De carne y hueso; cuentos - 4

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párpados obligándola á cerrarlos; sus brazos permanecieron inactivos,
sus piernas flaquearon y echó la cabeza hacia atrás, entregando su
garganta al deseo... Fué una caída inconsciente en cuyo lamentable
desenlace la noche ejerció poderosa y decisiva tercería.
De aquella casa salió Carmen como de un letargo, y cuando más tarde supo
que iba á ser madre, se rindió á su suerte, aceptando al hombre que
hasta allí nunca había logrado poseerla pacíficamente, sino por sorpresa
y á zarpazos, como se aman las fieras. Obligada á vivir en un cuarto
interior con su hija y sin otro recreo que el cuidado de las flores que
adornaban los hierros de su ventana, la joven tornóse más huraña, más
triste, según el odio hacia su amante aumentaba. Aquel hombre se lo
había quitado todo: el cariño de sus padres, la estimación de sí misma,
su belleza sin mácula, su libertad; y además la había robado el Sol,
aquel dios resplandeciente que abrasaba su sangre y anegaba sus pupilas
en luz, enseñándola el culto á la Naturaleza y á la vida... Pensando en
esto y comparando su salvaje independencia de antaño con su monótona
existencia actual, Carmen, la gitana, lloraba hilo á hilo lágrimas
ardientes que agrandaron sus ojos. ¡Sí, odiaba á Antonio, funesto para
ella como la sombra del manzanillo; y le aborrecía con ese
aborrecimiento intenso que no retrocede ante el crimen!...
* * * * *
Fué otra tarde: una tarde de Agosto.
Carmen y Antonio habían merendado en el campo; su hija les acompañaba.
El almuerzo fué alegre; los tres comieron mucho y bebieron copiosamente;
luego Antonio, mareado por los vapores de la digestión y del vino,
tumbóse en el suelo y con la cabesa apoyada sobre el regazo de la joven
se quedó dormido. Carmen, inmóvil, contemplaba el horizonte con ojos
pensativos: el aire quemaba, la tierra ardía, del cielo azul caían sobre
los campos oleadas mareantes de fuego; á un lado aparecían altos
ribazos coronados de chumberas, luego una carretera que se alejaba
blanqueando como un reguero de ceniza, y más allá planicies inacabables
sembradas de trigo, con sus gavillas de segadores que avanzaban
desplegados en ala, cual náufragos perdidos en un lago de oro líquido...
En medio del campo, dominada por el silencio augusto de la siesta y
mordida por los besos ardientes del Sol, Carmen sentía renacer sus
orgullosas energías de antaño; su sangre hervía, crispando sus dedos, y
una borrachera extraña, borrachera orientalesca de calor y de luz,
turbaba su cerebro. Instintivamente miró á Antonio, el hombre que la
había arrebatado tanto bien y que yacía dormido sobre sus rodillas, á
merced suya, y sus miradas repararon con criminal ensañamiento en su
cuello grueso y sanguíneo, de violador.
Aquello pasó y Carmen tornó á fijarse en los pintorescos ribazos ceñidos
de chumberas siempre verdes, y en los campos de trigo, con sus gavillas
de segadores... Pero la tentación homicida volvía, cada vez más terrible
y pujante... Antonio roncaba tranquilo; el calor había congestionado sus
mejillas; bajo la piel se acentuaban las venas repletas de sangre...
¡Oh, aquel hombre las había causado, á ella y á su hija, un daño
infinito!... ¡Por él estaban así, alejadas del mundo, sin cariño de
madre, sin blanduras de abuela, condenadas á vivir perpetuamente en la
sombra... Y Carmen pensó que la muerte de Antonio sería la felicidad
recobrada, la liberación definitiva...
Un último sacudimiento de su conciencia la obligó á levantar los ojos;
en aquel momento sus pupilas, nidal de malos pensamientos, parecían más
negras, más duras... Carmen prosiguió acariciando el cuello de su amante
con una mirada fría y sutil como el filo de una daga. Era imposible
resistir la implacable tentación. A la borrachera del vino se aunaba la
del sol... Y el sol hablaba, empujándola al crimen.
«¡Mátale!...--decía;--él te robó cuanto de más hermoso tenías,
regalándote, á cambio de tu sacrificio, una hija que habrá de
avergonzarse de ti eternamente. ¡Mátale antes de que despierte y te
vuelva á su cárcel! Recuerda aquella habitación obscura que jamás
mereció el beneficio de mis rayos; aquellas paredes que agrietó la
humedad, aquel lecho donde tiritas de frío... ¡Mata! Sé fuerte como yo,
inspirador de todos los heroísmos, afrodisíaco despertador de todas las
voluptuosidades, anda, no vaciles; sigue los consejos de tu padre el
Sol... ¡Mata á ese hombre!...»
Carmen, estremeciéndose, miró á su alrededor: no había nadie; la
soledad, encubridora de los grandes crímenes, también la empujaba. ¿Por
qué no recobrar su hermosa libertad perdida?... A veces, una vena que se
corta es una cadena que se quiebra...
Por entre la faja de Antonio asomaba tentador el mango de un cuchillo.
Carmen quiso apartar de él los ojos, y ya no pudo; miraba, alargando el
cuello, y su mano derecha se crispaba, calculando la violencia del
golpe...
En aquel instante la niña, como instrumento elegido por el Destino para
precipitar la venganza de la madre, cogió el mango del cuchillo y la
hoja salió de la vaina, con relampagueo deslumbrador. Aquel zig-zag
trágico, arrancado al acero por el sol, cegó á Carmen, y el gitano rodó
por el suelo, pasando sin estremecimiento de un sueño á otro. Quedó
tumbado boca arriba, mirando al Sol que le había matado. La tierra,
sedienta, empapó su sangre...


IDOLOS CAIDOS

Era de noche. Nos hallábamos en una espaciosa habitación, con los altos
techos envigados según antigua costumbre provinciana, las ventanas
huérfanas de visillos, cortinajes y demás vistosos paramentos del buen
tono, y las paredes sin otro adorno que algunos clavos de donde pendían
varias viejas prendas de vestir con esa gravedad soñolienta de las cosas
inertes.
Mi amigo estaba acostado en una cama, yo en otra, y ambos conversábamos
pausadamente esperando la sorpresa del sueño. Sobre un taburete
chisporroteaba la mortecina luz de una lamparilla de aceite; toda la
casa yacía en el silencio solemne que envuelve á los pueblos pequeños, y
únicamente revoltijeando en el ámbito del dormitorio vibraba el pertinaz
y amenazador zumbido de algunos mosquitos hambrientos.
--Pues, mañana--dijo Joaquín,--antes de que el sol caliente, iremos á
_El Robledal_, que es de los mejores y más pintorescos cortijos que
posee mi cuñado por estas cercanías: luego visitaremos la iglesia, que
tiene una capillita gótica muy notable; y si estamos de humor y la
tarde da de sí para tanto, subiremos á Peña-Ramiro, cerro elevadísimo
desde cuya cumbre se abarca un grandioso panorama: al fondo del valle,
el pueblecito, con su centenar de casitas blancas parecidas á un rebaño
de ovejas; después el riachuelo de Guadelzar, en cuyo cauce blanquea un
chorrito de plata líquida, semejante al hilillo baboso que hubiera
dejado al pasar por allí un caracol gigantesco; y más allá, en los
brumosos confines del paisaje, un largo rosario de montañas, enderezando
al cielo sus panzas ciclópeas coronadas de nieve...
--¿Y después, por la noche?
--Por la noche--repuso,--iremos á casa de Higinio, un muchacho
comerciante que puntea la guitarra y con quien suelen reunirse algunas
mozas vecinas y tres ó cuatro de los chicos más galanes y mejor
templados del pueblo.
Añadió interrumpiéndose para requerir la almohada y colocarse mejor:
--¡Hombre!... A quien deseo presentarte es al tío Baltasar, el tipo más
notable de la provincia. Es un viejo muy corrido que en sus mocedades
fué pendenciero temible y sempiterno y afortunado cortejador de
doncellas; un don Juan rural, caballeresco y galán á su modo. Nació aquí
y de estos contornos nunca salió si no fué para el presidio de
Cartagena, á donde le llevaron por dar muerte á un marido que quiso
meterse á «médico de su honra»...
Joaquín, vencido por el sueño, articulaba lenta y trabajosamente; yo,
empezanado por aquel inseguro balbuceo, cerré los ojos. Luego exclamé
haciendo esfuerzos para no dormirme:
--¡Es raro que ese Baltasar haya llegado á viejo!
--¿Por qué?
--Porque... lo que el adagio enseña: el buen vino y los hombres guapos,
duran poco...
Pronunciábamos las palabras lentamente y separando unas sílabas de
otras: era una conversación lánguida, incoherente, como un diálogo de
sonámbulos.
--Pues, por esta vez, falló el refrán... porque Baltasar fué de los
majos que tosió más fuerte entre los barateros de mejor resuello. Una
noche, y esta anécdota te servirá para conocer la calidad y buen temple
de su ánimo... detuvo él solo, trabuco en mano y por apuesta, á la
diligencia de Almería.
No dijo más, ó si continuó yo no le oí, rindiéndome al sopor que me
infundieron la tarda exposición de aquellos romancescos disparates y el
rítmico sonsonete de los mosquitos volanderos.
* * * * *
Al día siguiente me levanté tarde; y como Joaquín se hubiese marchado de
jira con varios amigos y yo no tuviera otro asunto de más bulto y
provecho en qué emplearme, salí á dar un paseo por el pueblo.
En un villorrio tan incivil y menguado como aquel, la presencia de un
forastero es motivo poderoso de curiosidad y de fisgoneo; por todas
partes veía chiquillos que se quedaban embelesados y boquiabiertos
mirándome pasar, cual si yo fuese un ente raro oriundo de lejanos
planetas, y ojos femeninos que me avizoraban por entre las hendiduras de
las persianas; y tanto llegó á molestarme aquella impolítica curiosidad,
y tan feo me pareció el lugar con sus retorcidos callejones
desempedrados y su pobrísimo caserío, que renuncié al paseo. Di, pues,
media vuelta, y aventurándome por un angosto pasadizo abierto entre los
bardales de dos huertas, anduve un buen trecho y llegué á la plaza:
triste, polvorienta, rodeada de casuchas irregulares, con la iglesia á
un lado y una fuentecilla á la que prestaban sombra escasa algunos
arbolillos. Permanecí inmóvil largo rato, examinando el aspecto de aquel
paraje que reconcentraba las vidas comercial, religiosa y hasta elegante
de la población, puesto que allí concurrían á coquetear por las tardes
los muchachos y mocitas casaderas.
Eran las doce; el sol caía perpendicularmente, y aquellos torrentes de
luz cenital, sumados á la intensa reverberación del suelo, producían una
especie de peplo luminoso que esfumaba el contorno de los objetos; un
remusgo cálido agitaba los toldos multicolores extendidos sobre la
puerta de algunas tiendas, y la torre de la iglesia, altiva y robusta
como el torreón aspillerado de un castillo medioeval, proyectaba sobre
el suelo polvoriento una sombra gigante. Sentado en un poyo junto á la
fuentecilla, había un viejo, al cual gritaban y silbaban hasta una
docena de deslenguados arrapiezos.
--¡Que baile el tío Baltasar!--gritaban aquellos indígenas.
--¡No!, que no baile...--decían otros,--es mejor que cante...
Y entonces todos empezaron á pedir rítmicamente y con cierta cadencia:
--¡Que cante el tío Baltasar, que cante, que cante!...
Algunos individuos, sentados en el suelo y á la hila de las paredes,
atisbaban la escena sonriendo; el tío Baltasar, por su parte, únicamente
amenazaba á los chicuelos más atrevidos que se le acercaban demasiado y
con la poca caritativa intención de colgarle algún ahimelollevas.
Sofocado por el calor y deseando ver la capillita gótica de que Joaquín
me había hablado, crucé la plaza en derechura á la iglesia. Al pasar
junto á la fuentecilla, molestado por el griterío de los chicos, no pude
abstenerme de espantarles á voces y de repartir varios pescozones entre
los más indómitos.
--¡Déjeles usted estar, señorito, pues no me incomodan!--exclamó el
viejo.
Volvíme para mirar á quien tan mal agradecía mi protección y ayuda, y
era un hombre setentón, con grandes patillas cortadas según la usanza de
la clásica flamenquería y majeza andaluzas: los ojos nobles y fieros, la
boca desdeñosa, la nariz aguileña y enérgica, el busto de complexión
elegante y recia... y comprendí hallarme delante del célebre Baltasar,
de quien tantas lindezas refería mi amigo.
--Celebro conocerle dije entonces;--aunque recién llegado aquí, ya me
han dicho mucho bien de usted. Si la fama no miente, usted fué, allá en
sus mocedades, un buen gallo...
--Hombre... sí, señor--repuso con esa modesta mansedumbre de los héroes
encanecidos;--cuando lleva uno en las venas mucha sangre y muy caliente,
comete muchas tonterías.
--¿Y ahora?
--¿Ahora?... ¿Qué quiere usted que haga, más que tomar el sol ó la
sombra, según la estación?
Los chicos se habían retirado y nos contemplaban desde lejos. Baltasar y
yo continuamos charlando, cautivándome él por sus espontáneas
caballerosidad y bizarría.
--Ogaño estoy mandado retirar por inútil--decía;--pues los gallos sin
pico ni espolones no sirven para el reñidero ni para el corral... Pero
antes... ¡ja, ja!... antes no hubo en toda la provincia otro majo que
cantase más alto que yo...
Según hablaba, los recuerdos iban exaltando las energías de su espíritu
y tenía frases y gestos autoritarios que recordaban sus ya lejanos
extremos de sultán dictador... Y había algo solemne en el ocaso de aquel
ídolo caído.
Luego Baltasar, como quien va á decir un gran secreto, púsose de pie
acortando la distancia que nos separaba.
--Yo, señorito--añadió bajando la voz,--he sido el cogollito y la espuma
de esta tierra... el esposo de todas las mujeres bonitas y el coco de
todos los maridos... A ellas las quiero, pobrecitas, por agradecimiento,
porque fueron buenas para mí; pero á ellos les desprecio, á todos, por
cobardes y por... ¿Comprende usted?... Los muy... cuando éramos jóvenes,
no tenían coraje para desafiarme y yo les afrentaba á mi antojo; si eran
solteros, les quitaba la novia; si casados, les robaba la mujer... Y
ellos, nada, tragando hieles... Ahora parecen vengarse de mí echándome
sus hijos para que me chillen y atormenten; no me enfado, no puedo
enfadarme, porque la voz de la sangre... ¿sabe usted, señorito?... Entre
esos niños ¡habrá tantos hijos míos, tantos!...
Miré á Baltasar, el antiguo recluso de Cartagena, admirando aquella
frase tan obscena en la forma y que envolvía, no obstante, un dulce
sentimiento paternal. Aquella frase era para la humanidad una puñalada
terrible; ¡una puñalada de presidiario!


LA ABUELA

La abuela Francisca se quitó los gafas, restañó las lágrimas que arrancó
de sus ojos el penoso esfuerzo de una lectura demasiado larga, y el
periódico resbaló de sus rodillas al suelo. Aquel periódico relataba los
últimos momentos de _Pelo-Rojo_: una bailarina que había muerto en su
hotel de París debiendo trescientos mil francos, y por la que cierto
marqués millonario dejó, á sus hijos sin pan.
--¡Para esas mujeres es el mundo!--pensó la abuela Francisca.
Discurría así, melancólicamente, junto á la ventana, sobre cuyos
cristales la lluvia rimaba su canción, la dulce canción hermana del
sueño: la habitación estaba á obscuras, sin otra luz que el pobrísimo
resplandor crepuscular que caía del cielo; todo callaba en aquel
gabinete apercibido ya á los rigores del invierno; con su suelo
alfombrado y sus cortinajes de pesado terciopelo, cerrando el paso al
frío. Allá lejos, en las profundidades de la casa, resonaban el chirrido
alegre del aceite que hervía en las sartenes, y el ruido de platos y
voces infantiles...
¿Quién hubiera creído que en el corazón de aquel confortable hogar
burgués y tras la santa y castísima frente de la abuela Francisca, la
muerte de _Pelo-Rojo_ despertaría un recuerdo tenaz?...
Y, no obstante, así era: Francisca, ligando los datos biográficos que de
la bailarina aparecieron desperdigados por la prensa, durante aquellos
días, imaginaba conocer su historia exactamente: la veía saliendo de
España, llegando á París, donde las locuras de un sportman, que se mató
por ella la pusieron en moda; y luego en Londres, disputando á las
cortesanas inglesas el oro de sus amantes; después en Monte-Carlo y
Niza, donde corrió el Carnaval con una carroza cuajada de rosas
valencianas... Y más tarde, en París otra vez, siempre pródiga,
caprichosa, indócil, dejando las comodidades de su hotel por los
estudios de Montmartre. A _Pelo-Rojo_ la conocían en todas las
delegaciones: se embriagaba y reñía con otras mujeres; adoraba á los
hombres de arrestos que no saben amenazar sin herir; la gran pasión de
su juventud fué Luis, un pintor de mucho talento que la pegaba porpelo
todo y que una noche la castigó dejándola dormir en la escalera de su
taller.
--¡Y que hombres ricos y de talento pierdan el seso por mujeres
así!--murmuró la anciana.
En su honrado pensamiento, monstruosidad semejante no hallaba cabida y,
sin embargo, reconocía que en el viejo mundo pagano, como en el nuestro,
la juventud, la felicidad y el dinero, siempre fueron satélites de la
diosa Locura. Tan hermosa como _Pelo-Rojo_ fué ella, la abuela
Francisca, cuarenta años antes, y á querer... Pero no se atrevió; era
buena y el ejemplo de su madre, primero, y la educación de su hija,
después, apartaron de su voluntad todo deshonesto impulso.
Tan cuerdo discurrir no impedía que la anciana sintiese un desvío
secreto, una especie de inexplicable envidia hacia la aventurera que
había fallecido, casi repentinamente, bajo una bata de encajes y en un
hotel suntuoso que el talento de algunos y el dinero de muchos,
convirtieron en museo... Porque á esas grandes perdidas, enemigas
adoradas de todo el mundo, se las solicita, se las aplaude, se las
adula; mientras que de las mujeres honradas, que vivieron para el hogar,
¿quién se acuerda?...
Allá adentro, en los profundos de la casa, el aceite chirriaba
bullicioso sobre las cacerolas puestas al fuego, y las criadas
aderezaban la mesa, dejando chocar los platos unos contra otros; en los
cristales de la ventana, la lluvia repetía su serenata de ensueño; en el
piso inferior, acompañando los acordes de un piano, varias voces
infantiles cantaban:
«Mambrú se fué á la guerra,
mire usted, mire usted qué pena...»
Eran las niñas que habían vuelto del colegio y jugaban felices,
esperando la cena, con la despreocupación de la inocencia que ignora ser
el pan de cada día algo muy triste, porque se gana difícilmente... La
canción volvía, trepando hacía los cuartos superiores de la casa,
invadiéndola, alegre y pujante:
«Mambrú se fué á la guerra,
no sé cuando vendrá...»
Por la imaginación de la abuela Francisca, pasaron en incongruente
aquelarre las remembranzas de su juventud, ya muy lejana. Se vió niña,
yendo al colegio con un aya inglesa que la llamaba «señorita»;
levantándose en invierno muy tarde, corriendo feliz tras su aro en las
luminosas mañanas primaverales, bajo la bóveda esmeráldica que tejieron
las hojas tempranas de los árboles en flor... Luego recordó su primer
vestido largo, su primer novio, su matrimonio que, trayéndola una hija,
la llenó de cuidados; cuidados que alejaron su niñez, empujándola allá,
muy lejos...
La vida de la abuela Francisca fué algo callado, perfectamente uniforme,
sin notas alegres ni brochazos de color, como esos paisajes
septentrionales dormidos y borrados bajo la niebla. Su matrimonio con
don Alejandro fué su primera decepción, porque aquellas relaciones no
trajeron luchas novelescas, ni lágrimas, ni traza alguna de esos
accidentes que, mortificando el ánimo, embellecen la vida; sino que todo
ello fué deslizándose suavemente, con la mansedumbre de las aguas que
corren bajo tierra. Después llegaron esos innúmeros quehaceres de la
existencia conyugal, donde la mujer, aunque pasiva, se asocia á todos
los combates del marido, y luego la educación de su hija, cada día mayor
y más hermosa, según la vida de la pobre madre iba retirándose.
Sólo un hecho sencillo pintaba un oasis riente en el horrible desierto
de aquellos cuarenta años.
Fué una tarde, después del almuerzo; su hija había ido al colegio, don
Alejandro á sus quehaceres; las criadas también habían salido. Francisca
cruzaba el recibimiento cuando llamaron á la puerta de la escalera; la
joven abrió: era Enrique, el amigo y consocio de don Alejandro.
--Mi esposo no está--dijo Francisca.
--Ya lo sabía--repuso Enrique.
--¡Ah!
--¡Sí, lo sabía; por eso he venido!
Aquella contestación extraña desconcertó á Francisca, que adivinaba en
Enrique un enemigo. Este, tras un breve preámbulo, declaró á la joven su
amor loco, hincándose de rodillas ante ella, cubriendo de besos
ardientes sus lindas manos.
--¡La adoro á usted!--repetía.
Sus labios se cubrían de espuma; sus ojos llameaban; estaba hermoso y
repugnante á la vez. Pero Francisca permaneció impasible, y hubo tal
tristeza en sus palabras y tanta dignidad en su repulsa, que Enrique,
humillado y corrido, salió de la habitación á reculones y huyó, sin
atreverse á levantar los ojos. No pasó más.
Esta aventura era el único recuerdo pintoresco, y, ¿cabe decirlo?... la
única alegría de la abuela Francisca.
Durante muchos años recordó la escena: el salón cuadrangular, con su
piano y su sillería de yute obscuro; y á Enrique de rodillas,
devorándola con los ojos, mientras ella, orgullosa como una reina, le
indicaba la puerta con un gesto frío... Recordaba estos pormenores
porque aquella declaración fué la sola bocanada de pasión impetuosa,
desbordante, genuinamente criminal, que el vicio lanzó sobre ella; la
única vez que se reconoció hembra, hembra deseable, apetecible, con ese
apetito pujante que allana los hogares, que conduce al asesinato y á la
bancarrota y al suicidio... y que ha sido, una vez por lo menos, el
ideal de la mujer más santa.
Recordando á Enrique, la abuela comprendía las salvajes pasiones que
_Pelo-Rojo_ encendió, y dolíase secretamente de que su destino hubiera
sido tan obscuro y diferente del de la célebre bailarina. Mas ¿á qué
evocar aquello tan distante, tan empujado por el tiempo hacia los
remotos linderos de lo irremediablemente perdido?
En el piso de abajo, los niños cantaban á voz en cuello la epopeya del
guerrero Mambrú:
«No sé cuando vendrá...»
La abuela Francisca pensaba:
--Para las perdidas del arroyo son las alegrías tumultuosas, las
aventuras, la popularidad, el lujo... para las honradas, la soledad
aburrida del hogar, la paz, el silencio... _Pelo-Rojo_ murió joven: ¿y
qué?... ¿Acaso hay en toda mi vida los placeres que ella amontonaba en
una siesta?...
Las cenas en fondas y parajes de dudoso prestigio; los bailes de
máscaras, esos viajes improvisados que parecen fugas... todo cruzó su
cerebro en confusa visión cinematográfica; y por primera vez, después de
haber consagrado toda su vida al bien, creyó sentir que hay en los
hogares honrados y en la virtud algo seco que ahoga.
Pasaban los minutos; la habitación, con sus cortinajes y su severo
mobiliario, naufragaba en la sombra; la lluvia repetía sobre el zinc de
la ventana su canción de ensueño. De pronto se abrió una puerta,
recortando en la alfombra del gabinete un rectángulo luminoso, y dos
niñas de ocho á diez años penetraron corriendo, dejando flotar sobre sus
hombros, llenos de gracia, sus cabellos rubios como el oro y limpios y
brillantes como el sol.
--¡Abuela, abuela!--gritaron alegremente:--¡la cena está en la mesa! ¡A
cenar!...
--Ya voy... ya voy--murmuró la anciana estremeciéndose.
Hablaba sin abrir los párpados.
--¿Tienes sueño, abuela?--preguntó una de las niñas.
Y la otra añadió imperativa:
--Corre, ven con nosotras; ¡anda!... ¡No te duermas, abuela!... Ven;
luego nos contarás un cuento.
La abuela Francisca se dejó llevar; en el comedor la esperaban, como
siempre, su yerno, su hija, don Alejandro; todos tranquilos, sentados
alrededor de la mesa bajo la luz inmóvil y blanca del quinqué. La
anciana ocupó su asiento. Don Alejandro preguntó:
--Tienes los ojos enrojecidos...
Y su hija agregó, llena de interés:
--¿Has llorado, mamá?... ¿Tienes pena? ¿Estás mala? Di, ¿qué te pasa?
Hubo varios momentos de expectación, durante los cuales las cucharas
quedaron suspendidas entre el plato y la boca. Pero la abuela Francisca
hizo un gesto negativo y empezó á comer, venciendo valerosamente el
apretado nudo que el dolor la echaba al cuello. Prefirió callar; ¿cómo
explicar su pena? ¿Quién hubiera podido comprender la tragedia que
estaba desencadenándose bajo la nieve de sus cabellos?...
Aquel incidente se olvidó; la sopa estaba muy buena, el vino llenaba las
copas, las niñas, de rodillas en sus asientos, reían. La abuela
Francisca pensaba, tragándose sus lágrimas:
--¡No haber sido mala!... ¡Ni una vez!...


ENTRE ELLAS

=Mariana: treinta y cuatro años; viuda.--Luisa: dieciocho años; soltera.
Aparecen sentadas en dos cómodos silloncitos enanos y con los pies sobre
los morillos de la chimenea encendida.=
MARIANA.--A todas las mujeres nos sucede lo mismo. Primero luchamos por
conquistar un novio, luego batallamos por enloquecerle y rendirle á
nuestro talante; las inquietudes que nos atormentaron durante el
noviazgo se recrudecen la semana anterior á la boda y después...
(=Pausa.=)
LUISA.--¿Después?
M.--¡Qué sé yo!... Diríase que la misma intensidad de las emociones
relaja la tonicidad de los nervios y apenas comprendemos lo que sucede.
L.--Pero, ¿es cierto que el matrimonio es la triaca del veneno del amor?
M.--¡Oh! ¡Quién sabe!... A veces parece que queremos al marido más que
al novio: otras diríase que el cariño muere á manos de la costumbre.
(=Pausa.=)
L.--Dime; ¿qué secretos, qué misterios, qué locuras hay en la intimidad
del matrimonio?
(=Mariana ríe burlona.=)
L.--(=Amostazándose.=) ¡Bah! ¿Te ríes de mi pregunta?
M.--Sí, me río... ¿Cómo no?
L.--Ninguna de mis amigas casadas quiso decírmelo.
M.--¡Naturalmente! La mujer, al contrario del hombre, es gran avara de
sensaciones; sin duda porque en los lances del amor desempeña un papel
pasivo, y esta pasividad implica caída, vencimiento, vergüenza...
L.--No comprendo.
M.--¿Cómo así?... Todo ello es bien claro. Daniel, por ejemplo, ¿no ha
intentado besarte la mano?
L.--Sí.
M.--Pues si él reclamó ese pequeño favor y tú se lo concediste, créeme;
la vencida fuiste tú. Conque imagina que muy pronto te unirás á él, esto
es, le pertenecerás completamente; no tendrás derecho á regatearle tus
caricias, ni á poner coto á sus exigencias; y el marido ya no querrá
besarte la punta de tus dedos enguantados, sino que te estrechará entre
sus brazos y dispondrá de ti á su antojo... y tú le dejarás hacer...
¿Quién será la vencida? No lo dudes. En el mundo sólo hay vencedores y
vencidos, y el Destino quiso que el último papel lo representásemos
nosotras.
(=Nueva pausa, durante la cual la joven se frota las manos
nerviosamente.=)
M.--¿En qué piensas?
L.--En todo eso... ¡Es extraño! Voy á casarme y no experimento regocijo
intenso.
M.--¿No quieres á Daniel?
L.--Sí, pero...
M.--¡Cómo! ¿Es posible que ese hombre ya tenga peros para ti?
L.--Te diré... si acierto á explicar mi pensamiento. Le encuentro
tímido, demasiado respetuoso, comedido en demasía...
M.--Ya... Te gustaría verle más animoso, hablándote con más calor,
propasándose, tal vez, á darte un abrazo sin pedirte consejo...
L.--¡Mariana!
M.--Fuera hipocresías... estamos solas.
L.--Pues bien, sí... El dice que me quiere mucho, que me adora, que está
loco por mí... No le creo; quien está loco, hace locuras... y él, cuando
estuvo á solas conmigo, no las hizo...
M.--(=Suspirando.=) Tampoco mi marido.
L.--¿Sí? Y tal vez pensabas entonces como yo pienso ahora.
M.--Lo mismo. (=Con tristeza.=)
L.--(=Con arrebato.=) No comprendo que un hombre pueda respetar tanto á la
mujer á quien ama... ¡No lo comprendo! En nuestras largas
conversaciones, Daniel dice que mis ojos le emborrachan, que mi cariño
es sol de su alma, que soy su ilusión única... Pero advierto que está
más pendiente de quienes nos ven que de mi persona; la canción de su
amor me la recita demasiado bien, con ampulosidades gongorinas que
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