Algo de todo - 12

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pide que escriba yo un breve prólogo. Esta distinción honrosa, este
aprecio que de mí hace D. Jaime Clark, me lisonjea por extremo; pero el
apuro no es menor para mí.
¿Cómo, por breve que el prólogo sea, he de prescindir del autor
traducido y he de limitarme a juzgar la traducción solamente? Fuerza es
decir algo sobre Shakspeare, y esto es lo difícil, lo enojoso para mí,
sobre todo en pocas palabras.
Shakspeare es el ídolo literario de Inglaterra. El influjo civilizador,
la preponderancia política de esta gran nación, en todo el auge ahora de
su fortuna, riqueza, prosperidad y brío, han difundido y acrecentado la
gloria del poeta amadísimo entre cuantas naciones pueblan la faz de la
tierra. ¿Qué podré yo añadir a las alabanzas de Shakspeare dadas en
Alemania por Wieland, ambos Schlegel, Lessing y tantos otros críticos y
poetas, que le aclaman el príncipe de los dramáticos y la fuente de
inspiración de donde ha surgido el genio de la moderna y hermosa poesía
alemana? ¿Cómo hablar, cómo escribir de Shakspeare después del encomio
hecho por Víctor Hugo, ciclópeo monumento, serie de ditirambos
desaforados, estatua colosal, fundida en una imaginación de fuego por un
entusiasmo que raya en delirio, y abrillantada y retocada después por un
cincel de diamante? ¿Cómo atreverme a desplegar los labios o a dejar
correr la pluma, habiendo leído la apoteosis bellísima, el saludo
sublime que Emerson envía a Shakspeare desde el otro lado del Atlántico?
Mi espíritu frío, tardo para los raptos de admiración, aunque no incapaz
de ellos, harto indeciso y vacilante para no ver el contra al lado del
pro, y tranquilo hasta la pesadez, es imposible que siga, ni desde muy
lejos, el remontado vuelo encomiástico de los precitados autores.
Shakspeare, dicen, es inconcebiblemente sabio: los demás sabios que ha
habido en el mundo dejan al menos que su sabiduría se conciba.
Shakspeare ni esto deja. En punto a facultad creadora Shakspeare es
único. No se puede imaginar nada mejor. Shakspeare está más por cima de
Milton, Cervantes o el Tasso, que éstos del vulgo.
De la venida de Shakspeare al mundo no han hecho algo tan
sobrenaturalmente importante como la encarnación de un Dios; pero han
hecho más, según el gusto y forma con que tales encarecimientos pueden
hacerse en el día. Shakspeare, dice Emerson, es en historia natural una
producción del globo que anuncia nuevas mejoras; alguna casta nueva, con
relación a la cual seamos los hombres de las demás castas lo que el mono
es con relación al hombre.
Ni mi escasa anglomanía, ni mi poco fervor romántico, ni mis inveteradas
preocupaciones en pro de la medida, orden, reposo y arreglo de los
poetas griegos y latinos, ni mi amor a mi propia casta y nación y a los
grandes ingenios que ha producido, entre los cuales Cervantes, y Lope, y
tal vez. Tirso, se levantan a mis ojos sobre Shakspeare, consienten que
yo adopte por míos tan superlativos encomios.
Me veo, pues, en la precisión de rebajar el mérito del autor, que mi
amigo Clark presenta al público de España, en vez de ponderarle y
sublimarle. Harto me aflige tener que hacer un papel tan ingrato; pero
no me faltan consuelos.
En primer lugar me remito a Emerson y a Víctor Hugo para el que busque
elogios. Añadir es casi imposible. Declaro con sinceridad que en España
no creo que hay en el día más que un hombre que, si se pone a encomiar a
Shakspeare, acierte a decir algo que supere a Víctor Hugo y a Emerson en
epinicios agigantados y en hipérboles sonoras. Claro está que este
hombre es D. Emilio Castelar, el Víctor Hugo de la cátedra y de la
tribuna.
En segundo lugar me consuela la consideración de que, si yo rebajo a
Shakspeare, siempre le dejaré bastante alto para los españoles,
poniéndole, como le pongo, ya que no a la altura de Cervantes, al nivel
de Calderon, y casi hombreándose con Lope.
En tercer lugar, por último, y como tercer consuelo, me parece que más
bien acudo en favor del traductor asegurando a los lectores que
Shakspeare no es impecable, que no presentándole como el limpísimo
dechado, donde, sin lunar ni falta, resplandecen todas las bellezas
poéticas, o como la joya soberana donde se han acumulado a manos llenas,
sin mezcla de falsa pedrería ni de metales de baja ley, las perlas, los
diamantes y el oro puro de la más acrisolada inspiración. Los lectores
podrán hallar oscuridades, confusiones, rarezas, groserías y bufonadas
en estos dramas y achacárselas al traductor. Sepan desde ahora que son
del poeta. El traductor, escrupulosamente fiel, lo traduce todo con
exactitud pasmosa. Nos hace un inmenso servicio. No nos da un arreglo de
Shakspeare, suprimiendo y poniendo a su antojo. Nos da a Shakspeare tal
cual es: con sus defectos y con sus bellezas; con sus aciertos y con sus
extravíos; con sus bajezas y sus sublimidades. Por D. Jaime Clark va a
tener el público español al propio Shakspeare, sin cambio, ni enmienda,
ni disfraz alguno, en nuestra lengua castellana. Donde Shakspeare habla
en prosa, Clark habla en prosa; donde en verso libre, en verso libre;
donde en versos aconsonantados, en versos aconsonantados. El estilo del
traductor se ajusta también al del autor, y ya es enérgico, conciso y
sublime, ya culterano, ya natural, ya claro, ya oscuro, ya elegante y
sostenido, ya bajo y rastrero. El Sr. Clark quiere, más que traducir,
calcar a Shakspeare, y creo que lo consigue. Vamos, por consiguiente a
tener a todo Shakspeare por primera vez en castellano. Menester será
juzgarle, rápidamente al menos, pero con la misma imparcialidad que si
fuera nuestro compatriota.
Disto mucho más que de los encomios exagerados de Víctor Hugo y Emerson,
del desdén y de las burlas de Voltaire y su imitador Moratin. Confieso
que el análisis que hace Voltaire del Hamlet me ha arrancado varias
veces lágrimas de risa: mas no por eso he dado nunca la razón a
Voltaire. Ya sé que lo sublime lo bello, lo grande es lo que se presta a
la parodia.
Mi vacilación y mi duda están en otra cosa. ¿Hasta qué punto eran
requisito indispensable, condición precisa de todo lo que hay de
profundo y de íntimamente verdadero en el Hamlet, las rarezas de estilo,
las _excentricidades_ de que se muestra acompañado? ¿Serán defectos,
reales defectos los que Voltaire y Moratin señalan como tales,
consistiendo sólo la falta de estos críticos en no ver y reconocer en
todo su brillo y hermosura los numerosos aciertos que hacen que toda
falta se borre y se olvide? ¿Estos defectos, aunque inevitables, dados
la época en que Shakspeare escribió y el público a quien se dirigía,
son, a pesar de todo, defectos? ¿O por último, no son defectos los que
Voltaire y Moratin señalaban, sino excelencias y perfecciones que no
comprendían? Para responder a estas preguntas, para decidirme por
cualquiera de estos términos, necesitaría yo mucho tiempo, larga
meditación y escribir luego un tomo y no algunas páginas. Aun así no sé
con certeza si cesaría mi vacilación y me aventuraría a dar un fallo
definitivo.
Sea como sea, y sin dar el fallo, nadie niega que Shakspeare es un
ingenio de primer orden. Ni Voltaire ni Moratin lo negaron.
La gloria de este poeta empezó cuando vivía y escribía sus dramas.
Después no se ha eclipsado nunca y ha ido e irá creciendo cada vez más
con el andar del tiempo. Pero la grandeza de las montañas no se ve ni se
mide de cerca. Aunque se sabe poco de la vida de Shakspeare, parece
probable que le conocieron y trataron muchos hombres eminentes de la
brillante época en que vivió Raleigh, Bacon, el conde de Essex, Milton,
Hales, Keplero, Belarmino, Alberico Gentile, Paolo Sarpi, Vieta y otros
mil le conocían. Ninguno despreció su talento: ninguno dejó de estimar
el mérito de sus dramas; pero ninguno tampoco le rindió aquel culto,
aquella adoración que hoy le rinde lo más ilustre, instruido,
inteligente y dichoso del linaje humano. Hasta que llegó el siglo XIX,
exclaman sus más fervientes admiradores, hasta que llegó este siglo,
cuyo genio es Hamlet viviente, no pudo haber lectores que entendiesen la
tragedia de Hamlet. Ahora la literatura, la filosofía y el pensamiento
todo, son Shakspeare. Su espíritu es el horizonte más allá del cual nada
vemos, nada descubrimos, aunque nos esforcemos con ansia por columbrar
lo venidero.
Singular sería que siendo Shakspeare tan adorado entre los extraños, lo
fuese menos entre los propios; entre los ingleses, que son tan
patriotas. En Inglaterra ha tenido el gran dramático multitud de
biógrafos, críticos, comentadores y panegiristas. Los que en España han
escrito sobre Cervantes son en número cortísimo comparados con los que
en Inglaterra han escrito sobre Shakspeare. Nuestras alabanzas a
Cervantes son tibias en comparación de las que se han dado a Shakspeare
en Inglaterra. Por lo demás, mucho parecido en todo: hasta en ciertos
infantiles y candorosos regalos que lo mismo se han hecho por allá a
Shakspeare, que a Cervantes por acá. Ambos han resultado filósofos,
médicos, abogados y buenos oficiales o maestros en casi todos los
oficios; pero en verdad, ambos eran ingenios legos, y Shakspeare más que
Cervantes, si bien todo lo sabían por penetración, por viveza de
ingenio, por agudeza y perspicacia en la serena mirada para observarlo,
abarcarlo y comprenderlo todo a primera vista.
En lo que no han tenido que afanarse tanto los eruditos ingleses como
los españoles, es en averiguar quiénes eran, de dónde procedían los
personajes que ponía en acción su poeta. Don Quijote, Sancho, Dulcinea,
Sanson Carrasco, los Duques, Clara, Dorotea, Lucinda, Cardenio,
Altisidora, Maese Pedro, y tantos otros, no tienen antecedentes, y es
menester buscarlos con fatigosa diligencia en los archivos, y revelar
luego al mundo la interesante verdad de que todos estos personajes
vivieron vida real, y fueron bautizados en tal o cual parroquia. Pero
los personajes de Shakspeare, así como las acciones que ejecutan o en
que intervienen, están, antes que en sus dramas, en crónicas, poemas y
leyendas, o en otros dramas, que Shakspeare refundía.
Pocos autores han tomado más de los otros que Shakspeare. Todo lo que le
parecía bello, sublime, divertido, agradable, gracioso, lo tomaba sin
escrúpulo donde lo hallaba. Ha dicho un discreto, que en literatura, no
sólo se disculpa, sino que se glorifica el robo cuando le sigue el
asesinato. Shakspeare sabía esta máxima, y no dejó de asesinar a cuantos
robó. De los autores robados nadie se acordaría si no hubieran sido
robados. Todos murieron: mas Shakspeare vive, y los personajes que
aquellos autores crearon o evocaron a una vida vaga y como de sombra, y
a una luz indecisa, crepuscular e incierta, han sido traídos por
Shakspeare a la radiante y meridiana luz de la gloria inmortal, y a una
vida más firme, más clara, más real que la de todos los héroes de la
historia.
Este es, sin duda, el mayor mérito, el mayor misterio, el encanto más
poderoso del genio de Shakspeare. Por este lado, y este lado es el más
importante, pocos poetas se le adelantan en todas las modernas
literaturas. Eminentes han existido algunos que, en mi sentir, sólo han
logrado personificar las virtudes o los vicios, producir tipos o
símbolos con habla y figura humana: el hipócrita, el avaro o el
misántropo; pero la fuerza creadora para no limitarse a la abstracción,
a la generalización, a un concepto destilado y extraído de lo real por
medio del discurso, y vestido luego de cuerpo por la fantasía, y sí para
producir individuos verdaderos, definidos, determinados, complejos en su
carácter y condiciones, como son todas las criaturas humanas, y con más
vida y más perfecta vida que la vida que da naturaleza: este don, este
arte, pocos le han tenido como Shakspeare. Ofelia, Desdémona, Julieta,
Miranda, Beatriz, Hero, Lady Macbeth, Otelo, Hamlet, Shylock, Falstaff,
Yago y tantos otros, viven en la mente de los hombres con mayor firmeza
y consistencia, que los más ilustres y claros varones que fueron en
realidad: que todos los gloriosos sabios, héroes, políticos y capitanes
que vivían en el mundo, mientras que estos personajes fantásticos iban
saliendo del cerebro de Shakspeare, provistos ya del elixir de perpetua
juventud y vida, desde el año de 1589 al de 1614. Después, lejos de
evaporarse, lejos de desvanecerse tales creaciones, han adquirido mayor
brío y virtud inmortal, se han bañado en nuevos fulgores de gloria, se
han revestido de cuantos hechizos logra crear el arte humano. El
escultor las ha fundido en bronce o las ha dado cuerpo en el mármol; el
pintor ha empleado en ellas todo el primor de sus pinceles y las más
ricas tintas de su paleta; el grabador ha agotado la finura y maestría
de su buril, y el músico ha buscado y hallado, para expresar sus
pasiones, las melodías más conmovedoras y las armonías más profundas.
Grande ha sido el valor de Shakspeare para conseguir esto: pero ha sido
mayor su fortuna. ¿Quién duda, sin embargo, de que la fortuna es el más
poderoso elemento del valor?
Fausto, Margarita y Mefistófeles, y Werther y Carlota, en la literatura
alemana, y sólo D. Quijote, Sancho, Dulcinea y D. Juan Tenorio, en la
española, son los personajes que por la notoriedad, la fama, y el fulgor
glorioso, pueden compararse a los personajes de Shakspeare, en las otras
literaturas europeas.
Pero ¿depende esto de que en los dramas de Lope, Tirso, Calderon,
Moreto, Alarcón y Rojas, de que en todo nuestro gran teatro español no
haya más personajes que D. Juan, con tanto aliento de vida, con tanta
predestinación para la inmortalidad, como los héroes shakspearianos? La
verdad es que no hay en nuestro gran teatro español otros personajes que
vivan como aquellos. ¿Fue mengua de nuestros poetas o de la fortuna?
Shakspeare escribió para un pueblo que empezaba a ser grande, que iba a
extender su imperio, a mejorar su civilización castiza y propia, a
difundirla y a hacerla valer por todas las regiones del mundo. Como
escribió para el pueblo, escribió inspirado y lleno de los pensamientos
y sentimientos del pueblo, y su mente y sus obras están henchidas de lo
porvenir; contienen en germen todo el espíritu de Inglaterra en el día.
Nuestros dramáticos escribieron también para el pueblo, inspirados y
llenos de los sentimientos del pueblo, pero de un pueblo que moría, de
un pueblo cuya civilización castiza y propia iba a desaparecer, y cuyo
espíritu de entonces no había de ser el espíritu de ahora. De aquí que
aquellos héroes hablen una lengua que apenas entienden ya los españoles,
y expresen sentimientos e ideas de que los españoles mismos ya no
participan. ¿Cómo, pues, han de entenderlos los extranjeros, cuando los
españoles no los entienden ya?
Aquellos poetas, con todo, eran también soberanos; pero ni ellos, ni sus
héroes, pueden hoy vivir como Shakspeare y los suyos. Vista y reconocida
su grandeza; no se les puede negar otro destino, que ya empieza a
cumplirse. Para el vulgo de otros países, y aun para no pocos de sus más
eruditos escritores, no sólo la potencia política, sino la potencia
intelectual de España, se ha extinguido ya. La Revista de Edimburgo,
encomiando a Fernán Caballero, supone que en Quevedo acabó nuestra
literatura, y que después, hasta Fernán Caballero, nada hemos tenido
digno de mentarse. Taine asegura que la literatura española feneció a
mediados del siglo XVII. Considerada, pues, nuestra literatura como una
literatura muerta, y nuestra civilización como una civilización pasada,
es de esperar que los eruditos, arqueólogos y humanistas, nos
desentierren o nos acaben de desenterrar, para hacernos justicia, y que,
ya que no vivan nuestros poetas como Shakspeare, ni unos héroes como
otros, sean Lope y Calderon, como Esquilo y Sofocles, y valgan y vivan
sus personajes, como Prometeo y Edipo y otros anticuados personajes del
teatro griego.
Por lo pronto, ocurre una cosa muy triste, pero inevitable, que se
explicará con un ejemplo. Tengo yo un amigo pintor. Ha pintado
lindamente a Fausto y Margarita, y a Julieta y Romeo. Varias veces le he
rogado que pinte algo tomado de nuestra literatura dramática. Ha
contestado, sin consentir réplica ni hallarla yo: nadie entendería mi
cuadro, nadie reconocería los personajes, nadie sabría la acción, como
no diese yo de antemano a cada espectador del cuadro un pliego de papel
escrito, donde se explicase todo por menudo. Mi amigo el pintor tenía
razón de sobra.
En cambio la vida de Shakspeare y de sus héroes es clara, notoria y
contemporánea vida. La generalidad del público conoce ya de fama a
muchos de estos héroes, o los conoce por imitaciones o por estampas y
pinturas, o por las óperas en que aparecen cantando. Bueno es que los
conozca tales como son, en su primitiva fuente, en Shakspeare mismo.
La traducción de D. Jaime Clark vale para esto como pocas traducciones.
Para quien no sepa con toda perfección la lengua inglesa, y sea nacido
en España, esta traducción será más útil y mil veces más agradable que
el original inglés y que toda traducción francesa por buena que sea.
Creo que debo terminar felicitando a mi amigo D. Jaime Clark por su
excelente trabajo.

FIN.
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