Cuentos de mi tiempo - 1

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JACINTO OCTAVIO PICÓN
MADRID
_MDCCCXCV_
CUENTOS DE MI TIEMPO
MADRID
IMPRENTA DE FORTANET, _Libertad_, 20.
Queda hecho el depósito que marca la ley.
Es propiedad del autor.


ÍNDICE

La primer cuartilla.
La amenaza
La buhardilla
El olvidado
La cuarta virtud
Lobo en cepo
El hijo del camino
Los triunfos del dolor
Los favores de Fortuna
Las plegarias
El nieto
Dichas humanas
El milagro
Elvira-Nicolasa
Sacramento
Santificar las fiestas
La hoja de parra


_LA PRIMER CUARTILLA_

_Para instruirnos es la ciencia; para mejorarnos la moral; para
deleitarnos el arte, donde hallan las fuerzas fatigadas alivio y el
espíritu ennoblecido recompensa. Si la obra artística ilustra el
entendimiento y depura la conciencia, tanto mejor; pero su misión es ser
bella, y lo mismo puede realizarla inspirándose en la fe, descorazonada
por la incredulidad, o herida por la duda._
_Tal creo, y sin embargo quise poner en estas humildes páginas algo que
levantase el ánimo, y moviera la conciencia contra injusticias y
errores de que el arte puede ser, si no remedio, espejo, si no
enseñanza, aviso._
_He aquí mi explicación para unos, mi disculpa para con otros._
_Empezó_ El Liberal _a publicar cuentos y me honró pidiéndome algunos. A
ser periódico exclusivamente artístico y literario, hubiera yo trabajado
para él de otra suerte: mas imaginé que en un diario político, debía
escribir luchando, como soldado raso, contra las ideas casi vencidas de
lo pasado y a favor de las esperanzas de lo por venir, no triunfantes
todavía._
_Entonces puse el pensamiento en aquella aspiración de justicia, ya
escrita en los códigos, pero que aún es letra muerta en las
costumbres._
_De ellas me inspiré, intentando contribuir a la pintura de esta época
en que una letra de cambio, una obligación, un_ cheque, _pesan en la
balanza social más que cuanto representa, trabajo, ciencia, estudio y
arte._
_Mis aciertos y mis errores, hijos son de mi tiempo: ni por éstos
mereceré censura, ni por aquéllos soy digno de alabanza: de que enderecé
al bien la voluntad, estoy seguro._
_Madrid, 1895._


LA AMENAZA

I

Sonaron las campanadas del medio día y de allí a poco la puerta comenzó
a despedir en oleadas de marea humana la muchedumbre cansada y
silenciosa que componía el personal de los talleres. Nadie hablaba: no
hacía el varón caso de la hembra, ni buscaba la muchacha el halago del
mozo, ni el niño se detenía a jugar. Los fuertes parecían rendidos, los
jóvenes avejentados, los viejos medio muertos. ¡Casta dos veces oprimida
por la ignorancia propia y el egoísmo ajeno!
El gentío se fue desparramando como nube que el viento fracciona y
desvanece: pasó primero en turbas, luego en grupos y después en parejas
que calladamente solían dividirse sin despedida ni saludo, tomando unos
el camino de su casa, entrando otros en ventorrillos y tabernas,
diseminándose y perdiéndose, confundidos todos y sorbidos por la agitada
circulación del arrabal.
Uno de los últimos que salieron fue Gaspar Santigós, alias, _el Grande o
Gasparón_, porque era de tremendas fuerzas, muy alto y muy fornido.
Hacíanle simpático el semblante apacible, la frente despejada, el mirar
franco, y era tan corpulento, que parecía Hércules con blusa.
Echó a andar por la sombra de una tapia, cruzó dos o tres calles,
atravesó una plaza, y metiéndose por pasadizos y solares, para acortar
distancias, vino a desembocar en un paseo de olmos, jigantescos, cuyo
ramaje se entrelazaba formando bóveda de sombra, bajo la cual, le
esperaba, sentada en un tronco derribado, una mujer joven, limpia y
graciosa, que tenía delante una cesta, al lado un perro, y en el regazo
un niño. Corrió el animal hacia su amo, el pequeñuelo alargó las
manitas, y mientras el hombre sacaba de la cesta, y partía la dorada
libreta, la muchacha, sin dejar de mirarle, apartó a un lado la
ensalada, sacó la botella del tinto, la servilleta, las cucharas de
palo, y sobre el hondo plato de loza blanca, con ribete azul, volcó el
puchero de cocido amarillento y humeante.

II
Cuando sonaron a lo lejos las campanadas _de vuelta_, echó el último
trago, lió un pitillo, dio un beso al niño, arrojó al perro un mendrugo,
y oprimiendo rápidamente el talle a la joven, como un avaro que palpa su
tesoro, tomó el camino de la fábrica.
Traspuso la puerta, cruzó un patio lleno de pilas de lingotes de hierro,
y entró en una nave larga y anchurosa, iluminada por ventanales tras
cuyos vidrios empañados se adivinaban muros ennegrecidos, montones de
carbón, chisporroteo de fraguas, y altas chimeneas que en nubes muy
densas lanzaban a borbotones el humo pesado y polvoriento de la hulla.
En lo alto y a lo largo de la nave corría en complicadas líneas un
número incalculable de aceros relucientes, de hierros bruñidos,
palancas, vástagos y ruedas unidas por correas, que subían, bajaban, se
retorcían cruzándose, y giraban vertiginosamente, como miembros locos de
un mecanismo vivo en que nada pudiera detenerse sin que el conjunto se
paralizara. El piso entarimado temblaba con la trepidación del vapor,
cuyos resoplidos se escuchaban cercanos; y de otros talleres, debilitado
por el vocerío y la distancia, venía rumor de herrajes golpeados y
zumbido de máquinas mezclado a cantos de mujeres.
Al término de aquella nave veíase otra igual y salvando un patio que las
separaba, había entre ambas un puentecillo estrecho de madera, junto al
cual giraba sobre su eje la enorme rueda de un colosal volante.
Cuando iba _Gasparón_ por la mitad del puentecillo, vio que de la
segunda nave llegaba un aprendiz corriendo, con tal ímpetu, y tan
lanzado a la carrera, que ya no podía detenerse. Sin tiempo para
retroceder, y adivinando que no cabrían los dos en el angosto pasadizo,
_Gasparón_ encogiendo el cuerpo se hizo a un lado: llegó el muchacho
como un rayo, se desvió mal, sufrió el encontronazo y cayó de bruces,
quedando casi fuera del tablón estrecho que formaba el piso suspendido
sobre el vacío del patio, y sin lugar a donde asirse. _Gasparón_, más
cuidadoso del peligro ajeno que del propio, le tendió una mano; y el
chico, cegado por el miedo, se agarró a ella con tal fuerza y tal ánsia
que hizo vacilar al obrero. Este al perder el equilibrio,
instintivamente, para recobrarlo haciendo contrapeso, echó hacia atrás
el otro brazo puesto en alto, mas con tan mala suerte, que
alcanzándoselo un radio del volante le partió el hueso por más arriba de
la mano.
El muchacho dijo luego que, a pesar del terror, oyó un crugido como
cuando se parte una astilla de un hachazo. Pero aún tuvo aquel hombre
fuerza y serenidad para retroceder algunos pasos: arrastró al chico, y
al dejarlo en salvo sobre el piso de la nave, cayó rendido a la
violencia del dolor.
Recogiéronle sus compañeros, y por no tener enfermería la fábrica, le
llevaron sentado en una silla al hospital cercano, donde aquella misma
tarde hubo que desarticularle el codo.
La convalecencia fue larga: en ella se gastaron primero los ahorros;
luego el préstamo tomado sobre la ropa dominguera, la capa de él y el
mantón de ella; después algún socorro de camaradas y vecinos, y por
último, un donativo de la _Caja de resistencia en huelgas_. En nuevo
trabajo no había que pensar; porque el brazo perdido era el derecho.

III
Cuarenta y tantos días después de la desgracia, la mujer de _Gasparón_
se presentó en la pagaduría de la fábrica.
Era una habitación pequeña dividida por un tabique de madera y tela
metálica con ventanillos, tras los cuales se veía un señor viejo, bien
vestido, de camisa limpia, que estaba leyendo un periódico, sentado
junto a una caja de caudales. Cerca de él, al alcance de su vista, había
dos hombres que de pie y encorvados escribían en grandes libros puestos
sobre pupitres de pino.
--¿Qué traes tú por aquí?--dijo uno de los escribientes al acercarse la
mujer.
--¿Cómo ha quedado _Gasparón_?--preguntó el otro.
--Pues, ¡cómo ha de quedar! Manco.
--¿Y a qué vienes?
--A cobrar.
Uno de aquellos hombres tomó un cuaderno y comenzó a pasar hojas
murmurando:
--Gaspar... Gaspar...
--Está por Santigós. Nave de taladros, sección segunda--dijo la mujer.
--Es verdad; Gaspar Santigós, aquí está.
--Ese es--añadió ella suspirando.
El escribiente se puso a hacer números en una cuartilla de papel, y sin
alzar la vista preguntó:
--¿Había cobrado la semana anterior?
--Sí, señor.
--Pues son... deben de ser...
Entonces el caballero de la camisa limpia soltó el periódico y sin mirar
a la joven preguntó:
--¿Qué día fue eso?
--El veinte pasado: miércoles, a las dos--contestó ella tristemente.
--Pues poca duda cabe--repuso el caballero--lunes, uno; martes, dos;
miércoles... dos días y medio, que a cuatro cincuenta de jornal... son
once pesetas con veinticinco céntimos.--Y se volvió de espaldas.
Sacó el dependiente una esportilla de la caja, contó el dinero, y sin
más conversación hizo la entrega. Marchose llorando la muchacha, y aún
se oía el ruido de sus pasos cuando el caballero de la camisa limpia
dijo severamente:
--No se le olvide a usted apuntar que _Gasparón_ es _baja_.

IV
Cuando los obreros supieron que a _Gasparón_ se le habían pagado _dos
días y medio_, corrió sobre sus tugurios y agitó sus cabezas viento de
tempestad. La iniquidad llamó a la ira.
Reuniéronse los delegados de los grupos, hubo Junta una noche en la
trastaberna del _Francés_, y para completo conocimiento del caso, se
citó también al pobre manco.
_Gasparón_ contó su desgracia con la mayor naturalidad, mostró el muñón
cicatrizado, lleno de costurones, y luego, mientras duró la reunión, no
cesó de molestar a los amigos pidiendo que le desliaran cigarrillos,
porque aún no estaba acostumbrado a valerse con una sola mano.
Una lámpara sucia, que apenas daba luz, ardía inútilmente, sin alumbrar
el cuarto. Casi no se veían cuerpos, ni figuras, ni rostros. Las voces
parecían salir de entre sombras como protestas y amenazas anónimas.
--Llevo cincuenta y dos años de taller--dijo el que habló primero--y sé
más que vosotros; porque he corrido muchas fábricas; entré a los doce...
Siempre he dicho que lo mejor sería _obligarles_ a mantener a los que ya
no pueden trabajar. Si no, ya lo veis; callos en las manos y la tripa
vacía.
--Yo, con menos años--dijo otro--tengo más experiencia: lo mejor es
ponernos de acuerdo, guardar secreto y estropearles el material, la mano
de obra, la herramienta, todo lo que se pueda; perder tiempo, fundir
mal, tejer peor. En un año no quedaba fábrica con crédito.
--Ni obrero con pan.
--¡Las ocho horas!--exclamaron varios al mismo tiempo.
--Buen consuelo, ser perros ocho horas en vez de nueve.
--Aumento de jornal.
--Y en seguida suben ellos la ropa, el pan, la casa... si pudieran...
¡hasta el aire tasaban!
Entonces se oyó una voz que no había sonado aún: una voz que delataba un
cuerpo chico y una voluntad monstruo.
--Aquí no hemos venido a discutir sino a vengarnos. ¿Tenéis coraje? ¿Sí
o no? Yo sé donde hay tres cartuchos de dinamita, de a dos kilos y
medio; uno para el almacén de modelos, que es lo que vale más; otro para
casa del amo, por la parte de atrás donde tiene la familia... y el otro
se guarda para cuando haga falta. Echamos suertes, y a quien le toque,
aquél los pone.
Un silencio prolongado y medroso siguió a la horrible proposición. A
unos les asustaba la idea del estrago; a otros el terror del castigo;
con la voluntad, casi todos fueron cómplices; ninguno dijo: «Yo me
atrevo.»
De pronto se levantó _Gasparón_, dio dos chupadas al pitillo, y
colocándose bajo la débil claridad de la lámpara, para que le leyeran en
el rostro lo inquebrantable de la resolución, habló de esta manera:
--Todo eso es inútil, o es infame. ¿Montepío ni pensiones, con dinero de
ellos? Estáis soñando. ¿Huelga? ¿Para qué? ¿Para hocicar en cuanto falta
el pan en casa, quedar empeñados y volver al trabajo? Lo de los
cartuchos, es una salvajada de cobardes; ¡por cuenta mía no se asesina a
nadie! Dejad a mi cargo la venganza, que será buena.., y larga.
Unos refunfuñando, y otros de buen grado; por miedo los pusilánimes, y
los exaltados porque en los ojos de _Gasparón_ adivinaron algo tremendo
y misterioso, todos accedieron a su ruego; y la reunión se disolvió
enseguida, semejante a una de esas tormentas que llevan en su seno el
rayo y no lo lanzan a la tierra.

V
Al día siguiente _Gasparón_ se puso a pedir limosna al pie de la
soberbia casa donde vivía el fabricante. Allí está siempre junto a la
verja de remates dorados, cerca de una ventana, tras cuyos cristales
caen en amplios pliegues los cortinajes de seda: allí se le ve de sol a
sol mostrando el muñón cicatrizado, destacándose el bulto haraposo de su
cuerpo sobre la fachada de mármol, y llevando siempre colgado al cuello
un cartelillo en que se leen estas palabras: INUTILIZADO EN LA FÁBRICA
DE DON MARTÍN PEÑALVA.
Súplicas, amenazas, ofertas para que se retire, cuanto se ha intentado
ha sido en balde. Allí está cuando el rico industrial, nuevo señor del
feudalismo moderno, sale a sus placeres y sus agios; cuando su esposa
vuelve de rezar, y cuando sus hijas van a saraos y fiestas envueltas en
primorosas galas.
Aquel mendigo en la puerta de aquel palacio es una afrenta viva: y es
también una tremenda profecía.
La mano con que pide parece que amenaza.


LA BUHARDILLA

I
La casa de los duques de las Vistillas era de las mejores entre las
buenas viviendas nobiliarias del antiguo Madrid. No podía compararse con
ella la de los Guevaras, ni la de los Peraltas, ni la de los Zapatas, ni
aun la de los _Salvajes_: se parecía a las de Oñate y Miraflores. Sus
dueños le decían el _palacio_... y, sin embargo, no pasaba de ser un
caserón destartalado, de grandes salones, tremendos patios y pasillos
laberínticos. La fachada era de agramillado y berroqueña del
Guadarrama: tenía zócalo de granito con respiraderos de sótano, planta
baja con descomunales rejas dadas de negro, principal de anchos huecos
con fuertes jambas, recios dinteles y guarda polvos casi monumentales:
sobre el balcón del centro, que caía encima del zaguán, ostentaba un
enorme escudo nobiliario, ilustre jeroglífico compuesto por cabezas de
moros, perros, cadenas, bandas y calderos; todo ello dominado por un
soberbio casco de piedra caliza que el tiempo iba enrojeciendo con el
chorreo de las lluvias mezclado a la herrumbre del balconaje. El piso
segundo, bajo de techo y a manera de ático, tenía ventanas pequeñas, y
sobre el entablamento descollaban las buhardillas altas, aisladas,
recubiertas de tejas, guarnecidas de verdosas vidrieras, ante las cuales
se veían desde lejos las ropas recién lavadas y tendidas que goteaban
sobre estrechos cajoncitos, plantados de yerba luisa, albahaca, yerba de
gato y claveles.
Eran estas buhardillas habitación de gente pobre que vivía en contacto
frecuente con los ricos: así estaban cercanos la necesidad y el remedio,
hermoso maridaje que aplaca la envidia de los que no tienen y amansa el
egoísmo de los que poseen. Los amos ocupaban en invierno el principal y
en verano el bajo: en el segundo estaba la administración, y en las
buhardillas, los cocheros, pinches y lacayos, amén de dos o tres
familias de sirvientes jubilados y gentes protegidas, entre ellas,
Manuela, hija de un ayuda de cámara, hermana de una doncella y viuda de
un mozo de comedor que había servido muchos años y murió, dejándola
embarazada.
Daban los señores a Manuela, en recuerdo de lo bien que se portó su
marido, tres reales diarios y casa; es decir, una de aquellas
buhardillas que desde la calle se veían descollar por cima del tejado,
entre ropas blancas y macetas verdes.
De la misma edad que Manuela tenían los duques una hija tan graciosa,
picaresca y bonita, que parecía un modelo de Goya, y tan buena, que en
limosnas y socorros gastaba mucho de lo que sus padres le daban para
galas y alfileres.
La casualidad, o la Providencia, que acaso sean hermanas sin saberlo,
hizo que la duquesita y Manuela se enamorasen y casaran casi al mismo
tiempo, hacía mil ochocientos setenta y tantos. Sin duda el amor, que no
distingue de jerarquías ni clases, les rozó simultáneamente con sus
alas. Algo así debió de suceder, porque ambas fueron madres con
diferencia de unas cuantas horas. Cuando el hijo de la duquesita vertía
sus primeras lágrimas entre lienzos de Holanda y ricos encajes, hacía
sus primeros pucheros el chiquitín de Manuela envuelto en pañales de
bayeta amarilla.
No habían salido a misa de parida, aún guardaban cama, cuando una noche,
casi de madrugada, la duquesita mandó llamar a su doncella, hermana de
Manuela. Pasó un buen rato sin que acudiese la chica, impacientose el
ama, y al llamar por tercera o cuarta vez, entró al fin la muchacha
diciendo llorosa y acontecida:
--Dispense V. E..., estaba arriba... porque a mi hermana _paece_ que se
la _yeba_ el Señor.
--¿Qué le pasa?
--Pues lo peor: dice el señor médico; que así como a V. E. le ha
_sucedio_ con bien la subida de la leche, a la pobre Manuela le ha
_entrao_ una calentura _malina_ que nos quedamos sin ella.
La duquesita quedó aterrada. Como su situación y la de aquella
desdichada era casi la misma, pensó que podía haberse hallado en caso
igual; tuvo miedo, tembló por sí, y se estremeció ante la idea de dejar
sin madre a aquel pedacito de su alma concebido entre placeres, parido
entre dolores, que allí dormía puestos los labios en su pecho y acogido
al calor tibio y cariñoso de su cuerpo.
--Válgame Dios--dijo la señora--con que calentura maligna...
--Pero muy grande, y lo más malo es que ha dicho el señor médico que
busquen quien dé teta al niño... y ya ve vuecencia, así de pronto
cualquiera encuentra... Está la criatura llorando como un cachorro...
chupa que chupa, Manuela con los pechos secos... y _ná_, como si mamase
de un pepino.
La duquesita miró a su hijo con ternura, y en seguida, obedeciendo a una
de esas inspiraciones femeninas que ante nada se detienen, dijo:
--¿Y no hay quien le dé teta?
--Nadie: ya hemos _corrío_ toda la _vecindaz_..., y aunque ahora al
pronto se encontrara, ¿cómo quiere V. E. que luego pague un ama? Estará
de Dios que se quede sin hijo.
--Pues oye... sube corriendo, coge al niño, mira si está limpito y
bájalo... Yo tengo leche para dos.
Oposición de los padres, enojo del marido, advertencias del médico, todo
fue inútil. La duquesita dio teta al hijo de Manuela durante tres días,
al cabo de los cuales, doblegándose ante la enérgica actitud de su
esposo, devolvió el niño a la madre, prendiendo entre los pañales un
billete de Banco para que pudiese pagar nodriza.
Súpose todo aquello en el barrio, y cuando la señora salió a misa de
parida, no logró pisar el suelo de la calle; porque desde la escalera
hasta el zaguán donde aguardaba el coche, y desde las gradas de la
parroquia hasta el altar de la Virgen, las mujeres de la vecindad habían
alfombrado el piso con mantones y flores; mantones raídos, flores
baratas...; pero no hubo sultán de Oriente que disfrutara triunfo
igual.

II
Muertos sus padres pocos años después, la duquesita, por seguir, la moda
y complacer a su marido vendió la casa de sus mayores y edificó en la
Castellana un hotel a la francesa, dirigido por un arquitecto de París.
Cayó la antigua morada de los Vistillas, destruyose la severa fachada, y
casi juntos rodaron por el suelo los fragmentos del escudo roto y las
tejas de las buhardillas derruidas. Lo que produjeron las rejas y los
sillares de berroqueña apenas bastó para pagar unas cuantas piedras
traídas de Angulema. El nuevo edificio era extranjero, antipático,
barroco, en el mal sentido de la palabra, y en vez de buhardillas
españolas, tenía una gran montera de pizarra.
Claro está que al derribarse la casa antigua fueron echados a la calle
los servidores jubilados, y entre ellos Manuela. En vano intentó ver a
la duquesa. El mayordomo, un burgués en canuto, más aristocrático y
orgulloso que el amo a quien sisaba, no permitió que se acercase a la
señora.
Manuela comenzó entonces a subir esa calle de la amargura que se llama
miseria. Fue peinadora, cosió para las tiendas y el corte, siendo
desgraciada en todo, y por último se puso a lavandera.
Pasó tiempo. La duquesita, esbelta y grácil, como un ángel de los que
pintó Goya en San Antonio, se había convertido en una señorona de
opulentas formas: Manuela, antes guapa, airosa y limpia, estaba fea,
ordinaria, flaca, embastecida por el trabajo y desfigurada por las
privaciones.

III
Un día hubo motín de lavanderas. El Ayuntamiento, a quien el pueblo
llamaba el gran matutero, les exigía un nuevo impuesto, y las pobres no
podían ni querían pagarlo.
La gresca comenzó muy de mañana en los lavaderos del Norte, se corrió
río abajo desde los once caños hasta los puentes de Segovia y Toledo,
arreció en los cobertizos del pontón, engrosó, por ser domingo, con la
gente de los merenderos, y al medio día los grupos de mujeres armadas de
palos, piedras, trancas y estacas subieron por el Paseo de los Ocho
Hilos y la calle de Toledo a desembocar en la Plaza de la Cebada. En
vano luchaban las tituladas autoridades.
--¡Muchachas! ¡Hijas mías!--decía el gobernador--todo se arreglará...
Nombrad una comisión.
Una de aquellas desdichadas se adelantó diciendo:
--Mire _ustéz_ usía..., estamos hartas, y no nos da la gana. Las que
salimos mejor libradas, las de lavadero, pagamos _cá_ sábado treinta
_ríales_ de pila y colada; dos _ríales_ de mozos _pá_ que cuelen con
_cudiao_; por cada carretilla de ropa de la pila al cuelo, y del cuelo a
la pila, una perra grande; en los tendederos otra perra, y en cuantito
que llueve, _pá_ que recojan pronto, otra perra... por subir y bajar
talegos una peseta _cá_ viaje; y ponga usted jabón, palas, jornal de
ayudantas, valor de prendas _perdías_... y las heladas y los calores...
las que _tién_ más suerte les queda diez _u_ doce _ríales_ por semana...
vamos, lo que usted gasta en un puro. ¿Qué _quiuste_ que comamos? ¡Y
ahora pone el alcalde otra contribución! ¡Como no _sus_ demos morcilla!
Un guardia quiso prender a la oradora, pero sus compañeras la
defendieron a palos, mordiscos y arañazos... Salió un sable de la vaina,
y allí fue Troya. Un diluvio de piedras y medios ladrillos cayó sobre
los representantes del poder; y todos quedaron iguales; así los mal
nombrados por el gobierno, como los peor elegidos por el pueblo.
Gobernador, alcaldes, concejales, inspectores y guindillas, tuvieron que
huir vergonzosamente ante las amazonas del Manzanares. Apaleaban a los
agentes, herían a los guardias, silbaban a los clérigos, ordenaban
cierre de tiendas, y recorrían la capital en son de guerra, gritando:
«¡Muera el alcalde! ¡Abajo los ladrones!» En la calle de Atocha
sufrieron una carga de caballería. Seis u ocho quedaron descalabradas a
sablazos y tendidas en medio del arroyo; otras cayeron pateadas por los
caballos; las más se replegaron desordenadamente hacia la plaza de Antón
Martín. Iban furiosas; no eran mujeres, sino fieras.
Hubo momentos en que lo comenzado como asonada de miserables
desgraciadas amenazó trocarse en alzamiento social. Los primeros gritos
fueron: ¡No pagamos! ¡Abajo la peseta! ¡Abajo el alcalde! Luego el
pueblo, con ese instinto que le hace relacionar ideas hasta encontrar el
origen de su daño, comenzó a gritar ¡Abajo los ladrones! y por último la
miseria fermentada, la pobreza escarnecida, la ignorancia fuerte y sin
freno, todo aquel conjunto de injusticias acumuladas se condensó en una
voz terrible: ¡Mueran los ricos!
A este punto llegaba la marea del hambre, cuando en mal hora acertó a
desembocar en la plaza una soberbia carretela ocupada por dos señoras
elegantísimas. Los caballos ingleses, el coche francés, y lo que ellas
llevaban desde las telas de los trajes hasta las horquillas de oro,
desde las medias de seda hasta las primorosas flores de sus
sombrerillos, todo tenía ese aspecto de suntuosidad a la moderna que
cuesta más caro cuanto parece más sencillo.
Entonces, aquel río de furias desgreñadas, aquellas turbas harapientas,
atajaron el paso al coche, y sobre las magníficas faldas de las damas,
pálidas de sorpresa y medio muertas de miedo, comenzó a caer en lluvia
pastosa y sucia el barro arañado de entre los adoquines o cogido en las
socavas de los árboles; y empezaron a silbar por el aire trozos de
cascote, escuchándose los rugidos de las amotinadas, que vociferaban:
¡Mueran los ricos! Dos o tres piedras chocaron contra la caja de la
carretela, quedó herido el lacayo, una moza de fuerzas hercúleas metió
un garrote entre los radios de una rueda y apalancando con alma para
que no se moviera el coche, faciltó que por la trasera de éste treparan
varias chicuelas ansiosas de arrancar de los sombrerillos las primorosas
flores pagadas en París a peso de oro. Y los gritos no cesaban: ¡Vamos a
desnudarlas! ¡Mueran los ricos! El momento fue horrible; aquello parecía
el choque del hambre con la inconsciente insolencia de la hartura.
De repente, una de las amotinadas, que estaba en tercera o cuarta fila,
comenzó a dar codazos y empellones pugnando por abrirse paso.
Debía de ser alguna de las jefas, porque los grupos se espaciaron
dejándola avanzar hasta la caja del coche, mientras ella, gesticulando
enérgicamente, decía con los brazos en alto:
--¡Compañeras, quietas! ¡Chicas, no tiréis! ¡Dejadme hablar... no seáis
bestias!
Viendo a aquella mujer, la más joven de ambas damas, dio un grito de
asombro y de sorpresa, exclamando:
--¡Manuela!
--¡Yo soy _señá_ duquesa!
Y subida en el estribo, agarrándose a la capota, siguió gritando;
--¡Muchachas, por lo que más queráis en el mundo _sus_ pido que no les
hagáis daño! Ellas no _tién_ la culpa. ¿Sabéis quién es ésta, la guapa,
la más joven, la que _paece_ la Virgen de la Paloma? Las que me
conocéis, las de mi lavadero, ¿no _m'habéis_ oído contar que cuando mi
hijo se me moría le dio la teta una señora?... ¡Pues ésta es! ¡_Pa_
hacerla daño me tenéis que matar a mí!
Sonó algún silbido, se oyeron algunas carcajadas de mofa, pero las
turbas abrieron paso, los grupos se aclararon, la lavandera echó pie a
tierra, arreó el cochero y el carruaje pudo arrancar despacio por entre
aquella muchedumbre hostil, momentáneamente amansada. La duquesa miró a
su salvadora con los ojos nublados de lágrimas, y Manuela siguió
mientras pudo al lado del coche, diciendo, trémula de gozo:
--¡Adiós, señora! ¡Qué lejos que estamos ya los pobres y los ricos!
¡Cuánto más valían aquellas buhardillas cuando vivíamos unos cerca de
otros _pa_ conocernos y querernos! Ahora hacen unos _ciminterios_ de
vivos que les _yaman_ barrios pa obreros... y cuando subimos a Madrid...
¡es _pa_ esto!
--¡Te debemos la vida!--dijo una voz aún entrecortada del terror.
--¡Adiós, señora!
Trotaron los caballos, se alejó en salvo el coche, y a su espalda, ya
lejos, arreció el rumor formidable del motín, semejante al ruido de una
presa cuando rota la esclusa se precipita el agua en oleadas de espuma
sucia y turbulenta.


EL OLVIDADO

Desde que la mano levantaba el pegado cortinón de alfombra, reforzado
con tiras de cuero, quedaban los ojos deslumbrados. La iglesia estaba
hecha un ascua de oro. Las capillas laterales despedían resplandores
amarillentos que, como grandes bocanadas de claridad, se confundían en
el centro de la nave: de los arcos pendía multitud de arañas con flecos,
colgajos y prismas de cristal tallado, en cuyas facetas irisadas se
multiplicaba hasta lo infinito el tembleteo de las luces: y, al fondo,
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