Cuentos y diálogos - 2

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A poco el Príncipe y los dos familiares se retiraron a sus alcobas, y la
lavanderilla no se atrevió a seguirlos. Viéndose sola en el comedor, se
acercó a la mesa, donde aún estaban casi intactos los ricos manjares,
los confites, las frutas y los generosos y chispeantes vinos; pero el
recuerdo de la voz misteriosa y de la mano invisible la detenían, y la
obligaban a contentarse con mirar y oler.
Para gozar de este incompleto deleite, se acercó tanto a los manjares,
que vino a ponerse entre la mesa y la silla del Príncipe. Entonces
sintió, no ya una, sino dos manos invisibles que le caían sobre los
hombros oprimiéndola. La voz misteriosa le dijo:
--Siéntate y come.
En efecto, se bailó sentada en la misma silla del Príncipe; y, ya
autorizada por la voz, se puso a comer con un apetito extraordinario,
que la novedad y lo exquisito de la comida hacían mayor aún, y comiendo
se quedó profundamente dormida.
Cuando despertó, era muy de día. Abrió los ojos, y se encontró en medio
del campo, tendida al pié del árbol donde había querido comerse la
naranja. Allí estaba la ropa que había traído del río, y hasta la
naranja corredora estaba allí también.
--¿Si habrá sido todo un sueño? dijo para sí la lavanderilla. Quisiera
volver al palacio del Príncipe de la China para cerciorarme de que
aquellas magnificencias son reales y no soñadas.
Diciendo esto, tiró al suelo la naranja para ver si le mostraba
nuevamente el camino; pero la naranja rodaba un poco, y luego se detenía
en cualquiera hoyo o tropiezo, o cuando el impulso con que se movía
dejaba de ser eficaz. En suma, la naranja hacía lo que hacen de
ordinario, en idénticas circunstancias, todas las naranjas naturales. Su
conducta no tenía nada de extraño ni de maravilloso.
Despechada entonces la muchacha, partió la naranja y vio que por dentro
era como las demás. Se la comió, y le supo a lo mismo que cuantas
naranjas había comido antes.
Ya apenas dudó de que había soñado.--Ningún objeto tengo, añadió, con
que convencerme a mí propia de la realidad de lo que he visto; mas iré a
ver a la Princesa y se lo contaré todo, por lo que pueda importarle.

V.

Mientras acontecían, en sueño o en realidad los poco ordinarios sucesos
que quedan referidos, la __Princesa Venturosa__, fatigada de tanto llorar,
estaba durmiendo tranquilamente, y aunque eran ya las ocho de la mañana,
hora en que todo el mundo solía estar levantado y aun almorzado en
aquella época, la Princesita, sin dar acuerdo de su persona, seguía en
la cama.
Muy interesante juzgó, sin duda, su doncella favorita las nuevas que le
traía, cuando se atrevió a despertarla. Entró en su alcoba, abrió la
ventana y exclamó con alborozo:
--Señora, señora, despertad y alegraos, que ya hay quien os traiga
nuevas del pájaro verde.
La Princesa se despertó, se restregó los ojos, se incorporó y dijo:
--¿Han vuelto los siete sabios que fueron al país sabeo?
--Nada de eso, contestó la doncella; quien trae las nuevas es una de las
lavanderillas que lavan los lacrimosos pañuelos de V. A.
--Pues hazla entrar al momento.
Entró la lavanderilla, que estaba ya detrás de una puerta aguardando
este permiso, y empezó a referir con gran puntualidad y despejo cuanto
le había pasado.
Al oír la aparición del pájaro verde, la Princesa se llenó de júbilo, y
al escuchar su salida del agua convertido en hermoso Príncipe, se puso
encendida como la grana, una celestial y amorosa sonrisa vagó sobre sus
labios, y sus ojos se cerraron blandamente como para reconcentrarse ella
en sí misma y ver al Príncipe con los ojos del alma. Por último, al
saber la mucha estima, veneración y afecto que el Príncipe le tenía, y
el amor y cuidado con que guardaba las tres prendas robadas en la
preciosa cajita de sus entretenimientos, la Princesita, a pesar de su
modestia, no pudo contenerse, abrazó y besó a la lavanderilla y a la
doncella, e hizo otros extremos no menos disculpables, inocentes y
delicados.
--Ahora sí, decía, que puedo llamarme propiamente la Princesa
Venturosa. Este capricho de poseer el pájaro verde no era capricho, era
amor. Era, y es un amor, que por oculto y no acostumbrado camino, ha
penetrado en mi corazón. No he visto al Príncipe, y creo que es hermoso.
No le he hablado, y presumo que es discreto. No sé de los sucesos de su
vida, sino que está encantado y que me tiene encantada, y doy por cierto
que es valiente, generoso y leal.
--Señora, dijo la lavanderilla, yo puedo asegurar a V. A. que el
Príncipe, si mi visión no es un sueño vano, parece un pino de oro, y
tiene una cara tan bondadosa y dulce que da gloria verla. El secretario
no es mal mozo tampoco; pero al que yo, no sé por qué, le he tomado
afición, es al escudero.
--Tú te casarás con el escudero, replicó la Princesa. Mi doncella, si
gusta, se casará con el secretario, y ambas seréis mandarinas y damas de
mi corte. Tu sueño no ha sido sueño, sino realidad. El corazón me lo
dice. Lo que importa ahora es desencantar a los tres pájaros mancebos.
--¿Y cómo podremos desencantarlos? dijo la doncella favorita.
--Yo misma, contestó la Princesa, iré al palacio en que viven y allí
veremos. Tú me guiarás, lavanderilla.
Ésta, que no había terminado su narración, la terminó entonces, e hizo
ver que no podía servir de guía.
La Princesa la escuchó con mucha atención, estuvo meditando un rato, y
dijo luego a la doncella.
--Ve a mi biblioteca y tráeme el libro de _Los Reyes contemporáneos_ y el
_Almanaque astronómico_.
Venidos que fueron estos volúmenes, hojeó la Princesa el de Los Reyes, y
leyó en alta voz los siguientes renglones:
«El mismo día en que murió el Emperador chinesco, su único hijo, que
debía heredarle, desapareció de la corte y de todo el imperio. Sus
súbditos, creyéndole muerto, han tenido que someterse al Kan de
Tartaria.»
--¿Qué deducís de eso, señora? dijo la doncella.
--¿Qué he de deducir, respondió la __Princesa Venturosa__, sino que el Kan
de Tartaria es quien tiene encantado a mi Príncipe para usurparle la
corona? He ahí por qué aborrezco yo tanto al Príncipe tártaro. Ahora me
lo explico todo.
--Pero no basta explicarlo; menester es remediarlo, dijo la lavandera.
--De ello trato--añadió la Princesa--y para ello conviene que al
instante se manden hombres armados, que inspiren la mayor confianza, a
todos los caminos y encrucijadas por donde puedan venir los correos que
envió el Príncipe tártaro al Rey su padre, para consultarle sobre el
caso del pájaro verde. Las cartas que trajeren les serán arrebatadas y
se me entregarán. Si los mensajeros se resisten, serán muertos; si
ceden, serán aprisionados e incomunicados, a fin de que nadie sepa lo
que acontece. Ni el Rey mi padre ha de saberlo. Todo lo dispondremos
entre las tres con el mayor sigilo. Aquí tenéis dinero bastante para
comprar el silencio, la fidelidad y la energía de los hombres que han de
ejecutar mi proyecto.
Y efectivamente, la Princesa, que ya se había levantado y estaba de bata
y en babuchas, sacó de un escaparate dos grandes bolsas llenas de oro, y
se las dio a sus confidentas.
Éstas partieron sin tardanza a poner en ejecución lo convenido, y la
__Princesa Venturosa__ se quedó estudiando profundamente el _Almanaque
astronómico_.

VI.

Cinco días habían pasado desde el momento en que tuvo lugar la escena
anterior. La Princesa no había llorado en todo ese tiempo, causando no
poco asombro y placer al Rey su padre. La Princesa había estado hasta
jovial y bromista, dando leves esperanzas a los Príncipes pretendientes
de que al fin se decidiría por uno de ellos, porque los pretendientes se
las prometen siempre felices.
Nadie había sospechado la causa de tan repentina mudanza y de tan
inesperado alivio en la Princesa.
Sólo el Príncipe tártaro, que era diabólicamente sagaz, recelaba, aunque
de una manera muy vaga, que la Princesa había recibido alguna noticia
del pájaro verde. Tenía, además, el Príncipe tártaro el misterioso
presentimiento de una gran desgracia, y había adivinado por el arte
mágica, que su padre le enseñara, que en el pájaro verde debía mirar un
enemigo. Calculando, además, como sabedor del camino y del tiempo que en
él debe emplearse, que aquel día debían llegar los mensajeros que envió
a su padre, y ansioso de saber lo que respondía éste a la consulta que
le hizo, montó a caballo al amanecer, y con cuarenta de los suyos, todos
bien armados, salió en busca de los mensajeros referidos.
Mas aunque el Príncipe tártaro salió con gran secreto, la Princesa
Venturosa, que tenía espías, y estaba, como vulgarmente se dice, con la
barba sobre el hombro, supo al instante su partida, y llamó a consejo a
la lavanderilla y a la doncella.
Luego que las tuvo presentes, les dijo muy angustiada:
--Mi situación es terrible. Tres veces he ido inútilmente a tirar la
naranja debajo del árbol, desde donde la tiró la lavanderilla; pero la
naranja no ha querido guiarme al alcázar de mi amante. Ni le he visto,
ni he podido averiguar el modo de desencantarle. Sólo he averiguado, por
el _Almanaque astronómico_, que la noche en que la lavanderilla le vio,
era el equinoccio de primavera. Acaso no sea posible volver a verle
hasta el próximo equinoccio de la misma estación, y ya para entonces el
Príncipe tártaro me le habrá muerto. El Príncipe tártaro le matará en
cuanto reciba la carta de su padre, y ya ha salido a buscarla con
cuarenta de los suyos.
--No os aflijáis, hermosa Princesa--dijo la doncella favorita;--tres
partidas de cien hombres están esperando a los mensajeros en diferentes
puntos para arrebatarles la carta y traérosla. Los trescientos son
briosos, llevan armas de finísimo temple, y no se dejarán vencer por el
Príncipe tártaro a pesar de sus artes mágicas.
--Sin embargo, yo soy de opinión--añadió la lavandera--de que se envíen
más hombres contra el Príncipe tártaro. Aunque éste, a la verdad, sólo
lleva cuarenta consigo, todos ellos, según se dice, tienen corazas y
flechas encantadas, que a cada uno le hacen valer por diez.
El prudente consejo de la lavandera fue adoptado en seguida. La Princesa
hizo venir secretamente a su estancia al más bizarro y entendido general
de su padre. Le contó todo lo que pasaba, le confió sus penas, y le
pidió su apoyo. Éste se le otorgó, y reuniendo apresuradamente un
numeroso escuadrón de soldados, salió de la capital decidido a morir en
la demanda o traer a la Princesa la carta del Kan de Tartaria y al hijo
del Kan, vivo o muerto.
Después de la partida del general, la Princesa juzgó conveniente
informar al _Rey Venturoso_ de cuanto había acontecido. El Rey se puso
fuera de sí. Dijo que toda la historia del pájaro verde era un sueño
ridículo de su hija y de la lavandera, y se lamentó de que, fundada su
hija en un sueño, enviase a tantos asesinos contra un Príncipe ilustre,
faltando a las leyes de la hospitalidad, al derecho de gentes y a todos
los preceptos morales.
--¡Ay hija!--exclamaba--tú has echado un sangriento borrón sobre mi
claro nombre, si esto no se remedia.
La Princesa se acongojó también, y se arrepintió de lo que había hecho.
A pesar de su vehemente amor al Príncipe de la China, prefería ya
dejarle eternamente encantado a que por su amor se derramase una sola
gota de sangre.
Así es que enviaron despachos al general para que no empeñase una
batalla; pero todo fue inútil. El general había ido tan veloz, que no
hubo medio de alcanzarle. Entonces aún no había telégrafos, y los
despachos no pudieron entregarse. Cuando llegaron los correos donde
estaba el general, vieron venir huyendo a todos los soldados del Rey y
los imitaron. Los cuarenta de la escolta tártara, que eran otros tantos
genios, corrían en su persecución trasformados en espantosos vestiglos,
que arrojaban fuego por la boca.
Sólo el general, cuya bizarría, serenidad y destreza en las armas rayaba
en lo sobrehumano, permaneció impávido en medio de aquel terror harto
disculpable. El general se fue hacia el Príncipe, único enemigo no
fantástico con quien podía habérselas, y empezó a reñir con él la más
brava y descomunal pelea. Pero las armas del Príncipe tártaro estaban
encantadas, y el general no podía herirle. Conociendo entonces que era
imposible acabar con él si no recurría a una estratajema, se apartó un
buen trecho de su contrario, se desató rápidamente una larga y fuerte
faja de seda que le ceñía el talle, hizo con ella, sin ser notado, un
lazo escurridizo, y revolviendo sobre el Príncipe con inaudita
velocidad, le echó al cuello el lazo, y siguió con su caballo a todo
correr, haciendo caer al Príncipe y arrastrándole en la carrera.
De esta suerte ahogó el general al Príncipe tártaro. No bien murió, los
genios desaparecieron, y los soldados del _Rey Venturoso_ se rehicieron
y reunieron a su jefe. Este esperó con ellos a los enviados que traían
la carta del Kan de Tartaria, y que no se hicieron esperar mucho tiempo.
Al anochecer de aquel mismo día volvió a entrar el general en el palacio
del _Rey Venturoso_ con la carta del Kan de Tartaria entre las manos.
Haciendo un gentil y respetuoso saludo, se la entregó a la Princesa.
Rompió ésta el sello y se puso a leer, pero inútilmente: no entendió una
palabra. Al _Rey Venturoso_ le sucedió lo mismo. Llamaron a todos los
empleados en la interpretación de lenguas, que no descifraron tampoco
aquella escritura. Los individuos de las doce reales academias vinieron
luego y no se mostraron más hábiles.
Los siete sabios, tan profundos en lingüística, que acababan de llegar
sin el ave fénix, y que _por ende_ estaban condenados a morir, acudieron
también; mas, aunque se les prometió el perdón si leían aquella carta,
no acertaron a leerla, ni pudieron decir en qué lengua estaba escrita.
El _Rey Venturoso_ se creyó entonces el más desventurado de todos los
reyes; se lamentó de haber sido cómplice en un crimen inútil, y temió la
venganza del poderoso Kan de Tartaria. Aquella noche no pudo pegar los
ojos hasta muy tarde.
Su dolor fue, con todo, mucho más desesperado, cuando al despertarse al
otro día muy de mañana supo que la Princesa había desaparecido,
dejándole escritas las siguientes palabras:
«Padre, ni me busques, ni pretendas averiguar adonde voy, si no quieres
verme muerta. Bástete saber que vivo y que estoy bien de salud, aunque
no volverás a verme hasta que tenga descifrada la carta misteriosa del
Kan y desencantado a mi querido Príncipe. Adiós.»

VII.

La __Princesa Venturosa__ había ido con sus dos amigas a pié, y en
romería, a visitar a un santo ermitaño que vivía en las soledades y
asperezas de unas montañas altísimas que a corta distancia de la capital
se parecían.
Aunque la Princesa y sus amigas hubiesen querido ir caballeras hasta la
ermita, no hubiera sido posible. El camino era más propio de cabras que
de camellos, elefantes, caballos, mulos y asnos, que, con perdón sea
dicho, eran los cuadrúpedos en que se solía cabalgar en aquel reino. Por
esto y por devoción fue la Princesa a pió y sin otra comitiva que sus
dos confidentas.
El ermitaño que iban a visitar era un varón muy penitente y estaba en
olor de santidad. El vulgo pretendía también que el ermitaño era
inmortal, y no dejaba de tener razonables fundamentos para esta
pretensión. En toda la comarca no había memoria de cuándo fue el
ermitaño a establecerse en lo recóndito de aquella sierra, en la cual
raras veces se dejaba ver de ojos humanos.
La Princesa y sus amigas, atraídas por la fama de su virtud y de su
ciencia anduvieron buscándole siete días por aquellos vericuetos y
andurriales. Durante el día caminaban en su busca entre breñas y
malezas. Por la noche se guarecían en las concavidades de los peñascos.
Nadie había que las guiase, así por lo fragoso del sitio, ni de los
cabrerizos frecuentado, como por el temor que inspiraba la maldición del
ermitaño, pronto a echarla a quien invadía su dominio temporal, o a
quien le perturbaba en sus oraciones. Ya se entiende que este ermitaño,
tan maldiciente, era pagano. A pesar de la natural bondad de su alma, su
religión sombría y terrible le obligaba a maldecir y a lanzar anatemas.
Pero las tres amigas, imaginando, como por inspiración, que sólo el
ermitaño podía descifrarles la carta, se decidieron a arrostrar sus
maldiciones y le buscaron, según queda dicho, por espacio de siete
días.
En la noche del séptimo iban ya las tres peregrinas a guarecerse en una
caverna para reposar, cuando descubrieron al ermitaño mismo, orando en
el fondo. Una lámpara iluminaba con luz incierta y melancólica aquel
misterioso retiro.
Las tres temblaron de ser maldecidas, y casi se arrepintieron de haber
ido hasta allí. Pero el ermitaño, cuya barba era más blanca que la
nieve, cuya piel estaba más arrugada que una pasa, y cuyo cuerpo se
asemejaba a un consunto esqueleto, echó sobre ellas una mirada
penetrante con unos ojos, aunque hundidos, relucientes como dos acuas, y
dijo con voz entera, alegre y suave:
--Gracias al cielo que al fin estáis aquí. Cien años ha que os espero.
Deseaba la muerte, y no podía morir hasta cumplir con vosotras un deber
que me ha impuesto el rey de los genios. Yo soy el único sabio que habla
aún y entiende la lengua riquísima que se hablaba en Babel antes de la
confusión. Cada palabra de esta lengua es un conjuro eficaz que fuerza y
mueve a las potestades infernales a servir a quien le pronuncia. Las
palabras de esta lengua tienen la virtud de atar y desatar todos los
lazos y leyes que unen y gobiernan las cosas naturales. La cabala no es
sino un remedo groserísimo de esta lengua incomunicable y fecunda.
Dialectos pobrísimos e imperfectísimos de ella son los más hermosos y
completos idiomas del día. La ciencia de ahora, mentira y charlatanería,
en comparación de la ciencia que aquella lengua llevaba en sí misma.
Cada nombre de esta lengua contiene en sus letras la esencia de la cosa
nombrada y sus ocultas calidades. Las cosas todas, al oírse llamar por
su verdadero nombre, obedecen a quien las llama. Era tal el poder del
linaje humano cuando poseía esta lengua, que pretendió escalar el cielo,
y lo hubiera indudablemente conseguido, si el cielo no hubiese dispuesto
que la lengua primitiva se olvidase.
Sólo tres sabios bien intencionados, de los cuales han muerto ya dos,
guardaron en la memoria aquel idioma. Le guardaron asimismo, por
especial privilegio de los diablos, Nembrot y sus descendientes. El
último, de éstos murió, una semana ha, por disposición tuya, ¡oh
__Princesa Venturosa__! y ya no queda en el mundo sino una sola persona
que pueda descifrarte la carta del Kan de Tartaria. Esa persona soy yo;
y para hacerte ese servicio, el rey de los genios ha conservado siglos
mi vida.
--Pues aquí tienes la carta, ¡oh venerable y profundo sabio! dijo la
Princesa, poniendo en manos del ermitaño el misterioso escrito.
--Al punto voy a descifrártela, contestó el ermitaño, y se caló los
espejuelos, y se acercó a la lámpara para leer. Has de dos horas estuvo
leyendo en alta voz en la lengua en que la carta estaba escrita. A cada
palabra que pronunciaba, el universo se conmovía, las estrellas se
cubrían de mortal palidez, la luna temblaba en el cielo, como tiembla su
imagen entre las olas del Océano, y la Princesa y sus amigas tenían que
cerrar los ojos y que taparse los oídos para no ver los espectros que se
mostraban, y para no oír las voces portentosas, terribles o dolientes,
que partían de las entrañas mismas de la conturbada naturaleza.
Acabada la lectura, se quitó el ermitaño los espejuelos, y dijo con voz
reposada:
--No es justo, ni conveniente, ni posible ¡oh _Princesa Venturosa_! que
sepas todo lo que en esta abominable carta se encierra. No es justo ni
conveniente, porque hay en ella tremebundos y endemoniados misterios. No
es posible, porque en cuantas lenguas humanas se hablan en el día son
estos misterios inefables, inenarrables y hasta inexplicables. El linaje
humano por medio de su incompleta y enfermiza razón llegará a conocer,
cuando pasen millares de años, algunos accidentes de las cosas; pero
siempre ignorará la sustancia que yo conozco, que conoce el Kan de
Tartaria y que han conocido los sabios primitivos que se valieron, para
sus _elocubraciones_, de esta lengua perfectísima e intransmisible ya por
nuestros pecados.
--Pues estamos frescas, dijo la lavanderilla; si después de lo que hemos
pasado para encontraros, y siendo vos el único que podéis traducir esa
enmarañada carta, salís ahora con que no queréis traducirla.
--Ni quiero ni debo, replicó el vetusto y secular ermitaño; pero sí os
diré lo que la carta contiene de interesante para vosotras, y os lo diré
en brevísimas palabras, sin pararme en dibujos, porque los momentos de
mi vida están contados y mi muerte se acerca.
El Príncipe de la China es por sus virtudes, talento y hermosura, el
favorito del rey de los genios, el cual le ha salvado mil veces de las
asechanzas que el Kan de Tartaria ponía contra su vida. Viendo el Kan
que le era imposible matarle, determinó valerse de un encanto para
tenerle lejos de sus súbditos y reinar en lugar suyo en el celeste
imperio. Bien hubiera querido el Kan que este encanto fuera
indestructible y eterno, mas no pudo lograrlo a pesar de sus
maravillosos conocimientos en la magia. El rey de los genios se opuso a
su mal deseo, y si bien no pudo hacer completamente ineficaces sus
encantamentos y conjuros, supo despojarlos de gran parte de su malicia.
Al Príncipe, aunque convertido en pájaro, se le dio facultad para
recobrar por la noche su verdadera figura. Tuvo también el Príncipe un
palacio, donde vivir y ser tratado con todo el miramiento, honores y
regalo debidos a su augusta categoría. Se acordó, por último, su
desencanto, si se cumplían las siguientes condiciones, que el Kan, así
por la mala opinión que tienen de las mujeres, como por lo pervertida y
viciosa qué está la raza humana en general, juzgó imposibles de cumplir.
Fue la primera condición, ya cumplida, que una mujer de veinte años,
discreta, briosa y apasionada y de la más baja clase del pueblo, viese a
los tres mancebos encantados, que son los más hermosos que hay en el
mundo, salir desnudos del baño, y que la limpieza y castidad de su alma
fuesen tales que no se turbasen ni empañasen con el más ligero estímulo
de liviandad. Esta prueba había de hacerse en el equinoccio de
primavera, cuando la naturaleza toda excita al amor. La mujer debía
sentirle por la hermosura y admirarla vivamente; pero de un modo
espiritual y santísimo.
Fue la segunda condición, ya cumplida también, que el Príncipe sin poder
mostrarse sino tres instantes, y esto bajo la forma de pájaro verde,
inspirase un amor tan vehemente y casto, cuanto invencible, a una
Princesa de su clase.
La tercera condición, que ahora se está acabando de cumplir, fue que la
Princesa se apoderase de esta carta, y que yo la interpretara.
La cuarta y última condición, en cuyo cumplimiento habéis de intervenir
las tres doncellas que me estáis oyendo, es como sigue. Sólo me quedan
dos minutos de vida, mas antes de morir os pondré en el palacio del
Príncipe al lado de la taza de topacio. Allí irán los pájaros y se
zambullirán y se transformarán en hermosísimos mancebos. Vosotras tres
los veréis; mas habéis de conservar, viéndolos, toda la castidad de
vuestros pensamientos, y toda la virginidad de vuestras almas, amando,
empero, cada una a uno de los tres, con un amor santo e inocente. La
Princesa ama ya al Príncipe de la China y la lavanderilla al escudero, y
ambas han mostrado la inocencia de su amor: ahora falta que la doncella
favorita de la Princesa se enamore del secretario por idéntico estilo.
Cuando los tres mancebos encantados vayan al comedor, los seguiréis sin
ser vistas, y allí permaneceréis hasta que el Príncipe pida la cajita de
sus entretenimientos y diga, besando el cordoncito:
¡Ay, cordoncito de mi señora!
¡Quién la viera ahora!
La Princesa, entonces, y vosotras con la Princesa, os mostrareis al
punto, y cada una dará un tierno beso en la mejilla izquierda al objeto
de su amor. El encanto quedará deshecho en el acto, el Kan de Tartaria
morirá de repente, y el Príncipe de la China, no sólo poseerá el celeste
imperio, sino que heredará asimismo todos los kanatos, reinos y
provincias, que por derecho propio posee aquel encantador endiablado.
Apenas el ermitaño acabó de decir estas palabras, hizo una mueca muy
rara, entreabrió la boca, estiró las piernas y se quedó muerto.
La Princesa y sus amigas se encontraron de súbito detrás de una masa de
verdura, al lado de la taza de topacio.
Todo se cumplió como el ermitaño había dicho.
Las tres estaban enamoradas; las tres eran castísimas o inocentes. Ni
siquiera en el punto comprometido de dar el regalado y apretado beso
sintieron más que una profunda conmoción toda mística y pura.
Así es que inmediatamente quedaron desencantados los tres mancebos. La
China y la Tartaria fueron dichosas bajo el cetro del Príncipe. La
Princesa y sus amigas lo fueron más aún casadas con aquellos hombres tan
lindos. El _Rey Venturoso_ abdicó, y se fue a vivir a la corte de su
yerno, que estaba en Pekín. El general que mató al Príncipe Tártaro
obtuvo todas las condecoraciones de China, el título de primer mandarín
y una pensión de miles de miles para él y sus herederos.
Se cuenta, por último, que la __Princesa Venturosa__ y el ya Emperador de
China vivieron largos y felices años, y tuvieron media docena de
chiquillos a cual más hermosos. La lavanderilla y la doncella, con sus
respectivos maridos, siguieron siempre gozando del favor de Sus
Majestades, y siendo los señores más principales de toda aquella
tierra.


PARSONDES

Aunque se ame y se respete la virtud, no se debe creer que sea tan
vocinglera y tan espantadiza como la de ciertos censores del día. Si
hubiéramos de escribir a gusto de ellos, si hubiéramos de tomar su
rigidez por valedera y no fingida, y si hubiéramos de ajustar a ella
nuestros escritos, tal vez ni las _Agonías del tránsito de la muerte_,
de Venegas, ni los _Gritos del infierno_, del padre Boneta, serían
edificantes modelos que imitar.
Por desgracia, la rigidez es sólo aparente. La rigidez no tiene otro
resultado que el de exasperar los ánimos, haciéndoles dudar y burlarse,
aunque sólo sea en sueños, de la hipocresía farisaica que ahora se usa.
Véase, si no, el sueño que ha tenido un amigo nuestro, y que trasladamos
aquí íntegro, cuando no para recreo, para instrucción de los lectores.
Nuestro amigo soñó lo que sigue:
--Más de dos mil seiscientos años ha, era yo en Susa un sátrapa muy
querido del gran Rey Arteo, y el más rígido, grave y moral de todos los
sátrapas. El santo varón Parsondes había sido mi maestro, y me había
comunicado todo lo comunicable de la ciencia y de la virtud del primer
Zoroastro.
Siete años hacía ya que Parsondes, después de iluminar el mundo con su
doctrina, y de formar varios discípulos dignos de él, había
desaparecido, sin que le volviese a ver nadie, ni vivo ni muerto. Los
buenos creyentes daban, pues, por seguro que Parsondes había subido a la
región de la luz increada, cerca de Ahura-Mazda, donde brillaba casi
tanto como los Amschaspandes y los Izeds, y donde eclipsaba, a su propio
_feruer_ con beatíficos resplandores. Allí militaba aún en el ejército
de los espíritus luminosos contra el príncipe de las tinieblas
Ahrimanes, cuya soberbia había humillado en esta vida terrenal, y cuyo
imperio contribuía, poderosamente a destruir en la otra vida,
procurando, que se realizase la santa esperanza del triunfo definitivo
del bien sobre el mal. Los sectarios de la religión de Ahura-Mazda
creían, pues, a puño cerrado, que Parsondes debía contarse en el número
de los veinte o treinta grandes profetas, precursores y continuadores de
Zoroastro hasta la consumación de los siglos. Aunque en Susa y en todo
el imperio de los medos, con los reinos tributarios, había hombres de
otras varias religiones y creencias, todos respetaban y casi divinizaban
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