Cuentos y diálogos - 1

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JUAN VALERA
CUENTOS Y DIÁLOGOS

SEVILLA: 1882
FRANCISCO ALVAREZ Y C.ª, EDITORES Tetuán 24.

AL EXCMO. SR.
D. ENRIQUE R. DE SAAVEDRA,
DUQUE DE RIVAS.

Mi querido amigo: Bien hubiera querido yo escribir algo nuevo
expresamente para dedicárselo a V., pero mi pobre ingenio está marchito
y seco desde hace dos o tres años, y empiezo a perder toda esperanza de
que reverdezca y vuelva a florecer algún día.
En tan desengañada situación y urgiéndome pagar la deuda de la lindísima
_fantasía_ que tuvo V. la bondad de dedicarme, me decido a dedicar a V.
esta colección de CUENTOS Y DIÁLOGOS, que, si bien publicados antes
aisladamente, salen hoy por vez primera reunidos en un tomo.
Ahí van _Parsondes_, que V. tanto celebra; _El pájaro verde_, cuento
vulgar que me contó con singular talento su señora madre de usted y que
yo no he hecho sino poner por escrito, procurando competir con Perrault,
Andersen y Musaus; _El bermejino prehistórico_, que yo encuentro
gracioso en fuerza de ser disparatado; y los diálogos de _Asclepigenia y
Gopa_, el primero de los cuales sigo creyendo que es lo más elegante y
discreto, o si se quiere lo menos tonto, que he escrito en mi vida.
Acoja V. con benignidad estas obrillas ligeras, sobre las cuales nada
más se me ocurre que decir, pues las escribí sin intención de enseñar y
sólo con el fin de pasar el tiempo y de ver si lograba divertirme yo y
divertir también a quien me leyese.
Lo primero lo he conseguido. ¿Por qué no confesarlo? Como me quiero
bien, me río a mí mismo las gracias. Así es que CUENTOS Y DIÁLOGOS me
han encantado al escribirlos y aun al leerlos y releerlos después de
escritos. Ya esto es bastante triunfo, aunque el encanto de la
diversión no pase de mí ni se transmita a otros. Harto lo sentiré, pero
me consolaré imaginando, porque el amor propio es muy sutil inventor,
que si no me ríen las gracias los demás es porque las tales gracias
están disimuladas y escondidas en el texto, y así no las ve quien no le
penetra y ahonda. Yo procuraré, en otra ocasión, poner las gracias, si
las tengo, algo más superficiales. Entretanto, conténtese V. o mejor
dicho no se disguste con esto que le dedico, pues bien sé yo que, si
vale algo y si tiene chiste, V. habrá de hallarle, sin que tenga yo
necesidad de indicar dónde está lo chistoso para que V. lo ría.
Créame V. siempre su buen amigo
_J. Valera_.
Lisboa 20 de Febrero de 1882.


ÍNDICE

El pájaro verde
Parsondes
El bermejino prehistórico o las salamandras azules
Asclepigenia
Gopa
Santa


EL PÁJARO VERDE.


I.

Hubo, en época muy remota de esta en que vivimos, un poderoso Rey, amado
con extremo de sus vasallos, y poseedor de un fertilísimo, dilatado y
populoso reino, allá en las regiones de Oriente. Tenía este Rey inmensos
tesoros y daba fiestas espléndidas. Asistían en su corte las más
gentiles damas y los más discretos y valientes caballeros que entonces
había en el mundo. Su ejército era numeroso y aguerrido. Sus naves
recorrían como en triunfo el Océano. Los parques y jardines, donde solía
cazar y holgarse, eran maravillosos por su grandeza y frondosidad, y por
la copia de alimañas y de aves que en ellos se alimentaban y vivían.
Pero ¿qué diremos de sus palacios y de lo que en sus palacios se
encerraba, cuya magnificencia excede a toda ponderación? Allí muebles
riquísimos, tronos de oro y de plata, y vajillas de porcelana, que era
entonces menos común que ahora; allí enanos, jigantes, bufones y otros
monstruos para solaz y entretenimiento de S. M.; allí cocineros y
reposteros profundos y eminentes, que cuidaban de su alimento corporal,
y allí no menos profundos y eminentes filósofos, poetas y
jurisconsultos, que cuidaban de dar pasto a su espíritu, que concurrían
a su consejo privado, que decidían las cuestiones más arduas de derecho,
que aguzaban y ejercitaban el ingenio con charadas y logogrifos, y que
cantaban las glorias de la dinastía en colosales epopeyas.
Los vasallos de este Rey le llamaban con razón _el Venturoso_. Todo iba
de bien en mejor durante su reinado. Su vida había sido un tejido de
felicidades, cuya brillantez empañaba solamente con negra sombra de
dolor la temprana muerte de la señora Reina, persona muy cabal y hermosa
a quien S. M. había querido con todo su corazón. Imagínate, lector, lo
que la lloraría, y más habiendo sido él, por el mismo acendrado cariño
que le tenía, causa inocente de su muerte.
Cuentan las historias de aquel país que ya llevaba el Rey siete años de
matrimonio sin lograr sucesión, aunque vehementemente la deseaba, cuando
ocurrieron unas guerras en país vecino. El Rey partió con sus tropas;
pero antes se despidió de la señora Reina con mucho afecto. Esta,
dándole un abrazo, le dijo al oído:--No se lo digas a nadie para que no
se rían si mis esperanzas no se logran, pero me parece que estoy en
cinta.
La alegría del Rey con esta nueva no tuvo límites, y como todo le sale
bien al que está alegre, él triunfó de sus enemigos en la guerra, mató
por su propia mano a tres o cuatro reyes que le habían hecho no sabemos
qué mala pasada, asoló ciudades, hizo cautivos, y volvió cargado de
botín y de gloria a la hermosa capital de su monarquía.
Habían pasado en esto algunos meses; así es que al atravesar el Rey con
gran pompa la ciudad, entre las aclamaciones y el aplauso de la multitud
y el repiqueteo de las campanas, la Reina estaba pariendo, y parió con
felicidad y facilidad, a pesar del ruido y agitación y aunque era
primeriza.
¡Qué gusto tan pasmoso no tendría S. M. cuando, al entrar en la real
cámara, el comadrón mayor del reino le presentó a una hermosa princesa
que acababa de nacer! El Rey dio un beso a su hija y se dirigió lleno de
júbilo, de amor y de satisfacción, al cuarto de la señora Reina, que
estaba en la cama tan colorada, tan fresca y tan bonita como una rosa de
Mayo.
--¡Esposa mía!--exclamó el Rey, y la estrechó entre sus brazos. Pero el
Rey era tan robusto y era tan viva la efusión de su ternura, que sin más
ni menos ahogó sin querer a la Reina. Entonces fueron los gritos, la
desesperación y el llamarse a sí propio animal, con otras elocuentes
muestras de doloroso sentimiento. Mas no por esto resucitó la Reina, la
cual, aunque muerta, estaba divina. Una sonrisa de inefable deleite se
diría que aún vagaba sobre sus labios. Por ellos, sin duda, había volado
el alma envuelta en un suspiro de amor, y orgullosa de haber sabido
inspirar cariño bastante para producir aquel abrazo. ¡Qué mujer
verdaderamente enamorada no envidiará la suerte de esta Reina!
El Rey probó el mucho cariño que le tenía, no sólo en vida de ella, sino
después de su muerte. Hizo voto de viudez y de castidad perpetuas, y
supo cumplirle. Mandó componer a los poetas una corona fúnebre, que aun
dicen que se tiene en aquel reino como la más preciosa joya de la
literatura nacional. La corte estuvo tres años de luto. Del mausoleo que
se levantó a la Reina sólo fue posteriormente el de Caria un mezquino
remedo.
Pero como, según dice el refrán, no hay mal que dure cien años, el Rey,
al cabo de un par de ellos, sacudió la melancolía, y se creyó tan
venturoso o más venturoso que antes. La Reina se le aparecía en sueños,
y le decía que estaba gozando de Dios, y la Princesita crecía y se
desarrollaba que era un contento.
Al cumplir la Princesita los quince años, era, por su hermosura,
entendimiento y buen trato, la admiración de cuantos la miraban y el
asombro de cuantos la oían. El Rey la hizo jurar heredera del trono, y
trató luego de casarla.
Más de quinientos correos de gabinete, caballeros en sendas cebras de
posta, salieron a la vez de la capital del reino con despachos para
otras tantas cortes, invitando a todos los príncipes a que viniesen a
pretender la mano de la Princesa, la cual había de escoger entre ellos
al que más le gustase.
La fama de su portentosa hermosura había recorrido ya el mundo todo; de
suerte que, apenas fueron llegando los correos a las diferentes cortes,
no había príncipe, por ruin y para poco que fuese, que no se decidiera a
ir a la capital del _Rey Venturoso_, a competir en justos, torneos y
ejercicios de ingenio por la mano de la Princesa. Cada cual pedía al Rey
su padre armas, caballos, su bendición y algún dinero, con lo cual al
frente de una brillante comitiva, se ponía en camino.
Era de ver cómo iban llegando a la corte de la Princesita todos estos
altos señores. Eran de ver los saraos que había entonces en los palacios
reales. Eran de admirar, por último, los enigmas que los príncipes se
proponían para mostrar la respectiva agudeza; los versos que escribían;
las serenatas que daban; los combates del arco, del pugilato y de la
lucha, y las carreras de carros y de caballos, en que procuraba cada
cual salir vencedor de los otros y ganarse el amor de la pretendida
novia.
Pero ésta, que a pesar de su modestia y discreción, estaba dotada, sin
poderlo remediar, de una índole arisca, descontentadiza y desamorada,
abrumaba a los príncipes con su desdén, y de ninguno de ellos se le
importaba un ardite. Sus discreciones le parecían frialdades, simplezas
sus enigmas, arrogancia sus rendimientos y vanidad o codicia de sus
riquezas el amor que le mostraban. Apenas se dignaba mirar sus
ejercicios caballerescos, ni oír sus serenatas, ni sonreír agradecida a
sus versos de amor. Los magníficos regalos, que cada cual le había
traído de su tierra, estaban arrinconados en un zaquizamí del regio
alcázar.
La indiferencia de la Princesa era glacial para todos los pretendientes.
Sólo uno, el hijo del Kan de Tartaria, había logrado salvarse de su
indiferencia para incurrir en su odio. Este Príncipe adolecía de una
fealdad sublime. Sus ojos eran oblicuos, las mejillas y la barba
salientes, crespo y enmarañado el pelo, rechoncho y pequeño el cuerpo,
aunque de titánica pujanza, y el genio intranquilo, mofador y orgulloso.
Ni las personas más inofensivas estaban libres de sus burlas, siendo
principal blanco de ellas el Ministro de Negocios extranjeros del _Rey
Venturoso_, cuya gravedad, entono y cortas luces, así como lo
detestablemente que hablaba el _sanscrito_, lengua diplomática de
entonces, se prestaban algo al escarnio y a los chistes.
Así andaban las cosas, y las fiestas de la corte eran más brillantes
cada día. Los Príncipes, sin embargo, se desesperaban de no ser
queridos; el _Rey Venturoso_ rabiaba al ver que su hija no acababa de
decidirse; y ésta continuaba erre que erre en no hacer caso de ninguno,
salvo del Príncipe tártaro, de quien sus pullas y declarado
aborrecimiento vengaban con usura al famoso ministro de su padre.

II

Aconteció, pues, que la Princesa, en una hermosa mañana de primavera,
estaba en su tocador. La doncella favorita peinaba sus dorados, largos y
suavísimos cabellos. Las puertas de un balcón, que daba al jardín,
estaban abiertas para dejar entrar el vientecillo fresco y con él el
aroma de las flores.
Parecía la Princesa melancólica y pensativa y no dirigía ni una palabra
a su sierva.
Ésta tenía ya entre sus manos el cordón con que se disponía a enlazar la
áurea crencha de su ama, cuando a deshora entró por el balcón un
preciosísimo pájaro, cuyas plumas parecían de esmeralda, y cuya gracia
en el vuelo dejó absortas a la señora y a su sirvienta. El pájaro,
lanzándose rápidamente sobre esta última, le arrebató de las manos el
cordón, y volvió a salir volando de aquella estancia.
Todo fue tan instantáneo que la Princesa apenas tuvo tiempo de ver al
pájaro, pero su atrevimiento y su hermosura le causaron la más extraña
impresión.
Pocos días después, la Princesa, para distraer sus melancolías, tejía
una danza con sus doncellas, en presencia de los Príncipes. Estaban
todos en los jardines y la miraban embelesados. De pronto sintió la
Princesa que se le desataba una liga, y suspendiendo el baile, se
dirigió con disimulo a un bosquecillo cercano para atársela de nuevo.
Descubierta tenía ya S. A. la bien torneada pierna, había estirado ya la
blanca media de seda, y se preparaba a sujetarla con la liga que tenía
en la mano, cuando oyó un ruido de alas, y vio venir hacia ella el
pájaro verde, que le arrebató la liga en el ebúrneo pico y desapareció
al punto. La Princesa dio un grito y cayó desmayada.
Acudieron los pretendientes y su padre. Ella volvió en sí, y lo primero
que dijo fue:--«¡Que me busquen al pájaro verde... que me le traigan
vivo... que no le maten... yo quiero poseer vivo al pájaro verde!»
Mas en balde le buscaron los Príncipes. En balde, a pesar de lo
mandado por la Princesa de que no se pensase en matar al pájaro verde,
se soltaron contra él neblíes, sacres, gerifaltes y hasta águilas
caudales, domesticadas y adiestradas en la cetrería. El pájaro verde no
pareció ni vivo ni muerto.
El deseo no cumplido de poseerle atormentaba a la Princesa y acrecentaba
su mal humor. Aquella noche no pudo dormir. Lo mejor que pensaba de los
Príncipes era que no valían para nada.
Apenas vino el día, se alzó del lecho, y en ligeras ropas de levantar,
sin corsé ni miriñaque, más hermosa e interesante en aquel _deshabillé_,
pálida y ojerosa, se dirigió con su doncella, favorita a lo más frondoso
del bosque que estaba a la espalda de palacio, y donde se alzaba el
sepulcro de su madre. Allí se puso a llorar y a lamentar su suerte.--¿De
qué me sirven, decía, todas mis riquezas, si las desprecio; todos los
Príncipes del mundo, si no los amo; de qué mi reino, si no te tengo a
ti, madre mía; y de qué todos mis primores y joyas, si no poseo el
hermoso pájaro verde?
Con esto, y como para consolarse algo, desenlazó el cordón de su vestido
y sacó del pecho un rico guardapelo, donde guardaba un rizo de su madre,
que se puso a besar. Mas apenas empezó a besarle, cuando acudió más
rápido que nunca el pájaro verde, tocó con su ebúrneo pico los labios de
la Princesa, y arrebató el guardapelo, que durante tantos años había
reposado contra su corazón, y en tan oculto y deseado lugar había
permanecido. El robador desapareció en seguida, remontando el vuelo y
perdiéndose en las nubes.
Esta vez no se desmayó la Princesa; antes bien se paró muy colorada y
dijo a la doncella:--Mírame, mírame los labios; ese pájaro insolente me
los ha herido, porque me arden.
La doncella los miró y no notó picadura ninguna; pero indudablemente el
pájaro había puesto en ellos algo de ponzoña, porque el traidor no
volvió a aparecer en adelante, y la Princesa fue desmejorándose por
grados, hasta caer enferma de mucho peligro. Una fiebre singular la
consumía, y casino hablaba sino para decir:--Que no le maten... que me
le traigan vivo... yo quiero poseerle.
Los médicos estaban de acuerdo en que la única medicina para curar a la
Princesa, era traerle vivo el pájaro verde. Mas ¿dónde hallarle? Inútil
fue que le buscasen los más hábiles cazadores. Inútil que se ofreciesen
sumas enormes a quien le trajera.
El _Rey Venturoso_ reunió un gran congreso de sabios a fin de que
averiguasen, so pena de incurrir en su justa indignación, quién era y
dónde vivía el pájaro verde, cuyo recuerdo atormentaba a su hija.
Cuarenta días y cuarenta noches estuvieron lo sabios reunidos, sin cesar
de meditar y disertar sino para dormir un poco y alimentarse.
Pronunciaron muy doctos y elocuentes discursos, pero nada
averiguaron.--Señor, dijeron al cabo todos ellos al Rey, postrándose
humildemente a sus pies e hiriendo el polvo con las respetables frentes,
somos unos mentecatos; haz que nos ahorquen; nuestra ciencia es una
mentira: ignoramos quién sea el pájaro verde, y sólo nos atrevemos a
sospechar si será acaso el ave fénix del Arabia.
--Levantaos, contestó el Rey con notable magnanimidad, yo os perdono y
os agradezco la indicación sobre el ave fénix. Sin tardanza saldrán
siete de vosotros con ricos presentes para la reina de Sabá, y con todos
los recursos de que yo puedo disponer para cazar pájaros vivos. El fénix
debe de tener su nido en el país sabeo, y de allí habéis de traérmele,
si no queréis que mi cólera regia os castigue aunque tratéis de evitarla
escondiéndoos en las entrañas de la tierra.
En efecto, salieron para el Arabia siete sabios de los más versados en
lingüística, y entre ellos el Ministro de Negocios extranjeros, sobre lo
cual tuvo mucho que reír el Príncipe tártaro.
Este príncipe envió también cartas a su padre, que era el más famoso
encantador de aquella edad, consultándole sobre el caso del pájaro
verde.
La Princesa, en el ínterin, seguía muy mal de salud y lloraba tan
abundantes lágrimas, que diariamente empapaba en ellas más de cincuenta
pañuelos. Las lavanderas de palacio estaban con esto muy afanadas, y
como entonces ni la persona más poderosa tenía tanta ropa blanca como
ahora se usa, no hacían más que ir a lavar al río.

III

Una de estas lavanderas, que era, valiéndonos de cierta expresión a la
moda, una pollita muy simpática, volvía un día, al anochecer, de lavar
en el río los lacrimosos pañuelos de la Princesa.
En medio del camino, y muy distante aún de las puertas de la ciudad, se
sintió algo cansada y se sentó al pié de un árbol. Sacó del bolsillo una
naranja; y ya iba a mondarla para comérsela, cuando se le escapó de las
manos y empezó a rodar por aquella cuesta abajo con singular ligereza.
La muchachuela corrió en pos de su naranja; pero mientras más corría,
más la naranja se adelantaba, sin que jamás se parase y sin que ella
llegase a alcanzarla en la carrera, si bien no la perdía de vista.
Cansada de correr, y sospechando, aunque poco experimentada en las
cosas del mundo, que aquella naranja tan corredora no era del todo
natural, la pobre se detenía a veces y pensaba en desistir de su empeño;
pero la naranja al punto se detenía también, como si ya hubiese cesado
en su movimiento y convidase a su dueño a que de nuevo la cogiese.
Llegaba ella a tocarla con la mano, y la naranja se le deslizaba otra
vez y continuaba su camino.
Embelesada estaba la lavanderilla en tan inaudita persecución, cuando
notó al fin que se hallaba en un bosque intrincado, y que la noche se le
venía encima, oscura como boca de lobo. Entonces tuvo miedo, y rompió en
desconsoladísimo llanto. La oscuridad creció rápidamente, y ya no le
permitió ni ver la naranja, ni orientarse, ni dar con el camino para
volverse atrás.
Iba pues, vagando a la ventura, afligidísima y muerta de hambre y
cansancio, cuando columbró no muy lejos unas brillantes lucecitas.
Imaginó ser las de la ciudad; dio gracias a Dios, y enderezó sus pasos
hacia aquellas luces. Pero cuán grande no sería su sorpresa al
encontrarse, a poco trecho y sin salir del intrincado bosque, a las
puertas de un suntuosísimo palacio, que parecía un ascua de oro por lo
que brillaba, y en cuya comparación pasaría por una pobre choza el
espléndido alcázar del _Rey Venturoso_.
No había guardia, ni portero, ni criados que impidiesen la entrada, y la
chica, que no era corta, y que además sentía el estímulo de la
curiosidad y el deseo de albergarse y de comer algo, traspasó los
umbrales, subió por una ancha y lujosa escalera de bruñido jaspe, y
empezó a discurrir por los más ricos y elegantes salones que imaginarse
pueden, aunque siempre sin ver a nadie. Los salones estaban, sin
embargo, profusamente iluminados por mil lámparas de oro, cuyo perfumado
aceite difundía suavísima fragancia. Los primorosos objetos, que en los
salones había, eran para espantar por su riqueza y exquisito gusto, no
ya a la lavanderilla, que poco de esto había disfrutado, sino a la
mismísima reina Victoria, que hubiera confesado la relativa inferioridad
de la industria inglesa, y hubiera dado patentes y medallas a los
inventores y fabricantes de todos aquellos artículos.
La lavandera los admiró a su sabor, y admirándolos se fue poco a poco
hacia un sitio de donde salía un rico olorcillo de viandas muy suculento
y delicioso. De esta suerte llegó a la cocina; pero ni jefe, ni
sota-cocineros, ni pinches, ni fregatrices había en ella; todo estaba
desierto, como el resto del palacio. Ardían, no obstante, el fogón, el
horno y las hornillas, y en ellos estaban al fuego infinito número de
peroles, cacerolas y otras vasijas. Levantó nuestra aventurera la
cubierta de una cacerola y vio en ella unas anguilas; levantó otra y vio
una cabeza de jabalí desosada y rellena de pechugas de faisanes y de
trufas; en resolución, vio los manjares más exquisitos que se presentan
en las mesas de los reyes, emperadores y papas: y hasta vio algunos
platos, al lado de los cuales los imperiales, papales y regios, serían
tan groseros, como al lado de estos un potaje de judías o un gazpacho.
Animada la chica con lo que veía y olía, se armó de un cuchillo y de un
trinchante, y se lanzó con resolución sobre la cabeza de jabalí. Mas
apenas hubo llegado a ella, recibió en sus manos un golpe, dado al
parecer por otra poderosa e invisible, y oyó una voz que le decía, tan
de cerca que sintió la agitación del aire y el aliento caliente y vivo
de las palabras:
--¡Tate... que es para mi señor el Príncipe!
Se dirigió entonces a unas truchas salmonadas, creyéndolas manjar menos
principesco y que le dejarían comer; pero la mano invisible vino de
nuevo a castigar su atrevimiento, y la voz misteriosa a repetirle:
--¡Tate... que es para mi señor el Príncipe!
Tentó, por último, mejor fortuna en tercero, cuarto y quinto plato, pero
siempre le aconteció lo propio; así tuvo con harta pena que resignarse a
ayunar, y se salió despechada de la cocina.
Volvió luego a recorrer los salones, donde reinaba siempre la misma
misteriosa soledad y donde el más profundo silencio parecía tener su
morada, y llegó a una alcoba lindísima, en la cual sólo dos o tres
luces, encerradas y amortecidas en vasos de alabastro, derramaban una
claridad indecisa y voluptuosa, que estaba convidando al reposo y al
sueño. Había en esta alcoba una cama tan cómoda y mullida, que nuestra
lavandera, que estaba cansadísima, no pudo resistir a la tentación de
tenderse en ella y descansar. Iba a poner en ejecución su propósito, y
ya se había sentado y se disponía a tenderse, cuando en la parte misma
de su cuerpo con que acababa de tocar la cama, sintió una dolorosa
picadura, como si con un alfiler de a ochavo la punzasen, y oyó de nuevo
una voz que decía:
--¡Tate... que es para mi señor el Príncipe!
No hay que decir que la lavanderilla se asustó y afligió con esto,
resignándose a no dormir, como a no comer se había ya resignado; y para
distraer el hambre y el sueño se puso a registrar cuantos objetos había
en la alcoba, llevando su curiosidad hasta levantar las colgaduras y los
tapices.
Detrás de uno de éstos descubrió nuestra heroína una primorosa
puertecilla secreta de sándalo, con embutidos de nácar. La empujó
suavemente, y cediendo la puerta, se encontró en una escalera de
caracol, de mármol blanco. Por ella bajó sin detenerse a uno como
invernáculo, donde crecían las plantas y las flores más aromáticas y
extrañas, y en cuyo centro había una taza inmensa, hecha, al parecer, de
un solo, limpio y diáfano topacio. Se levantaba del medio de la taza un
surtidor tan gigantesco como el que hay ahora en la Puerta del Sol, pero
con la diferencia de que el agua del de la Puerta del Sol es natural y
ordinaria, y la de éste era agua de olor, y tenía, además, en sí misma
todos las colores del iris y luz propia, lo cual, como ya calculará el
lector, le daba un aspecto sumamente agradable.--Hasta el murmullo que
hacía esta agua al caer tenía algo de más musical y acordado que el que
producen otras, y se diría que aquel surtidor cantaba alguna de las más
enamoradas canciones de Mozart o de Bellini.
Absorta estaba la lavandera mirando aquellas bellezas y gozando de
aquella armonía, cuando oyó un grande estrépito y vio abrirse una
ventana de cristales.
La lavandera se escondió precipitadamente detrás de una masa de verdura,
a fin de no ser vista y poder ver a las personas o seres, que sin duda
se acercaban.
Éstos eran tres pájaros rarísimos y lindísimos, uno de ellos todo verde,
y brillante como una esmeralda. En él creyó ver la lavandera, con
notable contento, al que era causa, según todo el mundo aseguraba, de la
pertinaz dolencia de la __Princesa Venturosa__. Los otros dos pájaros no
eran, ni con mucho, tan bellos; pero tampoco carecían de mérito
singular. Los tres venían con muy ligero vuelo, y los tres se abatieron
sobre la taza de topacio y se zambulleron en ella.
A poco rato vio la lavandera que del seno diáfano del agua salían tres
mancebos tan lindos, bien formados y blancos, que parecían estatuas
peregrinas hechas por mano maestra, con mármol teñido de rosas. La
chica, que en honor de la verdad se debe decir que jamás había visto
hombres desnudos, y que de ver a su padre, a sus hermanos y a otros
amigos, vestidos y mal vestidos, no podía deducir hasta dónde era capaz
de elevarse la hermosura humana masculina, se figuró que miraba a tres
genios inmortales o a tres ángeles del cielo. Así es, que sin
ruborizarse, los siguió mirando con bastante complacencia, como objetos
santos y nada pecaminosos. Pero los tres salieron al punto del agua, y
pronto se vistieron de elegantes ropas.
Uno de ellos, el más hermoso de los tres, llevaba sobre la cabeza una
diadema de esmeraldas y era acatado de los otros, como señor soberano.
Si desnudo le pareció a la lavanderilla un ángel o un genio por la
hermosura, ya vestido la deslumbró con su majestad, y le pareció el
emperador del mundo y el príncipe más adorable de la tierra.
Aquellos señores se dirigieron en seguida al comedor y se sentaron en
una espléndida mesa, donde había tres cubiertos preparados. Una música
sumisa e invisible les hizo salva al llegar y les regaló los oídos
mientras comían. Criados, invisibles también, iban trayendo los platos
y sirviendo admirablemente la mesa. Todo esto lo veía y notaba la
lavanderilla, que sin ser vista ni oída, había seguido a aquellos
señores, y estaba escondida en el comedor detrás de un cortinaje.
Desde allí pudo oír algo de la conversación, y comprender que el más
hermoso de los mancebos era el Príncipe heredero del grande imperio de
la China, y los otros dos, el uno su secretario y el otro su escudero
más querido; los cuales estaban encantados y transformados en pájaros
durante todo el día, y sólo por la noche recobraban su ser natural,
previo el baño de la fuente.
Notó, asimismo, la curiosa lavandera que el Príncipe de las esmeraldas
apenas comía, aunque sus familiares le rogaban que comiese, y que se
mostraba melancólico y arrobado, exhalando a veces delo más hondo del
hermosísimo pecho un ardiente suspiro.

IV.

Refieren las crónicas que vamos extractando que, terminado ya aquel
opíparo y poco alegre festín, el Príncipe de las esmeraldas, volviendo
en sí como de un sueño, alzó la voz y dijo:
--Secretario, tráeme la cajita de mis entretenimientos.
El secretario se levantó de la mesa y volvió de allí a poco con la
cajita más preciosa que han visto ojos mortales. Aquella en que encerró
Alejandro la _Iliada_ era, en comparación de ésta, más chapucera y pobre
que una caja de turrón de Jijona.
El Príncipe tomó la cajita en sus manos, la abrió y estuvo largo rato
contemplando con ojos amorosos lo que había en el fondo de ella. Metió
luego la mano en la cajita y sacó un cordón. Lo besó apasionadamente,
derramó sobre él lágrimas de ternura y prorrumpió en estas palabras:
¡Ay cordoncito de mi señora!
¡Quién la viera ahora!
Colocó de nuevo el cordón en la cajita, y sacó de ella una liga bordada
y muy limpia. La besó, la acarició también y exclamó al besarla:
¡Ay linda liga de mi señora!
¡Quién la viera ahora!
Sacó, por último, un precioso guardapelo, y si mucho había besado cordón
y liga, más le besó y más le acarició aún, diciendo con acento
tristísimo, que partía los corazones y hasta las peñas:
¡Ay guardapelo de mi señora!
¡Quién la viera ahora!
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