Cuentos de mi tiempo - 5

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--¿Qué aguinaldo quieres, monín?,--le dijo pocos días antes de Navidad.
--Un nacimiento--repuso el chico.
Su abuelo fue con él a Santa Cruz, le dejó escoger cuanto quiso, pagó
contento, quedó el niño gozoso, y dos criados trajeron a casa el peñasco
lugar de la sagrada escena y la banasta llena de figuras de barro que
habían de representarla.
Al día siguiente, gracias a la febril actividad del niño y mediante
algunos consejos del capellán para que pusiese cada personaje en su
sitio, quedó el nacimiento colocado sobre una gran mesa en el cuarto de
estudio. Nunca vieron ojos de muchacho cosa tan bonita. ¡Qué _propio_
estaba!
El peñasco, que tenía más de dos varas en cuadro, figuraba una serie de
cerros hechos con corcho y cartón piedra, dispuestos en caprichosos
declives con las cimas cubiertas de nieve y en la parte baja serpeados
por un arroyuelo de agua verdadera que venía a morir en un estanque con
surtidor, de hoja de lata. En un picacho estaba el depósito y para
ocultarlo veíase agrupado en torno del monte el caserío de cartón que
fingía ser la ciudad de Belén, sobre cuyos minaretes de cartulina
ondeaba la bandera española. Por unos vericuetos en que el vidrio molido
hacía papel de escarcha, venían en sendos camellos sus reales majestades
Gaspar, Melchor y Baltasar, seguidos de abigarrada servidumbre; al borde
del arroyo había un grupo de, lavanderas; en un altillo, junto a la
hoguera de talco en que se freían las migas, los pastores apacentaban
las ovejas de patitas de alambre, mientras los pavos de abermellonada
cabeza y peana verdosa destacaban sobre el musgo aterciopelado y húmedo.
De entre un macizo de follaje salía una pareja de guardia civil, cuyos
tricornios enfundados de blanco casi llegaban al campanario de una
torre, y en la fachada de un ventorrillo de cartón se leía la palabra
_vino_. El portal de Belén era grandiosa fábrica greco-romana de corcho
con sus columnas estriadas: dentro estaba el pesebre guarnecido de
verdadera paja y sobre ella el Niño Jesús enteramente desnudo y boca
arriba, a sus lados el buey y la mula esculpidos con rigidez hierática,
y delante, colocados en adoración, San José con traje amarillo, y la
Virgen con manto más brillante y rojo que un pimiento, ambas cabezas
coronadas por descomunales resplandores en que se habían derrochado
panes de oro.
Pastores con pellicos de algodón en rama bailaban ante la Sagrada
Familia, en tanto que otros rendían al suelo la carga de sus ofrendas, y
del centro del frontón pendía la estrella de rabo, casi de tamaño
natural, tan cuajada de ángulos y facetas que era maravilla de los ojos.
Luego, por todas partes ciñéndolo y adornándolo todo, ramas de palmera,
de espino, de abeto, de tomillo, de tuya, de romero, grandes trozos de
musgo y un sinnúmero de velitas y candelas amarillas, rojas, blancas y
verdes, de cuyas llamas se desprendía un humo tenue y vaporoso, que
envolvía el conjunto en una neblina misteriosa y poética...
Cuando el general vio el nacimiento, faltó poco para que cogiese un
rabel: si no lo hizo fue porque no quedara mal parado el principio de
autoridad.
A la tarde siguiente, Pepito salió de paseo con su madre. Cuando volvían
oyó llorar en el patio a uno de los chicos del portero y preguntó la
causa.
--Envidia, nada más que envidia... señora--dijo dirigiéndose a su ama el
criado adulador:--mis chicos han visto subir el nacimiento y se han
emberrenchinado en que les compre muñecos.
La dama, sin hacer caso, subió lentamente la escalera y Pepito la siguió
en silencio, con la cabecita baja y las manitas a la espalda, sintiendo
cosas que no podía comprender, como un filósofo chiquitín.
De pronto, al llegar al recibimiento, echó a correr hacia su cuarto, y
pocos momentos después bajó al portal por la escalera de servicio,
llevando una cesta cuyo contenido ocultaba cuidadosamente.
A la noche, terminada la comida, el general quiso ver de nuevo el
nacimiento por gozar con la alegría del niño.
La decepción fue horrible. El nacimiento estaba encendido; pero a pesar
de las luces, triste y despoblado. Parecía que los muñecos de barro
habían huido al sentirle llegar: faltaban más de la mitad. Los reyes
magos reducidos a dos; de la pareja de civiles, un número; la mula del
pesebre, ausente; los borregos, pastores y zagalas, en cuadro; el
caserío de Belén, medio derribado para arrancar algunas fincas, y ¡oh
cosa inverosímil! San José permanecía junto a su divino hijo, mas la
Virgen había desaparecido.
--¡¡Pepito!! ¿Qué ha pasado aquí?--gritó enojado el abuelo.
El niño se presentó cabizbajo, pero sin miedo; no muy contento, pero
sereno.
--¿Qué es esto? ¿Has roto ya todo lo que falta? ¿Es ese el aprecio que
has hecho?...
--No he roto nada--repuso Pepito.--Los chicos de abajo lloraban mucho
porque no tenían nacimiento... y les he dado la mitad. ¿No me están
diciendo a todas horas y en todas las lecciones que todos somos hijos de
Dios, y que Dios da a los ricos para que den a los pobres? Pues ya está
hecho... aunque no me compres más.
El general cogió a su nieto, alzándolo hasta sí, le dio no un beso sino
un abrazo, como si fuese un hombre, y salió del cuarto juntamente
enternecido y pesaroso.
--¿Qué tiene usted?--le preguntó su hijo al verle entrar en el despacho
con los ojos llorosos.
--Tengo... tengo que tú me has salido liberal y, a pesar de los
pesares... tu chico me ha salido socialista.


DICHAS HUMANAS

A la parte de Oriente, por cima de las arboledas del Retiro, comienza a
despuntar el día, desvaneciéndose y borrándose el lucero del alba en una
faja de luz pálida y blanquecina, que se dilata y extiende poco a poco
en el espacio.
Los faroles están apagados, los serenos se han ido, las buñoleras no han
llegado, las tahonas están cerradas, las tabernas no se han abierto, y
un norte glacial barre las aceras, arremolinando en los cruces de las
calles las hojas secas, el polvo y los papeles. Se oyen de cuando en
cuando los pasos rápidos de alguien que ha trasnochado por necesidad o
por vicio; suenan a lo lejos las campanas de maitines en la torrecilla
de un convento, y tras las vallas de un solar convertido en corral,
lanza un gallo su canto bravío y vigoroso, como si estuviera en el
campo.
De entre las sombras que van desvaneciéndose surgen las líneas y la mole
de una casa magnífica, casi un palacio, con jardín a la iglesia, ancho
portalón y verja de remates dorados. Dos balcones del piso principal
están interiormente iluminados por un resplandor medio amarillento,
medio rojizo, formado por las llamas de la chimenea y la luz de una gran
lámpara con enorme pantalla de seda color de oro. Desde la calle no se
ven más que los huecos bañados en claridad misteriosa, los cristales de
una sola pieza y los visillos de muselina, en cuyos centros campean
cifras artísticas de letras entrelazadas.
La habitación es suntuosa. Hay en ella muebles soberbios, telas
rarísimas, cuadros con firmas de maestros, retratos admirables, plantas
exóticas criadas en la atmósfera tibia del invernadero, jarrones,
japoneses decorados con cigüeñas de plata que vuelan en paisajes
fantásticos, alfombras en que los pies se hunden y arañas de vidrios
multicolores, donde centellean en temblor irisado los reflejos, de la
chimenea. La riqueza y el buen gusto parecen haber reunido allí todos
los primores del lujo moderno.
Sentado junto a un veladorcito, donde aún se ven el servicio de té, todo
de plata, dos barajas francesas y un sortijero lleno de horquillas y
pulseras, hay un hombre joven, de arrogante figura, que está haciendo
números con un lápiz en una cuartilla de papel.
* * * *
* * * *
Por la esquina que forman dos calles, desemboca un mocetón descalzo,
cubierto de harapos asquerosos. Lleva a la espalda un saco, y en la mano
un palo, que tiene en la punta un largo clavo retorcido, con el cual, de
cuando en cuando revuelve los montoncillos de basura que hay formados
ante las puertas junto a los bordes de la acera. Otras veces se pone de
rodillas, escarba con las manos y va metiendo en el talego restos,
desperdicios y sobras de mil cosas distintas. Al creciente claror del
día su figura comienza a dibujarse. Es joven, robusto, ágil, pero
repugnante por lo sucio y lo feo. Tiene las prendas con que se cubre,
destrozadas y llenas de remiendos, la gorra reluciente de mugre, las
manos guarnecidas por escamas de roña, los ojos legañosos y el bigote
quemado de apurar colillas; todo él es seboso y hediondo. Sus compañeros
le llaman Pachín el _Guarro_.
Al llegar frente a la casa lujosa, se sienta en la acera y poco a poco
va sacando algo de lo que ha recogido aquella noche, para separar lo
que haya de vender de lo que quiera guardar.
De pronto se oyen a lo lejos pasos de alguien que viene corriendo,
arrastrando en chancleta los zapatos, y por la esquina inmediata aparece
una chica de veinte años, feísima. Es cabezorra, llana de cogote y algo
bizca; tiene el pecho voluminoso y caído, como pasiega harta de criar,
el rostro rojizo, el cuello negruzco, y el trozo de carne, que pudiera
ser nariz, desformado y torcido, como si guardase recuerdo de un
tremendo puñetazo. Lleva puesta falda de percal que fue azul, por entre
cuyos jirones, jamás cosidos, deja ver un refajo amarillo en sus buenos
tiempos, toquilla de estambre rosa convertida en pañuelo de talle, y a
la cabeza otro pañuelo de seda verde, bajo el cual desbordan en mechones
compactos y casposos los rizos negros, vírgenes del peine. En la mano
derecha lleva también un saco y en la izquierda una cesta que tiene en
vez de asa un trozo de soga retorcida: allí trae una jícara sin asa, un
borlón de darse polvos de arroz, un ojo de vidrio caído de un animalucho
disecado, una rueda de butaca y la tapa de una caja de dulces adornada
con un ramito de azahar artificial.
Aquella mujer es la _Mona_. Pachín el _Guarro_ casi parece junto a ella
un señorito.
Al verla acercarse, dice él:
--¿Qué traes, paloma?
--_Na_: lana sucia, una jícara, tres latas chicas y dos peras pochas.
--Guárdalas _pa_ madre. ¿Y papel?
--Como un par de kilos.
--¿Y tabaco?
--Eso sí, toma.
Y la _Mona_ sacó de la cesta el fondo de una escupidera de cristal rota,
con lo menos diez colillas de puro..
--¡Son habanas; éstas se lavan y _pa_ mí: _u_ sin lavarlas!--dijo
sonriendo Pachín.
--Entonces _pa tí, pa_ mezclar. ¿Y tú, que has _pescao_?
--Mira.
El _Guarro_ vació entonces todo el contenido del talego, y sobre las
losas de la acera quedaron desparramados cien objetos imposibles de
definir. Allí había de todo, reducido a nada; piezas de hierro con
empleo desconocido, botones sin asa, escarpias sin punta, hebillas sin
pincho, una regadera abollada, media petaca, un muelle de reloj, puchos
recortes de trapo, dos carretes sin hilo y una zapatilla grande, vieja,
de raso azul bordada de oro y con tacón Luis xv.
--¿Y la otra?--preguntó ella.
--No ha _pareció_; pero ¡mira!
El _Guarro_ sacó de la chaqueta con aire de triunfo, media cucharilla de
plata.
--¿Qué valdrá eso?
--Seis _u_ siete _ríales_.
--Pues al café.
Recogieron el fruto de su trabajo, dividiéronse en los sacos el peso, y
atravesando barrios enteros, después de matar el gusano en una taberna,
fueron a salir por rondas y afueras más allá del Cristo de las Injurias.
El término de su viaje fue una esplanada de estercoleros, rodeada de
desmontes, donde se alzaban varias barracas hechas de tablas, puertas de
restos de derribos, mostradores viejos, esteras, persianas, grandes
trozos de hule, muestras de tiendas y toldos de carro, todo ello
recubierto, guarnecido y como blindado con latas de petróleo deshechas y
claveteadas, que la lluvia y el óxido habían jaspeado de manchas
rojizas, semejantes a una erupción de sangre seca.
Entre las barracas corría un arroyo de aguas sucias que se desbordaban
al chocar con un perro muerto e hinchado, y en distintos sitios se veían
grandes montones de trapo, ferretería de desecho, rejas desbaratadas,
llantas de carros, pilas de ventanas sin vidrios y huesos de animales.
La más asquerosa de aquellas viviendas era la del _Guarro_ y la _Mona_.
Para entrar tuvieron que agacharse. En lo interior había muchas
estampitas de cajas de fósforos pegadas con pan mascado a un biombo que
hacía de pared, un hornillo de barro puesto sobre una banqueta de piano
que conservaba restos de damasco amarillo, y un cofre sin tapa lleno de
suelas de calzado que despedía un hedor insufrible.
Había también un descomunal montón de recortes de paño, alfombras
viejas, orillos de lana y pieles de conejos. Aquella era la cama de
matrimonio y en ella se tumbó el _Guarro_, echando las piernas a lo alto
como quien se regodea con el descanso bien ganado.
La _Mona_ se le quedó mirando embelesada, llenos los ojos de pasión
como una bestia enamorada.
Cuánto más le miraba, entre brutalmente apasionada y sinceramente
pudorosa, más fea se ponía; pero a él debiole parecer hermosa y
codiciable como a Salomón la Reina de Saba, porque con voz melosa le
dijo:
--¡Paloma!
La _Mona_ quiso tenderse a sus pies sobre el montón de trapos para
velarle el sueño destripando colillas y haciéndole pitillos, pero él
volvió a llamarla como un animal a su hembra.
--¡Paloma mía!
* * * *
* * * *
En la chimenea de la casa lujosa sólo quedaban cenizas; la llama de la
lámpara palideció ofuscada por la luz del día, que comenzó a juguetear
con las cosas, arrancando reflejos al oro de los marcos, a los cristales
de los espejos, a los nácares de los mueblecillos maqueados y a los
flecos de seda.
El caballero joven que había pasado la noche haciendo números, sumas y
restas, dejó caer la cabeza sobre el pecho, agobiado de cansancio y de
pena. Luego, levantándose, fue hacia la cama donde dormía la mujer
hermosa. Ella, al oírle acercarse, despertó tendiéndole los brazos. Su
admirable cuerpo se modeló como una estatua viva bajo la colcha de seda,
mientras él conservando en la mano el lápiz y el papel, dijo con
profunda amargura, sin sentirse atraído por el cariño y la belleza:
--Estamos perdidos: ¡hay que quitar el coche!


EL MILAGRO

Damián y su mujer Casilda, él de cuarenta y cinco, y ella de algunos
menos, tenían en el barrio fama de ricos, y sobre todo de roñosos. No se
les podía tildar de avaros, pues en vivir bien, a su modo, gastaban con
largueza; pero la palabra prójimo era para ellos letra muerta.
Delataban su holgura la bien rellena cesta que su criada Severiana les
traía de la compra, la costosa ropa que vestían, y algún viaje de
veraneo que, aun hecho en tren botijo, era mirado por los vecinos como
rasgo de insolente lujo. Además, con cualquier pretexto, disponían
comidas extraordinarias o se iban un día entero de campo con coche que
les llevara a los Viveros o El Pardo, y esperase hasta la puesta del
sol, trayéndoles bien repletos de voluminosas tortillas, perdices
estofadas, arroz con muchas cosas, magras de jamón y vino en abundancia.
De estos despilfarros solo protestaba la vecindad con cierta disculpable
envidia: lo malo era que marido y mujer no comían ni se iban de campo
solos, como recién casados o amantes de poco tiempo, sino que siempre
les acompañaban dos hermanos, Luis y Genoveva, de los cuales el primero
cortejaba a Casilda, mientras la segunda bromeaba con Damián: si el tal
cortejo era platónico y las tales bromas inocentes, ellos lo sabrían;
pero un conocido que les vio merendando más allá de la Bombilla, decía
que _aquéllo_ era un escándalo, que cuando les sorprendió, Luis tenía a
Casilda cogida por la cintura, y que Genoveva retozaba con Damián.
En cambio, había en la casa donde vivían, gentes, peor enteradas o menos
maliciosas, para quienes nada pecaminoso manchaba aquellas amistades,
las cuales explicaban diciendo que Luis y Genoveva eran dueños de una
cerería; que Casilda y Damián eran exageradamente devotos, tanto, que
gastaban mucho dinero en alumbrar los altares, y finalmente, que de esta
suerte, unos a fuerza de vender y otros de comprar cirios y velas,
llegaron a ser amigos íntimos. Replicaban los maldicientes que el gasto
no pasaba de ser un medio indirecto de favorecer a los dos hermanos, y
que no en cera insípida, sino en miel dulcísima, estaban fundadas
aquellas relaciones.
Lo que nadie podía negar era la piedad, el fervor, la devoción de
Casilda y Damián. Antes faltaba en la iglesia el campanero que ellos a
oír una de las primeras misas, cuándo no la del alba; confesaban y
comulgaban todas las semanas; de cuando en cuando hacían ofrendas en
metálico para mayor boato del culto; vestían a los santos, y hasta
solían llevarse a su casa ropa de altar y sacristía, devolviéndola
limpia, planchada y rizada primorosamente. Pero fuera de luces para la
iglesia y obsequios a sus amigos, que no les hablasen de sacar dinero
del bolsisillo, como no fuese en provecho y regalo propio; jamás
prestaron un duro, ni dieron un perro chico; no conocían el favor, sino
por pedirlo, ni la limosna, sino por saber que otros la hacían.
Quien hubiera podido retratarles de cuerpo entero era Severiana, la
criada, infeliz mujer obligada a servirles y aguantarles por la más
triste de las causas.
¡Y pobre de ella como Damián y Casilda llegaran a enterarse! De fijo la
despedirían sin compasión ni remordimiento.
¡Buenos eran, tratándose de ciertos pecados!
En la casa donde antes estuvo Severiana fue seducida por el amo, que la
despidió brutalmente huyendo luego de Madrid, en cuanto supo las
consecuencias de su pasajero capricho. La pobre muchacha tuvo una niña,
y en vez de llevarla a la Inclusa, como algunas conocidas le
aconsejaron, se la confió a una parienta que la cuidase, ofreciendo en
cambio matarse a trabajar para pagar las mesadas. Desde entonces, como
lo que Severiana más temía era quedarse desacomodada, no había
impertinencia que no sufriese ni fatiga que no soportara. Era una criada
modelo, sumisa, respetuosa, incansable y callada. Lo hacía todo; primero
los menesteres vulgares de la casa, teniendo las vasijas de la espetera
como si fueran de oro, y los muebles como si fuesen nuevos; luego ayudar
a Casilda en la costura; lavar y planchar lo que traía cada semana de
la iglesia; y por último, para captarse sus simpatías y las de su
marido, se encargó del _niño_.
Así, familiarmente, ni más ni menos que si fuese pariente suyo, llamaban
marido y mujer a un niño Jesús que tenían en el gabinete, colocado sobre
una antigua mesa de hierros y patas torneadas, con un monumental florero
de trapo a cada lado, y una lamparilla delante. Era de tamaño natural,
huérfano en absoluto de valor artístico, pero les parecía notabilísimo,
y sobre todo, _muy propio_: el marido aseguraba que era talla de Alonso
Cano; la mujer se lo atribuía a Juan Sebastián El Cano, y ambos creían
recordar que un inglés pretendió comprárselo a peso de oro a la tía de
quien lo heredaron.
Representaba cuatro o cinco años, estaba en pie, sin más traje que una
camisilla muy almidonada, tenía tras la cabeza un sol de metal blanco,
la mano derecha extendida con el índice y el dedo de corazón muy
tiesos, como bendiciendo a las gentes, y en la izquierda sostenía un
globo azul salpicado de estrellas: el pelo rubio, muy ensortijado, los
ojos intensamente azules, sin vida ni expresión, semejaban enormes
cuentas de vidrio, las pestañas recias y mal puestas, como cerdas, la
boca una mancha abermellonada, y las carnes tan sonrosadas, tirando a
rojizas, que parecían de muñeco para estudio anatómico; toda la figura,
en fin, exenta de la divina gracia y dulce poesía que debiera tener.
Severiana, que recordaba haber visto en su lugarejo uno por el estilo,
le cuidaba y atendía cual si fuera de carne y hueso: su espíritu
inculto, pero delicado, establecía una relación misteriosa entre aquel
Jesús y su niña. Eran poco más o menos de igual altura: él, a pesar de
las malas pinturas, y ella, a pesar del descuido y desaliño que la
afeaban, sonreían con dulzura inefable: el Hijo de Dios calumniado por
un artista ramplón y la criatura abandonada por un padre infame,
despertaban en el entendimiento de la pobre criada sensaciones análogas
y dulcísimas: cuando abrazaba a la niña se le venía Jesús ante los ojos,
y al rezar a los pies de la escultura su imaginación volaba hacia el
fruto de sus entrañas, creyendo ver purificada por mediación de la
sagrada imagen la falta cometida.
La verdadera creyente, la devota sincera de aquella casa era Severiana:
sus amos pagaban el aceite, pero ella encendía la lamparilla, cuidando
de que ardiera constantemente, levantándose a veces durante la noche
para orar de rodillas, mientras cerrando los ojos creía ver el miserable
cuartucho donde dormía su hija.
* * * *
* * * *
* * * *
Al acercarse Nochebuena, Casilda y Damián dispusieron en obsequio de
Luis y Genoveva, una cena opípara.
Sopa de almendra, besugo, pavo, ensalada de lombarda cocida, infinidad
de golosinas, para el centro de la mesa un castillete de guirlache, y
para que fuese todo bien regado, Valdepeñas y Champaña de a doce reales
botella. La cocina parecía un puesto de la Plaza Mayor y el comedor una
tienda de ultramarinos. ¡Cómo se iban a poner el cuerpo! ¡Y qué tristeza
tan honda sentía la pobre Severiana! Haría la cena, la serviría,
fregaría... y luego tendría que acostarse sin dar un beso a su hija.
Poco después de anochecer comenzó a cavilar... las cosas se le caían de
las manos... no estaba su voluntad en lo que hacía... De pronto se
dibujó en sus labios una sonrisa y los ojos le brillaron entre alegre y
maliciosamente.... Los amos habían ido al teatro con sus convidados,
para hacer tiempo... Aún tardarían bastante. Además, luego se irían a la
misa del Gallo, y al volver se acostarían enseguida...
Cogió un mantón y el picaporte, echó escaleras abajo, se metió en un
tranvía y antes de una hora volvió trayendo en brazos a la niña
dormidita y con una pelota entre las manos: la acostó en su cama y la
durmió con un cantar. No quería más que tenerla a su lado las últimas
horas de la noche, darle algo del postre que sobrase y dormir con ella.
¡Aquélla sí que sería Nochebuena! La pobrecita no lloraba nunca y era
difícil que la descubriese. Además, no habían de ir a registrarle el
cuarto. Ya sabía ella lo que pasaba cuando disponían semejantes
francachelas: primero, cuarteto de comentarios sobre si tal o cual
hermano tenía o no manos puercas en la administración de la cofradía; y
luego, cuando iba decayendo la charla, formación y aislamiento de dúos:
Casilda y el cerero se quedaban en el gabinete, discutiendo la
elocuencia de un predicador, mientras Damián y la cerera se iban al
cuarto de la plancha. Lo peor sería que rompiese a llorar la niña...
Pero en último caso... ¿qué podía suceder? ¿Qué se supiera todo? Pues no
le faltarían casas...
Cuando sus amos volvieron, la oyeron cantar desde la escalera:
_¿Quién sería la madre
que parió a Judas?
¡Qué hijos tan indinos
paren algunas!_
* * * *
Estuvieron un rato bromeando en el gabinete, mientras se hacían los
últimos preparativos, y luego pasaron al comedor, que era la pieza
inmediata, sin más separación que una puerta.
Casilda cenó junto a Luis, y Damián al lado de Genoveva.
El buen humor, empujado por el vino, comenzaba a hacer de las suyas: las
dos mujeres, menos acostumbradas a la bebida, decían mil atrevidos
disparates; Damián y Luis hablaban como en el café, contando cuentos
verdes; por último, Casilda, algo alegrilla y deseosa de desplegar lujo,
encendió todas las bujías de dos candelabros que adornaban la chimenea.
Celebrose la ocurrencia con grandes risas, Damián quiso apagar una vela
de un taponazo de Champaña, falló el tiro, y armose descomunal gritería;
eran cuatro personas y alborotaban como doce.
Severiana casi no les oía, porque la cocina estaba lejos; pero la
pequeñuela, a quien despertaron los gritos y la novedad del no
acostumbrado lecho, se tiró de la cama, atravesó a gatas un pasillo,
entró en el gabinete donde estaba el Niño Jesús, débilmente alumbrado
por la lamparilla, contemplole un instante como si fuese un muñeco, y
luego, atraída por la claridad a que dejaban paso las rendijas y
junturas, empujó suavemente la puerta del comedor, y destacando sobre el
fondo oscuro del gabinete, apareció iluminada por el intenso resplandor
de las luces que alumbraban la cena.
Era rubia, de ojos azules, ensortijado el pelo; estaba en camisita y
traía en la mano la pelota.
Luis, Genoveva y Damián, cayeron de bruces sobre la mesa... Casilda,
loca de espanto, se tiró al suelo de rodillas, cubriéndose el rostro con
las manos y gritando:
--¡Perdón, Señor!
La niña retrocedió asustada, tiró al huir la lamparilla derramando el
aceite, y se metió en la cama muertecita de miedo.
A la mañana, casi de madrugada, Severiana salió de casa con su hija sin
que nadie la viese; y era muy entrado el día, cuando Casilda mostrando
a Damián la mancha que el aceite dejó en la alfombra, le decía nerviosa
de terror:
--¡Mira... no cabe duda!
* * * *
Apenas se les pasó el miedo, regalaron la escultura a unos amigos que
tenían oratorio; hubo función con órgano, gastose mucha cera y quedaron
tranquilos.


ELVIRA-NICOLASA

Acabábamos de cenar Elvira y yo en un gabinetito de una fonda donde le
gustaba que la llevase a tomar mariscos y vino blanco. Disputando por
celos, en el calor de las recriminaciones, dejé escapar una frase
ofensiva: debí de decirle algo muy duro, sin duda una verdad muy grande,
porque entonces, avivada su locuacidad con la injuria y suelta su lengua
con el estímulo de la bebida, se recostó en el diván con provocativa
indolencia y, poniéndose muy seria, repuso:
--Sí, ¿eh? ¿Tan mala crees que soy? Pues aquí donde me ves, tan coqueta,
tan amiga de haceros rabiar, porque todos sois iguales, y no merece más
ni menos uno que otro, tan orgullosa de haber arruinado a unos y puesto
en ridículo a otros, yo, aunque no lo creas, tengo en mi vida un rasgo
bueno, y tendría muchos si no hubiese sido en mi niñez tan desgraciada.
Me creí amenazado de la eterna historia de una seducción vulgar; pero,
prefiriendo oírla a verla emborracharse, me dispuse a escuchar, y ella
siguió de este modo:
--Voy a contártelo. En primer lugar, yo no me llamo Elvira: mi verdadero
nombre es Nicolasa. Soy de un pueblo de cerca de Madrid. A los dieciocho
años me escapé de mi casa, imaginando que peor de lo que allí estaba no
había de pasarlo en ninguna parte, segura de que, por mala suerte que
tuviese, con nada sufriría tanto como aguantando las impertinencias de
mi hermanastra, a quien servía de niñera, siendo víctima de la grosería
de mi padrastro y del mal genio de mi madre. Mientras ésta permaneció
viuda de mi padre, su primer marido, llevé con paciencia su desigualdad
de carácter y las consecuencias de su codicia; pero, a partir de la
segunda boda, la vida se me hizo insoportable, porque además de hija sin
cariño, a lo cual ya estaba acostumbrada, comencé a ser criada sin
salario, lo cual me parecía el colmo de la maldad. El tío _Pelusa_, así
llamaban a mi padrastro, era tan irascible y avariento como la que le
había tomado por esposo.
Sin embargo, aún pasé algunos años resignada siendo medio bestia de
carga, medio puerca-cenicienta, hasta que al llegar Inesilla, mi
hermanastra, a la edad de las travesuras desplegó tanta perversidad para
conmigo, que comencé a pensar en el porvenir que me esperaba.
Yo me levantaba en la casa antes que nadie, me recogía la última,
interrumpía el mejor sueño para dar de beber a las caballerías, pasaba
todo el día jabonando ropas, midiendo semillas y trasladando fardos; en
fin, me rendía a fuerza de trabajar, y todo sin una queja. Para lo que
me faltó resignación fue para soportar las burlas de mal género, los
impulsos de soberbia, y hasta los rasgos de perfidia que aquella mocosa
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