De carne y hueso; cuentos - 5

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aburren, con atildamientos académicos que empachan... Habla, en fin, esa
oratoria fría y correcta de los salones; no el lenguaje atropellado,
incorrecto y ardiente que, á mi entender, debe hablarse en las alcobas.
M.--¡Luisa!
L.--¿Qué, te asusto?
M.--Soy viuda y no puedo asustarme de nada, pero... sabes demasiado.
L.--Nada sé, pues nada he aprendido: todo esto lo adivino, lo
presiento... Por eso me disgusta Daniel.
M.--Haces mal: Daniel te respeta porque es hombre educado, incapaz de
abusar...
L.--(=Interrumpiéndola y con despecho=.) ¡Malhaya la educación que hiela
el alma; malhaya el respeto que mata el cariño!...
M:--¡Pobre soñadora!
L.--Sí, dices bien, ¡pobre de mi!... Porque es muy difícil la felicidad
en brazos de un marido así. El hombre que yo imaginaba cuando empecé á
sentir los primeros cosquilleos del sentimiento, era muy distinto. Nunca
pensé en que fuese rubio, ni moreno, ni guapo, ni feo... me era
indiferente; sólo me preocupaba su carácter, su alma... Yo queria un
corazón de fuego; un hombre que se mirase en mis ojos, que bebiese la
vida en mis labios, que tuviese todos los desplantes y los brutales
arrebatos de los temperamentos ardientes, y que me amase mucho, mucho...
Me imaginaba hablando con él y le veía sumiso, sin atreverse, casi, á
poner sus deseos en mí... Y también me le representaba enloquecido,
atropellando miramientos, cogiéndome entre sus brazos y sin curarse de
nadie...
M.--¡Luisa, Luisa... si te oyese Daniel!...
L.--¿Y qué?... Entonces me conocería y tal vez cambiase...
M.--(=Con hipocresía.=) Debemos hacernos respetar.
L.--Convenido; pero concede también que los hombres no deben pujar su
respeto tan lejos; porque si ellos lo hacen todo, ¿qué haremos
nosotras?... Si ellos no suplican, ni atacan, ¿cómo podremos
defendernos? Dime, ¿es cierto que no hay nada tan aburrido, tan
estúpido, como un hombre siempre respetuoso?
(=Daniel y el anciano vizconde de Marimón se acercan lentamente al salón
donde están Luisa y Mariana.=)
DANIEL.--Luisa es una mujer excepcional.
VIZCONDE.--Seguramente.
D.--Cándida, sin la menor idea del amor...
V.--No afirmaría yo tanto.
D.--Usted es un escéptico sistemático.
V.--Usted un niño sin experiencia...
D.--¡Bah! tengo bastante mando para saber que Luisa me ama con frenesí.
V.--¿En qué lo conoce usted?
D.--En sus ojos, que no mienten.
V.--¿Eso es todo?
D.--En sus miradas.
V.--¿Nada más?
D.--¿Qué más puede conceder una mujer inocente?
V.--Una mujer inocente... conforme; pero una mujer enamorada... suele
otorgar muchísimo más.
(=Entran en el salón.=)
D.--¡Hola, señoras mias! ¿De qué hablaban ustedes?
M.--De música.
L.--De perfumes de flores... Yo le decía á Mariana que la mejor esencia
es el Chipre... Ella prefiere la violeta de Parma.
V.--(=Al paño.=) ¿Eh? ¿Qué tal? La música... los perfumes... las flores...
los enemigos capitales de la virtud.
D.--(=Contestando al vizconde, pero dirigiéndose á las damas.=) ¿Con que
charlando de perfumes, de flores y de música? ¡Qué candor!... ¡No
hablarían de otra cosa los ángeles!...


GERMINAL

Los seminaristas llegaron al bosquecillo de cuatro en fondo, y
repentinamente, obedeciendo á una voz del ayo ó dómine que les conducía,
rompieron filas, dándose á correr como corzos, los unos en seguimiento
de los otros, ó improvisando divertimientos varios, según sus edades y
aficiones. Unos empezaron á jugar al toro y á piola; los más juiciosos
buscaron el brazo de un amigo con quien repasar las últimas lecciones ó
discutir algún punto difícil y obscuro de Teodicea.
El día declinaba; era una tarde de Junio, hermosa y ardiente; sobre los
viciosos herbazales matizados de margaritas, amapolas y otras
florecillas silvestres, los rayos del sol poniente, filtrándose á través
del follaje, dibujaban círculos luminosos que temblequeaban con
indecisos aleteos de abeja; el aire era perfumado y tíbio; los insectos,
agazapados en las resquebrajaduras del suelo, entonaban la somnífera
cantinela de sus élitros; del cielo azul caía una catarata bochornosa de
calor; las plantas trepadoras parecían asirse voluptuosamente al tronco
de los árboles y por sus tallos flexibles la savia subía como una oleada
irrefrenable de vida... Todo era paz, contento y vigor en aquella
naturaleza á quien los lúbricos cosquilleos primaverales despertaban, y
había algo elocuente en el contraste ofrecido por aquel paisaje
desbordante de calor y de luz, y el fúnebre grupo de seminaristas
ensotanados, con sus rostros pálidos y sus lánguidos ojos de
convalecientes corriendo de un lado á otro, obedeciendo á la odiosa
ordenanza que lo mismo prescribía sus horas de aplicación que sus ratos
de divertimiento; blandengues, melancólicos, semejantes á pajarillos
enfermos que saltasen sobre la hierba...
Echado en el suelo, Pedro meditaba con la _Imitación de Cristo_ sobre
las rodillas. Estaba triste, como avergonzado de su traje y de su
destino en medio de aquella naturaleza prepotente que se desbordaba con
sus perfumes, sus matices y sus entrañas rebosando zumos prolíficos.
La semana anterior, yendo de pasea Pedro vió el rostro de una mujer que
le atisbaba por entre unas persianas, y desde entonces el seminarista no
pudo sustraerse al hechizo de aquel semblante expresivo, con su nariz
aguileña, sus labios burlones y sus ojos negros y tranquilos de hebrea:
en todas partes la veía, turbando el casto reposo de sus noches,
reflejándose en la superficie de los espejos, modelándose sobre las
figuras geométricas de sus libros de estudio... Y por eso el joven,
sintiendo rota la cristiana ecuanimidad de su espíritu, se dió con
redoblado ardor al estudio, al ayuno y á las meditaciones piadosas,
abstrayéndose en la lectura de Kempis, ese talentoso visionario que
tantas voluntades ha roto.
Aquella tarde, mientras sus compañeros jugaban, Pedro, tumbado en el
suelo como un filósofo peripatético, leía y meditaba. Kempis decía:
«El que busca algo fuera de Dios y la salvación de su alma, sólo hallará
tribulación y dolor. No puede vivir mucho tiempo en paz quien no procura
ser el menor y el más sujeto á todos...»
¿Conque importa ser pequeño y sumiso y esclavo de las ajenas voluntades
si queremos ser acreedores á la redención perdurable?... ¿Conque nada
positivo hay fuera de Dios; y la gloria, el amor y los placeres que la
belleza y el dinero allegan son tentaciones nefandas, de las cuales, los
puros de corazón, deben apartar prestamente los no mancillados ojos...
Bajo el soberbio manto azul del cielo, la tierra, flagelada por los
fecundantes abrazos del sol, entonaba un germinal glorioso; el viento
arrastraba los acres perfumes de las florecillas silvestres; las
enredaderas ceñían el tronco de los árboles con afición lúbrica; los
insectos encelados cantaban un epitalamio bajo la hierba; entre el
follaje, los pajarillos se picoteaban pensando en sus nidos...
Pedro, inmóvil, permanecía con los ojos muy abiertos, viendo imaginarios
rostros femeninos que le guiñaban desde lejos, sintiendo que la brisa
escarabajeaba su piel, precipitando el curso de su sangre, musitando en
sus oídos las ardientes estrofas del eterno poema de los deseos...
--¿Entonces, para qué nací?--pensaba el seminarista.
Se reconocía humillado dentro de su sotana, que le condenaba á
esterilidad perpetua, y nunca le parecieron más tristes y más dignos de
lástima sus compañeros, corriendo entre el verde vestidos de negro...
Maquinalmente tornó á coger el libro que sobre las rodillas tenía, lo
abrió por cualquiera parte, y leyó:
«¡Oh torpeza y dureza del corazón humano, que solamente piensa lo
presente, sin cuidado de lo porvenir!..»
Y más adelante:
«Cuando fuese de mañana, piensa que no llegarás á la noche; y cuando
fuese de noche, no te oses prometer la mañana...»
--¿Para qué nacimos?--decíase Pedro,--¿es posible que esta juventud y
esta sangre bullente que hormiguea por mis miembros, y todas estas
varoniles energías deben languidecer en el tedio y emplearse únicamente
en la contemplación de la muerte?... ¿Para que viajar, si el mundo es un
lugar de condenación que el espíritu infernal llenó de trampantojos y
asechanzas?... ¿Para qué anhelar la gloria, si todo es humo y de nuestro
paso por el mundo no quedará recuerdo? ¿Para qué amar, si nuestra carne
está maldita y Dios castiga por toda una eternidad en nuestros hijos la
falta imborrable de nuestros primeros padres?...
El sol declinaba rápidamente y las sombras crepusculares iban invadiendo
los campos: la brisa susurraba entre el follaje, los insectos se
perseguían bajo la hierba; allá lejos, un ruiseñor entonaba la canción
de sus amores...
--No--murmuró Pedro con voz sorda,--Kempis tiene razón; el mundo es
malo, pues siempre, á despecho de todas las ficciones, la muerte
concluye triunfando de la vida...
A despecho de estas ascéticas reflexiones, Pedro continuaba absorto,
viendo un rostro pálido de mujer que le sonreía desde lejos...
De pronto aparecieron, á corta distancia de allí, un hombre y una mujer
joven y muy bella; caminaban lentamente, cogidos del brazo y tan cosidos
el uno al otro, que casi se besaban hablando. Pedro se incorporó
bruscamente, avergonzado, sintiendo que toda su sangre afluía á sus
mejillas. Los amantes iban acercándose; ella hizo un esguince burlesco,
indefinible, señalando á los seminaristas; él dijo algo y ambos se
echaron á reir. Pedro bajó los ojos...
En su imaginación continuó viendo á los dos amantes: él, joven,
caminando con la orgullosa petulancia de los mozalbetes que van
acompañados de una mujer guapa; ella vestida con un trajecillo claro,
bajo el cual se vislumbraban las curvas opulentas de su cuerpo,
nalgueando con impúdica majestad, mostrando una doble hilera de blancos
dientecillos entre dos labios rojos que la felicidad de vivir
entreabría... Luego oyó Pedro el ruido cadencioso de sus pies que
avanzaban resbalando sobre la menuda arenilla del camino... Y el
seminarista, sin saber por qué, bajó la cabeza con esa vergonzosa
tribulación que deben de sentir los eunucos ante las mujeres hermosas.
Al pasar junto á él, Pedro oyó que la joven murmuraba:
--¡Qué triste está!... ¡Pobrecillo!...
Y sintió que sus párpados se llenaban de lágrimas. Después levantó la
frente para verles marchar. Proseguían su camino indiferentes á cuanto
les rodeaba; ella, titubeando las caderas, feliz bajo la vigorosa
caricia del brazo varonil que la oprimía. Aquello era algo muy hermoso;
un poema pasional recitado á través de los campos; el prólogo de una
posesión, el amor omnipotente que pasaba empujando á sus elegidos hacia
los lugares secretos...
Pedro continuaba persiguiéndoles con los ojos: la brisa soplaba
mansamente, los pajarillos se arrullaban entre el boscaje, de la tierra
ascendía un vaho afrodisíaco que excitaba los nervios. ¡No, Kempis, al
proclamar el triunfo de la muerte, no tuvo razón!
De pronto, Pedro volvió en sí: el libro había resbalado de sus rodillas
y yacía en el suelo; con los ojos abiertos y los dientes apretados
convulsivamente, Pedro, inmóvil, yerto y pálido como la imagen del
dolor, se retorcía las manos con desesperación, renegando de su destino,
y lloraba... lloraba...


LA CADENA

--Soy fatalista--prosiguió Enrique,--y creo que cuanto el Destino
escribió en el libro que rige el porvenir de los hombres y de los
mundos, se cumple aquí abajo, sin que nada, ni aun la misma muerte,
pueda evitarlo...
--¿Y qué?--preguntó Gabriela, clavando en los ojos del joven los suyos,
penetrantes como la punta de un bisturí.
--Que nuestra separación estaba prevista desde há tiempo en el índice de
los destinos, y que la hora de la emancipación ha llegado.
--¿Serás capaz de abandonarme?
--Sí.
--¿Sin dolor?
--¡No!... Con gran dolor y quebranto gravísimo de mi alma. ¡Pero te
dejo!...
--¿Para siempre?
Le miraba fijamente, traspasándole con una de esas miradas desesperadas
con que los moribundos se despiden de la luz: él, al principio, sostuvo
aquel mudo escrutinio; luego, desconcertado, bajó los ojos. Después,
haciendo sobre sí mismo un gran esfuerzo, murmuró:
--Sí, para siempre...
Ella lanzó un grito estridente, cual si la arrancasen á túrdigas las
entrañas, y se desplomó en una silla, echándose de bruces sobre una
mesa, ocultando el rostro entre las manos. Escenas como aquella
ocurrieron muchas veces, pero nunca, hasta entonces, tuvo la visión
neta, desgarradora, de que la separación iba á cumplirse. El quedó en
pie, las manos metidas en los bolsillos, inmóvil y rígido dentro de su
gabán abrochado. Hubo un largo silencio. Hasta aquella pobre boardilla
suspendida en el espacio bajo el declive de un tejado, los ruidos de la
calle ascendían confusamente: el viento gemebundeaba en la chimenea; de
las paredes enjalbegadas pendían cromos y viejos retratos de parientes
muertos; sobre la cabeza despeinada de la mujer jadeante de dolor, un
quinqué vertía á raudales su luz fría... Todo ello hablaba á la
imaginación del amador, con la voz dulcemente conmovedora de los
recuerdos: la cómoda, en cuyos cajones las ropas de ella y las suyas
yacieron reunidas varios años, los retratos de todas aquellas personas
muertas, cuya sencilla historia de gente plebeya él conocía; el ramo de
flores secas suspendido en el ángulo de un espejo y que recordaba un día
feliz... Y revivió las dulces noches de invierno pasadas bajo la luz
serena del quinqué, leyendo el mismo libro de amor con las cabezas
juntas, enajenando sus almas en el mismo deseo... Entre las cuatro
paredes de aquella casa y á trueque del corazón que le dieron, Enrique
reconocía haber dejado el suyo en rehenes; sin embargo, urgía destruir
de una vez el vergonzoso pasado, crearse una posición respetable, echar
los cimientos de un porvenir tranquilo y decoroso: para lograr tanto,
iba á casarse con una linda joven, algo patricia, que le traía en dote
medio millón de pesetas.
--Me voy--repitió Enrique;--hora es ya de romper la cadena que nos une:
devuélveme mi retrato y mis cartas.
Gabriela levantó la cabeza mirándole con ojos brillantes, inyectados en
sangre, que la rabia y el dolor inmovilizaban.
--Mañana te los daré.
--¡No; ahora mismo!... Los necesito ahora, en el acto.
Reclamaba lo suyo tan perentoriamente, comprendiendo que, si volvía, ya
no sabría marcharse: ella, sospechándolo así, procuró traerle de nuevo á
su casa, para aprisionarle en el hechizo de aquellas paredes y de
aquellos buenos muebles familiares, y vencerle.
--¿Temes volver?--preguntó Gabriela.
--¿Temor? ¿Y á qué?... Además, no pienso volver. Todo lo que pido puedes
enviarlo á mi casa.
Ella comprendió que la cobardía de su amante le quitaba el último
refugio, la última esperanza, y sus ojos se anegaron en lágrimas.
--Bien está--dijo:--todo se hará según tu deseo.
--Pues... adiós.
--Adiós.
Sin sacar las manos de los bolsillos para despedirse, atravesó la
habitación con paso tácito, hundiéndose en la obscuridad de una puerta:
ella le siguió con los ojos asombrados del morfimano que asiste al mudo
desfile de un cortejo fantástico... Enrique llegó al recibimiento, abrió
la puerta y salió cerrando tras sí. Al ruido que hizo la puerta,
contestó la abandonada con un grito agudo...
Ya en la calle, Enrique echó á andar camino de su casa: en su
atolondrado pensamiento sólo esta idea se agitaba:
«Mi pasado ha muerto: ella no me llamará; yo tampoco puedo ir á verla.
¡Todo ha concluído!...»
Y mientras andaba, aquella frase, horriblemente desoladora, volvía á sus
labios:
«¡Todo ha concluído!...»
Hay una memoria, que los psicólogos llaman sensitiva, en virtud de la
cual, los músculos, obedeciendo el impulso primero de la voluntad, nos
llevan adonde pensamos, aun cuando la cascabelera imaginación esté
preocupada y distraída con otras fantasías. En Enrique, la intensidad de
su preocupación y de su dolor, borraron hasta las últimas
manifestaciones de esta memoria orgánica, y concluyó por no saber adónde
iba ni por dónde andaba...
--¿Qué barrios son estos?--pensó;--¿qué vengo á buscar aquí?...
Y, sin embargo, andaba, andaba... con perfecta inconsciencia de tiempo y
de la distancia, arrastrando la cadena que creyó rota.
Ya era muy tarde; los transeuntes escaseaban, los tranvías habían dejado
de circular; en los quicios de algunas puertas insinuábase la silueta
borrosa de un sereno dormido: al atravesar una plaza desconocida,
Enrique oyó la voz de una mujer que vendía café caliente.
--Debe de estar amaneciendo--pensó.
Prosiguió andando lentamente, á través de la inmensa ciudad dormida bajo
un manto de nieblas... El recuerdo de Gabriela llenaba su memoria,
enloqueciéndole: «Ella me quiere, yo la adoro... y no obstante... ¡todo
ha concluído entre nosotros!... ¡Todo!...»
Empezaba á clarear. De pronto Enrique se halló en una calle que conocía
y delante de una casa que le era muy familiar y muy querida: la casa de
Gabriela: sus piernas, que le condujeron allí tantas veces, le habían
llevado una vez más. Era algo fatal, como el concierto de los astros...
El sereno acudió á abrirle la puerta.
--Buena madrugada, señorito. Hoy se retira usted muy tarde... La
señorita estará impaciente.
Enrique, sin responder, cruzó el zaguán, subió las escaleras y llegó al
cuarto de Gabriela. Ella, que había reconocido sus pasos, salió á abrir
sin darle tiempo á llamar: en su semblante la desesperación y la alegría
pintaban una máscara extraña.
--¿A qué vienes?--preguntó.
Rendido á la Fatalidad, poderosa como la muerte, Enrique, con la voz
velada de los sonámbulos, repuso:
--¿No lo ves?... Como siempre... A dormir contigo...


POR UNA ERRATA

Desde muy joven su imaginación soñó amores difíciles: las novelas del
viejo Lamartine, los versos de _Otello_, las cartas de _Werther_,
deslizaron en la sangre de Julio Riego su ponzoña suicida; cualquiera
mujer le apasionaba con pasión loca que no hubiese dudado ante el
atropello ó violación de lo más santo; tenía el doble anhelo de lo
sublime y de lo raro y envidiaba á Safo más que á Paón; á Safo amante,
ganando la inmortalidad con la trágica elipse que describiera
arrojándose al mar desde el promontorio Léucades.
--¡Morir!--pensaba Julio,--¿qué importa morir, si muriendo perpetuamos
nuestro recuerdo en la memoria del ser desdeñoso y adorado?
Tal era su credo: los desaires de la fortuna robustecieron su opinión;
iba cruzando por el mundo como en éxtasis, el busto rígido, los ojos
esclavizados en la ilusión paradisíaca del supremo amor, alzándose
despreciativamente de hombros bajo la befa de la humanidad miserable que
puede olvidar.
El no sabía hacer esto; por nada hubiese cambiado de ídolo ni de fe;
antes que destruir su altar, era preferible, acabar, como Sansón, entre
los escombros del templo: sólo así lograría la veneración de aquellos
escogidos que erigieron el amor y la fidelidad en religión. Fortalecido
por este criterio, miraba serenamente al tiempo que todo lo trueca y
desune: él no sería uno de tantos; él moriría antes que renegar de su
fe. ¿Qué queréis? El romanticismo ha matado más gente que el arsénico.
La figura de Julio Riego traducía su carácter fielmente: era un tipo
sentimental, delgado, alto y nervioso; el mirar reposado y penetrante,
la frente triste, aguileña la nariz; sus largos cabellos negros se
abullonaban sobre las orejas de su rostro pálido, con palidez mortuoria,
como anegado en la aureola de un martirio previsto: su voz calmosa, sin
timbre, como velada por un suspiro que tuviese atravesado en la
garganta, parecía venir de muy lejos ó de muy hondo.
Pasados tres ó cuatro años de relaciones íntimas, Julio y Mariana
Paredes riñeron. Ella era tiple de zarzuela; un cuerpo hermoso informado
por un espíritu sano y fuerte, enamorado del mundo, que gustaba de reir
á carcajadas bajo el alegre Sol, padre de la Vida. Durante los primeros
meses, la melancolía de Riego interesó su imaginación; la nostalgia es
misterio, porque toda alma triste parece ocultar algo, y el misterio
atrae: después continuó tolerándole por miedo, temiendo que su desvío le
indujese al suicidio; más tarde, la callada presencia de aquel espíritu
tétrico mordido por todas las Furias de la desconfianza, la
desesperación y los celos, llegó á serla intolerable y decidió romper
con él. Aquella vez no ocurriría lo que otras; estaba resuelta á
recobrar su libertad antigua; reñirían para siempre: sus palabras
tendrían autoridad inapelable.
Algo desusado hubo de sugerir á Julio Riego la certidumbre cruel de
quedar despedido irrevocablemente. Fué una mañana, poco antes del
almuerzo, tras una noche que ella pasó durmiendo tranquila de cara á la
pared, y él con un codo apoyado sobre las almohadas y los ojos, llenos
de lágrimas, de par en par abiertos ante las tinieblas de la alcoba;
alcoba triste como nido roto caído al pie del árbol... Se separarían;
Mariana lo acordó así en uso de su voluntad libérrima; ella necesitaba
nuevas impresiones, otra vida, otro hombre... En pie cerca de la puerta,
con el sombrero en la mano, dispuesto ya á marcharse, Julio repuso con
su voz enturbiada por la pena:
--No lo tendrás; ese hombre que deseas no será nunca tuyo. Yo lo
impediré, matándome; no podrás olvidarme; entre él y tú dormirá todas
las noches mi recuerdo; ante tus ojos, el hilo sangriento que brote de
mi herida correrá eternamente.
Mariana Paredes se encogió de hombros; sus vehementes anhelos de tornar
á ser libre endurecían su corazón.
--Puedes hacer tu gusto--murmuró;--cada cual obra según su criterio.
* * * * *
Se despidieron: él iba resuelto á matarse; lo había prometido y los
hombres no deben renegar de su palabra: además, aquel era el único medio
de castigar á la ingrata, lanzando sobre su frívolo vivir la noche
ineluctable del remordimiento. Mariana quedó tranquila, segura de que
Julio Riego no cumpliría su amenaza. Aquella noche, sin embargo, la
joven leyó los diarios atentamente, buscando alguna noticia relacionada
con su amante. No halló nada.
--¡Bien decía yo!--murmuró.
Y de pronto sintióse un poco triste, humillada y como pesarosa de que
aquel hombre no la hubiese amado lo bastante para matarse por ella.
Pasó otro día; Mariana Paredes iba adormeciéndose en la confianza de la
impunidad; aquella era una historia casi olvidada. Por la noche, de
vuelta del teatro, se acostó y cogió un periódico; el sueño comenzaba á
pesar sobre sus párpados; no obstante ojeó los telegramas, una Crónica
de bastidores, otra de política general...
En la sección de noticias, vió la siguiente:
«Ayer se suicidó, disparándose un tiro en el pecho, un joven
decentemente vestido, llamado Julio Pérez.»
No pudo seguir leyendo; el cansancio cerraba sus ojos; el periódico
resbaló de la cama al suelo.
No sucedió más.
Por una errata deslizada en aquel apellido, el sacrificio del pobre
muerto no tendrá historia; las noches de Mariana Paredes no tendrán
pesadillas...
¡Más vale así!


CREPÚSCULO

Cae la tarde; un vientecillo suave arrastra por el suelo húmedo las
primeras hojas secas; las lejanías del paisaje desaparecen tras el vaho
neblinoso que enceniza el cielo; los árboles, de donde huye la vida,
levantan sus ramas con desesperado ademán y su gesto simula responder á
la conciencia que tienen de que la muerte llegará fatalmente para ellos
con la paralización de la savia; los herbazales que visten los recuestos
también están tristes, amarilleando entre el lodo; á lo largo de las
tapias algunas enredaderas alargan sus ramas escuetas; bajo el espacio
triste la tierra toda se estremece en una convulsión agónica.
PERSONAJES: _Ella_; treinta años. Avanza rápidamente, mirando á todas
partes con los hermosos ojos muy abiertos por la impaciencia de ver
pronto al amado, que la espera. Viste sombrero redondo de fieltro y un
gabán varonil, con cuello _Imperio_ y doble hilera de botones, que la
llega á los pies: es alta, elegante y lamida de formas como una amazona
inglesa.
_El_: treinta y cuatro años; gallardo y simpático; su delicado
temperamento de sentimental lo reflejan la mirada distraída de sus ojos,
ensombrecidos por el insomnio; su frente, abrillantada por el nimbo
indefinible de los ensueños; la línea de sus labios que, habiendo
gustado los amargores de la vida, quedaron algo tristes.
EULALIA.--(=Viendo, de pronto, al galán que entretiene su fastidio
leyendo un periódico.=) ¡Niño, ya estoy aquí...!
FERNANDO.--(=Vivamente emocionado.=) ¡Ah, qué impaciencia tan cruel!... Si
yo estudiase metafísica, para representarme el concepto de eternidad
evocaría la duración de las horas que vivo sin ti.
(=Se dan las manos.=)
E.--(=Mirando á todas partes.=) No hay nadie.
F.--(=Mirando también.=) Nadie.
E.--Toma mis labios.
(=Se besan y caminan silenciosos bajo los árboles del paseo. Van cogidos
del brazo, los hombros juntos; sus pies moviéndose acompasadamente,
imprimen á sus cuerpos enamorados el mismo ritmo.=)
F.--(=Despertando bajo el recuerdo de la realidad, amenazadora siempre.=)
¿Y tu marido?
E.--En la Audiencia.
F.--¡Batallando, según costumbre, por enviar gente á presidio!
E.--No sé. Damián es un hombre terrible que, como las cadenas, parece
fabricado exclusivamente para sujetar... para oprimir... Dominar es su
ley; el deber frío y anguloso, su Dios: por vencerlo todo, creo que ha
sofocado el natural amor á sí mismo; ¡no se ama!... (=Con volubilidad.=)
Después de almorzar me fingí enferma, para quedarme sola.--«Bien--replicó
él;--te acompañaré.» Fué morir; Pasaban las horas lentamente; yo pensaba
en ti, en nuestra cita de esta tarde, que iba á fracasar... ¡Qué
martirio! (=Fernando escucha acariciando entre sus manos una de las
enguantadas manecitas de la joven. Ella continúa.=) De pronto salí del
gabinete y momentos después reaparecí diciendo que hallándome mejor,
necesitaba salir.--¿Dónde?--preguntó mi tirano.--A hacer algunas
compras--repuse;--no hay manteles; además, á la doncella le prometí ayer
una blusa y debo cumplir lo ofrecido.--Mejor sería--contestó,--que te
vistieras bien y fueses á visitar á la vizcondesita Matilde, que está
enferma. ¡Debemos cumplir con todo el mundo!... Acepté la proposición
haciendo grandes esfuerzos para disimular mi alegría: aquel era un feliz
pretexto que me facilitaba una hora más de libertad que dedicarte,
mejor y más hermosa para mí, que un rayo de luz. En un santiamén
me puse mi mejor traje y volví al gabinete; Damián, al verme se
levantó.--«Vaya--dijo,--hoy, para mí, es día de asueto; te acompaño.»
¿Cómo rechazarle? Humillé la cabeza y eché á andar con la sombría
resignación del que camina hacia el patíbulo. Cuando llegábamos al
recibimiento, vibró el timbre de la escalera; abro la puerta... ¡Era un
ordenanza que traía... no sé qué papelotes de la Audiencia! Un asunto
urgentísimo.
F.--La causa de algún desgraciado á quién el Código tendrá deseos de
apretar el cuello...
E.--Probablemente. Mas... ¡en fin!... gracias á eso, sea lo que fuere,
estoy aquí. Es una entrevista que tal vez cueste una libertad, cuando no
una cabeza.
(=Vuelven á besarse. Caminan pausadamente, cambiando saludos distraídos
con algunos obreros que vuelven del trabajo. En la línea sinuosa y más
distante del paisaje aparece Madrid, recortándose bajo el cielo
entristecido por los reflejos crepusculares.=)
F.--Te quiero.
E.--No más que yo á ti.
F.--(=Enternecido.=) ¡Carne de mi alma!
E.--(=Con arrebato.=) ¡Alma de mi cuerpo!...
F.--Dame tus labios otra vez.
E.--Tómalos. ¿No son tuyos?... ¿A qué me los pides?...
F.--(=Rodeándola el talle con un brazo.=) ¡Oh!... ¡qué adormecedora, qué
dulce es la canción de los amores!... ¡Cómo pesa sobre los párpados, con
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