Algo de todo - 04

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las dejan para irse al casino, donde se pasan las horas muertas. Razón
le sobraba al gran Donoso al tronar tanto contra el casino, en su
elocuente libro _sobre el Catolicismo_. Es verdad que siempre ha habido
casino, sólo que antes, para los ricos, se llamaba la casilla, y estaba
en la botica, y para los pobres, el casino estaba en la taberna. Pero,
en el día, ni las boticas ni las tabernas han acabado, y todo lugar, por
pequeño que sea, pulula, hierve en casinos. Cada bandería, cada matiz
político tiene el suyo. Hay casino conservador, casino radical, casino
carlista, casino socialista y casino republicano. Las infelices mujeres
se quedan solas. ¡No sé cómo hay mujer que sea liberal! Todas debieran
ser absolutistas, y muchas lo son en el fondo.
La única compensación que trae a la mujer el liberalismo novísimo es que
debilita bastante la autoridad conyugal y paternal, que antes era
terrible y hasta tiránica. A la vara se le llamaba el gobierno de una
casa; pero a la mujer briosa, como lo es la cordobesa, más le duele
cuando la desdeñan que cuando le pegan: más la quebranta un desaire que
una paliza.
De todos modos, la mujer cordobesa, como las demás españolas, conserva
siempre un manantial purísimo de consuelo para sus sinsabores y
disgustos: este manantial es la religión cristiana. No hay cordobesa que
no sea profundamente religiosa.
Entre los hombres ha cundido la impiedad. El soldado licenciado, de
retorno a su casa, ha solido traer algún ejemplar del _Citador_; los
periódicos se leen, y no todos son piadosos; y por último, no falta
estudiante que vuelve de la universidad inficionado de Krause y hasta de
Hegel, y que echa discursos a los rústicos, a ver si los hace panteistas
y egoteistas.
La mujer no entiende, ni quiere entender, tan enrevesados tiquismíquis,
y sigue apegada a sus antiguas creencias. Ellas son el bálsamo para
todas las heridas de su corazón: ellas le llenan de esperanzas
inmarcesibles; ellas abren en su ardiente imaginación horizontes
infinitos, dorados por la luz divina de un sol de amor y de gloria.
Hasta para menos elevadas exigencias y para más vulgares satisfacciones
es la religión un venero inagotable. Casi todo honesto mujeril
pasatiempo se funda en la religión. Si no fuese por ella, ¿habría
romerías tan alegres como la de la Virgen de Araceli y la de la Virgen
de la Sierra de Cabra? ¿Habría Niño Jesús que vestir? ¿Habría procesión
que ver? ¿Habría paso de Abraham, Descendimiento, judíos y romanos,
apóstoles y profetas, _encolchados_, _ensabanados_ y _jumeones_,
hermanos de cruz, y demás figuras que salen por las calles, en la Semana
Santa? Nada de esto habría. No tendría la mujer jubileos ni novenas, ni
oiría sermones, ni adornaría con flores ningún altar, ni engalanaría
ninguna cruz de Mayo, ni se complacería tanto en el mes de María. Las
golondrinas, que ahora son respetadas porque le arrancaron a Cristo con
el pico las espinas de la corona, serían perseguidas y muertas, y no
acudirían todos los años a hacer el nido en el alero del tejado o dentro
de la misma casa, ni saludarían al dueño con sus alegres píos y
chirridos. Todo para la mujer estaría muerto y sin significado, faltando
la religión. La pasionaría perdería su valor simbólico; y hasta el amor
al novio o al marido o al amante, que ella combina siempre con el
presentimiento de deleites inmortales, y que idealiza, hermosea y
ensalza con mil vagos arreboles de misticismo, se convertiría en
cualquiera cosa, bastante menos poética.
Tal es, en general, la mujer de la provincia de Córdoba. Si entrásemos
en pormenores, sería este escrito interminable. En aquella provincia,
como en todas, hay mil grados de cultura y de riqueza, que hacen variar
los tipos. Hay además las diferencias individuales de caracteres y de
prendas del entendimiento.
He omitido un punto muy grave. Voy a tocarle, aunque sea de ligero,
antes de terminar el artículo. Este punto es el filológico: el lenguaje
y el estilo de la cordobesa.
La cordobesa, por lo común (y entiéndase que hablo de la jornalera o de
la criada, y no de la dama elegante e instruida), aspira la _hache_.
Tiene además notable propensión a corroborar las palabras con sílabas
fuertes antepuestas. Cuando no se satisface con llamar tunante a
cualquiera, le llama _retunante_; y no bastándole con Dios, exclama:
_¡Redios!_ En varios pueblos de mi provincia, así como en muchos de los
pueblos de la de Jaén, es frecuentísima cierta interjección inarticulada
que se confunde con un ronquido. La cordobesa, por último, adorna su
discurso con mil figuras e imágenes, le salpimenta de donaires y
chistes, y le anima con el gesto y el manoteo.
El adverbio _a manta_ se emplea a cada instante para ponderar o
encarecer la abundancia de algo. Las voces _mantés_, _manteson_,
_mantesada_ y _mantesonada_, _mantesería_ y _mantesonería_, salpican o
llenan tanto todo coloquio como en Málaga la de _charran_ y sus
derivados. Más singular es aún el uso del gerundio en diminutivo, para
expresar que se hace algo con suavidad y blandura. Así, pues, se dice:
«Don Fulano se está _muriendito_. La niña está _deseandito_ casarse, o
_rabiandito_ por novio.»
En la pronunciación dejan un poco que desear las cordobesas. La _zeda_ y
la _ese_ se confunden y unimisman en sus bocas, así como la _ele_, la
_ere_ y la _pe_. ¿Quién sabe si sería alguna maestra de _miga_ cordobesa
la que dijo a sus discípulas: «Niñas, _sordado_ se escribe con _ele_ y
_precerto_ con _pe_»? Pero si en la pronunciación hay esta anarquía, en
la sintaxis y en la parte léxica, así las cordobesas como los
cordobeses, son abundantes y elegantísimos en ocasiones, y siempre
castizos, fáciles y graciosos. No poca gente de Castilla pudiera ir por
allá a aprender a hablar castellano, ya que no a pronunciarle.
Sin adulación servil aseguro que la cordobesa es, por lo común,
discreta, chistosa y aguda. Su despejo natural suple en ella muy a
menudo la falta de estudios y conocimientos. Sus pláticas son
divertidísimas. Es naturalmente facunda y espontánea en lo que dice y
piensa. Amiga de reír y burlar, embroma a los hombres y les suelta mil
pullas afiladas y punzantes, pero jamás se encarniza.
¿Qué otra cosa he de añadir? Una cordobesa es avara y otra pródiga, pero
todas son generosas y caritativas. Cordobesa hay que lee todavía libros
antiguos, devotos los más, que pertenecieron a su bisabuela, y que están
como vinculados en la casa; v. gr.: _La Perfecta Casada_, del maestro
Leon; _El menosprecio de la corte y alabanza de la aldea_, y el _Monte
Calvario_, de fray Antonio de Guevara, y hasta las _Obras completas_
(cerca de veinte volúmenes en fólio) del venerable Palafox. No lo digo
fantaseando: he conocido lugareña cordobesa que tenía y leía estos y
otros libros por el estilo. Otras leen novelas modernas de las peores.
Otras no leen nada.
Mujeres hay que han estado en Sevilla o en Madrid, que han ido a Málaga
y han visto la mar; y mujeres hay que jamás salieron de su pequeña
villa, y se forman de Madrid idea tan confusa como las que yo me formo
de las ciudades que puede haber en otro planeta. Casi ninguna está
descontenta de su suerte. La buena pasta es muy común. El orgullo,
además, las excita a menospreciar lo que no está a su alcance; y el amor
de la patria, encerrado dentro de los estrechos límites del pueblo en
que nacieron y se criaron, se hace más intenso, enérgico y vidrioso, y
las mueve a amar con delirio aquel pueblo y aquella sociedad,
prefiriéndolos a todo, y a revolverse casi con furor contra cualquiera
que los censura.
Si hubiera yo de seguir contando y pintando circunstanciadamente las
cosas, escribiría un tomo de quinientas o seiscientas páginas. Demos,
pues, punto aquí: y, gracias a que este artículo no peque por largo, y a
que tenga el lector la suficiente indulgencia, vagar y calma, para
leerle todo sin enojo, fatiga ni bostezo.


UN POCO DE CREMATÍSTICA
MEDITACION(a).

I.
Cuando Virgilio, inspirado por los antiguos versos de la Sibila, por la
esperanza general entre todas las gentes de que había de venir un
Salvador, y tal vez por alguna noticia que tuvo de los profetas hebreos,
vaticinó con más o menos vaguedad, en su famosa égloga IV, la redención
del mundo, todavía le pareció que esta redención no había de ser
instantánea, por muy milagrosa que fuese, y así es que dijo: _suberunt
priscae vestigia fraudis_: quedarán no pocos restos de las pasadas
tunanterías y miserias.
(a) Publicada en _La Revista de España_, en el año de 1870.
Si esto pudo decir el Cisne de Mantua, tratándose de un milagro tan
grande, de un caso sobrenatural que lo renovaba todo y que todo lo
purificaba, ¿qué extraño es que después de una revolución, al cabo hecha
por hombres, y no por hombres de otra casta que la nuestra, sino por
hombres de aquí, educados entre nosotros, haya aún no poco que censurar
y no poco de que lamentarse? Pues qué, ¿pudo nadie creer con seriedad
que la revolución iba en un momento a hacer que desapareciesen todos
nuestros males, todos los vicios y los abusos que la produjeron? La
revolución podrá, a la larga, si es que logra afirmarse, corregir muchos
de estos males, vicios y abusos; pero en el día es inevitable que
aparezcan aún. Aparecerían, aunque los que combatieron en Alcolea en pro
de la revolución hubieran sido unos ángeles del cielo, de lo cual ni
ellos presumen, ni nadie les presta el carácter, la condición y la
virtud sobrehumana.
Mediten bien lo que acabo de decir aquellos que vieron con júbilo la
revolución, que la aceptaron y hoy se arrepienten, y aquéllos también
que siempre la tuvieron por un mal y que siguen con más ahínco
teniéndola por un mal en el día de hoy. Medítenlo, y ya conocerán que no
hay mal ahora que no se derive de los pasados, como se deriva de la
premisa la consecuencia; como nace el retoño de la raíz de toda planta
antigua, si no se arrancó de cuajo y si no se extirpó; operación más
difícil de lo que se piensa.
No es esto afirmar que el estado de nuestro país sea delicioso,
envidiable y floreciente. Nada menos que eso. En nuestro país hay mucho
desabrimiento, muchísimo mal humor, y un disgusto enorme. Y no hay que
rastrear demasiado, ni que sumirse en oscuras profundidades para
desentrañar la causa. La causa es que _donde no hay harina, todo es
mohína_. El mal, fundamento de todos los males, es entre nosotros la
escasez de dinero, o para valernos de término más comprensivo, la
penuria o la inopia. En nuestra época nos dolemos más de este mal,
porque la aspiración y el conocimiento del bien contrario están más
difundidos, no porque el mal sea nuevo. _De atrás le viene el pico al
garbanzo_, como dice el refrán. Sería, pues, una insolencia exigir de la
revolución que renovara el milagro de pan y peces, o que convirtiera las
piedras en hogazas. ¿Qué ha de hacer la revolución sino lo que siempre
se ha hecho? Esto me retrae a la memoria el modo de saludar que suelen
tener en algunos lugares de Andalucía, y que no puede ser ni más castizo
ni más propio. Salen dos hidalgos a tomar el sol muy embozados en sus
capas, y se encuentran al revolver de una esquina.--«Hola, compadre,
dice el uno: ¿cómo vamos?»--Y el otro contesta: «Trampeando: ¿y V.,
compadre?»--«Trampeando, trampeando también,» replica el que hizo la
pregunta. Así nada tienen que echarse en cara, y se van juntos de paseo,
en buen amor y compaña.
Contra un achaque tan inveterado no sé qué remedio pueda haber. El arte
de producir oro, la Crisopeya, se ha perdido por completo, y ya no
tenemos más arte o ciencia en que cifrar nuestras esperanzas, a ver si
nos saca del atolladero, que la Economía Política. Dios ponga tiento en
las manos de los que la saben y la aplican a la gestión de los negocios
del Estado. Y no lo digo porque dude yo de la ciencia. ¿Cómo dudar,
cuando la ciencia es, ha sido y será siempre mi amor, aunque
desgraciado? Dígolo a tanto de que pudiera ocurrir con algunos
economistas lo que con ciertos filólogos que estudian un idioma, pongo
por caso, el chino o el árabe, tan por principios, con tal recondidez
gramatical y tan profundamente, que luego nadie los entiende, ni ellos
se entienden entre sí, ni logran entender a los verdaderos chinos y
árabes de nacimiento, contra los cuales declaman, asegurando que son
ignorantes del dialecto literario o del habla mandarina, y que no saben
su propio idioma, sino de un modo vernáculo, rutinario y del todo
ininteligible para los eruditos: pero lo cierto es que por más que se
lamenten, quizás con razón, no sirven para dragomanes.
Tal vez se explique esto de la manera que, yendo yo de viaje por un país
selvático, acerté a explicar en qué consistía que cierto compañero mío,
gran ingeniero, que se empeñó en guiarnos con su ciencia; no atinó
nunca, y por poco no nos hunde y sepulta en charcos cenagosos o nos
pierde en bosques sombríos, donde nos hubieran devorado los lobos. Yo
estaba siempre con el alma en un hilo, pero ni un instante dudé de la
ciencia. Lo que yo alegaba era que aquella tierra era tan ruda aún, que
no comprendía la ciencia y se revelaba contra ella. Volvimos entonces a
confiar la dirección de nuestro viaje al guía práctico y lego que antes
nos había servido, y así llegamos al término que nos proponíamos.
Pudiera suceder, por último, que constando la Economía Política, si no
me equivoco, de varias partes, como son: la creación de la riqueza, su
circulación, su repartición y su consumo, hayamos por acá estudiado a
fondo las partes últimas, y hayamos descuidado bastante el estudio de la
primera, considerándola acaso como imposible de aprender, y exclamando
humilde y cristianamente con el poeta:
Es el criar un oficio
Que sólo le sabe Dios
Con su poder infinito.
Vivo yo tan seguro de esta verdad, que nunca he querido engolfarme en el
_mare-magnum_ de la Economía Política, teniendo por tan complicada toda
esta maquinaria de las sociedades, que ni remotamente he caído en la
tentación de querer averiguar cuáles son los resortes que la mueven y
cuáles las bases sobre que se sustenta. Siempre he tenido miedo de que
venga a acontecer al economista lo que al niño que, movido de
curiosidad, rompe el juguete para ver lo que tiene dentro. Mi propósito,
al escribir esta obrilla, no es, por lo tanto, discurrir económicamente
sobre el dinero: dar lecciones sobre el modo más fácil de adquirirle.
¿Quién sabe, dado que yo averiguase este modo, si, a pesar de mi
acendrada filantropía, no me le había de callar, al menos por unos
cuantos años, aprovechándome de él para mi uso privado y el de algún que
otro amigo muy predilecto? Mi propósito es sólo hablar del influjo que
ejerce el dinero en las almas: esto es, que yo no trato aquí de Economía
Política, sino de Filosofía Moral, exponiendo algunos pensamientos
filosóficos acerca del dinero, ora nacidos de mi propia meditación, ora
de la mente profunda de los sabios antiguos y modernos que he
consultado.
No quiero, con todo, que se me tenga por tan ignorante de la ciencia
económica, que al hablar y filosofar sobre el dinero, no sepa lo que es
y confunda unas especies con otras. Hace un siglo que a nadie se le
hubiera ofrecido este pícaro escrúpulo que a mí se me ofrece ahora.
Entonces la generalidad de los mortales creía saber a fondo lo que era
dinero, y nadie veía ni la posibilidad de que sobre este punto naciesen
dudas, equívocos, ni disputas. Hoy, con la Economía Política, ya es otra
cosa. Tomos inmensos se han escrito para explicar lo que es el dinero y
lo que no es. Sin duda que todas aquellas verdades, por palmarias,
sencillas y evidentes que sean, que el interés de hombres poderosos o
astutos ha tenido algunas veces empeño en encubrir o tergiversar, se han
encubierto o se han tergiversado porque siempre ha habido infinito
número de páparos en el mundo. De estas verdades, las que se refieren al
dinero, al capital o a la riqueza, son las que han ofrecido más estímulo
a estas tergiversaciones y engaños; pero aunque no pueda negarse que los
economistas, que ponen, por decirlo así, definitivamente en claro estas
verdades, hacen un gran servicio al público, no puede negarse tampoco
que la mayor parte de estas verdades son de las que se llaman de
Pero-Grullo. Para quien ignora la burla que han hecho algunos hombres de
la credulidad de sus semejantes no es concebible, por ejemplo, que un
sabio economista emplee gravemente medio tomo de lectura en demostrar
que el dinero no es un mero signo representativo de la riqueza, sino que
tiene y debe tener un valor en sí; que una peseta, no sólo representa el
valor de cualquiera cosa que valga una peseta, sino que vale y debe
valer lo mismo que cualquiera cosa que valga una peseta, y que cuatro
cosas que valgan a real cada una, y que treinta y cuatro cosas que
valgan a cuarto. Todavía han empleado más fárrago los economistas en
demostrar otra verdad, de la cual es más inverosímil que nadie haya
dudado nunca, y en cuya demostración parece absurdo, a los que no están
iniciados en los misterios de la Economía Política, que nadie se afane
con formalidad. Es esta verdad que el dinero no es toda la riqueza, sino
una parte de la riqueza. ¿A quién ha podido nunca caber en el cerebro
que no es rico cuando no tiene dinero, y tiene trigo, olivares, viñas,
casas, hermosos muebles, alhajas, telas, etc.? Si todos estos objetos
los reduce mentalmente a dinero, los aprecia y los tasa, encontrará que
tiene una riqueza, por ejemplo, de dos millones de reales. Pero al hacer
la tasación, no hace más que determinar con exactitud el valor de lo que
posee, adoptando una medida común, que es el dinero. Si en vez de los
reales, de los escudos o de las pesetas, fuesen los bueyes la medida,
diríamos que tal propietario tenía una tierra que valía quinientos
bueyes, y tal empleado un sueldo de veinte bueyes al año. La ventaja del
oro o de la plata acuñados para moneda se deduce evidentemente de lo
expuesto. ¡Bendito y alabado sea Dios que nos ha hecho nacer en una
época en que todo se averigua y se explica tan lindamente! Un buey es
poco portátil, no cabe en el bolsillo, no pasa en todos los mercados,
gasta en comer y se puede morir, y el dinero ni come ni se muere. Además
un buey puede ser más gordo o más flaco, más chico o más grande, más
viejo o más joven; mientras que un escudo es siempre un escudo, goza de
eterna juventud, y tiene o debe tener el mismo peso y la misma ley.
Tal es la gran ventaja de que goza esta ciencia. Es tan clara, tan
pedestre y tan sencilla, que los niños de la doctrina pudieran
entenderla si quisiesen. Y sin embargo (¡cosa, por cierto admirable!),
apenas dan un paso desde terreno tan firme y seguro, y desde lugar tan
claro suelen caer los economistas en un mar sin fondo o en el seno
oscuro de la noche cimeriana. La Economía Política pasa a escape, salta
de la perogrullada al sofisma con una agilidad portentosa.
En esta misma cuestión de si los metales preciosos, el oro y la plata,
son mejores que los bueyes para moneda, ocurren dificultades y
contradicciones imprevista. Sirva de muestra lo siguiente: Si la deuda
que el Estado español ha contraído y sigue contrayendo se estimase en
bueyes, no se podría rebajar en un 5 por 100, en una vigésima parte, a
no ser que las siete vacas flacas del sueño de Faraón procreasen
infinitamente y llenasen el mundo todo de bueyes cacoquimios y
encanijados; pero estimada la deuda en pesetas, se ha hecho la rebaja
con la mayor suavidad, de una sola plumada, y casi sin que nadie se
percate de ello. Los bueyes, chico con grande, a no ser hijos de las
vacas flacas, siempre serían bueyes; pero las pesetas nuevas no son como
las antiguas, y el día en que la acuñación de la nueva moneda esté
terminada, podremos asegurar que en vez de deber, por ejemplo, 20.000
millones de reales, deberemos 19.000, a no ser que la alteración de la
moneda no rece con los acreedores del Estado, y les sigamos pagando los
intereses con arreglo a la ley antigua.
Pero dejando a un lado esta cuestión, conste que, si bien aquí usamos de
la palabra _dinero_ en la acepción de _capital_ o de _riqueza_, hacemos
perfectamente la distinción de estas cosas, como la han hecho todos los
hombres de todos los siglos, sin necesidad de que los economistas los
adoctrinen. La razón que nos lleva a llamar dinero a toda riqueza, es
que el dinero es una riqueza sin la que no se puede pasar. El dinero es
además un valor que circula más fácilmente que todos los demás valores,
y que los representa y los mide. El dinero no es toda la riqueza, sino
la parte móvil, líquida y más circulante de la riqueza. La sangre no es
toda la vida en el cuerpo, y sin embargo no viviríamos si la sangre no
circulara o si toda la sangre se nos escapase; aunque no es
completamente exacta la comparación, porque no hay comparación
completamente exacta. Nada hay en el cuerpo que pueda reemplazar a la
sangre; pero en la sociedad hay algo que puede reemplazar al dinero, y
este algo es el crédito, el cual no crea un átomo más de riqueza, pero
pone en circulación y presta movilidad y casi ubicuidad e mucha parte de
la riqueza que está parada e inerte. En suma, el dinero, aunque
reemplazable por el crédito, es una parte de la riqueza, y así por esto
como por ser la parte más viva, más enérgica y más circulante, es un
dolor que se pierda. La sociedad que no tiene dinero, o el individuo que
no tiene dinero, ya están aviados. Después de largos estudios han
deducido, pues, los economistas que el _dinero es indispensable al
hombre desde el momento que el hombre vive en sociedad_; aguda
sentencia, cuya verdad resplandece más que la luz del mediodía.

II.
Sentadas ya estas bases, voy a discurrir y a filosofar un poco sobre las
relaciones del dinero (y en general de toda riqueza) con las costumbres
y con las más altas facultades del espíritu humano. Empezaré por
combatir algunos errores.
El primero y más capital consiste en creer que, en nuestros días, es el
dinero más estimado que en otras épocas. Nada más falso. En el día de
hoy, los hombres son como siempre; pero si alguna mudanza ha habido, ha
sido favorable. Casi se puede afirmar que los hombres se han hecho más
generosos.
Fácil me sería acumular aquí una multitud de ejemplos históricos, desde
las más remotas edades hasta ahora, a fin de probar que el interés ha
dominado al mundo desde entonces, y su imperio, lejos de aumentar,
decae. No quiero, sin embargo, hacer un trabajo erudito, sino una
meditación filosófica.
Los poetas satíricos, los novelistas, los autores de comedias de todos
los pasados siglos, han dado muestras de que en la época en que vivían
se estimaba más el dinero que en la presente. Aun los mismos refranes,
antiquísimos vestigios de lo que se llama sabiduría popular, vienen en
apoyo de lo que digo.--_Por dinero baila el perro._--_Cobra y no pagues,
que somos mortales._--_Dádivas ablandan peñas._--_Ten dinero, tuyo o
ajeno._--_Quien tiene dineros, pinta panderos._--Y así pudiera yo seguir
citando hasta llenar un pliego de impresión. Pero aún citaré otro refrán
que, por ser España un país tan católico, debe considerarse como la
hipérbole más subida de que todo se logra con dinero; de que todo se
compra y se vende, hasta lo más venerable y santo. El refrán dice: _Por
mi dinero, Papa le quiero_.
En los países de una cultura atrasada, se advierte un fenómeno, que,
conforme nos vamos civilizando y puliendo un poco más, mengua, ya que no
desaparece del todo. Es este fenómeno la deshonra, el descrédito, la
vehemente sospecha, y aun el horror que rodea al que es pobre, el cual
es aborrecido, cuando no es despreciado. El refrán antiguo español
declara que _El dinero hace al hombre entero_: esto es, que el dinero es
garantía de rectitud, de probidad y de entereza en quien le tiene. Más
lejos va aún otro refrán que dice: _La pobreza no es deshonra, pero es
ramo de picardía_. Nuestro inmortal Cervantes, haciéndose eco de este
sentimiento general, afirma, no una sola vez, que es dificilísimo _que
un pobre pueda ser honrado_. El reverendo Fray José de Valdivielso, en
su _Poema de San José_, no acierta a concebir que el Santo, padre
putativo de Nuestro Divino Redentor, y descendiente de reyes, pudiese
ser pobre y vivir de un oficio mecánico: así es que asegura que San José
era carpintero por distracción, y no para ganarse la vida:
Pues debió de tener juros reales,
Cual descendiente de señores tales.
Bien se puede apostar que a nadie se le ocurriría, en nuestro siglo,
disculpar a San José de haber sido carpintero, y suponer que tenía
Treses o Billetes hipotecarios.
Ni por la nobleza de sangre se disculpaba la pobreza; antes el tener
dinero ha sido en todos los siglos origen de hidalguía. _Dineros son
calidad_, _Más vale el din que el don_, son refranes que corroboran mi
aserto.
La profunda veneración que inspiran el dinero y quien le posee ha sido
siempre idéntica. Lo que ha disminuido algo es el horror o el desprecio
al pobre, y ciertas asechanzas de que el rico debía de verse, en lo
antiguo, perpetuamente circundado. El hombre prudente y discreto tenía,
no hace muchos años, en todas partes, y en el día tiene aún, en no
pocas, que hacer, si puede, un gran misterio del estado de su hacienda,
sobre todo si es o era muy rico o muy pobre: si es muy pobre, para que
no le desprecien; y si es muy rico, para que no le roben o le maten. De
aquí, de esta espantosa disyuntiva entre ser despreciado o amenazado de
muerte, nació aquella sentencia de los moralistas, que hoy en los países
cultos nos parece tan necia y tan absurda, de que lo que había que
desear era una medianía de fortuna, a fin de vivir feliz y tranquilo, ni
envidioso ni envidiado. Porque, a la verdad, si el dinero es un bien,
mientras mayor sea el bien, debe ser más apetecible, y no se concibe la
_áurea mediocritas_, celebrada por Horacio y por todos los poetas de
otros tiempos, sino recordando que el hombre acaudalado estaba de
continuo expuesto a que le matasen o maltratasen para robarle, ya el
emperador o el príncipe bajo cuyo imperio vivía, ya la plebe codiciosa.
Y cuando a la riqueza no iba unido un alto grado de poder, era más
constante el peligro, y casi imposible de conjurar. No creo yo que el
odio profundo que tuvimos en la Edad Media a los judíos proviniese sólo
de que eran el pueblo deicida, sino de que eran ricos. Las frecuentes
matanzas de judíos que hubo en España acaso no hubieran llegado a
realizarse, si los judíos hubieran tenido la prudencia de quedarse
pobres. Algo parecido puede afirmarse de los frailes en estos últimos
tiempos, luego que perdieron el poder y conservaron la riqueza, si bien
el escándalo ha sido menor, porque la dulzura de las costumbres, la
mayor abundancia de dinero y de bienestar, y el más concertado y
político modo de vivir de los hombres, han disminuido el aborrecimiento
de los que no tienen a los que tienen.
Prueba de esta confianza de los que tienen es que ya, en los países
cultos, nadie o casi nadie atesora. Pocos años ha, todos los que podían
atesoraban. La literatura popular está llena de historias y leyendas de
tesoros ocultos, guardados por un dragón, por un gigante o por un
monstruo terrible, que nada menos se necesitaba para que no los robasen.
Estos tesoros estaban, o se suponía que estaban, tan hábilmente
escondidos, que era menester un don sobrenatural para descubrirlos. De
aquí se originó la idea de los zahoríes, que descubrían los tesoros. La
ciencia de los zahoríes, perdiendo hoy su carácter poético y
sobrehumano, ha llegado a trasformarse en la Estadística, disciplina
auxiliar de la Economía Política, con respecto a la cual, viene a ser lo
que es la Anatomía con respecto a la Fisiología. La Estadística es un
verdadero primor de ciencia, y a fin de que de ella formen pronto los
profanos el concepto que merece, podemos definirla la ciencia que nos
cuenta los bocados. Por esta ciencia se averigua cuánta harina, cuánta
carne, cuántas judías y cuántos garbanzos se devoran al año; lo que se
gasta en ropa y en calzado; lo que se produce y lo que se consume. Todo
esto sería más fácil de averiguar si la gente, temerosa de que le
imponga el Gobierno más contribución, no disimulara un poco lo que
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