De carne y hueso; cuentos - 2

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LA MUERTA

Aquella caseta de peones camineros fué puesta por orden de la Compañía
al borde de un torrente seco, especie de cicatriz negra y profunda,
abierta por una convulsión geológica entre dos cerros graníticos muy
altos. En verano las agrias laderas de los montes colindantes se cubrían
de verdura, y en el fondo de la cañada, bajo los jarales, los grillos
cantaban: arriba, en la región azul, bañada por el sol, las águilas
volaban pausadamente sumergiendo su mirada zahorí en las
resquebrajaduras del planeta; pero el invierno desnudaba los cerros de
molleja y apagaba el canto de los grillos, y la nieve caía
silenciosamente sobre el cauce del torrente; cauce demasiado profundo,
adonde las sonoras embestidas del viento no llegaban...
Allí vivía Martina, la mujer de Juan, el maquinista, llevando siempre en
la mano el banderín verde que da á los trenes paso franco, y los ojos
fijos en los túneles abiertos en las vertientes de los dos cerros
fronteros...
Por aquellos agujeros, que en invierno aparecían sobre el fondo blanco
del paisaje nevado como las cuencas orbitarias de un enorme esqueleto
soterrado, entraba y salía continuamente, y como á borbotones, un flujo
inagotable de vida que las locomotoras, en su eterno pasar y repasar,
traían y llevaban de hora en hora.
Desde muy lejos, rompiendo el silencio de la angosta cañada dormida como
una serpiente bajo la nieve, se oía el afanoso trepidar de los trenes
que atravesaban los túneles. Entonces Martina dejaba su labor, cogía el
banderín de señales y acudía á colocarse junto á los rieles. El cerro
vibraba con un estremecimiento sordo, íntimo, como un hervor: era un
gemido gigante de dolor que crecía, anunciando un parto monstruoso;
hasta que del fondo del negro agujero, de aquella cuenca orbitaria
perteneciente á un esqueleto ciclópeo perdido, aparecía el tren,
avanzando en desaforada carrera: la locomotora, incontrastable y fatal
como el Destino, se acercaba jadeando, arrastrando un largo rosario de
vagones, paseando su panza ardiente sobre las llanuras heladas; y un
minuto después desaparecía por el túnel del lado opuesto, con un
estertor que menguaba, como algo moribundo que se despide hundiéndose...
La uniformidad de estas impresiones machacaban el espíritu de Martina:
los trenes mixtos, con sus series interminables de vagones cerrados, no
la emocionaban; eran coches mudos, sin alma, cargados de objetos
muertos: en cambio, los expresos la impresionaban fuertemente,
entristeciéndola: por las ventanillas de los coches veía cabezas que la
miraban con curiosidad; cabezas siempre diferentes, que formaban legión
y dejaban en su ánimo el recuerdo mareante de las multitudes. Otras
veces, de noche, las ventanillas solían estar vacías; pero en cambio
veía sombras fantásticas que se recortaban sobre los techos iluminados
de los vagones. Una voz estaba segura de haber sorprendido las siluetas
de una mujer y un hombre abrazados.
El tren que Juan conducía, Martina lo esperaba con más impaciencia. En
cuanto la locomotora salía del túnel, el maquinista echaba el busto
fuera de la plataforma para ver á su esposa desde lejos, y ella reía
feliz. Era una ilusión fantástica, inapresable, de aquelarre.
--¡Adiós!
--¡Adiós!
La velocidad del tren no permitía otro saludo más expresivo, y Juan
llegaba y se iba como una sombra: al principio parecía ser él quien
arrastraba y regía la marcha de los vagones; luego diríase que el tren
le empujaba... Y Martina, alta, fuerte, con su rostro moreno y sus
grandes ojos pensativos de murciana, le veía alejarse permaneciendo
inmóvil como una estatua de bronce, en medio de la nieve.
Aquel sempiterno tragín de trenes en marcha, aquel ir y venir de
individuos avanzando siempre, más allá, más allá, hacia el horizonte,
aquellas siluetas de amantes que se abrazaban sobre los blandos asientos
de los vagones reservados, despertaron en la guardavía el deseo de lo
desconocido, de lo lejano, del misterio que las leyes castigan... Y
pensó que ella no merecía vivir así, sepultada en el fondo de aquel
torrente, siguiendo en verano el vuelo sereno de las águilas bañadas por
el sol, recibiendo sobre sus hombros en invierno los copos de nieve
desprendidos del cielo gris.
Y por eso, una noche de soledad y de supremo aburrimiento, Martina oyó
embelesada las palabras de Pedro, el fogonero que acompañaba á Juan en
sus viajes, y que siempre, al pasar, la arrojaba desde el _tamdem_ una
mirada de hambriento deseo. Pedro la ponderó su amor, aquel amor
criminal que había de hallar satisfacción cumplida cuando ella se
determinara á fugarse, siguiéndole á una ciudad lejana... Y Martina le
creyó y le quiso...
Desdo aquel día el exprés tuvo para ella un doble encanto: cuando Juan
la saludaba, Pedro saludaba también, y su alma se estremecía con
inquieto gozo viendo sobre el atezado semblante del fogonero, sus
dientes que desnudaba la risa; aquellos dientes agudos y blancos que la
habían mordido...
Pasaron muchos meses, y el ansiado día de la emancipación y de la fuga
no llegaba; Pedro, aburrido de la guardavía, dejaba de verla alegando
motivos y ocupaciones que nunca tuvo, y tan evidentes fueron las pruebas
de su ingratitud, que Martina llegó á comprender...
Un remordimiento íntimo, creciente, devorador, como la carrera
trepidante de los trenes bajo el túnel, se apoderó de la abandonada.
Hasta allí la había servido de consuelo la conciencia de su virtud; pero
al saberse burlada se apreció más sola, más triste, más insignificante
que nunca, como bagazo humano despreciable arrojado junto á la vía por
aquellas multitudes honradas que llevan los trenes.
Con la llegada del exprés siempre venía el saludo de Juan, que la miraba
echando el cuerpo fuera del tandem:
--¡Adiós!
--¡Adiós!...
Pedro ya no saludaba, sonreía... con esa sonrisilla burlona con que
suelen corresponder los hombres al saludo de las mujeres que engañaron.
Viéndose sola, completamente sola, con la soledad de los astros muertos
que ruedan por el vacío, reconociéndose despreciada del amante é indigna
del esposo, atormentada por la voz de su conciencia que murmuraba á
todas horas en sus oídos un reproche interminable, atraída
siniestramente por la perspectiva de los trenes que se acercaban
ofreciéndola un medio instantáneo de liberación y de descanso, Martina
pensó morir.
Y lo hizo como lo pensó.
Fué una tarde, á la puesta del sol. De pie, junto á la vía, con el
banderín verde en la mano, la joven escuchaba el lejano fragor de trueno
del exprés. Ella, que conocía muy bien todos los ruidos, sabía que el
tren iba pasando un puente, situado más allá del cerro; luego comprendió
que había entrado en la montaña; el estrépito, que al principio tornóse
sordo y como opaco, fué creciendo, más, más... hasta convertirse en
alarido formidable. La guardavía, inmóvil, inconsciente como una
sonámbula, esperaba, los ojos fijos en el túnel, que mostraba su bocaza
negra sobre el fondo blanco del monte nevado. De pronto apareció la
locomotora. Juan, según costumbre, asomaba la cabeza para saludar.
Martina le miró y miró al cielo, despidiéndose; luego, instantáneamente,
se arrojó de bruces sobre los rieles, tapándose los oídos para no oir...
y el tren pasó...
* * * * *
Una cruz de piedra indica el sitio donde murió la guardavía. Alguien
dijo que se había suicidado por celos y que su marido fué un mal hombre.
Los maquinistas, cuando pasan por aquel sitio, se descubren siempre.


DISCRETEOS

JACINTA.--Te aseguro que Enrique me gusta. Es bueno, es rico... es
amable...
ADRIANA.--¡Oh, gustarte, gustarte!... Eso es muy vago, porque no hay
hombre que sea absolutamente antipático.
J.--Es verdad.
A.--Te gusta Enrique como á mí me agrada Luis: un poco.
J.--No, mucho.
A.--Ea, pues mucho. Pero entre querer mucho y querer locamente, hay un
pantano, donde naufragan las mejores ilusiones de la juventud soñadora.
Antes de resolvernos á vivir con un hombre toda la vida, debíamos
cerciorarnos de si le amamos con toda el alma.
J.--Dices bien.
A.--¡Mira que renunciar á la humanidad masculina por un esposo que, dos
ó tres años después de la boda, puede parecernos el más insignificante
de los hombres!...
J.--Es absurdo.
A.--Es horrible entregar toda nuestra hermosura á un feo sin talento.
J.--Sí, horrible y ridículo. No obstante, importa casarse. El mundo es
vulgar, hipócrita... y conviene sacrificarse al buen parecer y
satisfacernos con una modesta medianía.
A.--¿Luego, no quieres á Enrique?
J.--¡Oh!... Sí le quiero.
A.--¿Un poco?
J.-Como tú á Luis.
A.--Y como quieren á sus novios las tres cuartas partes de las mujeres
que se casan. Porque ya conocerás algunos hombres mejores que tu futuro
esposo...
J.--¡Conozco muchos!
A.--Yo, también: casi estaba por decir que mi novio es de los muchachos
menos simpáticos que me han cortejado. Pero, en fin; urge decidirse y
nosotras somos dos mujercitas discretas que saben poner los puntos sobre
las íes y arreglar su porvenir. Enrique y Luis tienen sobre los demás
hombres la inmensa ventaja de ser galanes propicios al casorio. ¡Cuán
lejos están ellos de presumir que al otorgarles nuestra mano consumamos
una venta! Porque, fíjate: la inacabable comedia del amor convierte á la
sociedad en un gran mercado: los hombres compran; las mujeres se venden.
Todas nos vendemos, todas... Las meretrices, por dinero; las honradas,
por una bendición...
J.--Eres muy mordaz.
A.--No, soy muy justa. Nosotras, que dada nuestra posición social no
osaríamos tener un amante, nos entregamos sin protesta á cualquier
advenedizo que se case, cediéndole cuanto poseemos á trueque de su
apellido. ¿Comprendes?... El matrimonio es el mercado donde se tasan y
se venden las mujeres honradas.
J.--_(Con tristeza)_ Es cierto.
A.--Y lo más famoso es que nosotras somos las principales autoras de
nuestra desgracia: nacimos cobardes, tenemos demasiada prisa en
casarnos, temiendo quedar solteras, y en vez de luchar por rendir la
voluntad de esos calaveras contumaces que tanto gustan, nos abandonamos
fríamente entre los brazos de cualquier individuo adocenado que se case.
Queremos ser felices en seguida, sin combate, sin afanes, y la felicidad
que no cuesta trabajos y lágrimas, no puede ser larga ni valedera.
Pongamos un ejemplo. ¿Tú serías dichosa con Juanito Pantoja?
J.--¡Oh! ya lo creo.
A.--Lo reune todo: la gentileza, la donosura de entendimiento, la
verbosidad apasionada de los hombres ardientes. Podrá mentir cuando
habla de amor, seguramente miente... pero, ¡qué bien lo hace!... Es el
suyo un embuste bellísimo que vale una realidad.
J.--_(Reflexiva.)_ Cierta noche me dijo que se moría por mí.
A.--También á mí me juró algo igual. Es un hombre encantador, que se
muere por todas. Confieso que me agrada infinitamente más que Luis.
J.--¡Toma!... Y también vale mucho más que Enrique.
A.--Ahí tienes. Comprendo que una mujer resbale y caiga con hombres como
Juanito Pantoja; pero no concibo que ninguna se pierda ni por Enrique ni
por Luis.
J.--Yo tampoco.
A.--¿Cualquier novio sirve para marido?
J.--Cualquiera.
A.--Pero ¡qué pocos novios merecen ascender á la categoría de amantes!
_(Pausa)_.
J.--Pantoja es un conversador irresistible.
A.--Sí: ¡cuánto habla y qué bien lo dice todo!
J.--La mujer que logre rendirle será feliz.
A.--¡Oh, sí!... ¡Muy dichosa!...
J.--Debo de ser altamente halagador eso de poder decir: mi marido es el
más gentil, el más valiente, el más ingenioso, el más seductor de los
hombres... Y en sus mocedades fué una mala cabeza, un gran perdido, que
burló á muchas incautas y que yo sólo pude rendir...
A. _(Suspirando)_.--Sí... la fábula de doña Inés inocente, rindiendo al
Tenorio libertino, es el bello ideal de todas nosotras. ¡Y pensar que
dentro de algunos meses nos casaremos con Enrique y con Luis!...
_(Las dos amigas permanecen pensativas, acariciando mentalmente la dulce
quimera de su felicidad fugitiva.) _ J.--Aunque estoy cierta de que
Pantoja es un botarate, creo que siempre me saluda con especial cariño.
A.--Y á mí.
J.--Recuerdo que su declaración la formuló en términos tan apasionados,
tan vehementes...
A.--A mí también me dijo algo que no he olvidado... _(Pensativa.)_
_(Pausa)_.
J.--_(De pronto.)_ Vaya, vaya... Juanito es un hombre diabólico que sólo
sirve para amante.
A.--Y en esos galanes tan seductores, tan apuestos, que sólo sirven para
amantes...
J.--No hay que pensar.
A.--Es lo mejor.
J.--_(Riendo.)_ Hasta después que estemos casadas.


GLUCK, EL INIMITABLE

--Desengáñate, pobre Gluck, yo no puedo deslumbrarme con las
hiperbólicas ofertas de un hombre vulgar... La mujer que, como yo,
levanta nueve arrobas con los dientes, no se apasiona por ningún
calzafraque sin corazón. El dueño y señor de mi albedrío será más fuerte
que yo, más valiente que yo.
--¡Adriana!--murmuró el payaso ruborizándose.
--No me supliques... tus súplicas me exasperan rebajándote á mis ojos,
porque toda súplica reboza una debilidad. De los tres menguados que más
decididos parecéis á molestarme con vuestras serenatas de amor, no
quiero á ninguno. Nemo, el domador de leones, es valiente, pero tiene
menos fuerza que yo y su apocamiento me disgusta... Parece un niño
atrevido á quien podemos vapulear á telón alzado, si nos molesta. Los
brazos de Alsini, el rey del trapecio, reconozco que son más vigorosos
que los míos, pero Alsini es una bestia de carga, sumisa y cobarde. Le
desprecio... En cuanto á ti, que pasaste la vida diciendo chistes, y que
no tienes la fuerza del uno, ni diste muestras de atesorar la bravura
del otro... A ti, mi pobre Gluck no quiero juzgarte... Adiós.
Así habló Adriana Carmezza, la orgullosa italiana que recibía sobre las
espaldas una bala de cañón de treinta kilos arrojada desde una gran
altura, y levantaba nueve arrobas entre sus dientecillos de osezno,
pequeñines y blancos. Y Gluck, _el Inimitable_, permaneció de pie, los
brazos cruzados sobre su robusto pechazo de atleta y los ojos muy
abiertos, para no llorar.
Hasta los cuartos de los artistas llegaban los murmullos amenazadores
del público que iba invadiendo las galerías: aquella noche Adriana
Carmezza celebraba su beneficio y, como en obsequio á la beneficiada la
empresa organizó un programa magnífico, la concurrencia era enorme.
Cuando resonaron los primeros acordes de la orquesta, los artistas
refluyeron hasta el callejón que conducía á la pista: la representación
iba á empezar...
El único que, abstraído en sus imaginaciones, permanecía ajeno á todo
aquel movimiento, era el payaso Gluck; Gluck el Inimitable... Estaba
disfrazado de salvaje, la cabeza adornada por un vistoso penacho de
plumas, las caderas ceñidas con un faldellín salpicado de relucientes
lentejuelas, y las piernas y los brazos embadurnados de negro y
adornados con sendos anillos de oro... Inmóvil, fuerte y mudo, como un
picacho basáltico.
Casi todos los artistas que por allí pasaban, maravillados de su
actitud, le dirigían alguna burleta ó le daban en el hombro un amistoso
golpecito.
--¿En qué piensas, Gluck?... Gluck, ¿qué tienes?
Y Gluck, el Inimitable, les miraba sin responder. Luego, cuando vió
pasar al atlético Alsini balanceándose sobre sus membrudas piernas de
jayán, y á Nemo, aquel héroe que había puesto el pie sobre el lomo de
tantos leones amansados, el payaso sintió que los celos le mordían el
corazón y que sus mejillas echaban fuego. Después pasó Adriana.
--Adiós, Gluck--dijo.
En aquel momento el público aplaudía un ejercicio y todos los acróbatas
se agolparon en un extremo del corredor, junto á la pista. Gluck y
Adriana se hallaban en la sombra, tras unos bastidores. Ella vestía de
negro: sobre el escote del corpiño se insinuaba el seno opulento y de
marmóreas dureza y blancura; el cuello era grueso, el rostro expresivo,
con una belleza varonil de amazona espartana; los ojos alegres y
dominadores. El payaso se acercó á ella y cogiéndola fuertemente por una
muñeca, la atrajo hacia sí.
--Adriana--repitió,--Adriana... ¡quiéreme!...
Lo dijo de golpe, sin preámbulos, con ese laconismo brutal de las
pasiones supremas; laconismo que daba severidad y valimiento á su
sencillo disfraz de salvaje. Ella sonrió desdeñosa.
--¿Otra vez?
--¡Cómo no... si eres mi vida, si cuando te alejas de mí parece que me
arrancan el alma!... ¡Adriana, dame una esperanza y no consigas con esos
desvíos que sea célebre esta noche de tu beneficio!... ¡Adriana, que me
pierdes!...
Ella, irritada por la orden que envolvía aquella súplica, le rechazó
vigorosamente.
--¡No!--dijo.
El payaso exhaló un grito agónico y llevóse ambas manos á la cabeza con
ademán de trágica desesperación; pero Adriana, furiosa, no satisfecha
con desesperanzarle, le insultaba.
--¡No me satisfaces!... Eres cobarde, eres débil. Los fuertes no
mendigan lo que pueden obtener por sus puños, y tú suplicas... ¿Lo
comprendes ahora? Me repugnas; me repugnas y te odio. Vete, vete, que no
me sirves...
Sus palabras caían como mazos de batán sobre la cabeza de Gluck, que
gemía sordamente. Después, cuando ya le juzgó bastante castigado y
maltrecho, dió media vuelta y se alejó titubeando aquellas caderas
amplias y firmes que parecían destinadas á engendrar una raza superior;
Gluck, el Inimitable, quedó apoyado contra la pared, la cabeza sobre el
pecho y flaqueándole las piernas, en la actitud de un salvaje herido.
Momentos después, cuando Adriana Carmezza salía á la pista pagando con
sonrisas amables los aplausos del público, Nemo y Alsini reaparecieron,
trayendo cada uno de ellos un gran ramo de flores. Al verles, volvió á
resonar en los oídos de Gluck el apóstrofe de Adriana: «Vete, que no me
sirves...» y, enloquecido, les cerró el paso.
--¿Para quién son esas flores?--exclamó con voz que el coraje tremolaba
siniestramente:
--Para Adriana--repuso Nemo sin inmutarse.
Los tres hombres se miraron sañudamente: todos se odiaban desde que el
Destino permitió que una misma mujer sirviese de norte á sus deseos, y
en aquel momento casi se holgaron de tener un pretexto á qué asirse para
dar vado á su antiguo rencor. Estaban en un carrejo obscuro abierto
entre dos bastidores altos....
--A esa mujer--dijo Gluck,--nadie la obsequia más que yo.
--Quita, payaso--contestó Nemo subrayando la frase con dañina intención.
Pero Gluck, el Inimitable, se precipitó sobre él y arrebatándole el ramo
de flores lo arrojó al suelo, despedazado.
--¡¡Al que dé un paso--gritó,--le parto el alma!!
Ni Nemo, el domador de leones, ni Alsini, podían luchar con Gluck,
porque al primero le faltaba la fuerza y al segundo el valor; mas en
aquel momento la furiosa acometividad del payaso les indujo á unirse en
formidable alianza.
--Retírate, bruto--dijo Nemo.
--¡Atrás!--agregó Alsini á quien vigorizaba el esfuerzo temerario del
domador.
Pero Gluck, fuera de sí, arremetióles sin contestar; su primer golpe fué
para Nemo, el segundo para Alsini; dos puñetazos de titán celoso que
resonaron con un sordo crujido de huesos. Entonces comenzó una lucha
terrible: Nemo había caído al suelo, pero levantóse enseguida y
arremetió al payaso; éste ladeó el cuerpo hurtando un golpe de su rival,
contestó con otro y Nemo volvió á caer... Mientras, Alsini descargaba
sobre la cabeza de Gluck su brazo de hierro. Era una lucha de colosos;
la lucha formidable por la _posesión de la hembra_, de que habló Darwin.
Y entretanto, sofocando el seco estallido de aquellos golpes furibundos,
llegaban hasta los combatientes, como ráfagas huracanadas de entusiasmo,
los aplausos con que el público premiaba los ejercicios de Adriana
Carmezza.
En momentos tales, Gluck el Inimitable, se revolvía con la agilidad y el
denuedo del jabalí que hace frente á la jauría. Unas veces se agachaba
prestamente para coger á su enemigo por la cintura y voltearle; ó se
recrecía para herir desde arriba, ó brincaba para evitar un golpe,
mientras su brazo, aquel brazo vengativo, negro y musculoso como el de
un cíclope, giraba infatigable, machacando cráneos. Enardecido hasta el
paroxismo por el furor de la pelea, Gluck el Inimitable valía por
ciento: según los casos, ciaba, se cubría, se retrepaba, defendiéndose ó
atacando, pero siempre incansable y terco, magullando á sus enemigos con
recios golpes, y exasperándoles y aturdiéndoles con denuestos. Cada
puñada, era un tiro; cada insulto, un salivazo.
De pronto Alsini y Nemo coincidieron en sus ataques y Gluck vaciló: por
la nariz y por los oídos derramaba borbotones de sangre. En aquel
momento Alsini cogió un martillo; Nemo un puñal; Gluck un formón.
Entonces la lucha fué breve: al primer choque Alsini rodó por tierra,
moribundo, y Nemo y Gluck quedaron solos, retándose con la mirada:
--¡Sobra uno de los dos!--murmuraba el payaso;--¡uno, uno!...
--¡Tú!--repuso Nemo.
Y se acometieron: Gluck paró la cuchillada de su rival con el brazo;
Nemo la paró con el corazón, y cayó muerto.
Horrorizado de sí mismo, Gluck el Inimitable, echó á correr; iba con los
ojos fuera de las órbitas, anhelante de fatiga, chorreando sangre, y
aquellos hilillos rojizos se coagulaban formando sobre su pecho y sus
hombros desnudos, extraños arabescos. Al llegar al corredor, todos los
artistas que por allí andaban retrocedieron espantados, mientras Gluck
les miraba estúpidamente, buscando un rostro que no hallaba. En aquel
momento reapareció Adriana, que volvía de la pista sonriente y cargada
de flores: Gluck, al verla, corrió hacia ella lanzando un grito de macho
vencedor. Adriana palideció hasta la lividez, y bajo la acróbata viril
que levantaba nueve arrobas con los dientes, reapareció la hembra, dulce
y tímida.
--¡Sólo mía!...--exclamo Gluck;--¡más valiente que Nemo, más fuerte que
Alsini!...
Y repitió varias veces:
--¡Sólo mía!...
Después, sujetando á Adriana fuertemente por las muñecas, murmuró con
ese acento de rencorosa satisfacción del hombre que puede vengarse
devolviendo ojo por ojo.
--Ahora, dime; ¿sirvo?...


La herencia de un gran hombre

Ella le amaba mucho, locamente, con ese cariño sumiso, idolátrico, que
las mujeres sencillas profesan á los hombres de genio.
El matrimonio fué para Luisa una negación de sí misma; Pablo la
empequeñecía y eclipsaba como el sol obscurece el brillo de los planetas
que de él reciben luz y calor: cuantas personas visitaban su casa
preguntaban por él... de ella nadie se acordaba: ella sólo era la mujer
del gran hombre, una cifra sin valor, una compañera fiel que, después de
introducir á los visitantes en el despacho de su marido, se retiraba
discretamente cerrando la puerta. Y, sin embargo, aquella negación,
aquel olvido, constituían, sus mayores orgullos, pareciéndola que su
infinitesimal pequeñez era lo que mejor acreditaba la pasmosa altitud y
endiosamiento del esposo.
Tan idolátrico fué aquel amor, que Luisa nunca sintió su pobreza; pues
conviene advertir que su marido era muy pobre, con pobreza tan supina,
tan solemne, como su mismo genio. Pablo tenía humorismos de loco: á
veces el dinero que guardaba para gastos indispensables lo invertía en
comprar un cuadro ó cualquier otro objeto artístico, pero inútil; ó bien
regalaba á su mujer un traje de seda, sin acordarse de que no tenía
zapatos. Mas á pesar de estos desequilibrios que solían ponerles en
extremados aprietos, Luisa era feliz, con esa felicidad rotunda de los
espíritus cándidos.
Así vivieron hasta que Pablo publicó un artículo violentísimo contra
cierto crítico que le había censurado rudamente: aquel artículo provocó
otros varios, y todos un desafío en el que Pablo recibió una estocada
mortal.
Luisa, de pronto, se encontró viuda y sin otro cariño que el de un hijo
pequeño. La muerte de Pablo fué tan repentina que ni siquiera tuvo el
consuelo de poder llorarle; su pena no la arrancó ni un solo grito y sus
lágrimas corrieron por dentro mientras sus ojos permanecían tristes y
enjutos: fué un dolor mudo como el de los pajarillos á quienes el
vendaval dejó sin nido en la época mejor de sus amores.
Al principio la joven fué lanzada en el torbellino de una existencia
febril que no daba espacio á la reflexión: en pocos días recibió
centenares de telegramas que había de contestar inmediatamente, y
hallóse solicitada y perseguida por individuos que acudían á darla el
pésame, y por periodistas que deseaban publicar el retrato y la
biografía del ilustre finado: los actores la hablaban del último drama
que estaban ensayando; los editores de la última novela: todos querían
algo, todos pedían algo... y Luisa les veía pasar creyendo que aquella
grave y ceremoniosa procesión de sombras enlutadas, no concluiría nunca.
Esta solicitud, no obstante, fué disminuyendo, la casa del gran artista
iba sumiéndose en el silencio tétrico de las cosas olvidadas, y al fin
Luisa se encontró sola en un hogar pobrísimo cuya frialdad y desnudez no
había reparado hasta entonces.
Así permaneció varios meses: por la mañana le enseñaba á leer á su hijo
en una novela de su padre, y leyendo aquellas páginas que ella vió
escribir, lloraba copiosamente; por las tardes permanecía brazo sobre
brazo, no sabiendo cómo emplearse ni qué hacer para conjurar la miseria.
Ella había vivido tan ajena á toda suerte de negocios y Pablo dejó sus
asuntos tan embrollados, que la joven no pudo cobrar nada de los libros
ni de los dramas de su marido: los editores decían que ninguna de
aquellas obras estaba registrada y el abogado que se ofreció á poner en
claro todo aquel laberinto, empezó exigiendo algunos centenares de
pesetas para sufragio de los primeros gastos.
Luisa, acobardada, renunció á todo y vendió algunos manuscritos de Pablo
para seguir viviendo; y entretanto, el prestigio del gran hombre muerto
menguaba mucho más de lo que Luisa creía.
Llegó momento en que la pobre viuda, vendidos todos sus muebles y
empeñadas todas sus alhajas, cayó en una situación precaria. En la
cajita donde guardaba sus secretillos de esposa feliz, conservaba
todavía un artículo de Pablo: ¡el último artículo!
Luisa dudó mucho antes de resolverse á vender aquel manojito de queridas
cuartillas: era un cuento muy bonito, muy tierno, que había leído muchas
veces. Pero era preciso decidirse y se decidió, constreñida por el
apremio brutal de la necesidad.
Aquella misma noche, vestida con un modesto trajecillo negro y llevando
á su hijo de la mano, la viuda se encaminó á la redacción del periódico
que su marido dirigió algunos años y, durante el trayecto, pensaba en
aquellas cuartillas que oprimía nerviosamente contra su seno dolorido,
dándolas un romántico adiós, apasionado y mudo. Cuando subía las
escaleras de la redacción, un ordenanza le salió al encuentro.
--¿El señor director?--preguntó Luisa.
Está ocupado.
--Dígale que la viuda de don Pablo de Tal..... desea verle.
El ordenanza se fué y luego reapareció murmurando:
--Pase usted.
Luisa penetró en un despacho decorado con elegante sobriedad: la
sillería era de cuero, el piso estaba alfombrado y los huecos de las
ventanas disimulados por densos cortinajes de color obscuro. Ante una
mesa había un individuo que escribía febrilmente, con el pálido
semblante bañado en la penumbra melancólica de un quinqué con pantalla
verde. Al ver á Luisa, aquel caballero se levantó con afectada solicitud
y la ofreció una silla. Después hablaron un poco del ilustre muerto; los
ojos de Luisa se humedecieron; su interlocutor también pareció muy
conmovido; luego la invitó á que explicara el objeto de su visita...
--Le traigo á usted un artículo.
--¿Un artículo?
--Sí, señor; de Pablo...
--¿Para qué?
Luisa se detuvo dolorosamente, sorprendida por la pregunta del que fué
antiguo compañero de su marido.
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