Cuentos de mi tiempo - 6

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discurría sólo con propósito de mortificarme. ¡Que mala era! Sus
picardías no eran trastadas de chica, sino verdaderas crueldades: el pan
qué yo guardaba por si tenía hambre entre horas, me lo quitaba y se lo
echaba a los cerdos; a hurtadillas, cargaba el puchero de sal para que
luego me regañasen; lo menos que hacía era decirme palabras feas, todo
el repertorio que oía a los carreteros, y escupirme a la cara, sin que
los _Pelusos_, ni la mujer ni el marido, pusieran correctivo a sus
infamias.
Por fin, me harté. Un día me mandaron a la fuente con la chica, que ya
tenía nueve años. La condenada fingió ir de buena gana, y a mitad de
camino, escabullándose en los portales de la plaza, se metió a jugar en
el corral de unas amiguitas. Allí se estuvo tres horas largas, mientras
me volvía loca buscándola. Excuso decirte lo que pasaría luego cuando,
al caer la tarde, volvimos a casa cada una por su lado. Creí que me
mataban. Mi padrastro me ató a un pié derecho de los que sostenían el
emparrado del patio, y estuvo hasta que se cansó dándome de varazos.
Cuando me soltó me fui al camaranchón que me servía de cuarto, no quise
cenar, y me tumbé en la cama sin desnudarme. De repente oigo ruido, miro
hacia arriba, y veo a Inesilla, asomada por el montante de la puerta,
mirándome burlonamente, riéndose y restregándose los puños en ademán de
hacerme rabiar.
--¿Por qué has hecho eso?--le pregunté.
Y con la cara muy alegre repuso:
--Porque me da mucho gusto cuando te pegan.
Desde aquel instante no pensé más que en marcharme de la casa.
Al referir esto, Elvira tenía los ojos nublados por lágrimas de ira. Yo
no me atreví a interrumpir su relato, y ella siguió:
--Si, chico, de aquella noche datan todas las barbaridades que he hecho
en mi vida... y las que me quedan. Hice un lío con la poca ropa que
tenía; saqué hasta treinta reales, que eran todos mis ahorros, del
escondrijo donde los ocultaba, antes del amanecer tomé a campo traviesa
el camino de Madrid, y aquí entré por la carretera de Extremadura y la
calle de Segovia. Han pasado siete años, y me acuerdo como si hubiese
sido esta mañana.
--¿Y dónde fuiste?
--A casa de mi tío Manuel. Es decir, no era tío ni casi pariente. Era
sobrino segundo de mi padrastro, y yo le miraba con cierta simpatía
porque las pocas veces que fue al pueblo me demostró cierta inclinación.
Un día evitó que me diesen una paliza; otro día, comiendo, porque mi
padrastro no me quería dar carne, él me dio la que le habían servido; y,
además, otra vez que estuvo allí pocas horas, sin que lo supieran en mi
casa, fue a la fuente y me regaló dos pañuelos de colores y un
alfiletero de alambre plateado.
--Vamos, que le gustabas.
--Ahora lo verás.
--Vivía en la calle de los Mancebos, en un caserón antiguo, y sólo con
una criada vieja: allá me fui, le conté lo que había pasado y le rogué
que me ayudase a buscar casa donde servir, a lo cual repuso que haría
lo que pudiese, y que pues no tenía yo dineros para ir a la posada, me
quedara allí unos días hasta encontrar colocación.
--¿De qué edad era ese hombre? ¿Cuántos años tenías tú entonces?
--Manuel, cuarenta; y yo, antes te lo he dicho, dieciocho cumplidos.
--Pues no me digas más.
--No te has equivocado. A los dos días de estar allí, comprendí que me
había metido en la boca del lobo. Pero ¿quieres decirme qué defensa
tenía? ¿Qué hacer ni dónde ir? Yo, como chica de pueblo... y las de
todas partes, sabía cuanto hay que saber: desde los primeros momentos
conocí el peligro: lo que no veía era el modo de evitarlo.
--¿Y qué pasó?
--Figúrate. Ya sabes que soy aficionada a leer, que devoro novelas, que
he leído hasta _Don Quijote de la Mancha_: mira, allí hay una a quien
le sucediolo que a mí. ¿Te acuerdas cuando, hablando de sus amores con
don Fernando, dice Dorotea, poco más o menos: «con volverse a salir del
aposento mi doncella, yo dejé de serlo y él acabó de ser traidor y
fementido?» ¿Te acuerdas de ésto? Pues igualito: Manolo con un pretexto,
alejó de casa a la vieja...
--Sí; el fue traidor y fementido, y tú dejaste de ser lo otro.
--Claro está que aquello fue una picardía, pero luego se encariñó mucho
conmigo. Yo entonces no era tan perra como ahora. Tengo la seguridad de
que si aquel hombre no se muere, se casa conmigo.
--¿Se murió?
--A los dos años.
Elvira suspendió un instante su relato, hizo un esfuerzo para no llorar,
como avergonzada de mostrar ternura, y continuó:
--Suprimo detalles: morir Manuel y echarme sus hermanos de la casa, todo
fue uno. Entonces comenzó esta vida arrastrada que llevo, y eso que soy
de las que tienen más suerte.
Ponerme a oficio, y presentárseme la ocasión de dejarlo, fue obra de
seis meses. Por supuesto, que para encontrar trabajo pasé las de Caín; y
en cuanto quise echarme a rodar, sobró gente que me empujara. De ésto ya
estás enterado, y además conoces a casi todos los que han tenido algo
que ver conmigo.
Lo que no sabes tú, ni nadie, es que a los tres o cuatro años de
perderme, cuando ya tenía casa puesta, muebles míos, trajes lujosos,
alhajas buenas, coche algunos meses y dos criadas que me sirvieran,
(todavía lo que más me sorprende es verme servida), precisamente
entonces, teniendo todo ésto, con lo cual no soñé jamás, chico, aunque
te parezca mentira...
--Acaba, mujer.
--Pues me entró una tristeza espantosa. ¿Y qué dirás que se me metió en
la cabeza?
--¿Casarte?
--No, hombre: para eso tengo aún poco dinero. Se me metió en la cabeza
la idea de volver al pueblo.
--¿Arrepentida?
--Mira, no lo sé: unas veces creía que no; otras me parecía que sí. En
realidad lo que yo experimentaba es dificilísimo de explicar. Era una
melancolía sin nombre, un deseo impregnado de tristeza...
--Sería que se te pegase el sentimentalismo cursi de alguna novela... Si
ahora mismo estás hadando como una dama de folletín.
--No te burles de aquéllo: puede que sea el mejor impulso que he sentido
en mi vida; y déjame acabar. Como si se me hubiese olvidado todo lo que
había sufrido hasta los dieciocho años, como si en mi casa me hubieran
mimado, prescindiendo de tanto recuerdo amargo y de algunas cicatrices
que tengo repartidas por el cuerpo, quise volver al pueblo, ver los
lugares donde había crecido, los rincones donde me escondía para llorar,
la cueva donde me encerraban, el camaranchón que llamaban mi cuarto, la
cuadra, las mulas, la fuente, todo aquello, en una palabra, que debía
serme odioso: en fin, comprendo que era una chifladura ridícula, pero
hasta quise ver a mi madre, y a mi padrastro, y a la bribona de la niña.
¿Qué pasó por mí? como dicen en las comedias, no lo sé: pero cuando
pensaba en ello decía mentalmente _mi familia_. El mal genio de madre me
parecía disculpable por los trabajos y penalidades que ocasiona una casa
de labor, la brutalidad de mi padrastro se hizo menos aborrecible a mis
ojos recordando que no era mi verdadero padre, y en cuanto a las
crueldades de mi hermanastra... como si no hubiesen existido. Es decir,
las recordaba, pero sin guardarle rencor. Repito que nunca me he dado
cuenta exacta de aquella situación de espíritu: fue algo parecido a esa
tristeza que les da a los gallegos cuando pasan mucho tiempo fuera de su
tierra; pero mezclada, aunque yo no deba decirlo, con cierta bondad de
alma que me impulsaba a disculpar y perdonar todo el mal recibido. En
fin, que me planté en el pueblo.
--¿Pero no sabían allí cómo vives y de qué vives? ¿No pensaste que
podían avergonzarte y...?
--Claro que lo sabían todo: ¡si rara vez viene alguno del pueblo que no
se presente en mi casa a pedirme algo! Donde me ves, he hecho a mi lugar
más favores que un diputado; casi me dan ganas de llamarle mi distrito.
En cuanto a que me recibiesen mal, no había miedo. Yendo a mendigar,
tal vez; con las manos llenas de paquetes, chucherías y regalos...
¡quiá!
--¿Y tuvieron la poca?...
--Fui sencillamente vestida, con un traje de lanilla gris sin adornos;
pero como soy tan aturdida, se me olvidó quitarme de las orejas estos
solitarios; llevé un saquillo de mano con guarniciones de plata,
paraguas con puño de oro; en fin, no había más que verme para comprender
que no les iba a pedir nada. En la estación del ferrocarril no me
conoció nadie: al atravesar la plaza, oí tres o cuatro voces que dijeron
con asombro: «¡Nicolasa! ¡Nicolasa!» y luego observé que a larga
distancia me fueron siguiendo dos muchachas de mi tiempo, una con un
chico en brazos... y, mira, aquélla me dio envidia.
--Si te daría.
--Llegué a mi casa. Imagina la sorpresa. Pasado el primer instante de
estupor, mi madre me cubrió de besos, mi padrastro lloró de ternura,
Inesilla me cogió el saco de mano y comenzó a darle vueltas.
--¡Ave María Purísima!
--La chica era guapa, una real moza, fresca, garbosa, con cada ojazo, y
¡un pelo más hermoso! Lo que se llama una gran mujer. La fisonomía dura,
el gesto serio, la sonrisa desdeñosa; pero en conjunto un prodigio de
lozanía y de... en fin, lo que es una flor antes de que nadie la
manosee.
--¿Y qué pasó?
--Pues nada, que saqué los regalos: dos cortes de vestido para ellas,
dos piezas de lienzo blanco para mi madre, unos pendientes de coral para
la chica, una petaca y una cadena de plata para él, todo lo que
llevaba... Me dieron el mejor cuarto de la casa, no me preguntaron
palabra de cómo ni de qué vivía y me trataron lo mejor que pudieron.
--¿Y fue gente del pueblo a verte? ¿Y qué les decían?
--¡Ya lo creo! Mi padrastro les dijo que estaba de aya de una señorita
en casa de un título. Total, que pasé allí tres días magníficos,
completamente feliz, sin tener que aguantar a los que aquí no me dejáis
en paz, con una alcoba ¡para mí sola!, y al volverme les di a los papas
seis mil reales para un par de mulas.
--Pues, chica, hasta ahora no veo el rasgo hermoso de que hablabas.
--Eso fue en el momento mismo de separarme de ellos. No quise que me
acompañasen a la estación. Estábamos en el zaguán: mí padrastro mirando
por centésima vez la petaca de plata, mi madre llorando, Inesilla
atándome un manojo de flores campestres, yo con los ojos preñados de
lágrimas, cuando de pronto mi padrastro me cogió por la mano y,
guiándome hasta el fondo del comedor, cerró tras sí la puerta, dejando
entrar a madre; Inesilla se quedó fuera. Pensé para mis adentros que
querían otro par de mulas.
--¿Y qué era?
--¡Lo increíble! No ignorando, como no ignoraba ninguno de ellos, cuál
es mi vida, mi padrastro, en presencia de mi madre, con su aprobación y
moviendo la cabeza hacia donde estaba Inesilla, me dijo: «Anda,
Nicolasa, ya que tú has hecho suerte, ¿por qué no te llevas a la chica?»
--¡Qué atrocidad!
--¡Figúrate! ¡Yo que había ido al pueblo a tomar un baño de honradez!
Mira, hubo un momento en que dudé. Aquella falta de sentido moral, aquel
rebajamiento, me trajeron de un solo golpe a la memoria toda la amargura
de mi niñez, todos mis sufrimientos. No creas que es exageración: se me
renovaron de repente el dolor y la vergüenza de todos los golpes que
había recibido en aquella casa; me acordé del último día que pasé allí;
creí verme tumbada en el jergón, mientras Inesilla se gozaba en mi daño;
su voz cruel y burlona pareció resonar en mis oídos, y claro está, con
los recuerdos volvió el rencor y con el rencor el deseo de venganza. ¡Y
qué venganza la que se me venía a las manos! Traerme a Madrid la
chica... ¡Figúrate!
--¿Y qué hiciste?
--Sin duda me inspiró Dios. Les miré de un modo que no debieron de
comprender, y saliendo al zaguán les dije: «Quiero creer que no saben
ustedes lo que piden.» En seguida, limpia de odio, besé a Inesilla y me
volví a Madrid sin rencor... y sin ilusiones.
--¡Lo creo!
--Eso hizo esta Elvira que tienes delante, eso me pasó, y, sin embargo,
te lo juro por la salud de mi alma, seré una imbécil, pero algunos días,
cuando tengo más dinero, cuando creo que estoy más alegre, de repente
se me olvida que estoy haciendo de Elvira... y me pongo Nicolasa.


SACRAMENTO

Justa y Engracia eran hijas de una familia honrada, linajuda y rica,
ambas casadas; Justa con un propietario que vivía de sus cuantiosas
rentas, sin más trabajo que cuidar de aumentarlas, y de quien no tuvo
hijos; Engracia con un bolsista de intachable reputación, pero tan
confiado en su estrella que aventuraba en jugadas peligrosas más de lo
que permite la prudencia. De este matrimonio nacieron dos niñas: María
de la Soledad y María del Sacramento.
A poco de cumplir veintidós años la primera y uno más la segunda, su
padre quedó alcanzado en una liquidación de fin de mes, y no pudiendo
cumplir los compromisos contraídos, se suicidó de un pistoletazo.
Engracia murió de pena algunos meses después; y Justa, mediante la
cariñosa conformidad de Luis, su marido, se hizo cargo de las dos
sobrinas huérfanas; doblemente impulsada, primero por cierta natural
bondad, no incompatible con su dureza de carácter, y luego por el firme
convencimiento de que las dos muchachas no podían decorosamente vivir
solas.
Para Justa y Luis el decoro era la mitad de la vida: estaban persuadidos
de que el error y el pecado son inherentes a la naturaleza humana, y de
que la disculpa y el perdón forman la gloria principal con que el bueno
se aventaja al malo; pero con el escándalo no transigían nunca. La
opinión del prójimo, si no valía, importaba a sus ojos tanto como la
misma virtud: temían más al comentario y la maledicencia que a la falta,
siendo partidarios acérrimos del refrán que dice: «Pecado ignorado medio
perdonado». Con tales ideas no habían de permitir que sus sobrinas
viviesen solas.
Soledad y Sacramento no parecían hermanas. Eran sus cualidades morales
tan diferentes y sus tipos tan opuestos, que quien ignorase la honradez
de su madre pudiera suponerlas engendradas por dos amores distintos.
Soledad era alta, gallarda, de tez trigueña, con pelo y ojos negros,
boca de labios gruesecillos, tan rojos que parecían una flor de sangre;
el seno levantado y firme, el talle esbelto, el andar airoso, las
actitudes y posturas animadas por un encanto singular que se desprendía
de su figura como un efluvio turbador y escitante: y en rara
contradicción con este aspecto provocativo, era fría, indolente,
predispuesta a la mansedumbre y la bondad, capaz hasta de ternura, pero
refractaria al apasionamiento y la vehemencia, como si tuviese
adormilados los sentidos y en su alma tranquila solo pudieran hallar eco
los sentimientos dulces y apacibles.
Sacramento no era hermosa, sino bonita: pequeña, delgada, extremadamente
blanca, los ojos de un azul muy claro, los labios finísimos, tan pobres
de color que parecían exangües: los brazos débiles, el talle largo, el
pecho apenas pronunciado, todo el cuerpo menudo y grácil, como de
adolescente que no ha llegado a su completo desarrollo. De lo que podía
envanecerse era del pelo, tan rubio, fino y abundante, tanto y tan
largo, que sentada para peinarse le llegaba al suelo, envolviéndola en
un manto de oro. Era una mujercita delicada, de complexión casi
enfermiza, sin rasgos enérgicos de belleza con que atraer y dominar: su
rostro carecía de expresión y su cuerpo de gentileza: sus posturas eran
lánguidas, como si todo su organismo estuviera sometido a la
impasibilidad de un temperamento ingénitamente casto, reflejo de un alma
privada de inspirar pasiones e incapaz de sentirlas.
Mas en abierta oposición con tales apariencias la frialdad era mentira y
la languidez artificio. Cuando pretendía agradar, cuando ponía empeño en
seducir, aquellos ojos claros, parados, se animaban súbitamente,
trocándose de inocentes en maliciosos, y aquellos labios blanquecinos
que ligeramente se mordiscaba con un movimiento imperceptible, tomaban
color de cereza soleada: entonces sonreía de un modo delicioso; la falsa
indiferencia, el abandono fingido, se convertían en laxitud estudiada
que parecía pedir mimos o prometer caricias, y la mujercita
insignificante, el ser débil, quedaban transformados en sirena de
ocultos y peligrosos encantos.
Por capricho estraño de la suerte la morena era sosa y la rubia picante:
Soledad como noche serena y fresca que adormece: Sacramento como tarde
calurosa y pesada que hostiga con visiones abrasadoras los sentidos: una
hermana dócil, humilde, apocada, propensa a cuanto fuese delicadeza y
ternura; otra dominadora, altiva, exigente, pronta a todo arranque
voluntarioso y enérgico: Soledad de aquellas para quienes amar es
conceder, prendarse y ser vencidas: Sacramento de las que, regateando
sensibilidad, prefieren ser conquistadoras a elegidas.
Justa y Luis imaginaron que las casarían pronto: a una, por su belleza y
su bondad; a otra, por su travesura e ingenio, y a las dos, porque no
teniendo ellos hijos, con el tiempo serían ricas.
Soledad, a pesar de verse tan solicitada, se mostró desdeñosa y esquiva;
porque pedía mentalmente a sus adoradores algo íntimo y hondo que no
sabían darle: les exigía menos culto y más fe.
Sacramento encontró marido a los pocos meses de cesar el aislamiento y
retiro impuesto por el luto de sus padres.
En las recepciones de una embajada, conoció al barón de D'Avenda,
diplomático extranjero que le doblaba la edad, hombre de corto
entendimiento, cuerpo gastado y carácter débil, circunstancias que ella
imaginó compensadas con su título, su riqueza, y sobre todo, por lo
fácil que le pareció dominarle. Tal vez no llegase a calcular
perversamente, desde los primeros momentos, que la excesiva bondad del
noble extranjero pudiera ser en lo futuro amplia bandera que cubriese la
torpe mercancía de sus culpas; pero apenas comenzó a verse galanteada
por él, comprendió que la pasión que le inspiró, tanto más avasalladora
cuanto más tardía, se lo entregaba esclavizado.
Para lograr que la distinguiera y prefiriese, le bastaron unos cuantos
diálogos, y enseguida, dueña de sí misma, en frío, sin experimentar la
emoción más leve, aseguró su conquista desplegando alternativamente
candidez, picardía, recogimiento y desenfado. Para atraerle se hizo
discreta; para retenerle, dulce; para seducirle, codiciable; para
enloquecerle, sensual; le alentó con esperanzas, le exasperó con
desdenes, le irritó con coqueterías, le animó con favores, y luego, de
repente, sin transición; le puso a raya, resistiendo arrepentida y
esquiva lo que acababa de conocer enamorada y vehemente. Sabía
prometerse con los ojos al mismo tiempo que se negaba con los labios, y
en una sola conversación fingía desfallecer cien veces como apasionada
que cede, y rescatarse otras tantas como virtud arisca, que hostigada se
exalta, pasando traidoramente de la turbación al impudor, y de la
licencia al recato, cual si su pensamiento y hasta su cuerpo le
inspirasen confundidos los desbordamientos de amor mal contenido que lo
autorizan todo y las respuestas de fría honestidad que no consienten
nada. Su táctica fue un prodigio de esa liviandad mansa que desconcierta
la razón y espolea los sentidos: labor de afiligranada perfidia, al
término de la cual, sin que mediara un beso ni se oprimieran una mano,
quedaron el decoro de la mujer vendido y la dignidad del hombre
escarnecida. Por fin cuando le tuvo medio alocado, medio entontecido,
fingió rendirse y consintió en ser su esposa.
Sacramento se casó primorosamente vestida de blanco, adornado el traje
de azahar, en actitud humilde, el pecho anheloso, las miradas entre
pudorosas e inquietas, la tez descolorida cual si palideciese ante la
inevitable proximidad de las caricias... y allá en el fondo del alma la
imaginación alegre y licenciosa como ramera triunfante.
Hubo fiesta, convite, amigos, parientes, enhorabuenas, besos y abrazos,
hasta lágrimas, y al caer la tarde, la recién casada se mudó de vestido
para emprender el inexcusable viaje de novios. Pocas horas después,
Luis, Justa y Soledad agitaban los pañuelos en el andén de la estación,
mientras la pareja feliz les saludaba con los suyos asomada a la
ventanilla del _sleeping_, lecho con ruedas, tálamo ambulante, símbolo
acaso sobrado casto para quien tal idea tenía del amor.
* * * *
La sensación de vanidad satisfecha que experimentaron los tíos con
aquella boda, quedó pronto amargada por el disgusto que les dio Soledad.
Un día supieron que tenía novio. La insensible, la desdeñosa, la fría,
como ellos la llamaban, estaba vencida. El autor del milagro, porque de
tal, a su juicio, podía calificarse, era un hombre de más de treinta
años, arrogante figura, finísimo, muy listo y en extremo simpático,
para quien ignorase que tan halagüeñas y brillantes apariencias,
escondían una inteligencia dañina casi por instinto y un corazón que se
asimilaba el mal, como cuerpo poroso que absorbe la humedad. Había en él
algo de personaje melodramático artificiosamente concebido, cual si al
crearle hubiera querido la Naturaleza condensar en un tipo la
perversidad que de ordinario derrama en muchos individuos. Era de los
hombres que pierden irremediablemente a la infeliz en quien se fijan,
cuando no lo evita esa virtud inquebrantable y misteriosa, que halla su
voluptuosidad en la resistencia. Para defenderse de él, no bastaba la
frialdad ingénita contra la seducción por los sentidos, pues aún fingía
más astutamente la ternura cariñosa con que se conquista el alma, que la
exaltación apasionada con que se vence a la materia. Su táctica estaba
sometida a dos principios, que lejos de limitar su campo de acción, lo
ensanchaban: nunca procuraba enamorar a mujeres de gran inteligencia, y
siempre ocultaba sus triunfos con absoluta discreción. Así eran tantas
sus victorias: primero, por fáciles; luego, por ignoradas.
Doña Justa y su esposo averiguaron enseguida que el enamorado de Soledad
era _de buena familia y que estaba bien_, es decir, lo referente a su
origen y fortuna; pero de sus ideas, sus gustos, sentimientos y
costumbres, de lo que más puede influir en el porvenir de una mujer,
nada inquirieron, ni pararon mientes en ello.
Apenas Enrique comenzó a tratar a Soledad comprendió que su
entendimiento estaba muy por bajo de su belleza, y que existía profunda
desemejanza entre los caracteres de su hermosura y sus condiciones
morales. Era confiada, inocentona, sencilla, tan exenta de picardía que
las frases y bromas más atrevidas se estrellaban contra la falta de
malicia. Lo llamativo, lo picante de sus encantos era independiente de
su voluntad: aquel cuerpo de líneas tentadoras tenía actitudes pudorosas
para no revelar la forma por los movimientos; aquella boca húmeda y
roja, como flor de granado recién mojada por la lluvia, hablaba
castamente; y aquellos ojos de miradas abrasadoras y mimosas, grandes
pecadores sin saberlo, contrastaban con la serenidad y limpieza de su
pensamiento: Soledad era, en fin, una de esas mujeres a quienes hay que
buscar, porque no saben atraer, y que resisten mal porque desconfían
poco.
Viéndose requerida de amores los aceptó cual si temiera ser cruel no
siendo agradecida, y luego las palabras dulces, las promesas cariñosas,
fueron invadiéndole apaciblemente el espíritu, como algo inesperado,
pero natural y espontáneo, que llegada su hora le florecía: en el alma,
y comenzó a recrearse en ello y gozarlo, saboreándolo a modo de un bien
supremo, legítimo y honesto, sin irritarlo con estímulos de la impureza,
ni envilecerlo con perversiones de la imaginación.
Enrique, por el contrario, no tuvo idea sincera ni dio paso sin
premeditación. Al principio se mostró vacilante y tímido, como quien
desea lo que no merece; luego desplegó gran vehemencia, dando a entender
que los primeros favores le ponían fuera de tino; y, finalmente, ya
seguro de que Soledad le quería, procuró que la privación de verle y
hablarle con la frecuencia acostumbrada, encendiese la llama que había
de perderla. Buscó un pretesto para enfadarse con los tíos, dejó de
visitarles, limitándose a mirarla en paseos y teatros, y por ultimó
comenzó a entenderse con ella por escrito, en cartas donde interpolaba
la tristeza del alejamiento con los arranques de pasión mal contenida.
Soledad, excitada por la comunicación de aquel veneno deleitoso, se
enseñó a contestarle en papeles imprudentes a los cuales fiaba anhelos
antes ignorados, leyendo mil veces embelesada lo que de palabra era
incapaz de tolerar, y dejando otras tantas correr la pluma para hacerle
confesiones y promesas que, teniéndole junto a sí, hubiera la vergüenza
sofocado en sus labios. Fue casta mientras pudo hablarle; atrevida al
dejar de verle; sus primeros besos por escrito, y a solas los primeros
sonrojos. Enrique tardó poco en adquirir la certidumbre de que aquella
mujer era de las que no desconfían cuando aman.
Entonces, poniendo con dádivas de su parte a una doncella, consiguió que
mientras dormían los tíos, Soledad le recibiese por las mañanas en unas
habitaciones de la planta baja, de las cuales no se hacía uso en
invierno. Luego el misterio aumentó el encanto, la ocasión fue tercera,
y una vez más la pasión y el engaño llamaron a la vida un nuevo ser,
víctima expiatoria del desvarío ajeno.
Cuando las lágrimas de la burlada comenzaron a agriarle la victoria,
Enrique faltó a dos o tres citas. Soledad mandó en su busca a la
doncella y ésta volvió diciendo que se había marchado, vendiendo en
veinticuatro horas cuanto tenía y sin decir a nadie dónde iba.
La infeliz vio la traición tan clara como imaginó haber visto la
felicidad, sufriendo al par la vergüenza de la falta y la humillación
del abandono.
Doña Justa y don Luis, a quienes le fue forzoso confiarse, anduvieron
relativamente parcos en recriminaciones, pero crueles e inexorables en
punto a la energía necesaria, para ocultar las consecuencias de la
seducción.
Con pretexto de renovar el arriendo de unas fincas, partieron,
acompañados de Soledad, fijaron su residencia en un cortijo que poseían
en tierra de Andalucía y allí permanecieron el tiempo preciso: luego,
gracias a la influencia y poder que su riqueza les daba en la comarca,
hicieron que el recién nacido pasase por hijo de un matrimonio de su
servidumbre, gente pobre que vio con ello asegurada la fortuna, y
restablecida Soledad, tornaron a la corte los tres, quedando el motivo
del viaje ignorado, y el decoro a salvo.
En vano rogó la infeliz que la dejasen allí, sin más recursos que los
estrictamente necesarios para vivir con el niño, en las condiciones que
se le impusieran, sometiéndose a cuanto mandaran: todo fue inútil. Para
la falta halló indulgencia, casi perdón, pero a trueque de separarse por
siempre de su hijo, sacrificando el sentimiento de la maternidad a las
exigencias del honor.
Regresaron del campo, y todo Madrid volvió a contemplar a Soledad en
fiestas y diversiones, ostentando al parecer gozosa, la plenitud de su
belleza. No había otra tan elegante, tan gentil y gallarda. Lo que nadie
sabía era que iba por fuerza, contra su voluntad, por falta de valor
para rebelarse contra aquella exhibición brutal y dolorosa; lo que nadie
podía sospechar era su vergüenza íntima, su mortificación al fingir
pudores e ignorancias, cuyas mentiras la envilecían a sus propios ojos,
abrasándole con un fuego sucio la conciencia. No guardaron proporción la
falta y el modo de expiarla: fue víctima dos veces sacrificada al
egoísmo ajeno: una para satisfacer la ilusión del amor; otra para
contribuir a la comedia del decoro: llegando en medio del dolor a tal
punto su pureza de pensamiento, que jamás acarició la idea de engañar a
un hombre para encubrir su desventura.
* * * *
El viaje de Sacramento y su marido duró más de un año: al volver
estaban ya desavenidos. En un principio el barón, como caballero que
repugna publicar su desacierto, transigió con las que llamaba
genialidades y ligerezas: luego trató de ocultarlas, y cuando ni esto
pudo, fingió ignorarlas. Por no separarse de su mujer, a cambio de las
migajas de su amor, sufría aparentando desconocer su vilipendio, se
burlaba de otros maridos infortunados, pretendiendo garantizar con la
osadía la falta de vergüenza; hizo papel de engañado, y así,
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