De carne y hueso; cuentos - 3

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--Por si lo quiere usted--repuso tras una breve pausa;--no puedo cobrar
nada de lo que empresarios y editores me deben, y ahora tengo
compromisos...
Sus mejillas echaban fuego; no podía hablar.
--¡Oh!... Comprendo; pero, ahora, un artículo de Pablo... no tiene
oportunidad... ¡Si hubiera sido cuando él murió!...
Luisa rompió á llorar.
--Tiene usted razón--murmuró;--pero éste es su último artículo, el
último... y yo no quería venderlo.
--Vaya, no se aflija usted, aquello pasó... Siento que el periódico no
pueda pagar lo mucho que valdrán esas cuartillas; pero, en fin, ¿cuánto
quiere usted?
Lo que ella deseaba era concluir pronto y escapar de allí; el precio ya
no la importaba.
--¿Pondremos... cuarenta pesetas?
--Bien, bien...
Aquello era un suplicio inacabable; una especie de limosna que la
ofrecían bajo recibo... Después, mientras salía de la redacción,
escuchando el argentino tintineo de las monedas que llevaba en el
bolsillo, pensaba en la bancarrota suprema de todas sus ilusiones. ¿Qué
quedaba de los ruidosos triunfos de Pablo? De tantos aplausos, de tantas
brillantes polémicas, de tantos ensueños ambiciosos, ¿qué quedó?... Sus
amigos le habían olvidado; sus discípulos ya no le respetaban: era un
maestro enterrado, un ídolo caído...
--¿Dónde fué aquel mundo de doradas quimeras?--pensaba Luisa;--¿qué
resta de todo aquel glorioso poderío que me deslumbró?...
Y las monedas recién cobradas, tintineando en su faltriquera, parecían
responder:
--«Cuarenta pesetas; la herencia de un gran hombre...»


A OBSCURAS

Mercedes, una amiga que ignoraba los lazos de cariño habidos, desde muy
antiguo, entre la hermosa cortesana y el célebre poeta, les presentó
mutuamente.
--Don Pedro Equis... Antonia, mi mejor amiga.
Ella y él se inclinaron ceremoniosos, aparentando no conocerse,
sintiendo que aquella inocente superchería les hermanaba en la penumbra
del disimulo.
Sentáronse en el mismo sofá, cuidando inconscientemente de que sus
rodillas no tropezasen, distrayendo sus miradas con los cuadros de
alegres y pujantes colorines, las plantas y los disecados pajarillos que
adornaban las paredes y ángulos del saloncito. Mercedes dijo
jovialmente:
--Pues, sí: aquí tienes á mi amigo don Pedro, el gran cantor de los
amores, cuyos versos no hay hombre, medianamente ilustrado que, en los
momentos de borrachera sentimental, no sepa repetir de memoria.
--Así es.
--Bien recuerdo--prosiguió Mercedes riendo por la franqueza de la mujer
que sabe tener la boca bonita--que cierto actor, conocido de todos, me
sedujo recitándome versos de nuestro poeta.
...Y el poeta, escuchando la evocación de aquellas deliciosas locuras,
sonreía melancólico, reconociendo que la misión de los pobres artistas
que de nada disfrutan y que todo lo cantan, es triste como la de los
sacerdotes, obligados á bendecir los placeres de un amor vedado á ellos
eternamente. Mercedes, que salió un instante, volvió mostrando un
telegrama que acababan de traer y la forzaba á marchar á la calle.
--Quedan ustedes en su casa--dijo;--empero no dudo sabrán ser juiciosos
y tratarse con respeto.
Al verse solos, Antonia y el poeta volvieron los ojos al pasado.
--¿Te acuerdas?
--¡Cómo no!--repuso ella;--¿y quién pensara que íbamos á tropezamos
aquí, después de tanto tiempo?...
Más de quince años fueron pasados desde entonces, y, en la neblina de la
distancia, el recuerdo de aquellos amores castos, nacidos en edad
demasiado temprana, pintaba un ramalazo de alegre y suave color.
--¿He cambiado mucho?--preguntó él.
Ella no hubiese querido disgustarle, pero la realidad se imponía con tal
fuerza, que su generoso sentimiento quedó vencido.
--Bastante--murmuró.
Aunque colocada en los linderos últimos de la segunda juventud, se
conservaba hermosa y por todo extremo fresca y deseable, habiendo pasado
la vida por ella como la brisa sobre las flores, sin marchitarla; para
él, en cambio, la exístencia fué huracán fortísimo que apagó la lumbre
de sus ojos y aró su frente y quebrantó los resortes de la ya
desgobernada voluntad. Y aquel desvalimiento lo revelaban el arco
desilusionado de sus labios y su mirada fría, como la de los viejos que
presenciaron la desaparición de todo lo amado.
--Aquellos tiempos--exclamó Pedro cerrando los ojos para mejor rendir su
espíritu al dulce columpio del recuerdo,--forman en mi memoria una
acuarela de sencilla composición y regocijados tonos.
Antonia suspiró.
--A pesar de los años transcurridos--dijo,--no he podido olvidarte y,
siempre que leía tu nombre, el ayer renacía...
Le contemplaba atentamente, doliéndose de hallarle tan viejo, tan caído,
tan feo... con su calvo cráneo limado por el insomnio, su semblante que
marchitó el hastío, sus labios cansados de besar y de mentir pasiones...
Dos días después, en la misma casa, tornaron á verse; y tras aquel
encuentro vino una cita, y luego otra... Citas honestas de amigos, de
verdaderos amigos, que hallan, charlando juntos, sabroso pasatiempo.
--¿Cómo estoy?--preguntaba ella.
--Mejor que antes, más mujer, más hecha: diríase que los años te
perfeccionaron, trazando curvas, puliendo angulosidades, corrigiendo, en
fin, gallardamente, lo que la impaciente juventud dejó mal concluído.
Mientras el poeta hablaba, la gentil cortesana se estremecía mordida por
un capricho; raro capricho que iba definiéndose, sojuzgando su ánimo
bajo una fuerza invasora incontestable. Sin saberlo, adoraba á Pedro; le
admiraba, hubiese querido pasar la vida pendiente de sus labios
elocuentes... y pertenecerle, para ahuyentar sus penas.
--Su alma es hermosa--pensaba Antonia, exaltándose.
Mas inmediatamente después, la voz implacable de su buen sentido,
respondía:
--¡Pero es tan feo!... ¡Tan feo!...
Y para escucharle, miraba al suelo, hallando grato aquel apartamiento de
la realidad desconsoladora.
...Fué otra tarde en aquel mismo coquetón saloncillo. Pedro callaba,
considerando imposible la reconquista de su antigua amada, que
languidecía en el silencio; silencio augusto, cargado de recuerdos que
desbordaban su amor. Mercedes había salido.
--¿Por qué ese mutismo?--preguntó Antonia.
--¿Qué puedo decir?... ¡Estás tan lejos de mí! ¡Tan lejos!...
--¡Oh!... No lo creas. Vivo muy cerca de ti, tan cerca como antes, acaso
más vecina que nunca... Porque mi espíritu, instruído por la
experiencia, comprende mejor los raros méritos del tuyo. ¡Háblame...
háblame!
--¿De qué?
--¡Ah, no sé!... No sabría decírtelo... Pero, habla... la corrección de
tu discurso y tu voz, que nubló la tristeza, aturden mi razón
dulcemente, como el vaho aromoso de los pebeteros. Sí, por lo más
santo... no me niegues el favor de escucharte. Háblame de amor... evoca
lo pretérito; jura, como sólo tú sabes hacerlo, que no me has olvidado
todavía... ¡Habla!
Y él habló... friamente al principio, como viejo actor que representa;
después con fuego, sintiendo caldearse sus nervios bajo la viril
sacudida de su propia inspiración.
--Antonia... ¿te acuerdas?...
Hablaba cogiéndola las manos, envolviéndola en una mirada ardiente,
dejando que su aliento acariciase la frente de la amada. Y
reconociéndose elocuente, se entregaba contento á este juego de gestos y
de palabras, con la doble alegría del amante y del artista que espera
ser aplaudido. Y proseguía:
--En vano intentas sustraerte á ti misma; me quieres, lo sé, me
consta... Si así no fuese, ¿á qué esa turbación? ¿A qué ese humillar la
cabeza y bajar los ojos?... Oyeme, soy yo... tu Pedro... quien te llama;
soy tu pasado, tu juventud primera, que vuelven conmigo.
Ella balbuceaba, entregándose al hechizo de la ficción.
--¡Pedro mío!... ¡Pedro!...
--Antonia, mi Antonia... adorada de mi alma... ¿Es posible que después
de separación tan dilatada, volvamos á estar juntos?... Hace mucho
tiempo, juré amarte, y mi fe cumplió lo jurado sin que ni la distancia
ni los frívolos placeres mundanos quebrantasen el hierro fortísimo de mi
juramento. Te conocí siendo niña, nos amamos: yo entonces ganaba lo
suficiente para no morir, pero estudiaba sin desmayos, sabiendo que el
estudio y el trabajo son las únicas carabelas que pueden conducirnos
derechamente á las playas de la dicha, y en aquellas playas remotas tú
esperabas.
Trastornada por el fuego de esta romántica peroración, la joven abrió
los ojos que hasta allí tuvo cerrados, queriendo gustar la contemplación
del hombre que tantas y tan lindas cosas decía, y no pudo; vió su frente
sombría que arrugaron los años, su boca triste, su tez marchita, su
cuerpo encorvado, sus ojos sin luz... ¡Y no pudo!... El beso se heló en
sus labios y volvió á cerrar los ojos. ¡Era tan feo!...
--Lo pasado ha vuelto... ¡oh, Antonia!... No dejes que esta felicidad
torne al pasado otra vez.
Ella, sintiendo que en la obscuridad su ilusión renacía, contestaba, sin
abrir los párpados, meciéndose nuevamente en la música de aquel
fingimiento adormecedor:
--Pedro mío, yo te amo, pero mi historia, sembrada de errores,
imposibilita nuestra unión; yo soy una desgraciada; tú, en cambio,
puedes ser feliz aún.
--¡Yo! ¡Yo dichoso!... ¿Sin tí?... Nunca. Ahora mi nombre llena tu
memoria y esa convicción, acaso presuntuosa, me consuela. Pero más
adelante, cuando nos separemos, cuando no te vea, cuando la casualidad
que acaba de unirnos no exista... y mi recuerdo vaya empequeñeciéndose
en tu espíritu con el tiempo, como la imagen de todo lo que pasa, de
todo lo que huye... Entonces, ¿quién se acordará de mí... del
vencido?...
--Me sofocas como sofocan las pesadillas.
Contestó sin abrir los ojos, pareciéndola que en aquella obscuridad la
voz cariñosa del poeta venía de muy lejos. Pedro prosiguió:
--Es el ayer, que te ahoga. Tú pasarás también, Antonia, y tu ocaso será
muy triste...
--¡Sigue, sigue!...
--Será muy triste; y entonces, ¿quién te amparará? ¿Quién podrá
consolarte del bien perdido?... Mientras que, viviendo juntos, no
padecerías el tormento de la soledad, y tus últimos años serían dulces y
tibios como los crepúsculos estivales...
Hubo otra pausa. Antonia, con la cabeza caída hacia atrás y los hermosos
ojos cerrados, preguntó:
--¿Quieres apagar la luz?
--¿Para qué?...--repuso el poeta.
Y sin sospechar la triste razón que justificaba el capricho de su amiga,
dijo:
--Estamos mejor así.
Luego continuó:
--Nos veo viejecitos, examinando juntos y sin pena el panorama de lo
vivido, confortando con mi aliento tus manos trémulas, espantando con
mis besos los pesares de tu vieja frente... ¡Antonia, mi Antonia!...
La emoción ahogó la voz de su garganta. Ella murmuró:
--Apaga la luz.
--No... necesito verte... déjame...
--Pedro...
--¡Eres tan hermosa!... Ven, más cerca, así... tus manos en mis manos...
nuestros pechos muy juntos, más...
--¡Oh, adorado mío!... ¡Qué dulzura, qué persuación la de tus
palabras!...
Iba á abrir los párpados, pero recordó con miedo las trazas lamentables
de su amador, y volvió á cerrarlos.
--Antonia--el poeta repetía,--¿me quieres?
Como eco de la callada habitación, la joven contestó:
--Mucho.
--¿Con toda tu alma?
--Sí... con toda mi alma.
--¡Oh, placer!... Dilo, dilo otra vez para consuelo mio... ¡Repítelo muy
alto!...
--Te quiero... te quiero... ¡Y nada me consolará de los años que viví
sin amarte!
Otra vez sus ojos se abrian, poseídos del ansia de mirar, pero se
contuvo. Pedro, murmuraba:
--Ven...
Ella sintió sobre la fresa de sus labios, los labios calenturientos del
poeta, y su aliento, cálido como el jadeo de las fieras. Entonces se
levantó y sin entreabrir los cerrados párpados, se dirigió á tientas
hacia la mesa y apagó el quinqué; la habitación quedó á obscuras, en las
tinieblas los objetos perdieron su forma; el hechizo de la conversación
estaba salvado.
--¿Qué haces?--preguntó Pedro sorprendido.
Ella repuso:
--Acercarme á tí...


LA OCASIÓN
(Cuento representable)
ESCENA PRIMERA

(=Gabinete bien amueblado, con diván, marquesitas, etc. Al fondo, la
puerta del dormitorio. A la izquierda del actor, otra puerta. A la
derecha, una ventana. Es de noche.=)

CASTA.--(=En traje de calle y asomando la cabeza por la puerta de la
izquierda, que estará entornada=). ¡Granuja, granuja!... ¡Poca
vergüenza!... (=Pausa, como si alguien contestase á sus palabras desde
dentro.=) ¿Qué dices? (=Pausa.=) ¡Me tiene sin cuidado! (=Gritando furiosa.=)
Puedes venir cuando gustes, ó no venir... me es indiferente. Si quieres,
pasa la noche donde pasaste la de ayer, y la otra... ¡y la otra!...
(=Cerrando la puerta, como temiendo que su amenaza llegue á oídos del
esposo, que se va.=) Pero no te admires, si, en llegando _la ocasión_...
hago lo que tenga por conveniente. Eso es, ni más ni menos: lo que me dé
la gana, mi real gana; aquello que ordene mi gusto... (=se quita el
sombrero y va y vuelve por el escenario, dando señales de agitación y
despecho vivisimos.)= ¡Linda conducta la de mi esposo!... Está cincuenta
y tantas horas sin venir por aquí, metido... ¡sabe Dios dónde!... Y hoy
reaparece, después de almorzar, con las manos y los dientes muy limpios
y su cara de Pascua, repitiéndome la viejísima historia del amigo que,
saliendo del teatro, enfermó repentinamente, y á quien fué necesario
subir á un coche, llevarle á su casa, meterle entre colchas, darle
tisanas... etcétera. Yo fingí dar crédito á todo aquel hilvanamiento de
burdas mentiras, y repuse:--Bueno, ¿quieres llevarme esta noche al
teatro?--¿Por qué no?--dijo. Mi señor marido es un caballero que no
tiene palabra mala ni hecho bueno. Como le conozco, insistí.--Conque,
¿me llevarás?--Sí, mujer.--¿De verdad?--De verdad.--¿No vendrás á última
hora con alguna de las tuyas?... ¡Cómo se puso el muy hipócrita! ¡Qué
protestas, qué extremos de cariño!... Era preciso creerle. Total: me
dejó convencida y se marchó. ¡Es que las mujeres nacimos tontas!...
(=Pausa.=) Por eso, mucho antes de cenar ya estaba yo vestida. Y dan las
siete de la tarde, y las ocho... ¡y Mariano sin venir! (=Pausa.=) Cené
sola, con el alma dada á todos los diablos, comprendiendo que, al fin,
me quedaría compuesta y en casa. ¡Así fué!... A los postres reapareció
mi señor; volvía para buscar dinero y decirme que tenía un asunto
urgente... un negocio de minas... ¡No quiero recordarlo! (=Furiosa.=)
¡Pillo, granujón!... ¡Si supiera que otros adoran lo que él
desprecia!... Su amigo Ricardo, por ejemplo, me corteja desde que empezó
el verano: ¡y es tan dulce, tan insinuante, tan delicado... tan
guapo!... (=Suena un timbre.=) ¡Cómo! ¿Gente á estas horas? (=Pausa.=)
¿Quién será?...

ESCENA II
CASTA, LUEGO SUSANA

SUSANA.--(=Desde fuera.=) ¿Se puede?
CASTA.--Adelante.
S.--¿Cómo?... ¿Estás sola?
C.--Sí.
S.--¡Yo que no me atrevía á entrar, temiendo hallarte!...
C.--¿Dónde?
S.--En brazos del esposo.
C.--No me hables de Mariano.
S.--¿Está en casa?
C.--No.
S.--¡Me alegro! ¿Cuándo vendrá?
C.--Ni el diablo lo sabe. Mañana... pasado... ¡Ni me importa!...
S.--Mejor. Entonces...
C.--¿Qué?
S.--Vente conmigo.
C.--¡Chiquilla!
S.--Vente.
C.--¿Dónde?
S.--A la Bombilla.
C.--¡A la Bombilla! (=Horrorizada.=)
S.--Sí.
C.--¿Solas?
S.--¡Quiá!
C.--¿Con quién?
S.--Con mi amigo; ya le conoces... Federico...
C.--¿Estás loca?
S.--Sí, loca; loca y borracha, ¡pero no de vino, sino de alegría, de
ilusión, de juventud!...
C.--¿Y tu marido?
S.--En Puente-Viesco, desde ayer, curándose el reúma. Vamos, ¿qué
piensas?... Federico aguarda en la esquina.
C.--Imposible, no voy.
S.--¿Por qué? ¿Quién iba á enterarse?
C.--(=Pensativa y dudosa.=) Nadie...
S.--Entonces....
O.--Dudo, tengo miedo.
S.--¿A quién?
C.--No sé.
S.--¿No estás vestida?
C.--Sí.
S.--Pues, necia... sígueme. ¿A qué esperas?
C.--Sin embargo...
S.--¿Qué?
C.--¡Bonito papel representaría yo en vuestro dúo de amor!
S.--¡Psch!... Regular... (=Ríe.=)
C.--Si yo tuviese...
S.--¿Un amigo?
C.--Eso es...
S.--¡Naturalmente; un amigo! ¡Lo que tantas veces te aconsejé que debes
procurarte!... Porque, mira: con los hombres debe hacerse lo que con los
trajes: hay uno nuevo, para salir de día, ir al teatro, exhibirse en
público... este es el marido. El amante es el traje modesto conque
salimos de noche, por calles solitarias... ó al campo, para tendernos
libremente sobre la hierba..!
C.--(=pensativa.=) ¡Si Ricardito supiera!...
S.--(=con gran interés.=) Oye, á propósito: ¿qué hay de eso?
C.--Nada nuevo.
S.--¿Te escribe?
C.--Todos los días... y me sigue... y no me deja á sol ni á sombra.
S.-¿Y tú?
C.--Desdeñándole.
S.--¿Y tu marido?
C.--Como los maridos de Bocaccio: en la higuera.
S.--¡Pobre Ricardo!
C.--Si leyeses su última carta...
S.--(=Con alegría.=) ¡A ver, á ver!...
C.--(=Sacando un papel del seno.=) Lee; me llama su cielo...
S.--(=leyendo, pero sin coger la carta.=) Y... su vida... Y te pide una
cita...
C.--Sí.
S.--¡Pobrecillo!
C.--Mira, cómo se despide: «Te beso en los labios...»
S.--(=Leyendo.=) «En la nuca...»
C.--(=Leyendo.=) «Donde tú quieras..»
S.--¡Excelente muchacho!
C.--¿Te parece?
S.--Yo le protegeré.
=Pausa. Las dos interlocutores meditan.=
S.--Conque, ¿vienes?
C.--No me atrevo.
S.--Cobarde.
C.--No, no soy cobarde... pero, reconoce que la caída de las mujeres
depende, más que del deseo...
S.--Sí, de la ocasión.
C.--Tú lo digiste.
S.--Del cuarto de hora...
C.--Y esa ocasión, ese cuarto de hora, faltan... faltando Ricardo.
S.--(=Resignándose.=) Bien; entonces, adiós, no quiero perder más tiempo.
C.--(=Besándola.=) Adiós, que seas muy feliz.
S.--Lo seré; no lo dudes.
C.--Yo en cambio...
S.--Encerrada y sola... y condenada á marido perpetuo. Adiós, feísima,
adiós... (=Váse: Casta la acompaña. La escena queda un instante sola.=)

ESCENA III
CASTA
(=Cerrando la puerta con llave.=)

Cuando la ocasión no llega todo falta. Mi esposo me abandona, mi amiga
se marcha también tras su alegría... ¡Bueno va!... Me acostaré; ¿qué
remedio? (=Empieza á desnudarse poco á poco y hasta donde las buenas
costumbres consientan.=) Hace calor, el ambiente perfumado de este
gabinete es asfixiante... asfixiante como un abrazo muy estrecho. ¡Uf,
me ahogo!... Todo me habla de amor: el silencio... los muebles... el
lecho mullido donde dormiré sola... Abriré la ventana (=Pausa.=) ¡Oh, qué
noche tan hermosa! ¡Cuánta paz en la tierra! En los cielos... ¡cuánta
electricidad y cuánta luz!... Desfallezco; algo misterioso me besa sobre
los labios. (=Asomándose á la ventana.=) ¿Qué es eso?... Una orquesta
ambulante; ¡sólo faltaba la música para concluir de trastornarme!...
(=Dentro algunos violines ejecutan un vals.=) ¡Ah, ese vals!... (=En
éxtasis.=) Lo he bailado tantas veces siendo soltera, cuando era
inocente... cuando soñaba... Me veo girando por los salones, la cabeza
caída hacia atrás y sintiendo sobre los riñones la presión de un brazo
enamorado... ¡Oh, aquellos tiempos! (=Continúa desnudándose.=) La música,
llamando á mis recuerdos, trastorna mi espíritu; el calor muerde mis
nervios y mi carne. ¡Amado!... ¿Dónde está?... ¡Estas noches húmedas de
Septiembre roban al cielo tantas vírgenes!... (=Pausa.=) Hace pocos
momentos decía que faltaba la ocasión y, no obstante, el cuarto de hora
de los supremos vencimientos, está aquí; la hora azul del pecado, es
ésta. (=Pausa. Cesa la música. Luego suena un timbre; llaman á la puerta.
Casta despertando de su embelesamiento.=) ¿Quién va? ¿Quién es?...
Voz.--(=Desde fuera.=) Abra usted, señora.
C.--(=Aterrada.=) ¡Voy!... (=Aparte.=) ¿Qué es esto?... ¡Voy!... (_Siempre
aparte._) ¿Qué pasa por mí?... ¡Voy, voy!...
(=Se viste apresuradamente una bata y abre.=)

ESCENA IV
CASTA Y SU DONCELLA

DONCELLA.--El señorito Ricardo... está ahí.
CASTA.--¡Ricardo! (=Retrocede asustada.=)
D.--Sí.
C.--¿Cómo?
D.--Quiere hablar con usted.
C.--¡A estas horas!
D.--Los hombres enamorados son terribles, está loco por usted... y como
yo le dije que el señor no vendría hasta mañana... (=Ríe mirando al
público.=)
C.--¡Ah, está bien!... Te vendiste al ladrón...
D.--(=Humilde.=) Señora...
C.--Desde este momento quedas despedida.
D.--(=Sonriendo.=) Creo que la señora cambiará de opinión hablando con el
señorito Ricardo.
C.--¡Miserable! (=Exaltándose.=)
D.--Lo dije sin intención... (=Humilde y burlona.=)
C.--(=Cayendo desfallecida sobre el diván.=) ¡Todo se conjura contra
mí!... El desprecio de mi marido, los consejos de Susana... mi
desnudez... la música, el calor húmedo de esta noche diabólica...
D.--El señorito Ricardo espera.
C.--¡Ay de mí!... ¿Qué me sucede?... ¿Qué siento?
D.--¿Qué le digo?
C.--El destino le trae y yo no puedo luchar contra lo invencible.
D.--¿Señora?
C.--Aguarda. (=Pausa.=)
D.--Es que...
C.--¡Un momento!... (=Suplicante.=)
D.--(_Mirando hacia la puerta._) ¿El señorito Ricardo...?
C.--Espera...
D.--¿Qué le digo? (=Apremiante.=)
(=Pausa.=)
C.--(=Como desvanecida.=) Me muero...
D.--¿Qué le digo?
(=Pausa.=)
C.--(=Suspirando.=) Que pase...
TELÓN


LA HIJA DEL SOL

Lo mismo la alborotada juventud, tan fácil á la hipérbole, como las
envidiosas mujeres, inclinadas á discutir y morder el ajeno mérito,
coincidían en proclamar á Carmen, la gitana, como el tipo femenino más
perfecto de la pujante flamenquería sevillana.
Carmen nació en el campo: era hija de segadores y su madre la dió á luz
una tarde de Agosto, tumbada entre los altos trigales, bajo el ancho
espacio azul, abrasador y deslumbrador como la entrada de una fragua: de
pronto resonó en los ámbitos de la planicie adormecida por el bochorno
de la siesta, un grito, el grito selvático que lanzan las hembras cuando
el último desgarro las convierte en madres; y nació Carmen... El viento
de aquella tarde, un viento cálido como un bostezo del desierto, agitó
los negros cabellos de la niña y la luz que caía á raudales tostó sus
mejillas y su frente... Desde entonces, á Carmen la llamaron la _Hija
del Sol_.
Todo en ella, efectivamente, concurría á mantener la exactitud y
legitimidad de aquel apodo: su talle esbelto y ágil, su cuello grueso,
su tez cobriza, su cabeza algo grande, su boca de carnosos y encendidos
labios, amargados por el gesto, casi doloroso, de sed, que contrae la
boca insaciable de los libertinos; y luego su carácter... su carácter
reconcentrado, á veces sumiso, con sumisiones de esclava, indomable y
fiero á ratos, pero siempre taciturno y perezoso, de mujer oriental;
mujeres supersticiosas y ardientes que adoran al Sol.
Carmen profesaba al astro magnífico un culto idolátrico, casi sensual,
de fetiquista. En la germinación y desarrollo de esta pasión debió de
influir, amén de su idiosincrasia andaluza, la novela de su nacimiento,
aquel nacer pintoresco, consumado durante las abrasadas horas de una
tarde estival, en medio de la vasta planicie, convertida, bajo los rayos
del sol, en inmensa charca de fuego y de luz... Las primeras sombras
crepusculares ponían en su ánimo nostalgia y miedo inexplicables: se
acostaba temprano para no ver la luna, la eterna muerta, tan triste, tan
pálida, velando con su resplandor frío el reposo inquietante de las
tumbas y de las ruinas; y madrugaba con el sol, que iba á sorprenderla
en su lecho, espantando sus malos ensueños, derramando por sus venas una
briosa corriente de vida. Los días de verano iba con sus padres á la
siega, y allí, echada al pie de un árbol ó á la sombra de un bardal,
abismaba sus ojos en el paisaje. Los pajarillos habían enmudecido, las
cigarras, borrachas de calor, callaban bajo el rastrojo; la atmósfera
ardía, el suelo exhalaba por sus poros un vaho abrasador, irrespirable,
las golondrinas que intentaron atravesar volando la planicie, cayeron
asfixiadas; en los confines del horizonte, tierra y cielo, borrados en
la misma catarata luminosa, simulaban un incendio con oleadas de oro y
nubes de púrpura; perdidos entre el trigo, con las recias espaldas y las
frentes cubiertos de sudor, los segadores, estimulados por el orgulloso
prurito de no quedarse retrasados en la faena, trabajaban sin descanso.
Carmen, sumida en un emperezamiento invencible, miraba al cielo,
cegándose bajo aquella intensísima reverberación solar. El mismo sol,
que tanto excitaba con sus ardores la carne de la virgen gitana,
reprimía con su luz la explosión de sus pasiones: Carmen, que sentía en
la obscuridad los vergonzosos bostezos del pecado, hubiera tenido
empacho de desnudarse ante una ventana abierta: el sol, brillando
majestuoso en el cenit de los espacios, represaba sus malos deseos y
fortalecía su voluntad y su virtud, y á él volvía los entornados ojos en
las horas azules de dulce y peligroso quebranto, como las vírgenes
frágiles, al ir á perderse, miran el retrato de su padre colgado á la
cabecera del lecho fatal, como pidiéndole ayuda ó perdón. ¡No, ella no
sería mala, mientras hubiese Sol!...
* * * * *
Antoñico el gitano, un mercader de potros que gozaba de gran fortuna y
prestigio en las ferias de Sevilla y Mairena, había puesto estrecho
cerco á la virtud de Carmen; persiguiéndola en la iglesia los domingos
por la mañana, durante la misa; por las noches, rondando su reja, al pie
de la cual su musa triste de amador desdeñado entonaba sentidos
cantares; y en la siega, sentándose junto á Carmen, que le oía
distraída, mirando á los segadores cuyas cabezas oscilaban entre las
doradas mieses como puntos negros.
Según el mozo extremaba sus agasajos, la joven fortalecía su
resistencia, y hubo entre ambos disputas y luchas terribles, de las
cuales la virtud de Carmen libró incólume. El, porfiaba, sin darse por
vencido.
--¿Por qué me desprecias?--decía.
--Déjame--replicaba Carmen,--me aburres y te cansas en vano. Yo no puedo
amarte; había de querer... ¡y no podría!... Hay algo en mí que te
rechaza, que no transige contigo, aunque fueses el mejor de los
hombres... Una especie de hipo, que te echa fuera de mi alma...
El, herido en su pasión y en su orgullo, replicaba:
--Tú caerás. Esto, al fin, ha de ser como yo quiera...
Ella, segura de si misma, reía provocándole al combate. ¿Para qué
temerle?... De noche, la defendían los mismos hierros de su reja; de
día, la guardaba su padre, el Sol...
Una tarde, Carmen y Antonio se encontraron en uno de los callejones más
solitarios y excéntricos del barrio, delante de una tiendecilla de
vinos.
--Oye--dijo él,--¿aceptas una cañita de manzanilla?
--No--repuso ella,--déjame en paz.
Entonces él la cogió por los sobacos y en volandas la metió en la
taberna y luego en una habitación interior, donde un lecho, con
sobrecama roja, parecía esperar... El ambiente del dormitorio era frío;
las paredes, resquebrajadas por la humedad, ofrecían grandes manchas
verduzcas; por la ventana penetraban los últimos reflejos crepusculares.
--Ya estamos solos--exclamó Antonio cerrando la puerta;--¡por fin!...
En sus labios vagaba la risa petulante y procaz de los triunfadores; su
manos ardían; sus ojos voraces de gitano llameaban en la sombra...
Carmen no supo defenderse; un frío mortal helaba su sangre; no podía
respirar; la obscuridad de aquel cuarto siniestro gravitaba sobre sus
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