Cuentos y diálogos - 3

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igualmente a Parsondes, si bien por diversos estilos. Unos decían que
había encontrado la flecha de Abaris y se había ido por el aire, montado
en ella; otros, que se había elevado al empíreo en el trono flotante de
Salomón o en un carro de fuego; otros, que el dragón Musaros, que en la
antigüedad más remota civilizó a los asirios, y que tenía cuerpo de pez,
cabeza de hombre y piernas de mujer, se le había llevado consigo a su
palacio submarino, en el fondo del golfo pérsico. En resolución, aunque
por distinta manera, todos convenían en que Parsondes, el virtuoso y el
sabio, estaba viviendo con los dioses. En las plazas públicas de Susa se
veneraba su imagen, coronada la cabeza de una mitra con quince cuernos,
en razón de las quince virtudes capitales que resplandecieron en él, y
vestido el cuerpo de un ropaje talar lleno de otros símbolos más
extraños aún en nuestros días, aunque entonces no lo fuesen.
Entre tanto, las malas costumbres, el lujo, la disipación, los galanteos
y las fiestas dispendiosas iban en aumento desde la muerte o
desaparición de Parsondes, el cual, mientras vivió entre nosotros, no
hizo más que condenar aquellos abusos.
El Rey de Babilonia, Nanar, tributario de mi augusto amo Arteo, Rey de
Media, había roto todo freno y corría desbocado por el camino de los
deleites. Nosotros acusábamos a Nanar, como Parsondes le había acusado
antes; pero nuestra voz, menos autorizada que la suya, no tocaba el
corazón de Arteo, ni le decidía a destronar a Nanar, y a poner otro Rey
más morigerado en Babilonia. Nanar era más descreído y libertino que
Sardanápalo, y en Babilonia no se adoraba ya a otro dios que al interés
y a Milita, o como si dijéramos, a Venus. En vano mis camaradas y yo
predicábamos contra la corrupción. El vulgo y la nobleza se nos reían en
las narices. Nosotros nos vengábamos con hablar de la santa vida de
Parsondes y con ponerla en contraposición de la vida que ellos llevaban.
Así iban las cosas, cuando una mañanita Arteo me hizo llamar muy
temprano a su presencia.
--Hay esperanzas, me dijo, de que Parsondes viva aún; pero, si ha
muerto, es menester vengarle y castigar a su matador, que no puede ser
otro que el rey Nanar.
--Tu sabiduría, señor, le contesté, es como la luz, que lo penetra y
descubre todo. Vences al cocodrilo en prudencia y al lince en
perspicacia; pero, ¿cómo has sabido que Parsondes puede vivir aún, y
que, si ha muerto, Nanar ha sido su asesino? ¿No han asegurado los magos
que Parsondes está en el cielo? ¿No han descubierto los astrólogos en la
bóveda azul una estrella, antes nunca vista, y no han reconocido en esa
estrella el alma de Parsondes?
--Así es la verdad, replicó el Rey, pero yo he llegado a averiguar, por
revelación de algunos caballeros babilonios descontentos de Nanar, que
éste, furioso de lo que Parsondes clamaba contra él, envió siete años ha
emisarios por todas partes para que ocultamente le prendiesen y llevasen
a su alcázar; y allí debe de estar Parsondes, o muerto, o padeciendo
tormentos horribles.
--¡Ah, señor! exclamé yo al punto, postrándome a los pies del Rey, justo
es vengar una maldad tan espantosa. Permite que yo sea el instrumento
de tu venganza, y que salve a mi querido maestro del cautiverio en que,
si no ha muerto, se halla.
El Rey me dijo que con ese fin me había llamado, y que al instante me
preparase a partir con el acompañamiento debido, y órdenes terminantes
suyas para que Nanar me respondiese con su vida de la del santo varón, o
le pusiese en libertad.
Aquel mismo día, que era uno de los más calurosos del estío, salí de
Susa en un magnífico carro tirado por cuatro caballos árabes. Un hábil
cochero iba dirigiéndole, y dos esclavos etíopes me acompañaban también
en el carro, haciendo aire el uno con un abanico de plumas de avestruz,
y sosteniendo el otro, sobre rico varal de marfil, prolijamente labrado,
el ancho parasol de seda. Cuatrocientos jinetes, todos con aljabas,
arcos y flechas, vestidos de malla y cubierta la cabeza con sendos
capacetes de bronce, nielado de refulgentes colores, me seguían y me
daban mayor autoridad y decoro. Seis batidores, montados en rayadas y
velocísimas cebras, iban delante de mí, a fin de anunciarme en las
diversas poblaciones. Las vituallas y refrescos que traíamos para suplir
las faltas del camino, venían sobre los lomos de veinte poderosos
elefantes.
Por no pecar de prolijo, no refiero aquí menudamente los sucesos de mi
viaje. Baste saber que el décimo día descubrimos a lo lejos los muros
ingentes de Babilonia, obra de Nabucodonosor y de Nitócris. Tenían
treinta varas de espesor, circundaban la ciudad, formando una zona de
veintidós leguas de bojeo, y se elevaban, por la parte más baja, ciento
veinte varas sobre la tierra; tanto como los campanarios de las
catedrales de ahora. Un copete de verdura coronaba los muros. Eran los
jardines pensiles. Sobre los muros y sobre los jardines descollaban
algunos edificios, como los palacios reales, el templo de Belo y la
famosa torre de Nemrod, que constaba de ocho pisos, de más de doscientas
varas de alto el primero. Desde la cima de esta torre, que parecía tocar
la bóveda celeste, presumían tratar los sabios antiguos con los dioses,
secretas inteligencias o genios que mueven los astros. Aunque tan
distantes aún, y de un modo confuso, creíamos ya percibir las colosales
figuras esculpidas y pintadas en las paredes exteriores de palacios y
templos; aquellos toros con cabeza de hombre y aquellos hombres con
cabeza de león; aquellos próceres y aquellos guerreros, ceñidos los
riñones de talabartes, de que se enamoraron Oala y Oliba. El sol
reflejaba desde Oriente sobre los gigantescos edificios y sobre las cien
puertas enormes de la ciudad, que eran de bronce dorado. El resplandor
que despedían deslumbraba los ojos. El Eufrates y el Tígris,
serpenteando y heridos también por los rayos del sol que rielaba en sus
ondas, se asemejaban a dos cintas de oro en fusión que formaban un lazo.
Los batidores se habían adelantado a anunciar mi llegada. De repente
vimos levantarse en la extensa y fértil llanura, entre las huertas,
jardines y verdes sotos, por donde estaba abierto el camino, una
nubecilla blanca que se iba agrandando. Luego vimos una mancha oscura
que se movía hacia nosotros. Poco después llegó a todo correr uno de mis
batidores a decirme que Nanar se acercaba a recibirme con numerosa
comitiva. En esto la mancha oscura se había agrandado en extremo, y
empezamos a oír distintamente el son de los instrumentos músicos, el
relinchar de los caballos y el resonar de las armas. Notamos, por
último, el resplandor del oro y de la plata, el lujo de las vestiduras y
la magnificencia de los que a recibirnos venían.
Hice entonces que el cochero aguijase los caballos, y pronto estuve
cerca del Rey Nanar, que venía en un soberbio palanquí de bambú, sándalo
y nácar, sostenido por doce gallardos mancebos. El Rey bajó del
palanquín y yo del carro, y nos saludamos y abrazamos con mutua
cordialidad.
La túnica del Rey era de tisú de oro, bordada de seda de mil colores. En
el bordado se representaban todas las flores del campo y todos los
pájaros del aire y todas las estrellas del éter. Llevaba el Rey una
tiara no menos estupenda, ajorcas y brazaletes, y por zarcillos dos
redondas perlas, del tamaño cada una de un huevo de perdiz.
Su cabellera le caía en bucles perfumados sobre la espalda, y la barba
formaba menudísimos rizos, artística y simétricamente ordenados. Su
vestido y su persona despedían delicada fragancia. A pesar de mi
severidad, no pude menos de admirarme de la finura del Rey Nanar, y
confesé, allá en mis adentros, que era la persona más _comm'il faut_ que
había yo tratado en mi vida.
El Rey me alojó en su alcázar, me dio fiestas espléndidas, y me distrajo
de tal suerte que casi me hizo olvidar el objeto de mi misión. Ya
teníamos un concierto, ya un baile, ya una cena por el estilo de la que
dio Baltasar muchos años después. Yo no me atrevía a preguntar al Rey
qué había hecho de Parsondes. Yo no comprendía que un señor tan
excelente, que agasajaba y regalaba a los huéspedes con aquella
elegancia y cortesanía, hubiese dado muerte o tuviese en duro cautiverio
a mi querido maestro.
Por último, una noche me armé de toda mi austeridad y resolución, y dije
a Nanar, en nombre del Rey mi amo, que en el momento mismo iba a decir
dónde estaba el virtuoso Parsondes, si no quería perder el reino y la
vida. Nanar, en vez de contestarme, hizo venir al punto a todas las
bayaderas y cantatrices que había en el alcázar: se entiende que fuera
del recinto, harén o como quiera llamarse, reservado a sus mujeres. Las
tales sacerdotisas de Milita pasaban de novecientas, y eran de lo más
bello y habilidoso que a duras penas pudiera encontrarse en toda el
Asia. Las muchachas llegaron bailando, cantando y tocando flautas,
crótalos y salterios, que era cosa de gusto el verlas y el oírlas. Yo me
quedé absorto. Nanar me dijo, y aquí fue mayor mi estupefacción:
--Ahí tienes al santo Parsondes en medio de esas mujeres. Parsondes,
ven acá y saluda a tu antiguo discípulo.
Salió entonces del centro de aquella turba femenina uno que, a no ser
por la barba, hubiera podido confundirse con las mujeres. Traía pintadas
las cejas de negro, de azul los párpados, a fin de que brillasen más los
ojos, y las mejillas cubiertas de colorete. Estaba todo perfumado, su
traje era casi tan rico como el del Rey, su andar afeminado y lánguido;
de sus orejas pendían zarcillos primorosos; de su garganta un collar de
perlas; ceñía su frente una guirnalda de flores. Era el mismo Parsondes,
que me echó los brazos al cuello.
--Yo soy, me dijo, muy otro del que antes era. Vuélvete, si quieres, a
Susa, pero no digas que vivo aún, para que no se escandalicen los magos,
y para que sigan teniendo un ejemplo reciente de santidad a que
recurrir. Nanar se vengó de mi ruda y desaliñada virtud haciéndome
prisionero y mandando que me enjabonasen y fregasen con un estropajo.
Después han seguido lavándome y perfumándome dos veces al día,
regalándome a pedir de boca, y obligándome a estar en compañía de todas
estas alegres señoritas, donde he acabado por olvidarme de Zoroastro y
de mis austeras predicaciones, y por convencerme de que en esta vida se
ha de procurar pasarlo lo mejor posible, sin ocuparse en la vida de los
otros. Cuidados agenos matan al asno, y nadie lo es más que quien se
mezcla en censurar los vicios de los otros, cuando sólo le ha faltado la
ocasión para caer en ellos, o cuando, si en ellos no ha caído, se lo
debe a su ignorancia, mal gusto y rustiqueza.
Las manos me puse en los oídos para no oír semejantes blasfemias en boca
de aquel sabio admirable. Desesperado y rabioso estaba yo de verle
convertido en _bon vivant_, con sus puntas y collar de bribón
desvergonzado; mas para evitar habladurías escandalosas, determiné
aconsejar al colegio de los magos que siguiese sosteniendo que Parsondes
había subido al empíreo, y que siguiese venerando su imagen, sin
descubrir nunca, antes negando rotundamente, que Parsondes vivía con las
bailarinas de Babilonia, en el alcázar de Nanar.
En esto desperté de mi sueño y me volví a encontrar en mi pobre casita
de esta corte.
--Creo, añadía nuestro amigo al terminar su cuento, que con menos
riqueza y a menos costa pueden los Nanares del día seducir a los
Parsondes que zahieren su inmoralidad y sus vicios, movidos, no de la
caridad, sino de la envidia. Los que no estén seguros de la propia
virtud y entereza de ánimo han de ser, pues, más indulgentes con los
Nanares. ¡Desdichado aquel que hace alarde de virtud sin tenerla
probadísima!
¡Dichoso aquel que la practica y calla!


EL BERMEJINO PREHISTÓRICO
O LAS SALAMANDRAS AZULES
I

Siempre he sido aficionado a las ciencias. Cuando mozo, tenía yo otras
mil aficiones; pero como ya soy viejo, la afición científica prevalece y
triunfa en mi alma. Por desgracia o por fortuna me sucede algo de muy
singular. Las ciencias me gustan en razón inversa delas verdades que van
demostrando con exactitud. Así es que apenas me interesan las ciencias
exactas, y las inexactas me enamoran. De aquí mi inclinación a la
filosofía.
No es la verdad lo que me seduce, sino el esfuerzo de discurso, de
sutileza y de imaginación que se emplea en descubrir la verdad, aunque
no se descubra. Una vez la verdad descubierta, bien demostrada y
patente, suele dejarme frío. Así, un mancebo galante, cuando va por la
calle en pos de una mujer, cuyo andar airoso y cuyo talle le
entusiasman, y luego se adelanta, la mira el rostro, y ve que es vieja,
o tuerta, o tiene hocico de mona.
El hombre además sería un mueble si conociera la verdad, aunque la
verdad fuese bonita. Se aquietarla en su posesión y goce y se volvería
tonto. Mejores, pues, que sepamos pocas cosas. Lo que importa es saber
lo bastante para que aparezca o se columbre el misterio, y nunca lo
bastante para que se explique o se aclare. De esta suerte se excita la
curiosidad, se aviva la fantasía y se inventan teorías, dogmas y otras
ingeniosidades, que nos entretienen y consuelan durante nuestra
existencia terrestre; de todo lo cual careceríamos, siendo mil veces más
infelices, si de puro rudos no se nos presentase el misterio, o si de
puro hábiles llegásemos a desentrañar su hondo y verdadero significado.
Entre estas ciencias inexactas, que tanto me deleitan, hay una, muy en
moda ahora, que es objeto de mi predilección. Hablo de la prehistoria.
Yo, sin saber si hago bien, divido en dos partes esta ciencia. Una, que
me atrevería a llamar prehistoria geológica, está fundada en el
descubrimiento de calaveras, canillas, flechas y lanzas, pucheretes y
otros cacharros, que suponen los sabios que son de una edad remotísima,
que llaman de piedra. Esta prehistoria me divierte menos, y tiene, a mi
ver muchísimos menos lances que oirá prehistoria que llamaremos
filológica, fundada en el estudio de los primitivos idiomas y en los
documentos que en ellos se conservan escritos. Esta es la prehistoria
que a mí me hace más gracia.
¡Qué variedad de opiniones! ¡Qué agudas conjeturas! ¡Con qué arte se
disponen y ordenan los hechos conocidos para que se adapten al sistema
que forja cada sabio! Ya toda la civilización nace de Egipto; ya de los
acadies en el centro del Asia; ya viene de la India; ya de un continente
que llaman Lemuria, hundido en el seno del mar, al Sur, entre África y
Asia; ya de otro continente, que hubo entre Europa y América, y que se
llamó la Atlántida.
Sobre el idioma primitivo, así como sobre la primitiva civilización, se
sigue disputando. Hasta se disputa sobre si fue uno o fueron varios los
idiomas: esto es, sobre si los hombres empezaron a dispersarse por el
mundo _alalos_, o digamos, sin habla aún, y en manadas, y luego fueron
inventando diversos idiomas en diversos puntos, o sobre si antes de la
dispersión hablaban ya todos una sola lengua.
Mi prurito de curiosear me induce a leer cuantos libros nuevos van
saliendo sobre esta materia, que no son pocos; y mientras más
desatinados son, miradas las cosas por el vulgo de los timoratos, más me
divierten los tales libros.
En estos últimos días los libros que he leído van en contra de los
arios, de los egipcios, de los semitas y de otras naciones y castas, que
antes pasaban por las civilizadoras en grado superior. Si los libros
antiguos han sostenido que la civilización, como la luz solar, se
difundió de Oriente hacia Occidente, estos nuevos libros afirman que se
difundió en sentido inverso, de Occidente hacia Oriente. Todo el saber
de los magos de Irán y de Caldea, de los brahmanes de las orillas del
Ganges, de los sacerdotes de Isis y Osiris, de los iniciados en
Samotracia y de los pueblos de Fenicia y Frigia, no vale un pito,
comparado al saber de ciertos galos primitivos, cuyo centro de luz
estuvo en un París prehistórico.
Los galos y sus bardos y druidas, poetas y sacerdotes, lo enseñaron
todo; pero su misma, ciencia era ya reflejo confuso y recuerdo no
completo de la ciencia que poseyeron, en el centro del país fértil y
hermoso que hoy se llama Francia, antes de la venida de los celtas,
otros hombres más primitivos y excelentes que llamaremos hiperbóreos o
protoscitas.
Pero ¿qué lengua hablaban estos protoscitas o hiperbóreos, cuyo centro y
foco civilizador fue un París de hace seis o siete mil años lo menos?
Hablaban la lengua euskara, vulgo vascuence. ¿De dónde habían venido?
Habían venido de la Atlántida, que se hundió. ¿Qué conocimientos tenían?
Tenían todos los conocimientos que hoy poseemos y muchos más que se han
ofuscado por medio de fábulas y de otras niñerías. Así, pues, los
arimaspes, que tenían un ojo solo y miraban al cielo, eran los
astrónomos de entonces, que ya conocían el telescopio; y la flecha en
que Abaris iba cabalgando de un extremo a otro de la tierra, era el
globo aerostático o un artificio para volar con dirección y brújula,
etc., etc., etc. Ya se entiende que la época de los arimaspes y la de
Abaris son de decadencia para la civilización hiperbórea.
Confieso que todo este sistema me encantó. No es mi propósito exponerle
aquí. Paso volando sobre él y voy a mi asunto.
Digo, no obstante, que me encantó por dos razones. Es la primera lo
mucho que Francia me agrada. ¿Cuanto más natural es que el germen de la
civilización europea haya nacido y florecido, desde antiguo, en aquel
feraz y riquísimo jardín, en aquel suelo privilegiado, que no en la
Mesopotamia o en las orillas del Nilo? Y es la segunda razón, la de que
tengo amigos guipuzcoanos, que habrán de alegrarse mucho, si se prueba
bien que su lengua y su casta fueron el instrumento de que se valió la
Providencia para acabar con la barbarie, iluminar el mundo y adoctrinar
a las demás naciones.
¡Cuánto se holgará de esto, si vive aún, como deseo, mi docto y querido
amigo D. Joaquín de Irizar y Moya, que ha escrito obras tan notables
sobre la lengua vascuence, echando la zancadilla a los Erros,
Larramendis y Astarloas! Algo aprovechará él de las flamantes
invenciones para dar más vigor a su sistema, arreglándole de suerte que
se ajuste y cuadre con la más perfecta ortodoxia católica.
Sea como sea, para mí es evidente que antes de que penetraran en España
los celtas, los fenicios, los griegos y otras gentes, hubo en España un
pueblo civilizado, que llamaremos los iberos. Este pueblo se extendía
por toda nuestra península, y aun tenía colonias en Cerdeña, en Italia y
en otras partes, como Guillermo Humbolt lo ha demostrado. Eran vascos y
hablaban la lengua euskara. La nación y estado más culto e ilustre
entre ellos fue la república de los turdetanos, quienes, según
testimonio de Estrabon, tuvieron letras y leyes y lindos poemas en
verso, que contaban seis mil años de antigüedad. Ahora bien, los
alfabetos celtibérico y turdetano, que ha reconstruido y publica don
Luis José Velázquez, son muy modernos en comparación de la fecha
anteriormente citada. Dichos alfabetos son un trasunto del fenicio o del
griego, y debe suponerse, por lo tanto, que antes de la venida a España
de griegos y de fenicios, los turdetanos tuvieron alfabeto propio, con
el cual escribieron sus poemas y demás obras.
A mi ver, el Sr. D. Manuel de Góngora y Martinez ha tenido la gloria de
descubrir este alfabeto. Véanse las inscripciones que Osiris en sus
_Antigüedades prehistóricas de Andalucía_, de la _Cueva de los letreros_
y de otras cuevas y escondites, algunos de los cuales se hallan cerca
del lugar de Villabermeja, lugar que yo he tratado de hacer famoso, así
como a su más conspicuo habitante el Sr. D. Juan Fresco.
A corta distancia de Villabermeja hay un sitio, que apellidan el
Laderon, donde cada día se descubren vestigios y reliquias de una
antiquísima y floreciente ciudad.
El erudito y sagaz anticuario D. Aureliano Fernandez Guerra prueba que
allí estuvo Favencia, en tiempo de los romanos, ciudad que desde época
muy anterior se llamaba Vesci.
Don Juan Fresco, excitada su curiosidad y estimulada su actividad
infatigable, desde que el Sr. Góngora, publicando en 1868 sus
_Antigüedades_, le puso sobre la pista, se ha dado a buscar letreros en
_Cuevas escritas_ y en otros monumentos que hay cerca de Vesci, y los ha
hallado y reunido en mucha copia.
Emulo de Champollion Figeac, Anquetil Duperron, Burnouf, Grotefend,
Oppert y Lassen, mi referido amigo D. Juan Fresco cree haber descifrado
estos garrapatos ibéricos primitivos, como aquellos otros sabios, los
hieroglíficos, la escritura cuneiforme y demás reconditeces.
Yo no intento abogar aquí por el descubrimiento de mi tocayo y paisano y
demostrar que es evidente. Esto ya lo hará él en su día. Yo voy a
limitarme a referir una historia que Don Juan Fresco dice haber leído en
ciertas inscripciones semejantes a las de la _Cueva de los letreros_.
Entendidas las letras, parece que lo demás es llano, pues el idioma
ibero primitivo es casi el vascuence de ahora.
Me pesa de no dar aquí la traducción exacta del texto original. Don
Juan Fresco no ha querido comunicármela. Haré, pues, la narración con
las pausas, explicaciones y comentarios intercalados que él la ha hecho.
De otro modo no se comprendería.
La historia es relativamente moderna; pues, según mi amigo, todavía han
de descubrirse leyendas e historias en lengua proto-ibérica, más
antiguas y venerables que el poema egipcio de Pentaur sobre una hazaña
de Sesóstris o Ransés II, y que los poemas hallados por nuestro conocido
el diplomático Sr. Layard en la biblioteca de Asurbanipal en Nínive:
poemas ya arcaicos ocho siglos antes de Cristo, y traducidos los más de
la lengua sagrada de los acadies, entonces tan muerta como el latín
ahora entre nosotros.
Y esto no debe maravillarnos, porque según Roisel, en _Los Atlantes_,
toda cultura viene de éstos, antes de que la hubiera en Caldea, en
Asiria, en Egipto o en punto alguno de Oriente.
Es una lástima que no tengamos aún documentos del siglo de oro o de los
siglos de oro de la literatura atlántica parisina, de hará unos ocho mil
años, ni de la emanación bética de aquella cultura, implantada a orillas
del Guadalquivir por los turdetanos.
El documento hallado, descifrado, explicado y comentado por Don Juan
Fresco es de época relativamente fresca: como si dijéramos de ayer de
mañana. Ya la cultura ibérica indígena había decaído, y España se veía
llena de colonias fenicias y aun griegas. Los de Zazinto habían ya
fundado a Sagunto, y hacía más de un siglo que habían fundado los tirios
a Málaga, Abdera, Hispalis y Gades. Era por los años de 1000, antes de
nuestra era vulgar, sobre poco más o menos.


II

Vesci era una ciudad importante de la confederación de los túrdulos. En
el tiempo a que nos referimos, los vescianos tenían ya la misma calidad
que a sus descendientes del día les ha valido el dictado de bermejinos:
casi todos eran rubios como unas candelas. Descollaba entre todos, así
por lo rubio como por lo buen mozo y gallardo, el elegante y noble
mancebo Mutileder. Disparaba la honda con habilidad extraordinaria y
mataba a pedradas los aviones que pasaban volando; montaba bien a
caballo; guiaba como pocos un carro de guerra; sabía de memoria los
mejores versos turdetanos y los componía también muy regulares; con un
garrote en la poderosa diestra era un hombre tremendo; con las mujeres
era más dulce que una arropía y más sin hiel que una paloma; corría
como un gamo; luchaba a brazo partido como los osos, y poseía otra
multitud de prendas que le hacían recomendable. Casi se puede asegurar
que su único defecto era el de ser pobre.
Mutileder, huérfano de padre y madre, no tenía predios urbanos ni
rústicos, vivía como de caridad en casa de unos tíos suyos, y en Vesci
no sabía en qué emplearse para ganarse la vida. Era un señor, como
vulgarmente se dice, sin oficio ni beneficio.
Frisaba ya en los veinticuatro años, y harto de aquella vida, y ansiando
ver mundo, pidió la bendición a sus tíos, quienes se la dieron
acompañada de algún dinero, y tomando además armas y caballo, salió de
Vesci a buscar aventuras y modo de mejorar de condición.
Como Mutileder tenía tan hermosa presencia, y era además simpático y
alegre, por todas partes iba agradando mucho. Los sugetos de suposición
y campanillas le convidaban a bailes y fiestas, y las damas más
graciosas y encopetadas le ponían ojos amorosos; pero él era bueno,
pudibundo e inocentón, y nada útil sacaba de todo esto. El dinero que le
dieron sus tíos se iba consumiendo, y no acudía nuevo dinero a
reemplazarle.
Así, deteniéndose en diferentes poblaciones, como, por ejemplo, en
Igábron; pasando luego el Síngilis, hoy Genil; entrando en la tierra de
los turdetanos, y parando también en Ventipo, llegó a un lugar de los
bástulos que se llamaba entonces Aratispi, y que yo sospecho que ha de
ser la Alora de nuestros tiempos, tan famosa por sus _juegos llanos_.
Allí tenía Mutileder una prima, que era un sol de belleza, con diez y
ocho años de edad, y más rubia que él, si cabe. Esta prima se llamaba
Echeloría. Su padre, viudo y muy rico, la idolatraba.
Mutileder y Echeloría eran de casta ibera purísima, sin mezcla alguna de
celtas ni de fenicios. Sus familias, o mejor diré su familia, pues era
una misma la de ambos, se jactaba, no sin fundamento, de descender de
los primitivos atlantes, que habían emigrado muchos siglos hacía, cuando
se hundió en el mar la Atlántida, y que, yendo unos por mar siempre,
habían llevado a Egipto la cultura, mucho antes de la civilizadora
expedición de Osiris, mientras que otros, conocidos después con el
nombre de hiperbóreos, desembarcando en Francia, habían difundido la luz
y fundado florecientes Estados, caminando hacia Oriente hasta más allá
de las montañas Rifeas, e influyendo, por último, en el despertar a la
vida política y culta de los arios y de los semitas.
En suma, Echeloría y Mutileder eran dos personas ilustres y dignas de
serlo por su mérito.
Apenas se vieron, se amaron... ¿Qué digo se amaron? Se enamoraron
perdidamente el uno de la otra y el otro de la una.
El padre de Echeloría, que no tenía nada de lerdo, notó en seguida el
amor de la muchacha y procuró acabar con él, porque el primito no poseía
otro patrimonio que su apasionado corazón; pero Echeloría estaba
prendada de veras, y el padre, que en el fondo era un bendito, se avino
y se resignó al cabo a que Mutileder aspirase a ser su yerno.
Ambos amantes se juraron eterna fidelidad. «Antes morir que ser de
otro», dijo ella. «Antes morir que ser de otra», respondió él. Y esta
promesa se hizo repetidas veces y se solemnizó y corroboró con los
juramentos más terribles.
Después de esto, ¿qué remedio había sino casar cuanto antes a los primos
novios? Así lo resolvió el padre, y se empezaron a hacer los
preparativos para la boda, que debía verificarse en el próximo otoño.
Era ya el fin de la primavera, y en aquellas edades antiquísimas
sucedía lo propio que ahora que a la primavera seguía el verano.
Aratispi era lugar más bonito que lo es Alora al presente. En torno
había, como hay aún, fértiles huertas y frondosos y siempre verdes
bosques de naranjos y limoneros; pero los cerros que limitaban aquel
valle amenísimo, en vez de estar pelados, como ahora, estaban cubiertos
de encinas, alcornoques, algarrobos, castaños y otros árboles, entre
cuyos troncos y a cuya sombra crecían brezos, helechos, tomillo,
mejorana, mastranzo y otras plantas y hierbas olorosas.
Era tal entonces la generosidad de aquel suelo, que las palmas enanas,
que hoy suelen cubrirle y que apenas sirven para más que para hacer
escobas y esportillas, se alzaban a grande altura, mientras que las
crestas más empinadas de los montes, calvas ahora, se veían cubiertas de
una verde diadema de abetos, de pinos y de cipreses.
A pesar de todo, fuerza es confesar que en verano hacía entonces en
Aratispi un calor de todos los demonios.
Echeloría quiso, con razón, tomar algunos baños de mar, y su padre la
llevó a un puerto muy bonito, cerca de Málaga, que D. Juan Fresco y yo
calculamos que debió de ser Churriana.
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