turquesa donde se fundió la sociedad de nuestros abuelos; seguro de lo
que tenía por bueno; irreconciliable con lo que juzgaba malo; ilustrado,
pero intransigente; bueno, pero fanático.
Pepito aprendió de sus labios algunas cosas que son verdades eternas;
otras que en su tiempo lo fueron, y muchas que no lo han sido nunca; mas
todas, al parecer, sujetas y enlazadas por maravilloso espíritu de
unidad. Adaptándose a la tierna imaginación propia de la edad del niño,
hízole considerar la ciencia como trabajo humano que pugna por acercarse
a lo divino; el arte como emanación y resplandor de lo bueno; la
historia como inmenso campo al través del cual marchan las razas
guiadas por Dios a su destino; y la vida como valle de amarguras en que
para las más acerbas lágrimas y los más intensos dolores hay consuelo
cuando, poniendo el pensamiento en lo alto, quieren ser caritativo el
poderoso, agradecido el miserable, sensible el fuerte, humilde el débil,
y todos esperanzados en la justicia del Señor.
Poca era la edad del niño, mas tales la inteligencia y la claridad con
que se expresaba el capellán, que el discípulo prometía honrar al
maestro. Varias veces examinó el general a Pepito; en más de una ocasión
le hizo preguntas, al parecer inocentes, en realidad encaminadas a ver
el cauce por donde iban sus inclinaciones; y siempre quedó, aparte
pasión de abuelo, que es padre doble, maravillado del instinto con que
se asimilaba cuanto trascendiese a hombría de bien y sentimiento de
justicia.
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