Cuentos de mi tiempo - 2

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el retablo del altar mayor semejaba un monumento de oro adivinado tras
la pirámide de llamas formada por cirios y velas, cuyos pábilos
chisporroteaban, esmaltando de puntos rojos las espirales del incienso
que flotaba en la atmósfera calurosa y pesada.
Casi no se distinguían imágenes, confesionarios, puertas, pinturas, ni
tapices; los bultos y las líneas, perdidos la forma y el contorno,
estaban ofuscados por un fulgor que, a pesar de su intensidad, recordaba
la palidez enfermiza y triste de la cera. Las lámparas de aceite,
repartidas a distancias y alturas desiguales, brillaban con claridad
verdosa; y sobre la alta cornisa, de donde arrancaba la bóveda, había
una línea de ventanas cegadas con cortinas en que los rayos del sol se
detenían, iluminando los bordes de la tela y resbalando luego,
amortiguados y débiles, por las molduras polvorientas.
A los lados, en las entradas de las capillas, estaban los hombres, en
pie la mayor parte, algunos arrodillados, todos cansados, formando
grupos donde resaltaban los cráneos relucientes, las cabezas canas y los
rostros encendidos del calor.
Las mujeres llenaban todo el centro de la nave: había tantas que estaban
apiñadas, molestas, dejando oír continuamente el chocar de las sillas,
el crujido de las sedas y el aleteo de los abanicos. No iban vestidas de
trapillo, como salen a las primeras misas, sino lujosamente ataviadas,
cual si para ir a la casa de Dios les hubiesen servido la vanidad y la
tentación de doncellas consejeras. Su gracia y su hermosura, realzadas
por la gravedad de los semblantes; la coquetería de sus movimientos al
volver las hojas de los libros llenos de cifras y blasones; el modo de
liarse a la muñeca los rosarios que parecían joyas; el inclinar la
cabeza sobre el pecho anheloso, mirándose de reojo los pliegues de la
falda; alguna tosecilla rebelde, rastro de los escotes del invierno, y
alguna sonrisa cautelosa dirigida hacia las laterales de la nave, todo
delataba una devoción superficial, elegante, frívola y mezquina; piedad
exenta de grandeza, manchada de reminiscencias mundanales.
Sus espíritus parecían vagamente abismados en la contemplación no
lograda de algo que incompletamente deseaban, mostrando quietud sin
recogimiento y misticismo sin poesía.
Sus cuerpos eran figuras de cuadros modernísimos. Tenían en los trajes
dibujos primorosos; combinaciones de colores extraños perfectamente
armonizados; cintas de tornasoles inverosímiles; flores tan bien
contrahechas, que parecían recién cogidas entre rocío húmedo, y plumas
tan leves como los filamentos vaporosos del incienso que flotaba en el
aire.
La esbeltez de los talles, la exuberancia de los bustos, todos sus
encantos y atractivos, estaban realzados, favorecidos, expuestos, y como
ofreciéndose con la premeditación de un arte seductor y diabólico.
Las ropas les cubrían el cuerpo, pero ciñéndolo, plegándose
amorosamente, ondulando hasta modelar la forma como lienzos húmedos;
dejando las bellezas a un tiempo tapadas y desnudas, vestidas y
deshonestas, convirtiéndose el paño que oculta en gasa que revela y la
gracia que atrae en sensualidad que enerva. Sus caras, alteradas por el
disimulo y la coquetería, eran rostros de esfinge, espejos de almas
insondables. Aquellas mujeres, nacidas en las cumbres sociales, y
mimadas por la fortuna, eran la obra perfecta de la Naturaleza,
embellecida por las fuerzas de la civilización. Lo que sobre sí llevaban
era la cifra y compendio del trabajo humano: todas las ciencias, todas
las industrias convergían a buscar maravillas o realizar prodigios para
ellas. Allí estaban todos los tipos de la belleza femenina, todas las
variedades de la hermosura, y de entre las largas filas, de cabezas se
desprendían emanaciones turbadoras: olor a lilas blancas que hace
traidora la pureza, clavel rojo que huele a clavo, heno fresco que trae
a los sentidos laxitud de amores campestres, y aromas intensos del
Extremo Oriente, quintaesenciados por las artes viciosas de la Vieja
Europa. La dulzura de las miradas, el ligero palpitar de los labios
estremecidos por el rezo, no eran bastante a disipar la fascinación que
con su hermosura despertaban.
Cuando se movían arreglando los reclinatorios y las sillas, el sagrado
recinto parecía estremecerse como santo mordida por la tentación, y el
crujir de las sedas imitaba rumor de viento entre hojarasca caída y
seca.
Las luces brillaban intensamente; la atmósfera cargada, casi opaca, iba
tomando junto a las llamas cambiantes opalinos. El formidable trompeteo
del órgano, a veces dominado por las notas altas del canto, se
desparramaba por el aire en oleadas de armonía, y cuando cesaban se oía
monótono y constante el sonido casi cristalino, pertinaz y agudo, de una
moneda de oro golpeada contra una bandeja de plata. Entre el fulgor
amarillento de las luces y el sonido de aquella moneda, el templo
parecía dominado por algo terrenal y profano, mientras arriba, en lo
alto de la cornisa, a cada instante penetraba con más dificultad la luz
del sol.
* * * *
En el crucero de la nave había un ventanal gótico guarnecido de vidrios
de colores, industria moderna que reproducía con fidelidad pasmosa una
composición antigua, donde estaba pintada, como en un transparente
mágico, el sublime episodio de que hablan los Evangelios cuando refieren
cómo Jesús echó a los mercaderes del templo.
Era el fondo un edificio soberbio hecho con mármoles y jaspes, e
invadido por muchedumbre de gentes abigarradas vestidas lujosamente a
usanza hebrea. Los cambistas y negociantes estaban sentados ante las
mesillas cargadas de dinero; otros vendían copas de metales preciosos;
por el suelo había cestas de panes, jaulas de palomas, y en el centro
resaltaba la figura de Jesús divina e imponente, vestido con túnica tan
blanca como la luz misma, echando de allí a los que profanaban la casa
del Señor. Y en el friso del ventanal se leían estas palabras del
evangelio de San Mateo, escritas con caracteres góticos:
_Y les dice: Escrito está. Mi casa, casa de oración será llamada; mas
vosotros cueva de ladrones la habéis hecho._
* * * *
* * * *
Al caer la tarde el sol poniente abarcó con sus rayos la ventana de
colores iluminando de lleno la figura blanca con sus rayos
horizontales; y entonces, como si milagrosamente la vivificaran los
besos de aquella luz celeste, se fue desprendiendo de los vidrios, tomó
cuerpo en el aire semejante a una forma diáfana, impalpable, flotó en el
atmósfera, y lentamente fue bajando, bajando, a modo de aparición
soñada, hasta tocar con sus sagrados pies el pavimento de la iglesia,
por donde en luces amarillentas, lujos culpables y reflejos metálicos,
parecía también desparramado el oro caído de las mesillas de los
mercaderes.
Vagó un momento por entre sedas vistosas, flores contrahechas y perfumes
lascivos, vio pendientes de los muros del templo los cepillos que pedían
dinero, leyó en los corazones el ánsia de riquezas, y ante la impureza
de las concupiscencias humanas, su alma se anegó en la tristeza infinita
que experimenta el sacrificio estéril y olvidado... mientras en todo el
ámbito del templo repercutía el sonido de la moneda de oro golpeada
contra la bandeja de plata.
Entonces se inclinó hacia el suelo, cogió de un rincón un manojo de
cuerdas olvidadas, y esgrimiéndolo a manera de látigo, castigó con
justicia y sin piedad.
Nadie le veía, nadie sentía dolor, y sin embargo las cuerdas
acardenalaban las carnes, rompían las galas y mostraban desnudos los
cuerpos pecadores. Llenose el aire de deseos torpes, de citas culpables,
de hedor de riqueza mal ganada, de gemidos de tristes faltos de
consuelo, de llanto de pobres olvidados. Viento de pavor heló los
corazones. Allí fue el rechinar de dientes y el crujir de huesos de que
habla la Escritura.
Hubo un momento de terror indecible, como debió de haberlo en el templo
de Jerusalén, y toda aquella profusión de lujo y de poder quedó
destruida y condenada, fantásticamente, en silencio, sin voces, sin
gritos, sin dolor físico, sin que lo advirtieran los sentidos. No fue la
destrucción en la realidad tangible de las cosas, sino en la íntima
realidad de las conciencias.
* * * *
Siguió el órgano lanzando su formidable trompeteo, el incienso ocultando
los altares, y continuó la monedita de oro golpeando la bandeja de
plata.
Hecho aquel justo estrago, la figura blanca desprendida del vidrio
perdió su forma corporal al trasponer la puerta, y trocada en resplandor
luminoso, se hizo ingrávida, se alzó de tierra y se borró en el aire.
Aquella noche, en el templo solitario todo estaba en orden, pero en el
ventanal gótico faltaba la figura blanca, y por el hueco de contorno
humano que formaban los plomos sin vidrios, se veía en el cielo el
parpadear misterioso de los astros.
En el pensamiento y la memoria de las gentes quedó clara y viva la
impresión del milagro. ¿Fue antojo de imaginaciones turbadas? ¿Fue
realidad?
Alguien dijo que le había visto en la calle socorrer a un pobre, mirar
con piedad a una mujer perdida, y acariciar a un niño... Pero nadie
sabía quién era. Todos le han olvidado.


LA CUARTA VIRTUD

Estaba el deán tomando chocolate y leyendo entre sorbo y sopa un diario
neo católico, cuando entró en su cuarto el ama, diciendo sobresaltada:
--Señor, ahí está Garcerín, y dice que la catedral se viene abajo.
El deán, alma de la diócesis, porque el señor obispo de puro bueno no
servía para nada, agitó con la cucharilla el vaso de agua donde se
estaba deshaciendo el azucarillo, bebióselo tranquilamente, se limpió
los labios con la servilleta, y mientras encendía un cigarro de papel,
más grueso que puro, repuso sin alterarse:
--Lo de siempre... ganas de asustar... algo menos será. Dile que pase.
Garcerín, el monaguillo más listo y endiablado de la santa basílica,
traía el espanto pintado en la cara.
--¿Qué hay, buen mozo?
--Señor, que esta vez va de veras.
--Cuenta, cuenta.
--Pues, ahora mismo estaba yo quitando los cabos de los candeleros del
Carmen, junto al crucero, cuando sonó por arriba, muy arribota, un ruido
como si crujiera una piedra al partirse, y cayeron tres o cuatro pedazos
mayores que manzanas. Yo creí que serían, como otras veces, de la mezcla
que une los sillares, pero miré a lo alto y vi que no: eran de la piedra
blanca de la cornisa, donde hay un adorno que parece una fila de huevos
y otra de hojas... de pronto ¡pum! otro pedazo gordo, como su cabeza de
usted, y dio en la esquina del altar, y partió el mármol... y eché a
correr hacia la sacristía.
--¿Quién estaba allí?
--El señor arcipreste: le señalé dónde había sido, miró, y dijo:
«¡Pronto, a cerrar! ¡que no entre nadie... que no pase nadie por ahí! Es
el pilar del lado de la Epístola. Vaya, este es el acabose.» Yo volví a
mirar, y ¿se acuerda usted de que los pilares son como unas columnas
cuadradas, grandes, muy grandes? Pues por arriba, arriba, se han
_desapartao_ las piedras más gordas, y entre dos de ellas queda un hueco
que cabe un gato... y de allí está cayendo arena y chinas de cal... Dice
el señor arcipreste, que con que pase un carro por fuera se viene abajo
media iglesia.
--Tenéis razón: esta vez va de veras. Vamos allá.
El señor deán, profundamente disgustado, se puso el manteo, cogió la
teja de reluciente felpa, y salió diciendo como si el chico pudiese
comprenderle:
--Entre el ábaco y la cornisa: allí está el mal.
A los pocos momentos entraban en la iglesia. Efectivamente: por uno de
esos fenómenos difíciles de razonar a primera vista y frecuentes en toda
vieja fábrica arquitectónica, el pilar del lado de la Epístola se había
rajado en su tercio superior lo mismo que una caña, sin que el arco que
en él se apoyaba sufriese, al parecer, la más ligera desviación: pero
bastaba ver en lo alto el hueco de que habló el muchacho para comprender
que el hundimiento de la bóveda podía sobrevenir de un momento a otro.
Suspendiose el culto, y aquella misma semana, antes de que comenzaran
los trabajos de apuntalamiento, el telégrafo difundió por el mundo la
noticia de que se había venido abajo la bóveda del crucero.
El gobierno pidió a las Cortes un crédito extraordinario, se nombró una
junta de restauración, y el deán fue el alma de ella, porque en la
diócesis nada se podía hacer sin su consejo.
Era el deán relativamente ilustrado, leía mucho, tenía fama de entender
en cuadros antiguos, y sabía dar a sus sermones cierto tinte artístico
que contrastaba con la austera sequedad de otros oradores sagrados. Por
ejemplo: para hacer el retrato de un asceta, lo pintaba como Zurbarán;
al describir un martirio, se inspiraba en el San Bartolomé, de Ribera;
al hablar de los horrores de la Pasión, traía a cuento los Cristos
demacrados y escuálidos de Morales; y cuando quería dar idea de la
Ascensión de la Virgen, la presentaba en periodos tan brillantes y
poéticos como los fondos luminosos que puso Murillo a sus Concepciones:
con todo lo cual y ser académico correspondiente de la de Bellas Artes,
(porque en cierta ocasión mandó a Madrid el brocal de un pozo árabe
diciendo que era romano) como no había en el cabildo otro que valiera
más, pasaba por sabio, y hasta los periódicos liberales le llamaban
erudito. Claro está que con tales antecedentes fue el alma de la
restauración. Bajo su dominio tuvo el arquitecto que pasar las de Caín,
pero al fin y al cabo se levantó el pilar y se rehizo la bóveda.
Concluida la parte arquitectónica de la obra, tratose de decorar lo que
debía estar decorado, llamáronse pintores y estatuarios, y previa
presentación de bocetos quedaron sustituidos por otros nuevos cuantos
santos y santas perecieron en la pasada catástrofe. Mas no todo salió a
gusto del deán, y como aún faltaban por decorar las cuatro pechinas
formadas por los arcos del crucero, se deshizo de los artistas que hasta
entonces trabajaron en la iglesia, y buscó uno capaz, a juicio suyo, de
concebir y ejecutar maravillas.
El pintor en quien se fijó era hombre de extraordinario mérito.
Llamábase Molina y en él estaban reunidas y ponderadas de tal suerte y
en tan justa medida la ilustración, las facultades reflexivas y las
condiciones de pintor, que sabía estudiar, convertir el estudio en
inspiración, madurar el pensamiento, y luego darle forma, haciendo que
en su pintura hubiese idea y que ésta no quedara empequeñecida por mal
interpretada. En una palabra, un gran artista que discurría como Miguel
Ángel y ejecutaba como Velázquez. Lo que no tenía, por ser español, era
dinero; mas a consecuencia de haber enviado obras a exposiciones
extranjeras y haber retratado a una embajadora hermosísima, era su
nombre conocido en toda Europa. Deseoso de acrecentar su fama, y también
de hacer fortuna, estaba precisamente a punto de expatriarse, como
tantos otros, cuando le buscó el deán encargándole los bocetos para las
cuatro pechinas; trabajo que aceptó gozoso, primero por dejar en su
patria muestra de lo que valía; y, segundo, porque necesitaba arbitrar
recursos para el viaje.
Diose luego a pensar en cómo realizaría su trabajo. La cosa no tenía
nada de fácil. Vistas desde el pavimento de la nave las pechinas, eran
cuatro superficies triangulares y cóncavas que parecían tener desde la
base al vértice tres metros o poco más, pero miradas de cerca, en lo
alto del andamiaje, eran disparatadas de grandes. Además, en aquel
sitio, a tal elevación y en espacios triangulares, no era racional hacer
composiciones o grupos que desde abajo resultasen empequeñecidos, por
las robustas líneas de la cornisa y el tremendo vano de la cúpula. Ello
fue que después de estudiar mucho y pensar más, Molina resolvió pintar
cuatro figuras colosales, sobre todo grandiosas, que simbolizaran
aspiraciones, ideas y sentimientos armónicos con la naturaleza e índole
del monumento.
Comenzó a hacer apuntes, bocetos, manchas de color, y ya iba dando vida
real a los pensamientos soñados en el delirio creador, cuando el deán
cayó enfermo, sin llegar a ver nada de lo que el artista había hecho.
Entonces Molina, para trabajar a gusto, decidió no recibir a nadie hasta
tener las cuatro figuras acabadas: nadie había de verlas mientras no las
viese el señor deán.
La dolencia de éste fue larga; en, tanto que duró no permitieron los
médicos, por ahorrarle cavilaciones, que se le hablase de la
restauración del templo, y aunque así no fuera, nada hubiera podido
saber de lo que hacía Molina, porque el artista con nadie hablaba de su
obra ni toleraba visitas.
En cuanto el deán se puso bueno, su primera salida fue para ir al
estudio. El pintor tenía terminado su trabajo y cubiertas las cuatro
grandes figuras con otros tantos trozos de percal; a fin de que no les
cayese polvo que ensuciara y velase la pintura fresca.
Quitó Molina el primer pedazo de percal al entrar el deán, y en la cara
que éste puso comprendió lo mucho que le gustaba la figura. Dejole largo
rato que la contemplase a su sabor, y luego, de un tirón, descorrió la
segunda tela. La figura que ocultaba era infinitamente superior a la
primera, y el deán se deshizo en elogios y alabanzas. Pero esto no fue
nada comparado con lo que experimentó y dijo al descubrir el artista el
tercer lienzo. Aquello sí que era concebir y colocar bien una figura,
dibujar, sentir la forma, ser colorista y dominar todos los secretos de
la paleta. La pintura de Molina venía a ser una fusión admirable de lo
mejor de todas las escuelas. La figura parecía dibujada por Alberto
Durero, tenía el color del Veronés, la elegancia de Boticelli, era tan
decorativa como si la hubiese dispuesto Tiépolo, y tan real como si en
ella hubiese puesto mano Diego Velázquez. El deán creyó volverse loco de
contento.
«¡Qué artista, qué prodigio!--pensaba.--¡Y qué ojo he tenido yo, porque
sin mí nada de esto tendría la catedral!»
--Amigo mío, mejor que ésta no puede ser la otra--dijo luego en voz
alta.
Descubrió Molina la cuarta figura, y allí fue Troya. Al principio no se
dio cuenta el señor deán de lo que tenía delante, pero cuando llegó a
entenderlo, montó en cólera y se puso hecho una fiera, prorrumpiendo en
éstas y parecidas frases:
--¡Usted está loco! ¿Cómo pongo eso en la iglesia? ¿Cómo se le ha
ocurrido a usted semejante desatino? ¡Se necesita descaro! ¡Usted no
sabe lo que se pesca!
Molina contestó en el mismo tono, y abriendo la puerta del estudio,
mandó salir al deán; éste creyó desconocida y burlada su autoridad, el
pintor consideró ajado su decoro de artista, y tales cosas se dijeron,
uno bajando la escalera, y otro desde arriba, que nunca más pudo haber
entre ellos paz ni avenencia.
La catedral se quedó con las pechinas en blanco, y Molina vendió los
lienzos a un inglés.
Pasado algún tiempo, el deán cogió una pulmonía en el coro, y el pintor
se volvió tísico, muriendo ambos con diferencia de unas cuantas horas.
* * * *
Sus almas fueron volando por las alturas infinitas, más allá del
firmamento estrellado, donde no alcanza la mirada humana, y atravesaron
los espacios eternamente misteriosos, que han poblado de hipótesis y
mitos los filósofos gentiles, los teólogos cristianos y los poetas de
todas las edades.
En menos tiempo del que para contarlo hace falta, traspusieron el cielo
pétreo, de que habla Anaxágoras, el de aire vitrificado por el fuego que
ideó Empédocles, las bóvedas cóncavas que imaginó Platón, y los tres
cielos, luminoso, sideral y cristalino, de que habla Santo Tomás.
Por fin llegaron al Empíreo, donde según Alfonso el Sabio, habitan los
santos, los ángeles, los tronos y las dominaciones, todos ocupados en la
perdurable alabanza del Señor.
La puerta de la mansión de los justos era de oro, tenía luceros en vez
de clavos, y junto a ella, sentado en una nubecilla, estaba San Pedro
jugueteando con las llaves, aburrido, porque se le pasaban horas y horas
sin tener que abrir a nadie.
Preocupados solo de su salvación, el deán y Molina no se habían mirado
en el camino, pero al detenerse cerca del Santo se contemplaron
mutuamente exclamando de mala manera al mismo tiempo:
--¿Usted por aquí?
Encontrarse y comenzar a reñir, todo fue uno. Prodigáronse frases
depresivas, injurias, improperios, todo género de insultos, con tal
rabia, que San Pedro no pudo menos de decirles:
--¡Pero hijos míos... ¿no habéis sabido despojaros de las miserias
humanas y pretendéis entrar ahí? Para traspasar esa puerta es preciso
estar limpio de odio y de rencor, de todo sentimiento perverso y torpe.
Y deseando servirles de amigable componedor, añadió:
--Veamos si puedo conseguir que hagáis las paces. Contádmelo todo.
--Yo--habló el deán--encargué a este hombre, que era pintor, cuatro
figuras, y él en desprecio de lo más santo y sagrado... pintó lo que le
dio la gana. Las tres primeras eran soberbias, ¡pero la cuarta!...
--Señor--interrumpió Molina--efectivamente admití el encargo; los huecos
que había que decorar eran cuatro. Lo primero que se me ocurrió fue
pintar los cuatro evangelistas, pero ya los había hecho otro en distinto
lugar del edificio. Luego pensé cuatro alegorías de la Prudencia, la
Justicia, la Fortaleza y la Templanza... También estaban hechas. Me
acordé de profetas, de patriarcas, de reyes santos: unos eran más de
cuatro, otros menos, otros ya se habían pintado o esculpido. Entonces
pinté primero la Fe...
--¿Cómo?--preguntó San Pedro.
--Hermosa, vendada, las vestiduras blancas, en una mano las tablas de la
ley, en otra la palma del martirio, y toda ella iluminada por el sol,
padre de la vida.
--No estaría mal.
--Luego pinté la Esperanza.
--¿De qué modo?
--En pie sobre la proa de una nave, apoyada en el áncora y fijos los
ojos en el cielo. Luego pinté la Caridad.
--¿Cómo la representaste?
--Joven, más fuerte y más hermosa que ninguna, y dando de mamar a un
niño de tipo muy distinto al suyo para indicar que no era su hijo, y que
no le daba el pecho como madre, sino por ser Virtud.
--En verdad te digo que estuviste acertado.
--Que diga ahora--les interrumpió el deán--cual fue la cuarta figura que
hizo.
El artista alzó la frente como quien no se avergüenza y declaró así:
--Pinté el Trabajo: mozo, vigoroso, inteligente, fornido, con el yunque
sobre un montón de libros para expresar que el estudio es la base de la
fuerza, y coloqué a sus pies, esperando sus obras, la Paz y la Limosna.
Entonces ese hombre--añadió señalando a su adversario--se enfureció
conmigo.
--Como que esa no es virtud--gritó el eclesiástico--ni siquiera es esa
porque es ese.
--Porque es virtud macho--dijo el Santo al deán--tú no puedes
comprenderlo. Y vamos a ver, vamos a ver, ¿para dónde eran las pinturas?
--Para la catedral--contestó Molina.
--¿Y allí querías colocar el Trabajo?
--Sí, señor.
Al oír esto San Pedro, volviéndoles la espalda, echó tranquilamente el
cerrojo a la puerta del cielo y luego encarándose con el artista y el
clérigo les dijo:
--Vaya, vaya, ¡largo, fuera de aquí los dos! Tú, deán, al purgatorio una
temporadita por mal genio; y tú, pintor, tonto de capirote, al limbo,
como si fueras niño sin uso de razón. ¡El Trabajo en la catedral! ¡Qué
oportuno! Sabrás pintar, pero no sabes poner las cosas en su sitio.


LOBO EN CEPO
I
A una ilustre ciudad española, donde los hombres trabajadores y
valientes nacen de mujeres virtuosas y bellas, llegaron hace años dos
viajeros, cuyos trajes negros ni eran enteramente seglares ni del todo
eclesiásticos. Uno de ellos hablaba, aunque dulcemente, como superior;
otro escuchaba con humildad y respondía con respeto. Eran ambos de
continente severo, rostro lampiño y mirada que apareciera humilde si no
fuese por lo tenaz, reveladora de una voluntad poderosísima. Tenían
mansedumbre en la voz, daban a sus palabras el acento de una afabilidad
melosa y persuasiva, pero a veces sus pupilas parecían incendiarse en el
rápido e involuntario fulgurar de una energía indomable.
Pocas horas después de su llegada celebraron varias entrevistas
misteriosas con gentes adineradas de la población, y a los tres días
firmaron, ante notario y como subditos de potencia extranjera, la
escritura de compra de un caserón antiguo convertido en fábrica por un
industrial que, arruinado durante la guerra civil, tuvo que malvender su
hacienda. De esta suerte la paz vino a ser provechosa, quizá, para los
mismos que atizaron la lucha.
Transcurridos unos cuantos meses, el edificio tomó de nuevo el aspecto
que acaso debió de tener años atrás. Los talleres y naves de la fábrica
se convirtieron en habitaciones estrechas, como celdas, y al rumor
alegre del trabajo, padre de la vida, sucedió en el recinto el más
medroso silencio, sólo interrumpido a horas fijas por cantos misteriosos
y graves, entonados en una lengua muerta. Los hombres que en aquella
casa vivían fueron al principio muy pocos: luego, llegando sigilosa y
calladamente por las noches, vinieron de tierras extrañas muchos más,
tantos, que sus cánticos antes débiles como compuestos por escaso número
de voces, resonaron vigorosos y potentes, repercutiendo en las
concavidades de los montes cercanos, cual si quisieran despertar los
ecos del cañoneo de antaño.
La población, contaminada de aquella vecindad, se hizo levítica,
adquiriendo en poco tiempo un aspecto triste y sombrío. Las campanas,
que aun repicando alegres despiertan ideas de muerte, vencieron al
fecundo rumor de los tornos, los telares, los martinetes y los yunques.

II
Lindante con el antiguo caserón de aspecto conventual había un gran
jardín, y en su centro, una casa ceñida por macizos de verdura y
sombreada por álamos y olmos seculares. Casa y jardín decían con mudas
voces que en ellos habitaba mujer, y mujer joven. Ya los alféizares de
las ventanas mostraban un canastillo de labor lleno de hilos y estambres
multicolores; ya en la mesa de mármol puesta en el centro de un cenador
de enredaderas se veía una sombrilla de seda clara; ya en las sillas de
hierro quedaban por olvido los manojos de flores recién cortadas; ya a
ciertas horas solían escucharse, amortiguados por cortinajes y
persianas, el tecleo de un piano bien tocado y el timbre fresco y
penetrante de una voz juvenil, que así sabía expresar la soñadora
melancolía de los grandes maestros alemanes como romper en los alegres
ritmos de la tierra andaluza.
El dueño de aquella casa era don Gaspar Villarroel, caballero viudo,
riquísimo propietario de haciendas en casi todas las regiones de España,
accionista del Banco, tenedor de sumas enormes en dollars
norteamericanos, en cuatros de la Deuda francesa y en treses de la de
Inglaterra: y aquellas sombrillas olvidadas, las labores que por las
ventanas se veían y los cantares llenos de poesía eran de Helena, su
hija única, de veinte años, que andando el tiempo había de ser muchas
veces millonaria.
A ella vivía enteramente consagrado don Gaspar: sólo para guardarla y
protegerla quería que Dios le prolongase los días. No era hermosa ni
siquiera bonita, y habiendo de ser extraordinariamente rica, quedaba su
porvenir a merced del primer hombre que movido de ruin codicia se
fingiese prendado de ella. Harto sabía su padre que no pasaría de
codicia y fingimiento lo que su hija inspirase, pues no tenía más
encantos que el pelo abundoso y negro, la voz dulce y el mirar
inteligente. El cuerpo no era esbelto, ni el andar airoso, ni las
facciones delicadas.
Luego de conocerla y ahondar en su alma con el trato, se hacía querer,
pero le faltaban esas gracias corporales que hechizan los sentidos y
dominan la voluntad. Don Gaspar lo sabía y por ello la amaba doblemente:
como hija y como hija fea que ha de ser resarcida en cariño paternal, de
aquel otro afecto menos puro, que no habían de profesarle los hombres.
Sólo pensaba en ella, en mimarla, en conservar sus bienes para que los
disfrutase, en dirigir su entendimiento y vigilar su corazón, para que
si, lo que era dudoso, llegase a casarse, tuviera más probabilidades su
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