De carne y hueso; cuentos - 1

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DE CARNE Y HUESO


EDUARDO ZAMACOIS
DE CARNE Y HUESO
(CUENTOS)
[Illustration: colofón]
BARCELONA
CASA EDITORIAL SOPENA
Provenza, 95
Imp. y estereotípia de la casa editorial Sopena.--BARCELONA


INTRODUCCIÓN

Los astrónomos, al lanzar una mirada escrutadora á las profundidades del
espacio, vieron que la Divinidad se empequeñecía y reculaba
indefinidamente ante el poderoso objetivo de los telescopios, como los
histólogos, analizando los elementos atómicos de los tejidos,
desesperaron de poner jamás al alcance de sus escalpelos el espíritu
humano: los astrónomos dudaron de Dios cuando el telescopio fracasó en
el cielo, y los médicos dudaron del alma cuando el microscopio
descompuso el nervio sin descubrir la X devorante de la vida; y es que
el alma es la eterna quimera del individuo, como Dios es la quimera
irresoluble del Cosmos.
Si es verdad, como dice Moleschott, que la inteligencia es un movimiento
de la materia y que el hombre, como ser pensante, es producto de sus
sentidos; y si es cierto, como afirma Taine, que «el pensamiento y la
virtud son productos como el vitriolo y el azúcar,» ¿qué resta del
espíritu, esa inmortal mariposuela voladora que la consoladora filosofía
mística supone aleteando á través de las inmensidades siderales, en
busca de su castigo ó de su salvación perdurable, después del último
convulsivo estertor de la carne agonizante?...
Nada...
El alma no está en el vientre, como suponían los cartesianos, ni en la
sangre, ni en el cerebro, y los que antiguamente se denominaron
fenómenos psíquicos, son manifestaciones de la materia; vibraciones
magnéticas de la carne omnipotente que ama, que desea, que sufre...
Eso es lo que la ciencia halló en el hombre: huesos que se mueven
obedeciendo á órdenes musculares, y músculos que se contraen bajo el
imperio de los nervios, que vibran sensaciones... ¡Materia, en fin, por
todas partes! Materia que impresiona, materia que vibra, que se contrae
y que obedece con la pasividad de lo inerte...
Y eso son los hombres: figurillas de barro; tristes polichinelas de
carne y hueso, galvanizados unas veces por el amor, que les une; otras
por el odio, que les separa; ó por la codicia, que les consume, ó por
sus ilusiones ó sus desesperanzas... pero rindiendo siempre pleito
vasallaje á la sensación, el inexplicable resorte propulsor de la vida.
Por eso titulo esta colección de artículos, así: De carne y hueso.
En estos cuentos, escritos al correr de la pluma en noches de trabajo
mortal, he procurado describir matices diversos del complicado ramillete
de las pasiones, y siempre, aun en el fondo de lo más metafísico y
conceptuoso, encontré la huella de la sensación omnipotente, uniendo al
espíritu y á la materia con cadena de eslabones inrompibles. Por todas
partes ví lo mismo: huesos, sangre, carne y nervios... Pero el alma, la
feliz mariposuela de la inmortalidad, no la he visto nunca...
¡Ah!... ¡Y si yo pudiese expresar cuánto he sufrido al convencerme de
que sólo hay en nosotros carne y huesos...


ODIO MORTAL

--No seas testaruda, Julia, y satisface mi curiosidad sin ambajes ni
pleguerías retóricas importunas. ¿Por qué tus cartas las secas con
ceniza y no con arenilla azul ó roja, que es el color emblemático de las
pasiones ardientes?...
Ella se encogió de hombros.
--Es un capricho.
--Capricho del cual debes corregirte--repuso Daniel Montoro entre
seriote y risueño;--porque yo hago con tus cartas lo que Werther con las
de Carlota; besarlas... y me hace poquísima gracia mancharme los labios
de ceniza. ¿Por qué ensucias con esa basura los pliegues de tus
billetitos perfumados?...
Hubo un momento de silencio; Julia, apoltronada en su butaca, miraba al
amado sin responder.
--No sé cómo explicar ese humorismo de tu temperamento artístico--añadió
él:--á veces creo que con esa ceniza quieres expresar el fuego devorador
de tu cariño, que todo lo calcina; otras, que te mofas de tus propios
juramentos espolvoreando ceniza sobre ellos, como significándome, con
ese recato delicioso de las mujeres ladinas, que tu pasión es antojo
vano, fingimiento... humo y cenizas...
--Te engañas; ese capricho mío no obedece á los enrevesados intríngulis
psicológicos que supones; es... una venganza. ¿Tú has odiado alguna
vez?...
--Nunca--contestó Daniel Montoro, admirado;--imagino que es mucho más
fácil amar que odiar.
--Tan difícil y tan exquisitamente agradable es lo uno como lo otro.
Amar es vivir en el ser amado, discurriendo con su cerebro, sintiendo
con su carne; en él hallamos lo mejor: las zarzas nos parecen flores,
fausto la miseria y, bajo los mayores rigores de la suerte, nuestra alma
goza paz y quietud dulcísimas... ¡Pero odiar!... Es no poder soportar la
presencia ni el recuerdo torcedor del ser odiado, que nos roba el aire y
empozoña el agua que bebemos... Créeme; ¡hay venganzas crueles que
regocijan hasta los tuétanos como si fuesen un deleite!...
Movida por la exaltación de su discurso, se había incorporado mirando á
su amante con ojos grandes y negros de apasionada; luego añadió, un poco
más serena:
--No maldigas de esas cenizas con que seco mis cartas, pues envuelven un
amuleto misterioso que asegura la firmeza de mi amor hacia ti...
--No comprendo, habla...
--¿Y si después de saber este secreto trágico no me quieres? Me has
sorprendido en uno de esos instantes de femenil debilidad en que no
puedo rehusarte nada. Pero temo hablar y que me desprecies; los que
odian como yo se exponen á ser odiados de igual manera. Mi secreto es
algo satánico, inaudito, casi repugnante... Daniel, amado de mi alma, no
me arranques esta confesión sin antes jurar que me quieres mucho, que me
querrás siempre...
* * * * *
Estaban sentados junto á la ventana: ella en una butaca de elevado
respaldar; él á sus pies, sobre una silla baja, medio arrodillado,
acariciando y besando las blancas manos de la adorada.
Era una tarde lluviosa de invierno; por el cielo gris pasaban grandes
masas de nubes exprimiendo una llovizna compacta y menudita que caía sin
ruido; los faroles de la calle, agitados por el viento, lanzaban haces
de luz rojiza que penetraban por la ventana tiñendo los objetos de la
habitación con reflejos sanguinolentos. Las puertas de aquel gabinete
espacioso y bien alfombrado estaban cubiertas por opulentos cortinajes
de terciopelo negro; sobre el fondo obscuro de las paredes rielaban los
cristales de algunos armarios y perfiles marmóreos de estatuas que se
bocetaban tímidamente en la penumbra, como espíritus livianos de
personas muertas; los clavos dorados de la sillería salpicaban la
obscuridad de puntos metalescentes; sobre la mesa colocada en medio de
la habitación, un magnífico estuche de oro cincelado, terso y pulido,
parecía brillar con luz propia.
Los cuerpos de Julia y de Daniel Montoro, colocados delante de la luz,
se recortaban sobre el techo con perfiles monstruosos, deformados según
las leyes de la óptica; cabezas puntiagudas, narices gigantescas, brazos
largos terminados en manos que huían moviendo los dedos, cual si fuesen
arañas enormes.
En el comedio de la habitación, silenciosa y anegada en tinieblas, el
soberbio estuche de oro cincelado brillaba con reflejos glaucos de sol
poniente...
* * * * *
--Las cenizas con que seco mis cartas--dijo Julia,--las tengo encerradas
ahí, en ese estuche de oro...
Una ráfaga misteriosa de viento atravesó el gabinete lanzando un quejido
agónico semejante al aleteo de un pájaro nocturno. Julia continuó:
--Voy á confesártelo todo, concisamente y de plano, porque estos
secretos tan íntimos se dicen pronto ó no se dicen nunca. Ya sabes que
me casé á los veinte años, y que á los veintisiete enviudé; pero ignoras
cuán funesto fué aquel hombre para mí. Eso no lo sabe nadie, pues la
sociedad condena á la mujer á honrar el apellido del esposo que la vejó
y afrentó, como exige al condenado á muerte bese la mano del verdugo que
va á ejecutarle.
Su voz temblaba de emoción y por su semblante pálido de hembra nerviosa,
rodaron dos lágrimas.
--¡Oh, Daniel--añadió, he sufrido tanto... tanto!... Yo, cuando le
conocí, era una niña sin mancilla, con el corazón abierto á todos los
seductores mirajes de la pasión... Él ajó mi juventud, desvaneció mis
ensueños de opio y secó los fecundos raudales afectivos de mi alma con
sus intransigencias y sus celos de macho brutal; yo servía de dócil
recreo á sus caprichos; siempre me tenía encerrada creyendo que iba á
traicionarle; me obligaba á jurar todas las noches que le amaba, que no
le engañaría nunca, y como mi carácter altanero se rebela contra
semejantes complacencias, el miserable me maltrataba...
Creo que me quería, pero á su modo; con pasión rabiosa de fiera que me
hizo sufrir infinitamente. El ruido de sus pasos me daba frío de
cuartana: en cuanto llegaba me cogía por las muñecas para interrogarme:
«¿Quién ha venido? ¿Por qué estás tan peinada?...» Miraba debajo de las
camas, detrás de las puertas: me olfateaba los labios, creyendo que
olían á tabaco; examinaba mis dedos para ver si los tenía manchados de
tinta... Como recuerdo haberte referido en otras ocasiones, él padecía
ataques epilépticos que le dejaban exánime durante dos y tres días... El
temor de ser enterrado vivo le obligó á recomendarme que, después de
muerto, le incinerasen... y yo satisfice su deseo...
Daniel Montoro tembló violentamente; acababa de comprender.
--Luego esas cenizas...--murmuró.
--Sí, acertaste, son las suyas... las guardo en ese estuche de oro...
Hubo otra pausa: la cabeza de la joven se dibujaba en el techo de la
habitación con un perfil quimérico, y otra vez murmuró por la estancia
el quejido del viento, tenue como el aleteo de un pájaro herido.
--Por eso le odio tanto--añadió ella incorporándose,--y me vengo del
muerto, ya que mi débil constitución de mujer me impidió vengarme del
vivo. Yo le odiaba con ardor sin límites; no sólo aborrecí aquellas
manos y aquellos labios groseros que me insultaron, sino que cifré en
cada uno de los miembros de su cuerpo un odio particular: odié sus ojos,
su frente... ¡odié sus cabellos, uno por uno!... Artemisa amó tanto á
Mausoleo que se bebió sus cenizas; yo, en cambio, gozo secando con las
cenizas de aquella vil armazón de materia las cartas que te escribo, y
con que tú las insultes también llevándotelas á los labios...
Luego prosiguió:
--Es una venganza cruelísima, superior á cuantas ejecutan los ángeles
precitos en los círculos del infierno dantesco. Si es cierto que tras
esta vida efimera hay otra y que los muertos tienen la capacidad de
espiar á los vivos... la venganza que ahora tomo de él, es digna secuela
del martirio que de él recibí. Gozo imaginando que su alma vaga en torno
mío, que se asoma por encima de mi hombro para leer las cartas que te
escribo, que llora entre los pliegues del mosquitero que abriga el lecho
donde me entrego á ti... Sí, odié todo su cuerpo, miembro por miembro,
átomo por átomo... y ahora el polvo de sus huesos calcinados lo empleo
en secar las cartas donde te cito, llamándote «luz de mis ojos...
sangre de mi sangre...»
Calló,..
Daniel Montoro se puso de pie, horrorizado; ella también se levantó y
sus dos cuerpos abrazados se recortaron sobre el fondo iluminado de la
ventana.
--No me odies por eso--murmuró Julia muy quedo y cubriendo á su amante
bajo una mirada de inextinguible pasión;--la mujer que odia como yo,
también sabe amar infinitamente.


AGONIA

Les había visto juntos muchas veces y siempre me inspiraron esta
curiosidad que enciende la intuición de los grandes secretos.
_El_, blandengue y ahilado, con los débiles hombros muy altos, el tórax
deprimido, la mirada cobarde de los enfermos de la médula y la frente
angosta de los tontos sobre quienes la imbecilidad descargó su primer
mazazo. Su mirada era fría; sus ademanes desmañados, sus piernas
caminaban con paso incierto, cual si avanzasen por un terreno húmedo...
_Ella_, su mujer, era alta y hermosa, con esa hermosura mate de los
temperamentos ardientes; el talle largo y esbelto, el semblante
vivificado por la expresión inolvidable de sus ojos: ojos de
calenturienta, con mucho negro y mucha luz en la pupila...
Al principio parecióme inverosímil que aquel macho débil fuese dueño de
hembra tan poderosa: después fuí muy amigo de los dos: él logró
conmoverme con su melancólico empaque de niño enfermo; ella, por el
contrario, me sugestionó con sus apasionamientos y sus criminales
ardores de hermosa bestia encelada; terrible como Pandora y, como ésta,
fuerte y adorable.
* * * * *
--No, no le quiero--me dijo con voz vibrante de rencor;--pocos días
después de casarnos, ya no le quería. Es insignificante, es débil, es
vulgar... y mi temperamento salvaje de artista odia lo pequeño. Yo
anhelaba un esposo como Nana-Saib, no un habitante del Liliput...
Me había recibido en el despacho, para que mi presencia no fuese
sospechosa á la servidumbre, y desde el sitio donde me hallaba veía
claramente su rostro pálido iluminado por la luz del quinqué colocado
sobre la mesa.
Yo estaba sentado en un sillón; ella delante de mí, devorándome con sus
rasgados ojazos negros en los que bullía el turbulento silabario de los
amores ardientes.
--Le odio--continuó;--á su lado siento frío, ese frío repulsivo que
inspiran los anfibios; y cuando sus labios me besan ó sus manos yertas
me acarician, mi cuerpo vibra como si sobre él se deslizase un
caracol...
Tras un momento de silencio, agregó:
--Di, ¿me crees?
Había tanta ansiedad en su interrogación, que depuse toda reserva.
--Sí, te creo--dije--porque necesito creerte para vivir. Necesito saber
que eres mía en cuerpo y alma, que vives para mí, que te engalanas
tanto, para gustarme más, que soy el amante de tus pesadillas...
Sugestionada por las zozobras que en mi corazón producían los tormentos
del suyo, manifestóse tal cual era, revelándome el gran secreto, el
misterio criminal de su existencia de mujer casada; y lo dijo deprisa y
con extraños barboteos, cual si una mano invisible la apretase
fuertemente el cuello.
--Quiero ser tuya completamente--prosiguió;--para ello necesito
enviudar... y, créeme... enviudaré muy pronto...
Y como yo hiciese un gesto de horror, exclamó sonriendo con su espantosa
risa adorable de sirena:
--No te figures que soy una de esas criminales adocenadas que emplean el
cuchillo ó el veneno. ¡Nunca! ¡yo no soy vulgo!... El beleño por mí
empleado no cabe en ninguna fórmula química; es intangente. _El_ morirá
y morirá entre mis brazos, sus yertos labios apoyados sobre los míos,
bendiciéndome... ¡Morirá de amor!... Todas las noches, aunque no quiera,
le sirvo una buena dosis de dulce veneno. La muerte viene á pequeñas
jornadas, pero viene... y ten por cierto que del tremendo drama no
quedarán rastros...
Así habló ella, la adorable fiera sobre cuyo seno iba quedando exangüe
aquel horriblemente bufo polichinela del matrimonio...
* * * * *
Otro día conversé con él...
Tan débil, tan lacio, con sus labios anémicos, su mirada incierta y su
cráneo desdibujado de idiota. Me habló de ella.
--Me quiere mucho--dijo;--durante el día, no bien estamos solos, acude á
sentarse sobre mis rodillas, me estrecha la cabeza entre sus manos, me
adormece con las palabras más suaves, me besuquea en los labios.....
¡Oh, unos besos muy fuertes, muy duraderos, que si bien me hacen muy
feliz, también me causan infinito daño!...
Calló para destoser con esa tosecilla seca, entrecortada, de los
tísicos; luego continuó:
--Por las noches su cariño se exacerba más aún. Ahora, como estoy tan
delicado, no voy al teatro casi nunca; además, si alguna vez me acomete
el antojo de ir al café, ella me lo quita de la cabeza. Pues bien; ella
es quien me da el brazo para ir desde el comedor al dormitorio, quien me
desnuda, quien me tibia el lecho acostándose antes que yo... Y ya
ensabanados, ¡con qué esmero me abriga y sube el embozo, echándome los
brazos al cuello y cosiéndose á mi como niña miedosa!... ¡Ay! ¿Qué
quieres? Reconozco que estos excesos de cariño me son fatales, pero ella
me quiere tanto que no sabe reprimirse... y yo tampoco acierto á
regatearla mi amor.
La voz doliente de aquella pobre víctima explicando y disculpando las
crueldades de su verdugo, era altamente conmovedora.
--Y tú, ¿la quieres?--pregunté.
--¿Yo? ¡Con toda mi alma! No tengo padres, ni hijos; mi único bien es
ella. Si ella me faltase, me moriría...
Habló de sus proyectos, de sus ambiciones. En cuanto llegase el verano
iría á baños; luego, si lograba restablecer un poco los descalabros de
su salud, emprendería algún negocio.
--Y esas expediciones, ¿las harás con ella?
--¿Cómo no--repuso,--si ella es mi cielo y mi tierra... todo?...
Aquellos diálogos no pueden borrarse de mi memoria. La temible
catástrofe no ha ocurrido aún, pero puede suceder hoy, mañana...
cualquier día. _El_ decae visiblemente; sus piernas se arrastran por el
suelo; sus ojos se cierran, la fiebre estremece sus labios
descoloridos... _Ella_, en cambio, es la hembra alta y poderosa de
siempre, con su rostro marfileño y sus ojos fulgurantes de loca: nunca
le deja y á todas partes le lleva trabado del brazo.
¡Oh, la quiero mucho, mucho!... Con una de esas pasiones bravías que
sólo saben inspirar los malos; mas, no obstante, me repugnan su crimen y
la estúpida candidez del mártir, y me acometen tentaciones de descubrir
á éste el peligro que corre.
Pero, ¿para qué? Es inútil; la sentencia que le condena á morir es
irrevocable: sin ella, le mataría la pesadumbre; con ella, le matará el
deleite...
Que siga, pues, así.
¡Es tan dulce morir soñando!


AGUAFUERTE

La embarcación rompía suavemente el agua dejando tras sí una estela
brillante como reguero de menudos cristales; las primeras sombras
crepusculares invadían el espacio; sobre el mar inmenso, el lucero
vespertino derramaba su resplandor frío; las olas, que encrespó la
caricia del viento, se hundían al llegar junto al frágil esquife que
pasaba sobre ellas como una caricia, amasándolas; las gaviotas huían
enderezando hacia la playa el vuelo.
Federico y Daniel, sentados el uno delante del otro, remaban á compás;
se habían quitado la camisa, y bajo sus elegantes camisetas de seda
temblaban los músculos pectorales, los biceps vigorosos y ágiles, y toda
su enérgica complexión de aristócratas aficionados á los duros
ejercicios de la gimnasia y de la esgrima.
Desde popa, donde iba llevando las cuerdas del timón, Elisa Dantín
envolvía á los dos hombres en una mirada extraña. Representaba veinte
años: tenía el rostro pálido y un dejo de vaga pesadumbre embellecía sus
labios; sus ojos negros eran crueles y fríos; bajo el talle esbelto, sus
caderas amplias de mujer sensual dibujaban una doble curva firme y
armoniosa.
--¿Quieres que emprendamos el regreso?--preguntó Federico.
--No--repuso ella,--sigamos; el tiempo es muy hermoso.
El bote continuó avanzando hacia alta mar, moviendo sus remos que
hendían las olas sin ruído, como un gigantesco insecto de cuatro patas.
Las costas, ya distantes, recortaban bajo el cielo una silueta negra y
borrosa; las luces palidecían en la niebla rodeadas de un nimbo glauco;
allá, los mástiles de los buques anclados formaban una especie de bosque
escueto y triste; las estrellas iban encendiéndose poco á poco, y su luz
bruñía la blanca cresta de las olas. Elisa Dantín miraba á los remeros.
Aborrecía á Federico, su marido, que la adoraba. Elisa no era
responsable de aquel odio que vanamente procuró domeñar; que los cariños
y los desvíos son como plantas parásitas que nacen donde quiera, sin
necesidad de que la mano cuidadosa del jardinero las siembre ni agasaje.
¡Y qué tormento aquel de vivir unida á un hombre cuyo trato iba siéndola
insoportable de día en día! Fingiéndole amor, complaciendo sus deseos,
ofreciendo sus labios á sus besos, acariciando lo que hubiese querido
herir... Y así siempre, una noche y otra, para luego, á la mañana
siguiente, volver á representar ante el mundo el papel, tristemente
cómico, de una felicidad perfecta.
--¿Hay nada más horrible--pensaba Elisa--que ser amada por un hombre
odiado?
Y hubo, en el callado curso de sus meditaciones, una pausa que parecía
responder al silencio augusto del mar y de los cielos en calma. Daniel
preguntó:
--Elisa... ¿quiere usted que volvamos á tierra?
Ella le miró duramente, con rencor; después, hablando en voz muy baja,
como soñando, repuso:
--No, no... sigamos, sigamos...
La embarcación continuó en línea recta, rompiendo las olas. A la
izquierda se erguía el faro, con su luz triste, bienhechora como la
sombra de los eucaliptos; más allá estaba el Océano, negro,
impenetrable, reposando sobre abismos donde nunca penetró el sol. Elisa
Dantín reanudó su soliloquio.
Sí, hay algo peor que ser amada por quien se aborrece--pensó,--y es
querer á un ingrato...
Miró á Daniel, tan joven, tan apuesto, tan falaz, que parecía esquivar
el relampagueo de sus ojos mirando á otra parte... Daniel y Federico se
querían como hermanos; le conoció poco después de su matrimonio; él
regresaba de una larga excursión por Oriente; volvía alegre, sediento de
emociones, codicioso de referir las aventuras que corrió por aquellos
lejanos países del sol. Daniel fué enamorándola con atenciones y
palabras: después la declaró su pasión, que ella rechazó indignada; pero
su protesta era tardía; cuando quiso olvidarle ya no pudo y fué suya...
Meses después Daniel la olvidaba por otra mujer.
Bajo el calor bochornoso de aquella tarde de Junio, Elisa Dantín sentía
que todas sus malas pasiones se exasperaban. Veía á Daniel decidor,
impúdico, riendo feliz entre los brazos de sus nuevas queridas, y el
odio que encienden los celos nublaba el pensamiento de la desdeñada. Por
él traicionó á su marido, y burlándose supo aborrecerle; por él aprendió
el camino del adulterio y de la mancebía. ¿Y para qué?...
--Le odio tanto como á Federico, acaso más... pues me quitó el consuelo
de ser honrada...
Elisa comprendía que su pobre espíritu estaba sometido á las dos grandes
torturas, límite de todos los sufrimientos pasionales: querer al que
desprecia, odiar al que nos ama... Ella, por tanto, padecía toda suerte
de sufrimientos: el amor que negaba á Federico, nadie lo quería; su
honor era como rosa marchita, caída en un camino; ¿qué podría disculpar
su adulterio?... Una idea que hasta allí anduvo vagando por los más
ocultos escondrijos y desvanes de su pensamiento, surgió de pronto
aterradora, fría, centelleante, como el zig-zag de una arma blanca.
--¿Y si yo me deshiciese de los dos?
Tembló y procuró pensar en otra cosa; pero la idea terrible resurgía
tentadora, irresistible... Aquellos hombres estaban á merced suya; en
ella convergieron los voraces apetitos de los dos; aquel deseo podía
convertirse instantáneamente en odio; bastaba un gesto... una sola
palabra de sus labios... para precipitar al uno sobre el otro y
obligarles á reñir hasta despedazarse, ¿Para qué sufrir? ¿Acaso no valía
la muerte del amante la vida del marido?... Muertos ambos, ella quedaba
libre: la destrucción es santa; no se puede edificar donde hay ruínas;
la piqueta debe preparar el campo á la paleta y á la plomada... ¡Y tanto
bien, podría alcanzarlo con sólo querer!...
Elisa Dantín sonrió satisfecha, como reirían los viejos tiranos.
Federico preguntó:
--¿Volvemos?
Ella repuso distraída:
--Me es indiferente; como queráis...
Ellos viraron la embarcación; Elisa Dantín volvió á pensar:
--¡Si yo hablase!...
Pronto, antes de una hora, llegarían á tierra; la tierra era para ella
la esclavitud, el disimulo, el secreto martirio de todas sus horas...
¿Por qué no hablar?
--Una frase... menos aún, una palabra... una sola palabra mía...
bastaba...--repitió Elisa.
Miraba á Federico y á Daniel para aumentar el caudal de su odio; evocó
recuerdos crueles: su caída, sus remordimientos, sus celos, su abandono;
recompuso escenas repugnantes... La medida estaba bien colmada; aun
tuvo vagos titubeos; luego habló; fué como una basca...
--Daniel--dijo,--¿me quieres?...
Y sus ojos soportaron impasibles el choque de las miradas atónitas que
sobre ella lanzaron los dos hombres: los remos quedaron suspendidos en
el aire, goteando.
--¿Qué decía usted?--preguntó Daniel.
--¡Oh, no disimules!--repuso la joven, cuyo cuerpo parecía haber
adquirido súbitamente la rigidez de las estatuas; estoy cansada de
fingir; te quiero... y tenía ganas de decirlo así... en voz alta.
Federico lanzó un grito y se puso de pie.
--¡Elisa... Elisa!... ¿Qué... qué has dicho?...
Ella, siempre inmóvil, replicó lentamente, como presa de un vértigo
tranquilo:
--¡Bah!... Dije... lo que saben muchos; que Daniel es mi amante...
Este, fuera de sí, se había levantado, murmurando:
--¡Ah, miserables!... Sin duda urdisteis este plan para asesinarme...
Bajo los nerviosos pies de los dos hombres, la lancha comenzó á oscilar
violentamente. Aquel inesperado desbordamiento de cólera fué como uno de
esos rayos que durante los calurosos crepúsculos estivales rasgan la
extensión del espacio azul.
Federico vacilaba, pasándose por la frente sus manos de remero, morenas
y duras. De pronto exclamó, cual si la luz hubiese brotado
repentinamente en su cerebro:
--¡No, yo no!... ¡Vosotros!... ¡Miserables, vosotros, que me
engañábais!...
Abrió los brazos precipitándose sobre Daniel, que le esperaba con los
suyos abiertos, y se estrecharon frenéticamente, magullándose, con las
caras y los pechos juntos. Elisa Dantín, sin dejar su asiento, les
contemplaba con la mirada impasible de las esfinges. Federico, más bajo
que su enemigo, tras una finta hábil logró afianzarle por la cintura y
levantarle en alto, pero Daniel le cogió fuertemente el cuello entre los
dientes y pudo desasirse, cayendo de pie: el bote retembló y un golpe de
mar lo salpicó de agua.
Súbitamente Elisa tuvo miedo, miedo á que uno de los dos sobreviviese á
la lucha; ella anhelaba la libertad, la dulce libertad absoluta; ni amar
ni ser amada...
Casi ahogado, como en un rugido, Daniel murmuró:
--Ven.
Asió á su rival por las piernas y quiso lanzarle por la proa; Federico,
ya en el aire, puso un pie sobre una borda, la embarcación osciló y
Daniel, perdiendo el equilibrio, cayó hacia atrás, en el mar,
arrastrando á Federico. Sobre aquellos dos cuerpos las aguas se cerraron
formando grandes círculos concéntricos; un turbión de burbujas ascendió
á la superficie. Elisa Dantín, aterrada de su obra, se había levantado,
mirando al abismo: transcurrieron pocos segundos... Los dos luchadores
reaparecieron abrazados, mordiéndose, queriendo arrancarse algunos
instantes de vida que ya no merecían el trabajo de ser defendidos: sus
cabellos mojados colgaban sobre sus frentes; tornaron á hundirse... La
joven esperó; las olas seguían pasando unas tras otras, enarcando sus
lomos sobre la tumba recién abierta...
Transcurría el tiempo; la luna ya iba muy alta; Elisa miró á su
alrededor: las barcas pescadoras se hallaban lejos y sus tripulantes
nada podían haber visto; el faro, luciendo en la serenidad de los
cielos, mostraba el camino de la salvación y de la paz; el pasado, el
horrible ayer, quedaba sepultado allí, bajo el misterio impenetrable de
las olas. Satisfecha de sí misma y del porvenir, Elisa cogió los remos y
bogó lentamente.

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