Cuentos de mi tiempo - 7

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insensiblemente, fue pasando de la debilidad a la costumbre y de la
costumbre al envilecimiento, hasta ser un ejemplar extraordinario, un
caso de ceguera moral inverosímil y absurdo. Porque Sacramento no cayó
al adulterio arrastrada por la pasión tardía y avasalladora que acaso
puede perdonar cierta soberana grandeza de alma: fue el tipo complejo de
la medio malvada, medio enferma, a quien no se mata por infame
sospechando que pueda ser irresponsable.
Al fin, vencido, y lo que es más triste, resignado, prescindió de ella.
Siguieron viviendo bajo el mismo techo, pero en habitaciones
independientes, separados de común acuerdo, él, sin consuelo a su
amargura, ella sin freno a sus desórdenes: y cuando ya este apartamiento
era público, cuando ni amigos ni parientes, ni conocidos lo ignoraban,
Sacramento tuvo un hijo, que, según las leyes, fue bautizado como
heredero del nombre cuya deshonra confirmaba.
No se alteraron por ello la paz ni las costumbres de la familia. El
barón tardó poco en hacerse a la idea de que era padre, Sacramento
continuó en sus aventuras, Soledad sujeta a la inflexible voluntad de
los tíos, y éstos habituados por igual a las liviandades de la sobrina
casada y a la humilde docilidad de la soltera.
En el corazón de Soledad se alzaban, sin embargo, de cuando en cuando,
protestas contra aquella privación del hijo que le parecía la amputación
de parte de su alma.
Una tarde de invierno, las dos hermanas paseaban a pie por las alamedas
solitarias de la Moncloa. Sus pasos resonaban sobre la arena endurecida
por las heladas, el viento arrancaba de las ramas las últimas hojas
secas que revoloteaban como avecillas de oro, la atmósfera de una
limpieza incomparable dejaba ver en la lejanía las masas violáceas de la
sierra y hacia Poniente unas ráfagas de nubes rojas y anaranjadas
parecían incendiar el arbolado de los cerros.
Sacramento iba sonriente, locuaz, deleitándose en respirar, como
excitada por la viveza del aire: Soledad callada, distraída, viendo las
cosas sin mirarlas, oyendo, hablar a su hermana sin fijar la atención.
A corta distancia les seguía un carruaje y a pocos pasos les precedían
un niño y un lacayo: el primero lujosamente vestido, y el segundo
ocupado en ir cortando los tallos y la hojarasca de una vara para que el
chiquitín jugase.
De pronto, Sacramento, preguntó a su hermana:
--Pero mujer, ¿qué tienes? ¡Parece que vas tonta!
Entonces Soledad, obedeciendo a un impulso involuntario, alteradas de
súbito las facciones por la ira, cogió del brazo a Sacramento, y
señalándole con la otra mano al niño que iba delante, dijo ásperamente:
--¿No es inícuo que tú puedas salir a la calle con esa criatura y yo ni
aun pueda decir que tengo hijo?
--Yo--contestó la adúltera con la mayor naturalidad--soy casada.--Y
haciendo por broma con su nombre un juego impío de palabras,
añadió:--Ya ves... me llamo Sacramento.
Soledad, con un mohín despreciativo, repuso:
--Tienes razón. Lo mismo podrías llamarte Salvoconducto.


SANTIFICAR LAS FIESTAS

Lunes, 9 de Mayo de 1892, tomó don Cándido posesión de su curato en
Santa Cruz de Lugarejo, ocupándose inmediatamente en arreglarse la casa
con los pobres y viejos muebles que trajo en una carreta del pueblecillo
donde vivió hasta entonces, siendo amparo de necesitados y ejemplo de
virtuosos. Durante más de cuarenta y ocho horas, nadie se dio cuenta de
que allí había cura nuevo.
Algunos días después, las pocas personas que le vieron y hablaron
esparcieron la voz de que parecía buena persona. Y no se equivocaban los
que tan presto formaron de él juicio favorable, porque don Cándido era
un bendito. Por su estatura, rostro y porte traía a la memoria el
retrato que hizo Cervantes de su Hidalgo inmortal. También don Cándido
_frisaba con los cincuenta años y era de complexión recia, seco de
carnes, enjuto de rostro, gran madrugador_, y si no amigo de la caza,
como don Quijote, incansable en el ejercicio de buscar tristezas para
aliviarlas.
Sus condiciones morales todas buenas: la piedad sincera, el trato
afable, el lenguaje humilde, la caridad modesta, y en todo tan compasivo
y tolerante, que, con ser grande el respeto que imponía, aún era mayor
la cariñosa confianza que inspiraba. Su ilustración no debía de ser
extraordinaria. En un cofrecillo muy chico cabían los libros que poseía,
siendo el de encuadernación más resentida por el continuo uso y el de
hojas más manoseadas, los Santos Evangelios. Ni los Padres de la Iglesia
ni los excelsos místicos le deleitaban tanto como aquellos sencillos
versículos que ofrecen, a quien sabe leerlos, mundos de pensamientos
encerrados en frases sobrias.
Todos los días, en seguida de comer, don Cándido, apoyado en el alféizar
de la ventana de su cuarto, releía y meditaba un par de capítulos de San
Marcos o San Mateo. Luego dejaba el libro, y tomando el sol y fumando
cigarrillos pasaba el rato entretenido en observar cómo trabajaban unos
cuantos picapedreros que, en un solar contiguo y vallado, tenían
establecido al aire libre su taller.
Habíase derrumbado meses atrás un arco de la capilla de la iglesia;
cierta señora piadosa legó fondos para reconstruirlo, un arquitecto de
la ciudad vecina iba de cuando en cuando a inspeccionar la obra, y en
aquel espacio inmediato a las habitaciones de don Cándido estaban,
resaltando por su blancura sobre la verde y felpuda hierba, los bloques
de caliza que poco a poco iban convirtiéndose en claves, dovelas,
salmeres y trozos de archivolta.
Allí, desde la mañana hasta la tarde, exceptuada una hora al medio día,
se escuchaba continuamente el ruido múltiple y monótono formado por los
mazos y las martillinas al chocar con las piezas de cantería: el sol lo
iluminaba todo, lanzando acá y allá las sombras rectangulares e intensas
de los tinglados de estera bajo que se resguardaban los peones, y a
ratos de entre aquel rudo concierto que forman el hierro hiriendo, la
piedra partiéndose y el eco resonando, se alzaba el canto bravío y
triste de una copla medio ahogada por el zumbido del trabajo como un
suspiro entre las penas de la vida.
Durante los cuatro últimos días de la primera semana que pasó don
Cándido en Santa Cruz de Lugarejo no dejó de asomarse para contemplar a
los canteros, y si alguien le observase de cerca, acaso por la emoción
reflejada en su rostro, pudiera sospechar que aquella tarea dura y
penosa despertaba en el alma del cura una emoción dulce y compasiva.
El domingo, primero que allí pasaba el sacerdote, salió muy temprano de
casa, dijo misa, dio un paseo largo, comió más tarde que de costumbre, y
poco antes de concluir, cuando al levantar el mantel le trajo el ama los
fósforos y el bote de picadura, oyó que comenzaba a resonar al principio
aislado y débil, luego nutrido y fuerte, el ruido que producían los
canteros picando y labrando piedra en el solar vecino.
«¡Hasta en domingo!»--murmuró triste y sorprendido don Cándido: y
asomándose a la ventana gritó al trabajador más próximo:
--¡Eh! ¡Buen amigo! Diga Vd. al maestro, capataz o lo que sea, que haga
el favor de subir aquí un instante.
Momentos después estaba el maestro cantero en el comedor del cura.
Obsequiole éste con queso nuevo y vino añejo, diole un pitillo del
grosor de un dedo y en seguida violentándose, forzando su propio
natural, le reprendió con la poca y tímida aspereza que su bondad,
permitía, diciéndole:
--¡Qué falta de religión... y qué vergüenza! ¡Trabajar en domingo!
El obrero, disgustado por la reprimenda, pero cohibido por el agasajo,
repuso humildemente:
--¿Y qué le vamos a hacer, señor cura? Trabajamos cobrando al entregar
las piezas terminadas, ganando tiempo... el jornal es corto, el pan
caro... y cuando menos se piensa nace un chico. Aquel grandullón
rubio--añadió acercándose a la ventana y extendiendo la mano--tiene
cinco; el de al lado, tres; el cojo de enfrente mantiene a sus padres...
y así todos. Créame Vd., señor cura, en tripa vacía y hogar sin lumbre
no hay fiestas de guardar.
Quedose perplejo don Cándido, y haciendo al fin un esfuerzo por parecer
enojado, contestó:
--A pesar de eso. ¡En domingo no se trabaja! ¿Y cuántos sois?
--Doce.
--¿Cuánto gana cada uno? En junto: ¿cuánto importan los jornales de hoy?
El cantero sacó la cuenta por los dedos, y repuso:
--Ciento quince reales.
Don Cándido se dirigió a su alcoba, abrió un vargueño, sacó de un cajón
un bolsillo de seda verde con anillas de acero, tomó de su contenido
aquella suma, y se la entregó al maestro con estas palabras:
--Toma: que rece cada uno un _Padre-Nuestro_, y marcháos a descansar.
¡No profanéis el día del Señor!
A los cinco minutos el taller estaba desierto.
* * * *
Al domingo siguiente, cuando don Cándido subió a desayunarse, luego de
decir misa, oyó asombrado el rumor que al trabajar producían los
picapedreros, y frunciendo el entrecejo, murmuró:--«¿Hoy también?»
La escena que siguió fue igual a la ocurrida ocho días antes. Llamó al
maestro, le reprendió más duramente, fue a la alcoba, y dio el dinero
para que el taller se despejara. Los trabajadores se marcharon alegres,
algunos a sus casas, los más a la taberna; el bolsillo verde quedó
vacío, y el cura asomado a la ventana pasó un rato contemplando aquellas
piedras; que según las miraba debían de tener para él oculto y
misterioso encanto.
Durante la semana siguiente, el trabajo cundió tanto que casi quedó
limpio el solar. El nuevo arco de la iglesia estaba a punto de
terminarse.
Sin embargo, al tercer domingo aún comenzó más temprano el golpeteo
seco y metálico de la herramienta sobre la piedra; pero el ruido era
mucho más débil: sin duda trabajaba poca gente.
Corrió don Cándido a la ventana y vio que solo había un hombre ocupado
en labrar y afinar una pieza en forma de dovela, con tanta priesa y tal
afán, que ni tomaba instante de reposo ni levantaba siquiera la cabeza.
Entonces bajó y acercándose al obrero le preguntó de mal modo:
--¿Has quedado tú para simiente de judíos? ¿Por qué trabajas?
--Señor--respondió el cantero--ayer quedó concluido todo: mañana lunes,
de madrugada, se hace la entrega: sólo falta esta dovela por culpa mía,
porque... he estado entre semana dos días enfermo. Y hoy tengo que
acabarla, antes de la puesta del sol... para cobrar, porque ayer no
quisieron pagarme... ni me pagan hasta que acabe.
Dicho lo cual, bajó la cabeza, inclinó el cuerpo y siguió picando.
--¿Y si no concluyes hoy?
--El trastorno es lo menos: lo malo es que no cobro, y en casa hace
falta.
Quedose don Cándido pensativo. Las cuentas que echó y los cálculos que
hizo sólo él podría decirlos: debió de recordar que el bolso verde
estaba vacío; acaso se dijo que la verdadera limosna es la que no con
dinero, sino con el propio esfuerzo se hace... Tal vez vinieron, a su
pensamiento memorias a él solo reservadas... Ello fue que mirando
compasivamente al cantero le dijo en voz baja, como confiándole un
secreto:
--Mi padre y mis hermanos fueron canteros... Cuando chico, yo también
aprendí, el oficio. ¡Yo te ayudaré!
Y recogiéndose las mangas cogió un puntero, empuñó un mazo y empezó a
picar la piedra.


LA HOJA DE PARRA

Las dos de la tarde acababan de dar en el gabinete, amueblado con el
lujo aparatoso e insolente propio de una cortesana vulgar enriquecida de
pronto, cuando Magdalena envuelta en ligeras ropas de levantar y aún
tembloroso el cuerpo por el frescor del baño, atizó los leños de la
chimenea, y aproximando al fuego el mueblecillo que le servía de
tocador, extendió sobre él un lienzo guarnecido de puntillas, encima del
cual fue colocando cepillos, peines, tatarretes, frascos, polvoreras y
cuanto había menester para peinarse. En seguida inclinó el espejo hacía
sí, se sentó, y sin llamar a la doncella comenzó a soltarse el largo y
abundoso pelo, antes castaño muy oscuro y ahora teñido de rojo caoba
como el de las venecianas a quienes retrató Ticiano.
Jamás permitía Magdalena que nadie le ayudase en aquella importante
operación del peinado: primero por horror instintivo a que otra mujer le
manosease la cabeza, y además porque deseaba estar sola cuando su
amante, según costumbre, iba siempre a la misma hora para deleitarse
contemplándola bien arrellenado en un sillón, mientras sus manos
primorosas se hundían y surgían de entre las matas de la cabellera,
formando altos y bajos, bucles, ondas y rizos hasta dejar prieto y
sujeto el moño con horquillas doradas, mientras los pelillos revoltosos
de la nuca, que llaman tolanos, quedaban sueltos en torno de su cuello
como rayos de un nimbo roto.
Por coquetería, y por dar tiempo a que su dueño y señor llegara, iba lo
más despacio posible, levantándose a veces para distraerse en otras
cosas; pues lo esencial era que al aparecer su amante aún tuviese suelta
la sedosa madeja que le inspiraba tantas frases lisonjeras, dándole a
ella pretexto para estar con el escote entreabierto y los brazos
desnudos, puestos en alto, haciendo mil embelesadoras monadas.
Un buen rato pasó escogiendo y apartando medias y puntillas que le
habían mandado de una tienda, púsose luego unos zapatos nuevos para
convencerse de que le hacían bonito pie, antes de pagarlos, y por último
se probó un cubrecorsé y una bata, permaneciendo en adoración de sí
misma ante el armario de luna, complaciéndose, más que en los primores
de las galas, en su gallarda figura, de madrileña esbelta y en su gentil
cabeza de mujer dominadora y altiva.
Era rubia y muy blanca, verdaderamente hermosa y bien formada, aunque
algo gruesa, como si en plena juventud pretendiera la carne ahogar a la
belleza. Tenía las facciones delicadas, los ojos oscuros, de mirar
expresivo, y los gestos y ademanes tan enérgicos y desenvueltos que a un
tiempo delataban la vivacidad de su carácter y el empeño de mostrar una
gracia más provocativa y libre de lo que su propia índole consentía.
Aún no demostraban su lenguaje y modales completa perversión, más ya
sabía desplegar a modo de recursos seguros, el licencioso desparpajo y
la franca deshonestidad de quien para vivir se pone precio, esperando
acrecentar con el estímulo el deseo, y con el impudor la ganancia.
Comprendía el poder de sus atractivos y lo extremaba, siendo tan
complaciente y mimosa al concederse como dura y despótica para dominar a
su amante, que la quería poco y la estimaba menos, pero hallaba en día
dulcísimo empleo a sus sentidos porque era hermosa y completa
satisfacción a su vanidad, porque le costaba mucho.
Ya iba impacientándose por la tardanza de su señor--que acaso no pasase
de arrendatario--cuando al oír sonar prolongadamente un timbre, se
acomodó de nuevo ante el tocador. Pocos segundos después, una doncella
levantaba la cortina de la puerta dejando paso y diciendo:
--El señorito.
A pesar del diminutivo, el hombre que entró, sin quitarse el sombrero,
era un señor de cincuenta años, lo menos; alto, bien plantado, mostrando
en la mirada y el porte que, a despecho de la barba entrecana y el pelo
casi blanco, aún debía de apreciar en toda su intensidad, los encantos
de aquella buena moza. Vestía con exquisita elegancia, y por su edad y
aspecto, tenía representación de persona importante: juzgándole por las
trazas no era disparatado imaginar que fuese presidente de algún alto
cuerpo del Estado, banquero poderoso o senador por derecho propio.
Acercose a Magdalena, diole un beso en el cuello, sin que ella mostrase
resistencia ni agrado, y quitándose guantes, gabán y sombrero, se sentó
en una butaca colocada frente al tocador; de modo que pudiese ver a su
amante por la espalda y al mismo tiempo contemplar su rostro reflejado
en el espejo.
--Besitos--dijo ella frunciendo el entrecejo--besitos... y poca
vergüenza. Vamos, a ver ¿por qué no ha venido _usted_ ayer en todo el
día? Mira que si yo quisiera... apenas tenía horas libres para...
--Hija no he podido.
--No ¿eh? ¡Un día entero! ¿Qué has tenido que hacer?
--Muchas cosas.
--Pues todo me lo has de contar para que te perdone... hora por hora...
minuto por minuto.--Y alardeando de apasionada y ofendida, se levantó
con el pelo suelto yendo a ponerse de media anqueta en un brazo de la
butaca donde él estaba, diciendo:
--Anda pichón, dime todo lo que has hecho, y si mientes... te ahogo.
--Pues, mira: ayer me levanté a las doce, almorcé, y a las dos me tenías
en el Consejo magno de ferrocarriles Hispánicos.
--¿Y qué pito tocas tú allí?
--Teníamos junta los consejeros porque los guarda-agujas piden aumento
de sueldo y se han declarado en huelga. Dicen que ganan no sé cuanto,
ocho o diez reales, y trabajan dieciséis o veinte horas... y que no
duermen. Acordamos negar, pero hubo discusión: hasta las tres y media
estuvimos allí.
--¿Y luego?
--Fui a Hacienda a ver al ministro.
--¿Para qué?
--Ya sabes que tengo unas dehesas en la Mancha. Pues, entre
investigadores y denuncias... nada, que me quieren cobrar doble
contribución de la que pago... ¡Y no me da la gana!
--Pero, ¿con razón?
--Nunca hay razón para cobrar tanto. Claro que... en realidad debía
pagar más... pero ¿quién paga lo justo? Nadie.
--¿Y qué te dijo el ministro?
--Medias palabras. No podía ser explícito; pero comprendí que todo se
arreglaría. ¿No ves que en su distrito, si yo quiero, no saca el
gobierno ni un voto?
--En fin, que te saldrás con la tuya.
--Cabal. Pagaré lo que hasta aquí.
--Y luego ¿dónde fuiste?
--De allí salí a las cuatro y media. Me encontré en la calle a Pignorate
y estuvimos un rato largo hablando de negocios.
--¿Qué negocios?
--Una empresa que tenemos. La cosa parece que se tuerce. Pignorate es el
que da la cara: el dinero es de varios, yo entre, ellos. Dicen malas
lenguas que si es limpio o no es limpio. Todo consiste en adelantar
dinero a señoritos... y claro que han de pagar algo. Que algunos son
menores... pues que sean: lo mismo necesitan dinero los jóvenes que los
viejos. Pignorate me dijo que iba a meter a un muchacho en la cárcel,
pero ya verás como no lo consienten sus padres.
--Vamos, qué tenéis una sociedad para prestar a menores y luego... _lo
arreglan_ sus familias.
--Así, tan crudo... no; pero el que quiera dinero para vicios que lo
pague...
--¿Y después?
--Me metí en el Congreso. Tenía que votar con el gobierno, por pura
disciplina, una gran picardía. Sin embargo, como lo primero es el
partido, voté. Luego tuve que ir al Círculo para buscar a uno.
--¿Jugaste?
--Poco: hasta las siete.
--¿Y qué tal?
--Medianamente; gané mil pesetas.
--Pues me vienen al pelo.
El caballero sonrió bondadosamente y sacando del tarjetero diez billetes
de a veinte duros, los colocó sobre la falda de Magdalena diciendo:
--Para alfileres: y ya puedes agradecerlo... Mis chicas tenían no sé qué
capricho... cosas de muchachas. Otra vez será.
Ella, dando por terminado aquel incidente, tiró sobre el tocador los
billetes y continuó:
--¿Qué hiciste luego? ¿Por qué no viniste de noche? Te estuve
esperando... Se perdió el palco y me acosté de un humor.
--Fui a casa, a comer, con propósito de venir temprano. ¡Qué si quieres!
Hizo la maldita casualidad que, contra lo habitual, no tuviésemos más
convidado que mi suegra.
--¡Lagarto, lagarto!
--Sí; estuvimos en familia. Luego se marchó la buena señora, mis hijas
se fueron a vestir para ir al teatro y me quedé solo con mi mujer.
--¿Y qué pasó?
--Lo de siempre cuando nos vemos a solas. La gran jaqueca. Es buena,
cariñosa, dulce; la estimo y la respeto y considero.., pero no nos
entendemos.
--¡Ya conseguirá que me dejes!
--¡Eso no! Tuvimos una escena muy desagradable y estuve muy enérgico.
--No te atreverías.
--¿Qué no? Pues mira: le dije «no me apures la paciencia porque nos
separamos. Tú eres libre... hasta cierto punto: yo soy dueño de mis
acciones, y en paz, o damos el gran escándalo.»
--Te hablaría de mí.
--Por indirectas. Me dijo que gastaba demasiado, que en casa se debía la
mar, que ella estaba humillada, despreciada, que las chicas se iban a
quedar sin tener qué comer... y ¡lo que más me enfurece! se echó a
llorar.
--Para que te ablandases.
--Pues no me ablandé. Lo que siento es que las chicas...
--¿Qué sucedió?
--Del comedor habíamos pasado al despacho. Las niñas vinieron vestidas,
oyeron voces, se detuvieron junto a la puerta y se enteraron de todo.
--Como son mayorcitas se harán cargo.
--Quiá, se abrazaron a su madre... llorando. ¡Figúrate!
--¡Tonto! Haberte venido aquí.
--Ya se me ocurrió; pero se me había levantado tal dolor de cabeza que
tuve que acostarme y tomar antipirina.
--¡Potingues! ¿Qué mejor antipirina que yo?
Quiso él entonces abrazarla por quitarle el enojo, mas ella levantándose
de su lado le dijo muy seria.
--Todo eso está muy bien y el cuadro de familia interesantísimo. Para
evitar que se repita, esta tarde me llevas a comer a cualquier parte.
--Convenido. Y no mando recado a casa: ya se irán acostumbrado.
Magdalena sonrió gozosa y volviendo a su interrogatorio y reprimenda,
para disimular la alegría, preguntó con gesto desabrido.
--Y hoy ¿por qué no has venido más temprano?
--He tenido que hacer una visita.
--¿A quién?
--A un amigo mío con quien estoy organizando una sociedad muy útil y
provechosa. Ahora no existe ninguna semejante ni parecida: queremos que
sea medio sociedad medio cofradía, con honores de tribunal. Si nos
dejan, el Santo Oficio con levita. Hace mucha falta porque hoy no se
respeta nada ni se cree en nada, el sentido moral anda por los suelos,
el mundo está perdido... Pero tú no puedes comprenderme.
Magdalena sonriendo entre provocativa y burlona, al mismo tiempo que se
prendía las últimas horquillas en el moño, volvió la cara hacia su
amante, hizo un guiño muy expresivo y dijo:
--Hazte socio, monín. Oye ¿y cómo se llama esa hermandad?
--_La hoja de parra_.
--¿Y para qué es?
El caballero se puso muy serio y con voz grave y sonora, repuso:
--_La Hoja de parra_ será una Asociación para atajar los progresos de la
inmoralidad y de la falta de fe.

=Obras del mismo autor=
APUNTES PARA LA HISTORIA DE LA CARICATURA 2 pts.
LÁZARO (casi novela), segunda edición 3
DE EL TEATRO, (_Lo que debe ser el drama_).--Memoria leída en el Ateneo
de Madrid, segunda edición 1
LA HIJASTRA DEL AMOR (novela), tercera edición 4
JUAN VULGAR (novela), tercera edición 3
EL ENEMIGO (novela), tercera edición 4
LA HONRADA (novela), con ilustraciones de José L. Pellicer y José Cuchy
4
DULCE Y SABROSA (novela) 4 pts.
NOVELITAS 3'50

=Próximas a publicarse=
PERIFOLLOS (novela).
VALDELLANTO (novela).
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