Cuentos de mi tiempo - 3

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ventura. Parecíale que aquella falta de encantos y aquel extraordinario
patrimonio podrían ser, a no evitarlo cuidadosamente, dos elementos de
infortunio: pero aún no había tenido su prudencia graves riesgos que
preveer, ni su cariñosa entereza pasión mal inspirada a que oponerse.
Hasta entonces, unas veces los viajes, otras la soledad y el
apartamiento del mundo, la premeditada alternativa de las distracciones
y del hogar, habían mantenido a Helena en esa desesperanza tranquila y
resignada con que piensan en la felicidad por el amor los que desconfían
de ella. Comprendía que no era hermosa y que era demasiado rica.
Don Gaspar concedía a su hija la libertad razonable para que no la
desease tan completa que le fuese dañosa: con él asistía Helena a las
diversiones que le agradaban y a las visitas con que se conserva la
amistad; a misa y tiendas iba con su prima doña Flora, solterona, pobre,
de ellos cariñosamente amparada e incapaz de tolerar la más leve
imprudencia: primero por severidad de principios y luego por miedo a ser
arrojada de una casa donde nada le faltaba.
De esta suerte vivían hija y padre, don Gaspar con el pensamiento puesto
en ella, y Helena dejando volar su imaginación entre resignada y
soñadora, cuando durante un otoño comenzó la muchacha a sufrir tal
cambio en su manera de ser, que no pudo quedar oculto a quien vivía
continuamente observándola para ahuyentarle penas y procurarle venturas.
Nunca fue demasiado aficionada a las galas, pero de pronto se descuidó
por completo en el vestir; le gustaban las flores y dejó de adornar con
ellas su cuarto; deliraba por la música y pasó semanas enteras sin abrir
el piano. Su habitual seriedad se convirtió en aspereza de carácter, el
desabrimiento se hizo luego tiesura, y en poco tiempo experimentó una
transformación, tanto más fácil de apreciar, cuanto más inesperada y
rápida.
Primero sintió el alma invadida de tristeza, después se hizo disimulada;
y por último cayó en profunda melancolía como espíritu débil a quien
brutalmente se arrancan de cuajo ilusiones y esperanzas.
«¿Estará enamorada?» imaginaba la prima doña Flora.
«¿Tendrá pasión de ánimo?» decía la doncella.
«Esta chica está mala», pensaba su padre.
Nadie comprendía la causa de aquel cambio.
Ya hablaba don Gaspar de llevársela a París en busca de doctores, cuando
una mañana doña Flora entró en su despacho, sin ser llamada, diciéndole
de buenas a primeras:
--Ya sé lo que tiene tu hija. Ármate de valor... Quiere meterse monja. Y
yo creo que la idea no ha nacido de ella: es cosa de los de ahí al lado.
Don Gaspar, mudo de asombro y de terror, se limitó a decir:
--¡Habla... todo lo que sepas, todo lo que sospeches, no me ocultes
nada!
--Pues se reduce a muy poco, pero muy claro. Hace dos meses, una mañana
que llovía muchísimo y tú te habías llevado el coche, nos metimos ahí al
lado por no ir hasta la catedral. Luego ha vuelto conmigo... como está
tan cerca, cuando hace mal tiempo es más cómodo. Después la he visto
hablar varias veces con uno de ellos por la verja del jardín: ella
dentro, él desde fuera, al pasar, casi sin detenerse.
--¿Y qué trazas tiene?
--Es hombre de buena edad, y ¡con una mirada más inteligente! Para mí,
él es quien le ha metido esas ideas en la cabeza. Jamás había Helena
hablado hasta ahora de semejante cosa. ¡Si se moría por el teatro y se
entusiasmaba con libros y novelas! Además, me ha dicho la doncella, que
algunas mañanas ha salido con ella, al primer toque, antes de que yo me
levantara, pero que como no hacían más que ir ahí al lado, no creyó que
debía decirlo. Nada, que se han apoderado de ella como hicieron con la
hija del banquero francés, con Teresita, con Sofía, con la viuda de
Parque...
--¡Todas ricas!--murmuró don Gaspar.
--Ella no se atreve a hablar sinceramente, pero está desconocida: se ha
hecho seca y arisca; de cuando en cuando suelta unas frases... que
revelan un egoísmo... «Las mujeres feas y muy ricas--dice--no pueden ser
felices en el mundo; a cada paso un desengaño. No se pierden como las
bonitas, pero les hacen creer en el amor, y luego... nada. Ya ves, yo
por ejemplo--añadía--¿qué puedo esperar? Una ilusión, engañarme a
sabiendas, y luego frialdad, esquivez, cada uno por su lado; él, quien
sea, rico, poderoso con lo mío, buscará en otras los encantos que yo no
tengo.»--Dice que para las que no son hermosas como ella, solo hay un
esposo bueno, el que no engaña; ¡y lo dice con una unción, con un
fervor! Otras veces habla de la casa y de nosotros con un despego que da
frío.
--Pues ¿qué ha dicho?
--Ayer mismo me dijo: «Si yo faltara pronto me olvidaríais, hasta papá:
el cariño no es tan mentira como el amor, pero también es un sentimiento
terrenal.»
Flora siguió hablando largo rato, don Gaspar la escuchó sin poder
disimular la pena que se le asomó a los ojos, y luego murmuró
tristemente:
--¡Veremos!

III
De allí a dos días, mientras Helena y doña Flora fueron a pasar la tarde
en casa de unos parientes, don Gaspar recibía en su despacho a un hombre
que, llamado por él de antemano, acudió puntualmente a la cita. Era uno
de los de al lado, de aquellos que con nombre y calidad extranjera,
adquirieron la fábrica donde al caer la tarde se entonaban cánticos
tristes en una lengua muerta. Tenía el rostro lampiño, la mirada
humilde, la palabra dulzona, el traje entre sacerdotal y profano.
Ofreciole asiento don Gaspar, cerró las puertas como en comedia, y luego
con forzada tranquilidad, pero sin que se le alterase una línea del
semblante, sin asomo de ira, pero con el acento de la más aterradora
resolución, le habló de esta manera:
--Usted conoce a mi hija: en ella cifro toda mi dicha; sólo vivo para
hacerla feliz. Si la perdiese, si se apartase de mi lado, me costaría la
vida... Escúcheme usted bien... Estoy dispuesto a todo. A quien quisiera
robarme mi dinero le recibiría a tiros; figúrese usted lo que haré con
quien intente separarme de mi hija. Podrá llevársela Dios, que es Señor
de todos nosotros; podrá, aunque no es bonita, encontrar un hombre que
aprecie lo que ella vale moralmente, y entonces yo les bendeciré y daré
gracias a Dios; pero lo que es eso de hacerla ver que es fea,
envenenándole la vida para que huya del mundo, arrebatármela como se
roba una alhaja... lo que es eso, yo le juro a usted que no será...
Quiso el desconocido interrumpir a don Gaspar, mas no se lo permitió
él, y siguió de este modo:
--No ha venido usted a hablar, sino a oír, y empápese usted bien de lo
que oiga. Ya sabe usted lo rico que soy; si eso sucediera, todo me lo
gastaría en buscarle a usted para matarle. Ahora, usted que ha hecho el
mal con sus exhortaciones, ponga con sus consejos el remedio,
entendiendo que si en el plazo de dos meses no se le quitan a mi hija de
la cabeza esas fantasmagorías, le mato a usted como a lobo sorprendido
en redil. Las consecuencias no me asustan. Perdida mi hija, lo mismo me
da morir de un modo que de otro. Dos meses de plazo. ¡Usted sólo ha de
hablar con ella! Yo no le diré palabra. Puede usted retirarse.
De nuevo quiso contestar el incógnito personaje, pero don Gaspar salió
de la estancia, dejándole condenado al más rabioso silencio que
imaginarse puede, y plenamente convencido de que era hombre capaz de
realizar cuanto decía.
* * * *
Apenas habían transcurrido dos meses, cuando Helena comenzó a ser lo que
era antes.
Como quien tras una pesadilla recobra el sentido de la realidad, se le
fue borrando del pensamiento la melancolía; tornó a cuidar de su
persona, vigiló el jardín cuyas flores escogía para su cuarto, y por
fin, una noche, después de haber estado tocando un rato el piano, por
distraer a su padre, se arrojó en sus brazos, deshecha en lágrimas,
diciéndole sólo estas palabras:
--¡Perdóname, porque nunca me separaré de ti!
Sin duda, el flexible y tornadizo espíritu de la mujer se plegó a unas
amonestaciones como se había sometido antes a otras.

IV
¿Supieron el fracaso del propagandista sus superiores jerárquicos? ¿Le
consideraron inútil para desengañar del mundo a herederas de millones?
Un día se notó su falta a la hora de la comida, los demás hablaron de él
como miembro que se amputa, y luego le rezaron por muerto.
* * * *
* * * *
Transcurrieron algunos años, y aquel hombre, vuelto al seno de la
humanidad, sintió renacer aspiraciones e ideas que en mal hora consideró
por la educación sofocadas y por el fanatismo comprimidas.
En otra región del mundo, en otras tierras, con otro nombre, fénix de sí
propio, resucitó en espíritu, amó, fue amado y tuvo un hijo. Aquel hijo
creció, haciéndose mozo fuerte y hermoso como el Hérmes de los mitos
paganos. Una mujer indigna, engañosa y astuta, tal vez la ramera de que
habla la Escritura, quiso apartarle de su padre, mas éste desplegó tal
energía y se defendió tan resueltamente que logró romper aquellos lazos.
Pasó mucho tiempo--esa divinidad que a toda conciencia hace un día
justiciera de sí misma.--Hijo y padre caminaban al caer la tarde por una
deleitosa campiña que el sol poniente envolvía en una atmósfera de polvo
luminoso. El viejo se apoyaba en el brazo del mancebo, fingiendo
fatigarse para oprimírselo cariñosamente, mientras la luz de los cielos,
la pureza del aire y el penetrante aroma que se alzaba de los terruños
soleados parecían envolverles en la bendición suprema del verdadero
Dios. El hijo, adelantándose unos pasos, cortó de una mata algunas
flores para el sepulcro de su madre, que era muerta: y entonces el
viejo, experimentando lo que antes jamás pudo comprender, sintió la
duplicación del espíritu por la paternidad, y vuelto el pensamiento a lo
pasado, dijo acordándose de don Gaspar:
«¡Hizo bien!»


EL HIJO DEL CAMINO

Era el tiempo en que para trasladar a los presos y penados de cárcel a
cárcel, de penal a penal, se les llevaba todavía a pie por los caminos,
entre destacamentos de gente armada.
* * * *
Tras el día de calor insufrible, vino la noche sin brisa, cálida y
sofocante.
No corría un pelo de aire, ni se alzaba del suelo un átomo de polvo. La
carretera abierta en la dilatada extensión de la llanura, se destacaba
interrumpiendo el gris terroso de los campos, como una cinta blanca y
ancha tendida sobre los surcos en rastrojo.
Por su centro iba _la cuerda_, la reata humana, doblemente rendida a la
pesadumbre de la fatiga y del delito.
Quién llevaba morral, quién alforjas, quién manta, los más, nada;
veíanse muchos descalzos, despeados; pocos fumaban, no reía ninguno. A
los lados marchaba la tropa obligada a meterse por la estrecha hondura
de las cunetas, o a subirse en los montones de guija y pedernal recién
partido, mientras el brillo de las armas, iluminadas por la luna,
limitaba la movible masa de aquella triste muchedumbre. Los grillos y
las cigarras cantaban libremente; voces humanas se oían pocas, y esas
eran blasfemias; tal vez envidia de los animalillos, desahogo propio de
gente forzada del rey que iba a las galeras.
En la Venta de la Mora se hizo alto: _la cuerda_ se recogió a un lado
del camino, en un repecho: los soldados desataron los cabos de bramante,
y luego, apartándose y formando extenso círculo en torno de los presos,
colocaron centinelas. De allí a poco salieron de la venta quince o
veinte mujeres harapientas, sucias, miserables, y esquivando a los de
uniforme corrieron hacia los del grupo central, aunándose con ellos en
parejas que desaparecían tras un tronco, tras un peñasco, en un
repliegue del terreno, donde pudieran ocultarse.
Era la visita del amor a la desgracia; amor momentáneo, vicioso,
repugnante, y venal; pero amor. Y era también costumbre sancionada por
los años, tolerancia perpetuada por la tradición, abuso que tomó origen
en el capricho de un rey absoluto, ganoso de repoblar su reino.
Antes de romper el alba, la columna se ponía en marcha. Después, los
padres anónimos morían en presidio, y los hijos de aquellas esposas de
una noche se llamaban _los hijos del camino_.

II
Así fue concebido Juan.
Su madre le adoró, como si estuviera engendrado mediante sacramento;
pero las gentes del lugar, cuando niño, le miraron con lástima, cuando
adolescente le mofaron y de mozo le escarnecieron. Cada vez que pasaba
por la aldea una cuerda de presos, le decían las chicas:
--Juan, ¿será tu padre alguno de esos?
Primero se ganó la vida recogiendo boñigas para estercolar huertos,
después fue lazarillo de ciego, dio al fuelle en casa del herrero, se
metió a zagal de diligencias... por fin huyó de la comarca.
Su pobre madre no volvió a saber de él en mucho tiempo.
Estuvo como alimentador de horno en una fábrica de vidrio, sufriendo las
bocanadas de las llamas; fue minero, permaneciendo semanas enteras sin
ver la luz del sol: trabajó en los telares, respirando el polvillo que
blanqueaba los tejidos y le cegaba los pulmones; no hubo industria que
no intentara ni oficio en que pudiese medrar.
Si en su lugarejo no encontró amparo, en las ciudades le faltó
protección. Nadie le dio enseñanza, ni le dejó tiempo de adquirirla. Su
instinto le decía «estudia»; la necesidad le respondía «gana». Cualquier
aprendizaje le hubiera mermado el pan y el sueño.
En tanto, la madre pensaba en él, arrancándole su recuerdo las horribles
lágrimas de la incertidumbre, pues no sabía dónde estaba, ni si era vivo
o muerto. Al fin lo averiguó; hizo que le escribieran, y aunque de
tarde en tarde supieron uno de otro: ella le enviaba besos; él le mandó
por un arriero un gran pañuelo de algodón de colores, valor de un día de
jornal.
Juan pasó de labor a labor, de oficio a oficio, practicándolos todos,
sin dominar ninguno, renunciando a unos por penosos e insalubres, a
otros por indignos y embrutecedores, hasta que entró en una compañía de
alumbrado eléctrico, casi como bestia de carga.
Su obligación era llevar artefactos, utensilios y herramientas a sus
compañeros de trabajo.
Una tarde fue con ellos a la prueba de luces en una soberbia casa, donde
a la noche debía verificarse una gran fiesta. ¡Cuánta magnificencia
contemplaron sus ojos! Jamás vio cosa igual.
Cada salón era un prodigio del arte o un camarín de la molicie. Los
mármoles parecían encerrar en su seno transparente hojas de
vegetaciones inverosímiles; los muebles, por sus formas, incitaban a la
voluptuosidad o al reposo; los tapices caían discretamente ante las
puertas; los rasos y los flecos guardaban en la urdimbre de sus tramas
los colores del iris; había canastillas de orquídeas australianas
mezcladas con flores de cristal que despedían rayos luminosos; libros
cubiertos de oro, que atesoraban en sus páginas el oro aún más puro del
pensamiento humano, y todo ello en desorden bellísimo se reflejaba en
espejos que, como poseídos de codicia, multiplicaban hasta lo infinito
las riquezas.
De pronto apareció Luz, la dueña de la casa, ya vestida para la fiesta,
e impaciente por juzgar el efecto de la iluminación.
Juan imaginó que era una diosa. Traía la cabellera salpicada de
brillantes que semejaban estrellas perdidas en una nube de oro, el
cuello ceñido por hilos de perlas menos blancas que su pecho, y todas
las líneas de su cuerpo admirable envueltas en telas primorosas, antes
dispuestas para revelar la forma que para encubrir la desnudez. Tenía la
voz aunque imperiosa, encantadora, y su persona exhalaba un perfume
penetrante y sutil, intenso y turbador, que juntamente producía
fascinación al espíritu y embriaguez a los sentidos.
El hombre inculto e ignorante, incapaz de analizar lo que experimentaba,
pero hombre al fin, sintió la tentación y el ánsia que dá la fruta
puesta al alcance de la boca del niño.
Primero quedó suspenso con el pasmo de la sorpresa, luego se dijo con la
velocidad del pensamiento que cuanto había en aquel maravilloso recinto
y cuanto realzaba la belleza de aquella mujer extraordinaria, había bajo
una u otra forma nacido entre sus manos. Carbón arrancado a las entrañas
de la tierra y convertido en torrentes de claridad; cristales fundidos
por aquel horno que secó su garganta; hierros forjados al fuego en que
se abrasó los dedos; sedas teñidas en aquellas substancias que le
envenenaron los pulmones; todo, ¡todo! había contribuido a formarlo, y
nada, ¡nada! era para él. Entonces Luz se ofreció a su deseo como
creación maravillosa en que él había puesto hueso de sus huesos y sangre
de su sangre, hasta convertirla en el compendio de las dichas humanas.
¿Por qué no había de pertenecerle? ¿Habrían de vivir eternamente juntos
y separados a la vez, como la cortesana y el esclavo? ¿Qué ley cruel lo
disponía? ¿Quién la escribió?
El espectáculo de la riqueza le llenó de asombro; la privación de lo que
otros disfrutaban espoleó a la envidia; la ignorancia cerró a la
abnegación el paso; la conciencia le dijo que su ambición era justa;
miró a Luz con codicia, y en el fondo de su alma surgió el deseo de
gozarla o la resolución de destruirla.
Así se hallaron frente a frente la personificación de todas las
grandezas acumuladas por los tiempos y el representante de una raza que
contribuyó a crearla para delicia de otros.
Juan poseído de una pasión que daba espanto, tendió hacia ella los
brazos. Luz, al principio sonrió despreciativamente, pero al sentir las
manos callosas sobre el pecho, dio voces, lanzó gritos de angustia; y en
su auxilio acudieron tres hombres.

III
El primero, que parecía consumido por el estudio, la riqueza y los
vicios, dijo a Juan casi medrosamente, acompañando la frase con ademanes
oratorios:
--Su amor no se alcanza por fuerza... Puedes llegar a lograrlo, pero no
así. ¿Cómo ha de amarte si tus caricias son zarpazos? Adquiere
instrucción y cultura. Eres libre... Ejercita los derechos que te
permiten igualarte a los que somos preferidos.
El segundo, que vestía ropa negra y talar, le dijo endulzando el
desengaño con acento meloso:
--El amor de esa mujer no es para tí. Conténtate con su caridad. Los
favoritos de ahora son los dichosos de aquí bajo... Tú serás de los
bienaventurados allá arriba. ¡Hay otra vida! ¡Cree, sufre y espera!
El tercero de aquellos hombres, que ceñía espada y llevaba en el traje
bordados de oro, le dijo ásperamente:
--Si das un paso más hacia ella te mataré con este arma que tú mismo has
forjado.
Juan salió profiriendo amenazas: y Luz quedó al oírle extremecida de
pavor, como la ciudad de las rameras ante la voz de los Profetas.

IV
Poco tiempo después una explosión formidable destruyó la soberbia
morada. Lienzos en que el genio imitó la Naturaleza, mármoles en que
palpitó la vida, páginas preñadas de ciencia y poesía, prodigios del
arte y maravillas de la industria... todo fue destruido, y sobre un
montón de escombros humeantes quedó Luz aún viva, pero desgarradas las
carnes, bañada en su propia sangre, espantosa, mutilada y deforme.
Juan confesó el delito con altanería y se dispuso a purgarlo con valor.
¿Qué le importaba morir? Su crimen fue salvaje, porque lo aconsejaron el
deseo frustrado y la razón escarnecida, pero su causa era justa. El
delincuente se consagró mártir. Otros tan desdichados como él vendrían
detrás. Luz habría de sentarles a su mesa en el banquete de la vida y
darles la parte de amor que les correspondiese, o resignarse a perecer.
No se repliega el viento a los senos misteriosos donde nace, ni el agua
retrocede a las fuentes en que brota; pero el espíritu está sujeto al
atavismo como el cuerpo a la herencia. Juan era hijo del camino.
Fue condenado a muerte, y llegada la hora tremenda, entró con pie firme
y ánimo sereno en la capilla; lugar en que, dudosa de sí misma, busca la
justicia humana complicidad en la divina.
Allí le esperaban los tres personajes que ampararon a Luz. Uno
representaba la ley: otro mandaba la fuerza armada; el tercero le
ayudaría a bien morir.
Faltaban pocos minutos para subir las gradas del patíbulo, cuando, por
especial permiso de quien podía concederlo, entró en la estancia un
hombre con un papel en la mano. Tomolo el sacerdote y pasando por el
escrito los ojos, dejó enseguida caer los brazos a lo largo del cuerpo.
--¿Es el indulto?--preguntó Juan, sin miedo ni esperanza.
--No es una carta de tu madre. Te infundirá valor. Toma y lee.
Juan la estrujó contra sus labios en silencio, lloró sobre ella, y
devolviéndosela al ministro de Dios, repuso amargamente:
--¡No me han enseñado! ¡No sé!
* * * *


LOS TRIUNFOS DEL DOLOR

En una extensa planicie formada por tierras de panllevar, estaba la casa
solariega de los Niharra, donde descuidada del mundo, cuidadosa de su
hacienda y soñadora con sus recuerdos, vivía doña Inés, a quien en los
contornos apellidaban _la Santa_. Nombrarla en la comarca era casi, y
para muchos sin casi, nombrar a la Providencia; porque a veces, quien
imploraba algo del cielo, que lo puede todo, solía no alcanzarlo,
mientras ella nada negaba estando en su mano concederlo. Perdonar
arriendos, rebajar censos, dotar doncellas y redimir mozos de quintas,
era para doña Inés el pan nuestro de cada día. De sus armarios salían
las ropas para los pobres; de su despensa los comestibles para los
desvalidos; de sus trojes el grano para los labradores arruinados;
costeaba médico y botica; por su precepto, iban los niños a la escuela;
con su prudencia enfrenaba discordias, desvanecía rencores, y añadiendo
a la limosna que puede dar el rico la compasión que solo siente el
bueno, siempre y para todos, tenía piedad en el corazón y consuelo en
los labios. Si alguna vez se ensoberbeció la ingratitud contra ella,
supo ahogarla a fuerza de beneficios; así que por dónde quiera que iba,
salían las gentes a su paso, muchas a pedir, y muchas más, aunque
parezca increíble, a mostrarse agradecidas. Las frases de bendición y de
respeto que escuchaba, la riqueza que le permitía hacer tanta caridad y
el justo regocijo de su conciencia, sobre todo, debieran de infundirle
aquella tranquilidad de espíritu en que la verdadera felicidad se funda,
y sin embargo, no daba señales de ser dichosa.
Al recuerdo de amores contrariados no había que achatarlo; primero,
porque ni su lenguaje, ni su rostro, delataban la tristeza apacible,
pero indeleble, que deja en los resignados el dolor; y, además, porque
los años todo lo aminoran, y ella contaba tantos, que bien podían
haberle ido borrando del pensamiento las memorias tristes, por muchas
que tuviese.
Sus ojos, y su boca no sonreían con la tranquila melancolía de quien
sufre, porque recuerda; ni eran los suyos sinsabores, medio consumidos,
y acaso poetizados por el tiempo: eran penas vivas, recientes, de las
que la imaginación agrava cada día y roban más sueño cada noche. Ante
aquella mujer, buena y sin ventura, el alma se sentía invadida de tedio
y desesperanza, porque aún engendra más escepticismo la desdicha del
justo, que la prosperidad del malo.
* * * *
Tenía dos hijos: Marcelo y Luciano, de tan opuesta inclinación, que
nunca pudieron vivir en paz. Cuando niños fueron sus juegos diferentes,
cuando jóvenes distintas sus aspiraciones, y hechos hombres, antagónicos
sus ideales, de modo que jamás hubo entre ellos concordia ni armonía.
Marcelo era apasionado y vehemente, todo imaginación y viveza: Luciano
reflexivo y tranquilo, todo razón y calma: uno, impulsado por su
fantasía, se deleitaba en las especulaciones del espíritu, poetizándolas
con el encanto del misterio y prestando fe a lo que su entendimiento no
alcanzaba: otro, sin más guía que la investigación y el análisis,
estudiaba el carácter de los fenómenos y el origen de las cosas hasta
arrebatarles sus secretos, dando solo el augusto nombre de verdades a
las demostradas por la observación y la experiencia.
Para Marcelo el alma era inmortal como su Creador, señora de sí misma;
los hechos fruto de las ideas, y la verdad el resplandor de la
revelación: para Luciano causas y efectos, hechos e ideas se confundían
en el seno de la Naturaleza, deidad esquiva y desdeñosa, que no con
oraciones, sino sólo con trabajo y estudio, se deja arrebatar los
bienes: a Marcelo le bastaba el pensamiento para abismarse en la
contemplación de lo divino hasta sentir en los arrobos del éxtasis la
clara visión de Dios: Luciano creía que el destino del hombre es luchar
con la materia, vencerla, y luego perderse confundido y sumado con ella
para siempre.
Sólo en un punto estaban de acuerdo: en adorar a su madre, que distante
por igual del fanatismo de ambos, vivía consagrada a endulzar amarguras
y aminorar desdichas, sin preguntar jamás cómo pensaba el que sufría.
Doña Inés, por su perfecta imparcialidad en el reparto de la limosna y
el consuelo, antes buscaba al dolor mismo que a su víctima; iba hacia el
infortunio como corre el agua dulce de los ríos hacia el mar, sin
arrancarle nunca su amargura salobre, pero sin cansarse jamás; mientras
sus hijos aunque animados, en el fondo del mismo espíritu de caridad,
perdían el tiempo en el estéril empeño de descifrar lo incognoscible.
Marcelo siguió la carrera eclesiástica, Luciano estudió medicina, y
ambos simultáneamente, por su virtud, y su mérito, llegaron a ser, uno
espejo de sacerdotes, y otro modelo de hombres de ciencia; citándose al
par en el mundo como justamente envidiables, la gloria alcanzada por
Marcelo en el pulpito y los concilios, y el prestigio conquistado por
Luciano en los laboratorios y hospitales.
De su madre no se olvidó ninguno. A servirla y cuidarla asistían con
cariñosa frecuencia, pero nunca iban a verla al mismo tiempo, porque los
años, aferrándoles a sus ideas habían exacerbado su doble
intransigencia.
De hallarse juntos, Marcelo habría tachado de abominables e impíos los
trabajos de la ciencia moderna, y Luciano hubiera escarnecido todo
respeto a lo sobrenatural y dogmático.
Ni la religión ni la ciencia supieron hacerles mansos de corazón. La
única virtud que les faltaba era la tolerancia.
* * * *
Al cabo de mucho tiempo recibieron aviso de que su madre se moría, y
casi a la misma hora, sin temor a encontrarse, llegaron a la antigua
casa solariega. Para entrar en ella les fue preciso cruzar por entre los
grupos de campesinos, que abandonando sus hogares, acudían a saber de
doña Inés.
Subieron al cuarto de la enferma, que vencida ya por la dolencia, no
pudo conocerles, y considerando ambos la situación gravísima, cada cual
obró como quien era.
Marcelo dijo que si su madre recobraba el sentido, la prepararía
inmediatamente a bien morir: sin más que un reclinatorio, un crucifijo y
dos velas, improvisó un altar a la derecha de la cama y sacando de bajo
los hábitos un libro se puso en oración.
Luciano, después de hablar largamente con el médico que la había
asistido, para enterarse de la índole y progresos del mal, resolvió no
apartarse de allí un momento, apurando cuantos recursos le sugiriese
aquella ciencia que tanto amaba, y de que entonces había menester más
que nunca.
El cuarto día a contar desde su llegada, fue tristísimo. La pobre
anciana parecía irse consumiendo como haz de leña seca y menuda,
abrasada por un fuego invisible. Su cuerpo endeble, pequeñuelo, e
inmóvil, apenas formaba bulto bajo las ropas del lecho; la respiración
era tan débil que casi no hubiera empañado la superficie de un espejo.
Marcelo continuaba orando.
Luciano paseaba en silencio desde el dormitorio a la estancia contigua,
y con la mano derecha metida en el bolsillo del chaleco, acariciaba
nerviosamente un pequeño frasco de cristal.
Al caer la tarde, creyendo observar en el estado de la enferma la
presentación de síntomas aterradores, llamó por señas a su hermano,
llevole lejos de la cama, y mostrándole el pomo, que contenía quince o
veinte gramos de un líquido transparente e incoloro, le dijo:
--Voy perdiendo toda esperanza... ya no hay remedio.
--La misericordia de Dios es infinita--repuso Marcelo.
--Escucha--prosiguió Luciano--esto que parece agua, es el alcaloide
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