Algo de todo - 11

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chistes y le emplea en sus altos designios de promover la actividad
humana, anda bien avenido con Dios, suele hacerle visitas, y sale muy
satisfecho de que Dios le trate con cordialidad y confianza.
Por lo que se ve, el mal para nuestro poeta es chico mal y está
subordinado al bien al cual concurre, a pesar suyo. Así, Mefistófeles es
chico diablo. Aunque sabe y puede bastante, está en una posición
relativamente humilde, en la jerarquía de los espíritus.
Se columbra que Goethe comprende a Dios por cima de la naturaleza, y
llenándola toda e infundiendo en ella la hermosura y la vida. Para esto
ni para nada necesita ministros; pero es mayor riqueza y magnificencia
tenerlos; y así hay espíritus, inteligencias y genios, monadas más o
menos poderosas, unidas por lazos de amor divino, que crean, mueven y
cambian los mundos y cuanto en ellos hay. Cualquiera de estos genios
vale y puede mil veces más que Lucifer y que todos sus diablos. No es el
genio del Universo, no es el Espíritu del Macrocosmos el que se aparece
a Fausto. El que cede a su evocación y se le aparece es sólo el espíritu
de este nuestro pequeño planeta. Y con todo, este espíritu es tan
superior, tan inadecuado a la flaqueza del espíritu humano más valiente
y atrevido, que Fausto, al sentirle, se aterra, está a punto de morir y
reconoce que no puede entrar en relación con él. El Espíritu de la
tierra es quien da a Fausto la desesperada conciencia de su debilidad y
quien le provoca al suicidio. Los cánticos por la resurrección del
Salvador le traen de nuevo a la vida. Toda esta parte de la tragedia,
mientras no aparece Mefistófeles, está como en más altas esferas. La
aparición de Mefistófeles trae las cosas a una esfera más baja. No se
trata ya de infinitas aspiraciones, de sentir y de comprender en
ambiciosa mente humana a la naturaleza, a sus genios y a Dios, si no se
trata de algo más práctico y terreno.
Mefistófeles no es sobrenatural; es, según hemos dicho, _extra-natural_.
No es un espíritu dominador, creador y superior a todo o parte de la
naturaleza, sino un espíritu, semejante al humano, en lo que tiene de
más vulgar; astuto, travieso, grosero, cuya misma grosería no le distrae
de lo que es útil y le lleva a burlarse de lo bello y de lo sublime. Por
eso domina a los espíritus humanos, que no se elevan: pero a los que se
elevan, jamás los domina, aunque los sirva, deseosos de dominarlos.
En vez de anonadar a Fausto, como le anonadó con el Espíritu de la
tierra, Mefistófeles le hace reír con su aparición, al salir del cuerpo
del perro, rendido a los conjuros y amenazas. Cuando Fausto le obliga a
que él mismo se defina, Mefistófeles se define _una parte de aquella
fuerza que siempre quiere el mal y que hace el bien siempre_.
Mefistófeles quiere destruir, viciar y corromper; mas como sólo puede
hacer esto al por menor, concurre al bien general y a la creación entera
y continua, muy contra su gusto.
Fausto, al firmar con él un pacto, le trata como superior a inferior;
como un amo a un lacayo; y está casi seguro de que el diablo no ganará
nunca la apuesta; no le dará lo que él desea. No sólo no cae, por
decirlo así, bajo la jurisdicción y poder del diablo mucho de lo deseado
por Fausto, pero ni siquiera está comprendido por el espíritu diabólico;
porque está en regiones superiores, hasta donde dicho espíritu jamás se
encumbra. En el numen, que vive en Fausto, hay una fuerza interior mil
veces más pujante que todas las potencias del diablo. Lo malo es que
esta fuerza no se ejerce fuera de Fausto mismo. En él, crea de un modo
ideal cuanto quiere: fuera no puede nada. Pero de esas cosas ideales,
que Fausto crea en sí, concibe y apetece, el diablo sólo las mínimas y
de menos valía puede realizar en el mundo exterior: otras, ni siquiera
las entiende.
Aunque Mefistófeles, gracias a la fantasía del poeta, tiene ser propio y
personalidad independiente, todavía, para concebir nosotros mejor su
esencia, podemos figurárnosle como un resultado del análisis psicológico
del alma de Fausto. Es la parte más bestial y terrena de dicha alma, la
parte astuta y lista, que sirve para proporcionarse goces, riqueza,
poder, autoridad e influjo en este mundo; parte que Fausto había
descuidado y hasta atrofiado y desechado, a fin de entregarse a sus
altas sabidurías. Desengañado de estas altas sabidurías, y ansioso de
todo lo que por ellas había despreciado, se diría que vuelve a él
aquella parte más ruin de su alma, bajo la forma y con el ser de diablo.
Esta inferioridad diabólica respecto a Fausto y respecto a los demás
espíritus superiores, no se desmiente nunca. La ciencia, el progreso, la
subida de nivel de las almas humanas, han hecho del diablo un personaje
de poco más o menos. Su poder incontrastable no se ejerce ya sino en un
mundo ruin, entre brutos, que se empeñan en jugar y en ganar dinero para
parecer hombres, y en que por casualidad les salga algo bien para que se
diga que tienen entendimiento, y entre viejecillas ignorantes y
viciosas, que poseen algunos secretos y recetas, ignorando el por qué y
el cómo, de los mismos prodigios que obran, como son la bruja y los
gatos y los monos que la sirven y acompañan.
Fausto se siente tan rebajado de apelar a la inmunda poción de la bruja,
a fin de recobrar la mocedad, que casi está a punto de quedarse viejo y
de romper desde el principio el pacto con Mefistófeles sospechando lo
poco que el diablo puede, y vale y lo más poco que de él puede esperar
un noble espíritu.
El bien del diablo vale tan poco como el mal. Por cima del diablo, así
como hay bien, hay mal inmensamente mayor de que Mefistófeles no podrá
jamás curar el alma de Fausto. Fausto, para recibir algún bien del
diablo, así como para someterse a su dominio, tiene que ahogar esa
aspiración superior de su alma. Cuando vive y alienta con ella, el
diablo no le da el menor alivio para los tormentos que produce; pero
también el alma se sustrae por completo a todo influjo del diablo, y se
ríe de todos los pactos.
En la rara teogonía de Goethe, el diablo, no sólo está por bajo de lo
sobrenatural, término y mira de las aspiraciones del alma de Fausto,
sino también muy por bajo de lo natural, en cuanto lo natural tiene de
creador y de divino. Por esto, en la plebeya y estúpida sociedad del
aquelarre, donde Fausto por un momento se encanalla, Mefistófeles se
pavonea y triunfa; pero, en la segunda parte, cuando, por el esfuerzo de
la voluntad y por los milagros del saber y de la inteligencia de Fausto,
aparecen los genios antiguos, que imaginó Grecia, todos aquellos poderes
personificados de la naturaleza creadora e inteligente, Mefistófeles se
encoge, se humilla y casi se acobarda; Mefistófeles tiene que esconderse
y disfrazarse bajo la fea apariencia de una de la Forquiadas. No sólo en
poder, sino hasta en fealdad, superan a Mefistófeles aquellas antiguas
creaciones.
Aunque sea rápidamente, sin la detención que tan grande asunto reclama,
y a fin de no extralimitarnos y dar a este trabajo una extensión
impropia del objeto a que se destina, algo debemos decir de la segunda
parte del FAUSTO.
Varias personas han llamado al FAUSTO completo la _Biblia del
panteísmo_. Nada nos parece más injusto. Goethe no era resuelto
panteísta; pero, si en alguna obra suya se inclina al panteísmo, no es
por cierto en el FAUSTO, donde más bien le contradice.
Es verdad que para afirmar esto debemos dar por sentado que entendemos
la segunda parte, y es opinión muy común que nadie la entiende. Tal vez,
los mismos que la llaman _Biblia del panteísmo_, lo cual, en buena
lógica, presupone que la entienden, la apellidan _libro de los siete
sellos_, delirio, laberinto, enigma perpetuo. Nosotros, aunque parezca
paradoja, y se nos impute a arrogancia, afirmamos lo contrario: que todo
está clarísimo en la segunda parte.
¿Dónde, si no, está la oscuridad? ¿En qué consiste? ¿De qué procede? El
estilo terso, conciso, lapidario, epigráfico, y lleno de precisión de
Goethe, llega, en esta segunda parte, al último límite de la nitidez, de
la elegancia desnuda de hojarasca e inútiles adornos, y de la sobriedad
significativa e intencionada. ¿Cómo, pues, decir con tal estilo lo vago,
lo incierto, lo indeciso, lo que nadie entiende, ni tal vez el poeta que
lo escribió? Esto no puede ser.
La supuesta no inteligencia de la segunda parte, sólo puede explicarse
por dos maneras. Y por ambas, no ya el FAUSTO, sino la obra más clara y
más llana vendrá a ser ininteligible. El _Quijote_, pongamos por caso.
Aunque no creemos en la epopeya trascendental, comprensiva y
omni-docente, creemos que el poeta canta a veces lo que no se dice; va
más allá del punto a que llega el hombre científico con la reflexión y
con el estudio; y adivina y vaticina, y se eleva a esferas inexploradas,
adonde el saber humano no llegó todavía; pero si todo está en el ritmo o
en la poesía pura, es inútil traducirlo en prosa. No es inútil, es
imposible. En prosa será inefable. Sería tan necia pretensión como la de
querer explicar el efecto de la mejor sinfonía, y aun producirle igual,
haciendo un discurso sobre la sinfonía. Pero si lo importante no está en
el ritmo, y dialécticamente se revela en la frase, todo el mundo lo
entenderá, sin que se traduzca o comente. Al que no lo entienda, podrá
decírsele lo que el hidalgo manchego o el cura dijo una vez al barbero
que se quejaba de no entender a cierto poeta: «Ni es menester que le
entienda vuesa merced, señor rapista.»
La poesía y aun obras en prosa de carácter poético, pueden encerrar
hondas verdades, bajo el velo de la alegoría o del símbolo; pero, una de
dos: o el símbolo y la alegoría son trasparentes o no lo son. Si lo son,
todo se ve claro. Si no lo son, podrán escribirse mil y mil comentos, y
cada comentador imaginar que el poeta quiso decir esto, aquello, lo de
más allá, y aun cosas que al pobre poeta no se le ocurrieron en la vida.
Comentos tales se han hecho ya del _Quijote_. ¿Por qué extrañar que se
hagan del FAUSTO? Y si al FAUSTO se le culpa por esto de ininteligible,
¿por qué al _Quijote_ no se le pone defecto igual?
No está, pues, lo ininteligible de una obra en lo misterioso,
_exotérico_ o recóndito que se aspire a hallar en ella. Basta con que lo
_exotérico_, el sentido directo, tenga un valor y un significado. Y la
segunda parte del FAUSTO le tiene. ¿Es ininteligible, es oscuro, es
tenebroso el _Cantar de los Cantares_? Para un profano cualquiera nada
hay más inteligible. El _Cantar de los Cantares_ es un idilio, una
égloga, un poema de amor, donde el amado y la amada se requiebran de lo
lindo, se dicen mil ternuras, se hacen mil finezas, se ensalzan y
describen menudamente y con morosa delectación los primores y gracias
corporales de él y de ella, y se pintan los goces que han de lograr o ya
logran ambos, besándose, abrazándose y queriéndose mucho. Pero, si esto
es tan claro, entendido así, búsquese el sentido místico que dan al
_Cantar de los Cantares_ exegetas y teólogos y el _Cantar de los
Cantares_ habrá menester de comento, y aun con el comento nos quedaremos
a oscuras, y apenas habrá quien entienda una palabra. ¿Por qué no
afirmar lo mismo de la segunda parte del FAUSTO, si es lícito equiparar
en algo lo sagrado con lo profano?
No es de suponer tampoco que la difícil inteligencia del FAUSTO dependa
de la erudición previa que para entenderle se requiere. Basta, a nuestro
ver, con una cultura mediana. El comento erudito es inútil. Todos los
personajes míticos están caracterizados tan bien, que el ignorante podrá
ganar algo, allegar un caudal de erudición, si, con motivo de leer el
FAUSTO, adquiere y hojea algún Diccionario manual de la fábula; pero lo
que aprenda en dicho Diccionario añadirá poco a la comprensión del
poema. Lo mismo puede decirse de las doctrinas cosmogónicas, geológicas,
filosóficas etc., a que el FAUSTO alude. Lo que Goethe quiere decir lo
dice por entero, y no es menester acudir a otros libros para
explicarlos, a no ser que se desee saber de quién lo tomó o por qué lo
dijo. En este caso es dable decir del comento erudito lo mismo que del
filosófico: a saber, que dicho comento cabe tanto como en el FAUSTO en
el _Quijote_. También en el _Quijote_ hay quien investigue si tal pasaje
se tomó del _Amadís_ o del _Orlando_, si tal cuento o sentencia proviene
de Conon sofista o de la _Leyenda áurea_.
Veamos, pues, sencillamente, no lo que se supone o columbra en el
FAUSTO, sino lo que se dice, y esto en resumen y cifra brevísima, porque
tememos que nos tilden de prolijos. Para mayor prontitud y claridad,
marcaremos cada uno de los cinco actos en que esta segunda tragedia está
dividida.
ACTO I.--El destino de Fausto no puede encerrarse en el de Margarita.
Fausto tiene aún muy larga carrera. Aspira a todo, y para satisfacer sus
aspiraciones cuenta con varias potencias. Cuenta con Mefistófeles, esto
es, con el espíritu de astucia y de conducta para la vida, que ya le
devolvió la juventud y que podrá aún darle riqueza, poder, fama y
deleites materiales. Y cuenta, por cima de Mefistófeles, porque la magia
natural toca puntos más altos que la magia negra o hechicería, con la
ciencia, que le revelará los arcanos del universo, y con la poesía y el
arte, que realizarán para él la ideal hermosura.
No bien Fausto se recobra de sus violentas emociones, merced a un sueño
mágico, arrullado por cantos de genios y de ninfas, en un fertilísimo y
ameno vergel, las mencionadas aspiraciones empiezan sucesivamente a
realizarse, hasta donde la condición finita de Fausto y del mundo lo
consiente.
Fausto brilla en la corte del Emperador y encuentra que en ella puede
ser lo que se le antoje, merced a su propio mérito y al diablo.
Esto, no obstante, no le satisface. De las damas no hay una sola que le
haga impresión, y se enamora de Elena, personificación de la hermosura
corporal perfecta.
El diablo no tiene poder para proporcionarle a Elena. Lleno de turbación
le habla de las Madres, o dígase de las ideas ejemplares, de las formas
puras antes de unirse a la materia prima y producir los diversos seres;
las cuales Madres, cuyos misterios el diablo no entiende, viven en el
vacío eterno, fuera del tiempo y del espacio, y sólo por medio de
hondísima y solitaria contemplación, reconcentrándose en el meditar, y
arrojándose en horribles abismos, puede llegar a ellas un ánimo
atrevido. La empresa es tal, que el propio diablo no se atrevería a
acometerla. Fausto, sin embargo, la acomete, y el diablo le ve partir
con asombro, y duda de que vuelva del seno tenebroso, infinitamente más
profundo que el infierno, adonde se ha lanzado.
En este viaje de Fausto a ver a las Madres está la clave del poema; el
núcleo de la segunda parte. Nosotros creemos que el diablo tiene razón,
y que Goethe no la tiene. Fausto no vuelve en realidad. El Fausto vivo y
humano, el doctor melancólico, el remozado por la bebida mágica, el
amante natural, como son todos los amantes; de la natural, viva y real
Margarita, se queda por allá con las Madres, y sólo vuelve su sombra, su
idea pura, un símbolo, una alegoría tan diáfana y clara, que más no
puede ser.
De aquí que toda la segunda parte sea poesía, en virtud del estilo
bellísimo del poeta, de la riqueza lírica y gnómica que derrama, de mil
primores de todos géneros que sabe difundir en los pormenores; pero en
el conjunto, la segunda parte, o no es poesía o es poesía al revés.
Sin duda que el poeta, allá en los tiempos antiguos, con inspiración
inconsciente, con estro divino, agitado por un furor que le viene del
cielo, crea personajes y acciones, que entrañan y simbolizan grandísimas
verdades. Más tarde viene el crítico, el pensador dialéctico, el hombre
frío y reflexivo, y va desnudando del símbolo las verdades en él
ocultas, y deshace la poesía y crea la ciencia.
Éste, en nuestro sentir, es el procedimiento natural.
Pero Goethe procede del modo contrario. En la segunda parte del FAUSTO
es un poeta al revés: demuestra prácticamente lo que al principio
dijimos: que la epopeya trascendental y comprensiva es imposible ahora:
que es delirio querer realizarla.
Por lo expuesto, nos pasma tanto el encarnizamiento con que censuran
muchos de poco inteligible la segunda parte del FAUSTO. El defecto nos
parece que está en lo contrario: en que se entiende de sobra; en que
todo es símbolo; en que es una larga parábola de millares de versos; en
que ninguno de aquellos personajes nos puede ya interesar, porque no son
tales personajes, sino figuras alegóricas, que representan pensamientos
religiosos, morales, filosóficos, físicos, químicos y geológicos del
autor. Y francamente, una parábola, una alegoría tan continuada, sería
insufrible, si no fuese de Goethe. Parecería, además, una puerilidad
enojosa y cansada. ¿A qué esas imágenes, esos misterios, ese estilo
figurado, para exponer doctrinas? Aunque se ven a las claras bajo el
velo trasparente de la alegoría, aún se verán mejor sin ese velo.
La poesía se asemeja en esto a la religión. Imaginemos, por un instante,
y Dios nos lo perdone, que la de Cristo es como la explica Hegel. Será
así muy filosófica, muy profunda, muy interesante; pero, no bien se
acepte la explicación de Hegel, tendremos un ingenioso y dialéctico
trabajo, y lo que es religión no tendremos. Hegel, no obstante, está en
su derecho (entiéndase que somos partidarios de la absoluta libertad de
pensar); Hegel puede exponer racionalmente todos los dogmas, y
reducirlos a filosofía.
Lo absurdo sería que después, emprendiendo la misma caminata en
dirección inversa, agarrásemos la Idea, el Yo, el No-Yo, el Ser, el
No-Ser, el Llegar-a-Ser, el Prurito, la Voluntad, la Vida, la Muerte, el
Uno y el Todo, y convirtiéndolos en personas, fraguásemos la religión
del porvenir, ya con las filosofías de Hegel; ya con las de Hartmann; ya
con las de otro cualquiera. ¿Quién había de creer en religión semejante?
¿Qué apóstoles, qué confesores, qué mártires tendría? Y no es esto negar
que la ciencia, la doctrina, la afirmación, despojada del símbolo
inútil, sobrepuesto y anacrónico, no puede tenerlos.
Convenimos en que en religión, por razones largas de exponer aquí,
resalta más lo absurdo de tomar al revés estos caminos; convenimos en
que cabe en poesía lo alegórico, como gala de imaginación, como juego
ingenioso, y hasta como medio gráfico de que hagan las verdades más
impresión en el ánimo, y hasta como recurso mnemotécnico para que duren
con más persistencia y distinción en la memoria. Pero aun así, no se
comprende, parece producto del frenesí, parece una pesadilla, tan larga
alegoría.
No obstante, la segunda parte del FAUSTO, por cima de todo lo alegado en
contra, se lee con interés. Esto consiste, en que la alegoría poética
tiene y seguirá teniendo siempre alguna razón de ser. La verdad, velada
en la imagen o símbolo, seguirá siempre grabándose mejor en el alma de
las muchedumbres, que la verdad, o la teoría que pretenda pasar por tal,
expuesta con método didáctico rigoroso. Así la poesía será menos poesía,
será menos bella, será más fría y más sin alma; pero podrá ser útil.
Interesa además, e interesa principalmente la segunda parte del FAUSTO,
porque el lector, acaso sin percatarse de ello, la convierte en una
enorme poesía lírica, en una serie de ditirambos, en una obra, no épica
y objetiva, sino subjetiva en grado sumo, donde ya no hay más héroe que
Goethe; Goethe, disfrazado de Fausto, y empeñado en algo de monstruoso,
descomunal e imposible. Saludemos, pues, al altísimo poeta con las
mismas palabras con que saludaba a Fausto la profetisa Manto:
_Den lieb' ich, der Unmögliches begchrt!_
Yo amo a aquel que desea lo imposible.
Fausto, en este sentido, esto es, la sombra de Fausto, su idea, que
Goethe lleva en sí, vuelve del seno de las Madres. En una fantasmagoría
semi-real, en un teatro, delante del Emperador y de toda su corte,
Fausto hace que Elena y Paris aparezcan. Cuando Paris roba a Elena,
Fausto tiene celos, no puede contenerse, quiere quitar a Paris la beldad
que lleva en los brazos, y deshace el encanto con una explosión, cayendo
él como muerto.
ACTO II.--Todo este acto es un aquelarre pagano y clásico en
contraposición con el aquelarre romántico y correspondiente al
cristianismo, que se lee en la parte primera. Si alguna vez nos
olvidamos de la alegoría, y hasta nos parece que deja de haberla y que
tocamos algo real, es porque Goethe, en virtud de sus monadas, de sus
genios y espíritus elementales, de sus inteligencias misteriosas que
mueven las cosas naturales, casi cree en los seres que evoca, por donde
los seres que evoca toman cuerpo y dejan de ser figuras retóricas
solamente.
Para explicar la doctrina de este segundo acto sería menester escribir
tanto al menos como el acto contiene. Goethe es conciso y por
consiguiente difícil de extractar. Baste saber que ya el diablo, según
hemos dicho, hace aquí muy triste papel. Hasta _Homúnculus_, el engendro
raquítico de la ciencia pedantesca de Wagner, sabe más que él y le sirve
de guía.
Fausto, llevado de su anhelo incesante, penetra en el seno de la
Naturaleza, quiere desentrañar sus arcanos y el origen de los seres. Su
amor a Elena, esto es, su afán de poesía y de hermosura, no se entibia
sin embargo. Nada distrae a Fausto de este amor. Halla al centauro
Chiron, monta sobre sus espaldas, y corre en busca de Elena. La
profetisa Manto le indica el modo de dar con ella: le dice por qué
sendas debe bajar al reino sombrío de Plutón, en las más hondas raíces
del Olimpo, adonde ya bajó y de donde nunca volvió Orfeo; Fausto con no
menos brío que Orfeo, y con mejor fortuna, desciende al Orco en busca de
su amada.
ACTO III.--Aquí se advierte más aún el defecto de la realidad; lo frío
de la alegoría. Nada más bello, sin embargo, como forma. Es todo dichosa
imitación de la poesía griega antigua, combinada magistral y
armónicamente con lo caballeresco, trovadoresco y galante de la poesía
de los siglos medios.
Fausto tiene un castillo en la cima del Taigetes, y es capitán y
príncipe de guerreros salidos del seno de la noche cimeriana. Elena,
huyendo de Menelao, que la quiere sacrificar, se refugia en el castillo
de Fausto, quien la recibe como Amadís hubiera recibido a Briolanja o a
otra princesa menesterosa, que viniese a que la socorriera en su cuita.
Fausto, con sus guerreros, destroza el ejército de Menelao, y con sus
modales refinados enamora a Elena en seguida, que, por otra parte, como
es sabido, no era una roca de firme ni un mármol de fría.
Después de este doble triunfo, Fausto y Elena se retiran a Arcadia,
donde hacen vida bucólica. Allí tienen un hijo: Euforion. Remedo de
Hermes, apenas nace inventa y toca la lira, y quiere sometérselo y
apropiárselo todo y subir a los cielos.
Euforion se lanza en el aire y cae despeñado, cual nuevo Ícaro. Goethe
celebra en Euforion a Lord Byron, y lamenta su muerte. Es un episodio de
extraordinaria belleza. Euforion, además, es símbolo de la poesía
moderna, nacida de la antigua belleza clásica y de la ciencia reflexiva
de nuestra edad.
Muerto Euforion, el lazo que une a Fausto con Elena queda deshecho.
Elena vuelve al Orco; pero antes de partir abraza a su esposo y le deja
como prenda de amor la túnica y el velo. Estas vestiduras no son la
misma deidad; pero son divinas y tienen la fuerza de elevar a quien las
posee por cima de las cosas vulgares. En efecto, estas vestiduras
envuelven a Fausto y le suben hacia las regiones etéreas.
ACTO IV.--Prosigue en él la alegoría, y en nuestro sentir es el menos
divertido de todos. El emperador lucha con un anti-emperador, y con
auxilio de Fausto y de Mefistófeles le derrota. Fausto, que ha tratado
ya de calmar su anhelo infinito con la ciencia, con la poesía, en el
seno de la Naturaleza y en el seno de la belleza ideal, procura ahora
satisfacerle con el poder y el dominio.
ACTO V.--Todavía, ya en una extrema vejez, Fausto busca el bien supremo
en la filantropía, en hacer la felicidad de sus semejantes, en los
adelantamientos sociales. Con este empeño de adelantamientos, como el
sonido de las campanas le fastidia, hace que el diablo queme la cabaña
de Baucis y Filemon, emblema de la vida antigua, y queme además la
ermita, que estaba al lado y donde sonaban las campanas; esto es, acaba
con la religión, en nombre de lo cómodo y progresivo.
A pesar de su poderío, comodidad y bienestar, si bien Fausto impide que
entren a visitarle en su palacio la Deuda, la Necesidad y la Miseria, no
impide que el Cuidado entre y le aflija y le consuma.
En medio de sus proyectos benéficos de hacer la dicha de los hombres, de
crear un pueblo libre, industrioso y lleno de virtudes, Fausto muere. La
alegoría no puede ser más clara. Fausto ha deseado, ha buscado cuanto
hay o puede haber de bello en la sociedad humana, en la mente, en la
fantasía, en el arte y en la Naturaleza. Sólo no ha acertado a elevarse
por cima de todo esto, en alas de la fe, y no ha buscado jamás en Dios
el bien supremo. Pero Margarita (y aquí cesa la alegoría, y precisamente
en lo más sobrenatural, vuelve el poema a parecer real y a ser por lo
tanto más poético); pero Margarita, repetimos, que se ha salvado, ha
intercedido por Fausto cerca de la Virgen Santísima, y Fausto se salva,
a pesar del pacto con Mefistófeles, el cual queda burlado, aunque no muy
desesperado, a la verdad. Mefistófeles era un diablo de buen humor, y
sus bufonerías y chistes duran hasta lo último. Los ángeles tan bonitos
que vienen volando para llevarse el alma de Fausto, le hacen muchísima
gracia, y, si bien el pícaro no se siente inflamado de amor espiritual,
lo que es profana y lascivamente, les echa mil piropos y les dice sus
más atrevidos pensamientos y sentimientos. El acto, no bien desaparece
Mefistófeles, termina con una escena mística, en una Tebaida celestial,
donde los Padres del yermo, la Magdalena, la Samaritana, Santa María
Egipciaca, la misma Margarita, y los doctores extáticos, seráficos y
profundos, cantan dignamente de la caridad, de la redención, de la
gloria y del amor divino, mientras el alma de Fausto sube al cielo en
virtud de lo _femenino eterno_: expresión filosófica con que Goethe
designa a la Madre de Dios o al concepto de que procede, y con que pone
fea discordancia en los dichos cantares religiosos.
Tal es, en compendio, todo el poema de FAUSTO, del cual sólo la primera
parte va aquí traducida.
Sería tarea interminable si nos pusiéramos a hablar de cada una de sus
escenas y a buscar interpretaciones.
Sin interpretación alguna, como ya hemos dicho, todo tiene un sentido
simbólico inmediato por demás trasparente. No hay que interpretar el
poema hasta leerle.
Sus defectos están sobrepujados por sus bellezas. El sabio, el poeta, el
filósofo, el corifeo del gran siglo de oro de las letras alemanas se
muestra en este poema en todo su poder, y todo él con sus inmensas
facultades.
Él solo pudo acometer empresa tan grande sin caer en algo digno de risa.
¡Ay del poeta inexperto e iluso que, sin medir sus fuerzas, sin tener el
genio, la ciencia, la habilidad y la perspicacia crítica del poeta
alemán, se atreva a seguirle al seno de las Madres y quiera traernos de
allí a otro Fausto y a otra Elena! Lo más que nos traerá, con menos arte
y paciencia que Paracelzo o que Wagner, será un _Homúnculus_ ridículo,
que jamás saldrá de su redoma, cuya luz no guiará a nadie por los
caminos de lo ideal, y cuyo fuego amoroso, excitado por Galatea, no
derretirá y fundirá el vidrio, derramándose en el seno del Océano.
Sólo nos queda que añadir que en una traducción, por fiel que sea, se
pierden las dos terceras partes de las bellezas que estriban y se
sostienen en la energía y tersura de la expresión original.
Contentémonos, pues, con que, en nuestra fiel traducción, persista toda
aquella belleza íntima, que reside en el fondo, y no en la forma, y que
el lector atento sabe hallar y gustar, aunque la limpia y espléndida
estructura, el metro resonante y el hechizo de la rima hayan
desaparecido.


SOBRE SHAKSPEARE

Mi amigo el estudioso y entendido joven D. Jaime Clark me pone en un
grande apuro. Publica una traducción de los dramas de Shakspeare y me
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