De carne y hueso; cuentos - 9

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prosigue.=) Un náufrago que bracea desesperadamente contra el turbión que
le arrastra.
C.--(=Con tristeza.=) ¡Tal vez!
E.--¿Qué edad tiene usted?
C.--Más de cuarenta años.
E.--¡Cuarenta años!... A esa edad todavía el corazón y los músculos
conservan su vigor, pero la ilusión y la fe, brújulas ó divinos orientes
del espíritu ya se han apagado, y el horizonte obscuro es una amenaza,
una promesa siniestra. ¡Si usted hallase un leño, un salvavidas á que
unirse!...
C.--(=Mirándola sorprendido, como despertando de un sueño.=) Ya le he
hallado.
E.--(=Con súbita alegría.=) ¿Es posible?
C.--Sí.
E.--¿Quién?
C.--¡Oh!... (=La mira de modo singular, y luego baja los ojos
avergonzado.=)
E.--(=Tristemente.=) ¡Bah! ¿Para qué saberlo? Esa mujer... será una de
tantas; reflejo que se extingue, ola que pasa...
C.--No, Elisa; se engaña usted; á mi edad la fantasía, domada por los
desengaños, no forja ilusiones. La mujer de que hablo... es la soñada,
el ideal, la estrella que yo coloqué muy alto, allá arriba... en el
cielo, donde nos esperan todos los seres queridos que ya han callado...
(=Pausa.=)
E.--¿Y ella, le quiere á usted?...
C.--(=Vacilando.=) No sé.
E.--¿Nunca la descubrió usted su pasión?
C.--Nunca.
E.--¿Y ella, sabe que usted la ama?
C.--(=Con firmeza.=) Sí.
E.--¡Es raro!...
(=Le mira de hito en hito; él desvía los ojos, confuso.=)
E.--¿Hace mucho tiempo que la trata usted?
C.--Dos años.
E.--¡Lo mismo que á mí!
C.--(=Ruborizándose, temiendo haber dicho demasiado.=) Precisamente.
E.--(=Sondeándole astutamente.=) Pues... pasión que tanto se oculta y
recata, no puede ser firme.
C.--Al contrario.
E.--¿Cómo?
C.--Porque ese amor es una esperanza... ¡mi última esperanza!... y el
temor de perderla me aterra. Soy como jugador que malgastó un capital,
como padre que perdió muchos hijos: la desgracia me acobarda, el recelo
de que esa ilusión se convierta en desengaño y no en realidad, refrena
mi impaciencia: ella es mi último duro, el último hijo que puedo
perder...
E.--(=Pensativa.=) Comprendo su pensamiento. No obstante, yo, en su caso,
no sabría esperar; ¡es tan cruel la incertidumbre!...
(=Pausa. En el silencio el rugido del mar llena los horizontes como eco
apocalíptico de una voz lejana.=)
E.--Hable usted, Claudio, sea franco conmigo.
C.--¿Qué más puedo decir?
E.--¿Conozco yo á esa mujer?
C.--(=Titubeando.=) Sí.
E.--¡Ah!... ¿Quién es?
C.--Elisa, perdóneme usted, no puedo decirlo...
E.--Basta. ¿Cómo es? ¿Se parece á mi?
C.--Sí... (=Con arrebato.=) ¡Oh sí!... ¡Mucho!
E.--¿Tiene mi estatura?
C.--Sí.
E.--¿Y el pelo?
C.--Como usted.
E.--¿Y los ojos?
C.--Como usted.
E.--(=Fingiendo admirarse.=) ¡Es extraño!... ¡Dijérase que soy yo misma.
(=Pausa. Las mejillas de Claudio echan fuego.=) ¿Y en el carácter también
se parece á mí?
C.--También.
E.--¿Su nombre?... (=El la mira suplicante.=) ¡Tiene usted razón!... Había
olvidado que debo saberlo.
C.--(=Tragando saliva.=) Por ahora no; mañana...
E.--¿Mañana, sí?
C.--Sí.
E.--(=Riendo.=) ¡Es usted un hombre original!
C.--No se burle usted de mi cortedad; es que así, de sopetón... no
podría... no sabría decírselo...
E.--¿Y mañana?
C.--Mañana... le enviaré á usted su retrato.
E.--¡Ah!... (=Sorprendida.=) ¿Tiene usted su retrato?
C.--No.
E.--Entonces...
C.--Es decir... (=Tartamudeando.=) Es... ¿cómo explicarme?... es un
retrato que... sólo usted puede ver.
E.--No comprendo.
C.--Ni yo acierto á expresarme mejor. (=Levantándose.=) Adiós. Elisa.
E.--¿Quedamos, pues, en que mañana quedará despejada la incógnita?
C.--(=Con firmeza.=) Sí.
E.--¿Palabra de honor?
C.--Palabra de honor.
(=Se despiden estrechándose las manos largamente.)=
Al día siguiente Elisa recibió el retrato prometido. Venía dentro de un
estuche. Era un espejito de mano.


UN CUENTO RARO

Yo dirigía, por aquella fecha, un periódico diario de gran circulación.
Era una madrugada de Enero: me hallaba en mi despacho, escribiendo á
vuela pluma la _última hora_. Los suelos estaban alfombrados, los
cortinajes de las ventanas corridos; en el hogar ardía un buen fuego de
tuero y encina; el quinqué con pantalla verde puesto sobre mi mesa de
trabajo, proyectaba á su alrededor un cono luminoso: las manecillas de
un grave reloj de bronce colocado en la chimenea, bajo un almanaque de
pared, marcaban las tres de la madrugada.
La puerta del despacho abrióse lentamente y un ordenanza anunció la
llegada de un caballero que deseaba hablar conmigo.
--¿Quién es?--pregunté.
--No sé; no quiso decir su nombre. Asegura que necesita verle á usted
para un asunto urgentísimo y de mucha importancia...
--Está bien; que pase.
Permanecí mirando impaciente á la puerta, irritándome contra el
desconocido importuno que venía á interrumpir mi trabajo. Luego mi mal
humor cesó, trocándose en un sentimiento de curiosidad que había de ir
en aumento. El recién llegado era un hombre alto, extraordinariamente
delgado, preso en un gabán azul. Representaba cuarenta años: tenía la
frente grande, el rostro enjuto, la barba canosa y mal cuidada, la nariz
aguileña, los labios desencantados y finos; sus ojos miraban con esa
expresión penetrante y fría de los marinos viejos acostumbrados á
interrogar el horizonte...
Saludóme con una leve inclinación de cabeza, y sin más ambages se acercó
presentándome una docena de cuartillas.
--Tome usted--dijo,--es un cuento, acaso una historia... que acabo de
escribir.
--¡Un cuento!--repetí admirado de que viniesen á ofrecerme á tales horas
un retazo de amena literatura.
--Sí--añadió mi interlocutor sin inmutarse,--un cuento precioso,
originalísimo, que debe publicarse en el número de mañana.
--¡Usted está loco!--exclamé riendo, más sorprendido que irritado de
aquella exigencia;--á hora tan avanzada de la noche los periódicos
diarios sólo pueden admitir telegramas y noticias de gran actualidad é
interés general.
--Es que mi cuento tiene actualidad...
--En ese caso...
Alargué la mano y cogí las cuartillas que el desconocido continuaba
ofreciéndome. Le dí aquella contestación ambigua que á nada me
comprometía, para que se fuese y quedarme tranquilo. El así lo
comprendió, porque repuso:
--¿Cumplirá usted su palabra?...
Y me miraba, registrándome con los ojos el pensamiento. Yo, creyendo
realmente habérmelas con un loco, contesté:
--Sí.
--¿Lo promete usted por su fe de caballero?
--Lo prometo... siempre que el artículo sea bueno.
--Entonces me voy tranquilo; el artículo es bueno; se publicará...
Dió algunos pasos para marcharse; de pronto se detuvo dándose una
palmada en la frente, recordando algo muy importante:
--Mi cuento--dijo,--no está concluído, pero no importa... voy á
terminarlo dentro de un momento; falta sólo una cuartilla, la última.
Cuartilla que traerán, caso de que yo no pudiese volver, antes de media
hora.
Y sin darme tiempo á contestar, saludó y salió del despacho como una
sombra, sin ruido.
--Decididamente--pensé--ese hombre está loco.
No obstante, cogí su artículo y empecé á leer. Era un cuento
autobiográfico muy raro, escrito con estilo enérgico y fácil, salpicado
de incongruencias deslumbrantes, que esclavizaron mi atención. Lo leí
rápidamente, de un tirón. Se trataba de un viejo libertino que, la noche
del último día de Diciembre, había querido epilogar la larga historia de
sus azarosos amores y romper definitivamente con todo su pasado. Para
ello colocó sobre la mesa de su despacho el baulito donde desde hacía
muchos años, venía guardando los trofeos que de sus diferentes mujeres
iba conquistando; retratos, pelo, guantes, cintas; flores marchitas,
restos melancólicos de primaveras remotas, zapatitos de seda que
recordaban algún baile de máscaras... El desengañado burlador quería
conservar cuanto perteneció á la amada muerta, á la inolvidable, y
romper el resto. De pronto, su mano febril tropezó con la arquilla, ésta
cayó al suelo y los recuerdos de aquellos viejos amores quedaron
confundidos y revueltos en galimatías inexplicable. ¿Cómo descubrir
entre los numerosos rizos de diferentes cabelleras morenas y rubias los
que pertenecieron á la muy amada? ¿Cómo guardar el pelo de una mujer que
no quiso? ¿Cómo tirar al arroyo los cabellos de la que amó?... Y el
burlador sentía la desesperación trágica, desgarradora como un zarpazo,
del fanático que ve caer á sus pies y saltar en pedazos una imagen
bendita.
«Desde hace tres días--añadía el autor del cuento--vivo en una
incertidumbre cruelísima que trastorna el concierto de mis ideas. ¿Dónde
estarán los cabellos de la muerta?... La silueta macabra del suicidio
bailotea ante mis ojos y sonríe, mostrándome sobre su semblante de ébano
unos dientes muy blancos y unos labios muy rojos, que convidan con el
último beso...»
No pude seguir; el regente de la imprenta llegaba pidiendo original.
--¿Cuántas columnas faltan para completar el número?--pregunté.
--Tres.
--Toma ese cuento y que vayan componiéndolo; falta una cuartilla que irá
en seguida...
Permanecí solo, el ceño fruncido bajo la impresión poderosa de aquellas
cuartillas extrañas, recordando el semblante lívido y enjuto de su
autor, y sus ojos inmóviles que parecían inspeccionar lo definitivo...
Después volví á la realidad, abismándome en el examen prosaico de los
telegramas que iban llegando. Eran las cuatro de la madrugada. Pasó otra
media hora. El regente reapareció pidiendo la última cuartilla del
cuento... Me quedé perplejo, no sabiendo qué hacer; el desconocido no
había vuelto; la tirada del periódico iba á retrasarse por una
tontería...
En aquel momento llegó el _reporter_, que venía del Juzgado de guardia
con las últimas noticias.
--¿Qué hay?--pregunté.
--Poca cosa; un incendio en la calle de... y el suicidio de un
caballero.
--¿Un hombre de cuarenta años, alto, delgado, vestido con un gabán
azul?...
--Sí; ¿cómo sabe usted?...
Entonces lo comprendí todo; yo mismo redacté la noticia; aquella
cuartilla era la que faltaba. El hombre raro no me había engañado: su
cuento estaba hecho.


LA COMEDIANTA

Echado afanosamente sobre la barandilla del palco, con los ojos muy
abiertos y la mirada inmóvil del desdichado que siente la angustiosa
atracción de los abismos, Claudio Roldán espiaba las movimientos de
Matilde, la actriz prodigiosa en quien hallaban eco todas las notas de
la gama sentimental: el cariño y el odio, la duda y la fe, los arrebatos
del deseo y el amor reservado y discreto de las vírgenes....
Matilde estaba en la plenitud de sus facultades y en el apogeo de su
belleza. Su voz, clara y dulce, resonaba en el teatro con inflexiones
suaves, resbalando cariciosa sobre la cabeza de los espectadores
atentos; luego, en los recitados, la tiple se metamorfoseaba en
verdadera actriz; el genio hermoseaba sus ojos; una sonrisa dulce, como
promesa de amor, embellecía sus labios; su rostro brillaba bajo el casco
de sus cabellos rizosos y sus ademanes adquirían elegancia y desenfado
encantadores... Y mientras Matilde representaba, Claudio Roldán,
fascinado, iba acercándose á la barandilla del palco, adelantando el
busto, alargando el cuello con un embeleso en que había algo fatal.
Aquella pasión fué creciendo, ponzoñosa y devoradora como un cáncer, y
Claudio ya no pudo resistir la tentación de conocer personalmente á
Matilde. Un actor amigo suyo se ofreció á presentarle, y aquella misma
noche, durante un entreacto, Roldán fué al cuarto de la actriz. Era un
gabinete monísimo, tapizado de azul, sobre cuyas paredes la luz de una
lamparilla eléctrica vertía suave resplandor nimbado.
La presentación fué breve y expresiva:
--Aquí tiene usted á Claudio Roldán, escritor de gran corazón, buen
amigo y buen artista...
Claudio encomió la hermosura y el talento de la actriz; ella respondía
sonriendo, halagada, entornando los párpados modestamente; y estaba
seductora con sus ojos perversos de mujer muy vivida, que todo lo sabe,
su entrecejo pensativo, su traviesa naricilla de artista y sus labios
finos, alegres y dulces, como un epitalamio...
Aquella primera entrevista sirvió de prólogo á otras muchas, y lo que en
un principio fué afición discreta y suave, trocóse bien pronto en
furioso deseo. Claudio amó á Matilde con pasión frenética: amó sus ojos
negrísimos, sus labios que, á pesar del fuego calcinante de las
pasiones, se mantenían purpurinos y frescos como los de una virgen que
nunca ha besado; la dulce expresión de su rostro, siempre propicio á la
risa; su cuello oculto bajo la brillante cascada de sus cabellos negros;
su cuerpo prodigioso, ramillete de femeniles hechizos... Claudio amó
todo esto en Matilde, y contribuyó á fortalecer su pasión la perfecta
identidad moral y física que halló entre la actriz y la mujer que
inspiró sus primeros amores y que murió llevándose á la tumba la dorada
primera juventud de Claudio Roldán. La presencia de Matilde retrotraía á
la memoria del escritor los años pasados; volvió á sentirse mozo y á
reconocerse capaz de vencer la corriente fatal de las cosas, tornando á
vivir lo ya vivido, si, como suponía, Matilde se prestaba á ayudarle.
Durante varias noches consecutivas, Claudio Roldán fué al cuarto de la
actriz resuelto á descubrir el misterio de su cariño; pero nunca se
atrevió, acobardado bajo la mirada zahorí de aquella mujer en cuya
historia no se insinuaba el recuerdo de ninguna pasión, y que siempre
parecía recibirle con cierto agasajo desdeñoso y burlón. Al fin,
convencido de que no sabía hablarla, resolvió escribirla: fué una carta
admirable que compendiaba todo un drama de amor. En ella se advertían
contradicciones encantadoras. Temiendo la posibilidad de que la actriz
contestase á su declaración con una negativa rotunda, el tímido amante
disimulaba el verdadero alcance de sus deseos con una modesta petición.
«Yo, pobre y obscuro, ¿cómo he de abandonarme á la ilusión de llegar á
usted, rica, feliz y envuelta en el nimbo glorioso de sus triunfos
artísticos?... No, Matilde, yo no aspiro á tanto: mis ambiciones se
reducen á conversar con usted algunas horas; no en su cuarto, donde
nunca faltan visitantes importunos que me molestan, sino por ahí, á
solas, donde pueda yo dar libre curso al flujo tempestuoso de mis
pensamientos.
»No desoiga usted mi ruego, Matilde; usted es artista y los artistas se
deben al público; y, pues usted procura agradar y divertir á los
espectadores que acuden al teatro, ¿por qué no había usted de resignarse
á divertirme á mí solo algunos momentos?... Aparte de que usted no será
para mí necio divertimiento ni pasatiempo vano, sino preciosísimo rayo
de luz, de cuyo benéfico calor quedarán en las yertas lobregueces de mi
vida imperecedero recuerdo...»
Continuaba hablando de su melancólica existencia de artista pobre, de
sus ambiciosos ensueños, no realizados aún, y agregaba:
«Necesito que pasemos una tarde juntos, como si fuésemos amantes: yo la
esperaré en un coche de alquiler que nos llevará á un café de los
arrabales. Ya sé que tiene usted coche propio, mas no puedo subir á él;
porque ese coche lo compró usted con el dinero que ganó divertiendo al
público, y estoy celoso de esas ráfagas de deseo que palpitan en el
aplauso de las multitudes: creo que en ese vehiculo, sobre cuyos muelles
asientos usted se adormece cuando sale del teatro, yo me ahogaría...
Durante esas tres ó cuatro horas que su bondad me otorgue, hablaré
libremente... es decir, hablaremos; porque también necesito que usted me
trate como á un viejo amigo, y nos tutearemos, si su condescendencia
para conmigo llega á tanto... Y si durante esta conversación soy tan
menguado que no acierte á decir á usted nada que la interese, tiene
usted derecho para despedirme...»
Cuando aquella noche Claudio Roldán se presentó en el cuarto de Matilde,
ésta le recibió sonriendo:
--He leído su carta--dijo;--es usted un hombre original.
--¿Y accede usted á mi deseo?
--Sí... ¿por qué no?... Los artistas, como usted advierte muy
discretamente, nos debemos al público.
Roldán no supo qué responder, estremeciéndose de cabeza á pies con un
sacudimiento delicioso, cual si acabase de recibir en la espalda una
ducha de felicidad. Luego, queriendo cerciorarse de que sus oídos no le
habían engañado, preguntó:
--¿Cuándo nos vemos?
Ella frunció el lindo entrecejo, dudando.
--Espere usted... Mañana, no tengo ensayo; pues... mañana mismo.
--¿Dónde?
--En la plaza del Rey, á las dos de la tarde.
Lo dijo con afabilidad desdeñosa, como quien no da importancia á lo que
dice.
Al día siguiente, en efecto, se vieron. El esperaba desde hacía largo
rato cuando ella llegó; iba ataviada con elegancia y sencillez, como una
burguesita de buen gusto.
--Esto--dijo, estrechando cordialmente la mano que Claudio le
ofrecía,--viene á ser algo así como una función de tarde.
El la miró receloso y feliz: después subieron al coche. Durante el
paseo, Claudio estuvo conversador, apasionado, elocuente...
--Tú eres--decía,--el ideal que yo perseguí tantos años, y si tuve
relaciones con otras mujeres, fué porque en ellas creía hallarte. Todas
tenían algo tuyo: unas, tus ojos, brillantes y agudos; otras, tu ingenio
picante, de variados recursos, ó tu frente pequeña, bombeada,
embellecida por el arco pensativo de tus cejas; ó tu boca de rojos y
cariñosos labios, llenos de piedad, ó tus manos, entre cuyos dedos
infantiles algún hechicero puso el difícil secreto de todas las
voluptuosidades... Por eso te quiero tanto, Matilde, porque tú sola, con
ser tan pequeña, comprendías cuanto de hermoso y adorable mi experiencia
fué hallando en las demás mujeres.
Ella le escuchaba sonriendo, y en la penumbra del coche sus ojos
parpadeaban con expresión indescifrable, desesperante... De pronto
Claudio creyó que la actriz le engañaba, y exclamó:
--Pero... ¿oyes lo que digo? ¿Es cierto que me quieres?
--Sí.
--¿Es cierto que mis palabras despiertan en tu alma un eco simpático?
--Sí.
La miró de hito en hito, temiendo haberse franqueado tanto con aquella
mujer que nunca había querido. En el café, Claudio Roldán estuvo más
sereno y su conversación fué menos arrebatada, más íntima. Hablaba en
voz baja, oprimiendo entre sus manos las manos de la actriz; luego
intentó una caricia algo más atrevida: la joven le contuvo suavemente:
--¡Ambicioso!--dijo,--¿no estás contento aún?
Claudio la miró con ojos bañados en lágrimas de agradecimiento infinito.
--¡Tienes razón!--murmuró;--me has hecho muy feliz; el recuerdo de esta
cita durará lo que dure mi vida...
Quedó silencioso, la cabeza caída sobre el respaldo del diván, mirando
al techo.
--Hablemos--dijo Matilde.
--No--repuso Claudio,--mejor estamos así; hay estados de alma
intraducibles, estados que se sienten, pero que no se oyen... Déjame...
Ella le miró sonriendo, con risa compasiva. Luego dijo:
--¿Vámonos?
Roldán levantó la cabeza bruscamente, atónito, como quien despierta de
un sueño profundo.
--¿Ya?--dijo.
--Sí, son las siete.
El se encogió de hombros.
--Bien--murmuró;--como quieras...
Tornaron á subir en el coche, que les esperaba á la puerta del café, y
Matilde dió al cochero las señas de su casa.
--¿Cuándo volveremos á vernos?--preguntó Claudio.
El rostro de la actriz expresó una sorpresa perfectamente estudiada.
--¡Cómo!--dijo;--¿vernos, como hoy, á solas?
--Sí.
--¡Ah, eso... nunca!...
Claudio la miró con ojos inmóviles, brillantes; ojos de loco que no
pestañea; sus labios lívidos temblaban. Matilde continuó:
--Yo me he limitado á complacerle en todo cuanto usted ha solicitado de
mí...
--De suerte que esto ha sido...
--Una comedia.
--¡Una... comedia!
--Sí.
Claudio Roldán, anonadado, no supo qué responder. La joven agregó:
--Usted me decía en su carta que «los artistas nos debemos al
público...» y yo, como actriz, accedí á su deseo. Usted era para mí...
un espectador; un espectador á quien aprecio mucho, y para cuyo recreo
he representado la comedia del amor durante algunas horas.
Y añadió tras una breve pausa:
--Separémonos, Claudio. El telón ha bajado ya; la representación ha
concluído.
Barcelona.--Noviembre, 1899.
FIN
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