Cuentos y diálogos - 4

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Naturalmente Mutileder fue a Churriana también, acompañando a su futura.
Los primos estaban como dos tortolitas, arrullándose siempre. Mientras
más miraba él a Echeloría, más linda y angelical la encontraba y más
melifluo se ponía con ella. Y mientras más miraba Echeloría a Mutileder,
mayor número de perfecciones y de excelencias hallaba en él.
Pues no digamos nada, porque sería cuento de nunca acabar, de la mutua
admiración que nacía en ambas almas al considerar el talento o la
habilidad del objeto de su amor. Cada pedrada que tiraba Mutileder
mataba un pajarillo y partía el corazón de Echeloría, a fuerza de
entusiasmo. Y Echeloría, por su parte, a más de encantar a Mutileder con
los cantares que sabía entonar, le había hecho una honda de pita, tan
llena de sutiles y primorosas labores, que él se quedaba horas enteras
embobado contemplando la honda.
Los dos enamorados gozaban de la más completa libertad y se iban solos
de paseo por aquellos vericuetos y andurriales; ya por la orilla del
resonante mar; ya por los encinares y olivares que vestían aquellos
alcores; ya por los verjeles, sotos y alamedas del valle, regado por un
riachuelo cristalino. Pero uno y otro eran tan como Dios manda, que a
pesar de lo mucho que se querían, no se propasaron nunca a otra cosa
sino a estrecharse afectuosamente las manos, y una o dos veces a lo más,
a consentir ella en recibir un casto beso en la tersa y cándida frente,
y a lograr él estamparle.
La suma virtud y exquisita delicadeza de estos primos lo ponía todo en
reserva para el día dichoso en que la religión y las leyes consagrasen
su unión indisoluble.
Entre tanto se decían doscientas mil ternuras a cada momento. «Tu nombre
es un sello que he puesto sobre mi corazón», exclamaba Echeloría. «Mi
corazón es tuyo para siempre: antes dejará de latir que de amarte a ti
sola», contestaba Mutileder.
En estos coloquios se pasaban las horas, y de continuo estaban juntos
ambos amantes, menos cuando Echeloría se retiraba a dormir al lado de su
anciana nodriza y en estancia muy resguardada, o bien cuando iba a la
playa a bañarse; pues entonces, a fin de evitar el qué dirán y las
murmuraciones, Mutileder no se bañaba con ella, tal vez por no usarse
aún trajes de baño, tan complicados y encubridores de las formas como
los que se llevan ahora en Biarritz y en otros sitios.


III

Málaga era ciudad fenicia de mucho comercio. Casi competía con Cádiz. Su
puerto estaba lleno de naves tirias, pelasgas, griegas y etruscas. En
sus tiendas se vendían mil primores traídos de lejanos países: telas de
lana, teñidas de púrpura en Tiro; joyas de oro, hechas en Ménfis, en
Sais y en otras ciudades egipcias; piedras preciosas y tejidos de
algodón del Indostán; alfombras de Persia, y hasta sedería del casi
ignorado país de los Seras.
Echeloría fue a Málaga varias veces, con su padre y con su novio, a
recorrer dichas tiendas y a comprar galas para el suspirado día del
casamiento.
Hallábase a la sazón en Málaga uno de los más audaces y sabios marinos
que había entonces en el mundo: el célebre Adherbal.
Acababa de hacer una navegación felicísima, y su nave se parecía,
anclada en el puerto, cargada de estaño, ámbar, hierro, pieles de
armiños y de castores, y otros objetos de valor que él había ido a
buscar a las costas de Francia, Inglaterra y otras regiones del Norte de
Europa, a donde sólo los fenicios se aventuraban a llegar en aquella
época.
Adherbal pensaba volver pronto a Tiro; pero antes debía tomar en Málaga
cobre, vino, azogue y oro en polvo de las arenas de nuestros ríos,
dejando allí en cambio parte de su cargamento.
Paseando un día por el muelle vio Adherbal a Echeloría, y al verla juró
por Melcart y por Astoret, como si dijéramos por Hércules y por Venus,
que jamás había visto criatura más linda y salada. Ganas tuvo de
llegarse de súbito a la muchacha y de soltarle el pavo, esto es, de
decirle sin ceremonia sus atrevidos pensamientos: pero Mutileder iba al
lado de ella, mirando receloso a todas partes, con la barba sobre el
hombro, en actitud desconfiada y hostil, y blandiendo un enorme y fiero
garrote.
La prudencia refrenó los ímpetus del marino fenicio. Bastaba ver de
refilón a Mutileder para hacerse cargo de que era capaz de deslomar a
cualquiera de un garrotazo, si llegaba a descomponerse un poco con la
hermosa y cándida Echeloría.
Adherbal, como queda dicho, era prudente, pero era obstinado también,
emprendedor y ladino. Echeloría no produjo en él una impresión fugaz y
ligera, sino profunda y durable. Así fue que determinó averiguar quién
era y dónde vivía, y lo consiguió con discreción y recato.
Dos o tres veces fue después a caballo a Churriana con disimulo, y
volvió a ver a la niña, quedando cautivo de su singular donaire.
Por último, por medio de personas listas del país, se informó de la vida
de Echeloría, supo que iba a casarse con Mutileder, y no quedó pormenor
de que no llegase a tener cabal noticia.
Con estos elementos formó Adherbal un plan diabólico, el cual le salió
bien, como por desgracia salen bien casi todos los planes diabólicos.
Una mañana muy temprano levó anclas su nave y zarpó del puerto de
Málaga, después de despedirse él para Tiro. Fuera ya la nave del puerto,
se quedó, muy cerca de la costa, hacia el Oeste, dando bordeadas como
para ganar mejor viento. Así trascurrieron algunas horas, hasta que
llegó aquélla en que la gentil Echeloría bajaba a bañarse en la mar.
Entonces saltó Adherbal en una lancha ligerísima con ocho remeros
pujantes y otros dos hombres de la tripulación, grandes nadadores y
buzos, y de los más ágiles y devotos a su persona. Con la lancha se
acercó cautelosamente, ocultándose en las sinuosidades de la costa y al
abrigo de las peñas y montecillos, hasta que llegó cerca del lugar donde
Echeloría se bañaba, creyéndose segura y con el más completo descuido.
Los nadadores se echaron entonces al agua, zambulleron, surgieron de
improviso donde Echeloría estaba bañándose, se apoderaron de ella a
pesar de sus gritos, que pronto terminaron en desmayo causado por el
suato, y en aquella disposición, hermosa e interesante como una ondina,
se la llevaron a la lancha, donde Adherbal la recibió en sus brazos, y
luego la condujo a bordo de su nave. Ésta desplegó al punto todas sus
velas, y aprovechándose de un viento fresco de Poniente, que acababa de
levantarse, no corría, sino que volaba sobre las ondas azules del
Mediterráneo.
Varias muchachas, que se bañaban con Echeloría, huyeron con espanto de
aquella zalagarda, y, saltando en tierra, alarmaron con sus gemidos y
sollozos a la nodriza, que estaba en éxtasis y de nada se había
percatado. En cambio, apenas se enteró de lo ocurrido, se extremó en
hacer muestras de su dolor. Allí fue el mesarse las venerables canas, el
revolcarse por el suelo, y el dar tan formidables chillidos, que
Mutileder, aunque estaba lejos, acudió al sitio, oyéndolos. El infeliz
amante supo entonces toda la enormidad de su infortunio, mas demasiado
tarde por desgracia. La nave del raptor se percibía aún, pero lejos, y
navegando con tal rapidez que pronto iba a perderse detrás de la comba
que forma el mar, marcando una curva de azul profundo en el cielo más
claro.
El furor de Mutileder fue indescriptible, aunque a nada conducía. Ni
siquiera supo a punto fijo el infeliz amante quién había sido el raptor,
por más que sospechase de aquel marino que en Málaga había puesto en
Echeloría los lascivos y codiciosos ojos.
Estos raptos de mujeres eran frecuentísimos en aquellas edades heroicas,
y habían dado ya y debían seguir dando ocasión a no pocos disturbios y
guerras. Los fenicios habían robado a Io, hija de Inaco; los griegos
habían robado a Europa de Fenicia, a Medea de Coicos, y a Ariadna de
Creta; y por último, un príncipe frigio había robado a la bella Helena,
mujer del rey de Esparta, Menelao, motivando así una lucha larga y
mortífera, y al cabo la destrucción de Troya.
Don Juan Fresco explica, a mi ver, de un modo satisfactorio estos raptos
de mujeres. Supone que la mujer, por lo mismo que su belleza es tan
delicada, no se cría naturalmente. Lo único que se cría es la hembra del
hombre. La verdadera mujer es producto artificial, que resulta de grande
esmero y cuidado y de exquisito y alambicado cultivo. De aquí la rareza
entonces de la verdadera mujer y el mágico y portentoso efecto que
producía en el alma de guerreros bárbaros y briosos, avezados a ver
hembras solamente.
Cuando los hombres se recobraban de su pasmo volvían a hacer a la mujer
de peor condición que al esclavo más humilde; pero, en ocasiones, una
mujer bien lavada, cuidada y compuesta, infundía amor ferviente,
frenético entusiasmo y cierta adoración como si fuese algo divino. De
aquí las patrañas o _mitos_ de las hadas y encantadoras como Circe y
Calipso, que convertían a los hombres en bestias; la _ginecocracia_,
esto es, el imperio de la mujer, establecido en muchas partes, como en
el país de las Amazonas y en la Arabia Feliz; y el omnímodo influjo, ora
funesto, ora útil, que ejercieron algunas damas en los varones más
crudos y valerosos, como Onfale en Hércules, Dálila en Sansón, Betzabé
en David, Egeria en Numa, y Judit en Holofernes. De aquí, por último,
que ganasen tanto crédito las sibilas, las pitonisas y las druidisas;
todo ello, sin duda, porque cuidaban más de sus personas, y lograban
pulir y descubrir la escondida hermosura, invisible por lo general en la
hembra por falta de pulimento y aseo.
Además, el entender la hermosura y el afanarse por lograrla hacían
hermosa a la mujer. Hoy, mucho de esta cualidad, domeñada ya la
naturaleza rebelde, suele trasmitirse por herencia; pero en los tiempos
heroicos, la hermosura era como inspirada creación que la mujer artista
realizaba en su propio cuerpo, a fuerza de esmerarse. Todavía, cinco
siglos después de la época en que ocurre nuestra historia, asombran el
estudio, la prolijidad y los preparativos minuciosos de que se valían
las mujeres para presentarse de una manera digna. A fin de agradar al
rey Asnero, que buscaba reina, después de repudiada Vastí, se pasaban
las chicas un año entero frotándose con linimentos y pomadas,
saumándose, lavándose, perfilándose y acicalándose. En el día, con una
hora de preparación bastarla para presentar ante el sibarita más
refinado a la más ruda de las campesinas: prueba irrefragable de que lo
adquirido por arte y educación se trasmite de madres a hijas. Verdad es
que, en cambio, la naturaleza es menos dúctil ahora, y la hotentota,
aunque se friegue y se adobe más que las que iban a presentarse a
Asuero, hotentota permanece; de donde, sin duda, el refrán que dice:
«Aunque la mona se vista de seda mona se queda.»
Dejemos, no obstante, refranes y digresiones a un lado, y prosigamos
nuestro cuento.
Echeloría, por naturaleza y por arte, por herencia y por conquista, era
un primor. Y Mutileder, que con razón la adoraba, no la lloró perdida,
con femenil amargura, sino que, agitando su garrote y haciendo crujir la
honda con chasquidos estruendosos, juró buscar a su amada, librarla del
raptor, y vengarse de éste descalabrándole de una buena pedrada o
moliéndole a palos.
Cuenta la historia que Mutileder, en el instante de hacer aquel
juramento, estaba tan hermoso que no podía ser más. Sus ojos azules,
dulces de ordinario, lanzaban centellas luminosas; su afilada y recta
nariz, hinchada por la cólera, mostraba muy dilatadas las ventanillas;
las cejas, frunciéndose en el centro, daban mayor majestad a su frente;
la boca entreabierta dejaba ver unos dientes blancos, iguales y firmes,
y sana frescura y vivo color de carmín en encías y lengua. Su cabeza,
echada atrás con arrogancia, y destocada, lucía copiosa y rubia
cabellera, que flotaba en rizos graciosos a merced de la brisa; sus
piernas y sus brazos desnudos, contraída entonces la musculatura por la
energía de la actitud, daban envidia a los de Hércules mancebo. Todo en
Mutileder era beldad, elegancia, brío y donosura. Su voz, alterada por
la pasión, penetraba en los corazones, aunque sus palabras no se
entendiesen.
En aquel instante ¡oh fuerza del destino! acertó a pasar por allí la
graciosa y distinguida Chemed, que en fenicio significa _belleza_, la
viuda más coqueta y caprichosa que había en Málaga. Su marido la había
dejado joven y con muchos bienes de fortuna. Ella seguía con la casa de
comercio de su marido, bajo la razón insocial de _la viuda Chemed_. En
aquella ocasión volvía de solazarse de una quinta que tenía en
Churriana.
Seis atezados etíopes la llevaban en silla de manos, y dos escuderos,
una dueña y cuatro pajecillos egipcios la acompañaban también para más
autoridad y decoro.
Chemed oyó a Mutileder, le miró y se maravilló; volvió a mirarle y se
quedó más maravillada. Entonces dijo para sí: «Divinos cielos, ¿qué es
lo que miro? ¿Será éste dios o será mortal? ¿Resplandecería más Adonis
cuando Astoret se prendó de él?»
Pero, prosiguiendo su soliloquio de preguntas, Chemed prosiguió también
su camino, sin interrogar al mancebo, que parecía estar furioso, y sin
atreverse siquiera a pararse y a bajar de la silla de manos, en medio de
gente extraña, cuya lengua no entendía, porque hablaban el ibero, que,
como ya queda dicho, era lo que se llama hoy el vascuence. Si Chemed
hubiera sabido que Mutileder hablaba corrientemente el fenicio, como en
efecto le hablaba, sin duda que se hubiera detenido; pero, no sabiéndolo
ni sospechándolo, Chemed pasó de largo.


IV.

Luego que Mutileder echó sapos y culebras por la boca y se desahogó
cuanto pudo, acudió a dar a su presunto suegro la mala noticia del
rapto, y a consolarle, si cabía consuelo en tamaño dolor.
Para evitar prolijidad no se ponen aquí las lamentaciones que hicieron
ambos a dúo. Lo que importa saber es que Mutileder y su suegro, después
de maduro examen, reconocieron que era inútil quejarse del rapto a las
autoridades de Málaga, las cuales no les harían caso, o si les hacían
caso, nada podrían contra un marino tan mimado en Tiro, como Adherbal lo
era. A cualquiera exhorto, que los sufetes o jueces de Málaga enviasen
contra Adherbal, era evidente que los sufetes tirios habían de dar
carpetazo, haciendo la vista gorda. No había más recurso que resignarse
y aguantarse, o tomar la venganza y la satisfacción por la propia mano.
Esto último fue lo que decidió Mutileder con varonil energía.
Se despidió de su presunto suegro, y sin pensar en recursos pecuniarios
ni en nada que lo valiese, se fue a Málaga a tomar lenguas, a
cerciorarse de que era Adherbal el raptor, como ya lo sospechaba, y a
buscar modo de irse a Tiro en la primera nave que para Tiro saliese, a
fin de arrancar a Echeloría del cautiverio o secuestro en que estaba y
de hacer en Adherbal un ejemplar y justo castigo.
En medio de todo, Mutileder sentía cierto consuelo. Pensaba en que
Echeloría había jurado serle fiel o morir, y daba por seguro que moriría
antes que faltar a su promesa. Él mismo había hecho igual juramento, y
se sentía con la suficiente firmeza para cumplirle.
Con estas ideas en la mente y con el bizarro propósito de irse a Tiro
cuanto antes, recorrió Mutileder las calles de Málaga hasta que empezó a
anochecer. Todas las noticias que adquirió le confirmaron en que era
Adherbal el raptor de Echeloría. En lo que no adelantó mucho fue en
concertarse con algún patrón de buque que saliese pronto y le llevase
para Fenicia.
Llegó la noche, como queda apuntado, y ya Mutileder se retiraba a su
posada, cuando sintió que le tiraban suavemente de la capa por detrás.
Volvió el rostro, y vio a un pajecillo egipcio que le dijo:
--Señor Mutileder, sígame vuestra merced, que hay persona que desea
hablarle sobre asuntos que le interesan.
--¿Y quién puede ser esa persona? contestó él. Yo, en Málaga, no conozco
a nadie.
Entonces replicó el pajecillo:
--Aunque vuestra merced no conozca a esta persona, esta persona le
conoce. Hoy, de mañana, pasó junto al lugar del rapto protervo, y oyó y
vio a vuestra merced cuando de él se lamentaba. La persona es compasiva
y excelente, y se enterneció. Ha tomado informes sobre todo lo ocurrido,
y su enternecimiento se ha hecho mayor. Desea remediar el mal de vuestra
merced, con quien le importa conferenciar en seguida. ¿Quiere vuestra
merced seguirme?
Mutileder no halló motivo razonable para decir que no, y siguió al
pajecillo.
Siguiéndole por calles y callejuelas, que atravesaron rápidamente, llegó
nuestro héroe protobermejino a una puertecilla falsa y cerrada, en el
extremo de un callejón sin salida.
El paje aplicó una llave a la cerradura, le dio dos vueltas, y la puerta
se abrió sin ruido. Entró el paje, y le siguió Mutileder.
Cerró el paje la puerta de nuevo, y quedaron él y nuestro amigo en la
más completa oscuridad. El paje asió de la mano a Mutileder, y le guió
por las tinieblas. Al cabo de poco tiempo vieron luz y una linterna que
estaba en el suelo. La tomó el paje, y, ya con ella, alumbró a
Mutileder, y mostrándole el camino, le dijo que le siguiera. Subieron
ambos por una estrecha y larga escalera de caracol: llegaron luego a
otra puertecilla; la abrió el paje; levantó un tapiz que había detrás, y
él y Mutileder penetraron en una sala espaciosa y bien iluminada.
El paje entonces se escabulló sin saber cómo, y Mutileder se encontró
frente a frente de una anciana y venerable dueña, la cual, con voz
meliflua, le dijo:
--Sígueme, hermoso.
Y Mutileder la siguió, algo ruborizado del intempestivo requiebro.
No refiero aquí, porque estoy de prisa, y no debo ni puedo pararme en
dibujos, los primores estupendos, las alhajas rarísimas, los lindos
objetos de arte y los cómodos asientos y divanes que había en varias
salas por donde iban pasando la dueña y nuestro héroe, que atortolado
la seguía. Baste saber que allí se veía reunido de cuanto había podido
inventar el lujo asiático de entonces y de cuanto la activa solicitud de
los navegantes fenicios había podido traer de todas las comarcas a que
solían ellos aportar, desde las bocas del Indo hasta las bocas del Rhin,
puntos extremos de sus _periplos_ o navegaciones.
Lo que sí diré, es que si una sala era lujosa, otra lo era más, y que el
primor iba en aumento conforme se pasaban salas. Maravilloso silencio y
sosiego apacible reinaban en todas ellas. No se veía ni un alma. Soledad
y dulce misterio. Rica y leve fragancia de perfumes sabeos impregnaba el
tibio ambiente.
«--¿Qué será esto? decía Mutileder para su coleto. ¿Dónde me llevará
esta buena señora?»
Y la admiración y la duda se pintaban en su candoroso y bello semblante.
Por último, la dueña tocó a una puerta, que no estaba abierta como las
demás que habían dado paso de un salón a otro salón, sino que estaba
cerrada. La dueña la abrió un poco, lo suficiente para que cupiese por
ella una persona, empujó a Mutileder, le hizo entrar, y quedándose
fuera, cerró otra vez la puerta, dejándole solo.
Mutileder, que venía de salones donde había mucha luz, nada veía al
principio, e imaginó que el salón en que acababa de entrar estaba a
oscuras; pero sus pupilas se dilataron muy pronto, y notó que una luz
velada y dulce iluminaba aquella estancia, difundiéndose desde el seno
de tres lámparas de alabastro.
Aun no había tenido vagar para ver todo lo que le circundaba, cuando oyó
Mutileder una voz blanda y argentina, que parecía salir de una garganta
humana nueva y de una boca fresca, colorada y sana, porque todo esto se
conoce en la voz, la cual le decía:
--Perdóname, amigo, que te haya hecho venir hasta aquí, deseosa de
hablarte.
Dirigió Mutileder la vista hacia el punto de donde la voz procedía, y
vio recostada lánguidamente en un ancho sofá a una dama morena y
majestuosa como una emperatriz, vestida de blanca y flotante vestidura,
con una cabellera abundante, lustrosa y negra como la endrina, y con
unos ojos que parecían dos soles de luto, así por el fuego y los rayos
que despedían, como por su oscuro color y por el color, no menos oscuro,
de las cejas, de las largas y rizadas pestañas, y aun de los párpados
suaves, cuyas sombras acrecentaban el resplandor fulmíneo de los
referidos ojos. En los brazos desnudos, casi junto al hombro, tenía la
dama brazaletes de oro de prolija y costosa labor; sobre el pecho y en
las orejas, collar y zarcillos de esmeraldas; y sendas ajorcas, por el
estilo de los brazaletes, en las gargantas de sus pequeños pies,
calzados por coturnos de seda roja. Lazos de idéntica seda adornaban la
falda y el corpiño y ceñían el airoso talle. Sobre el negrísimo cabello
lucía, prendido con gracia, un ramo de flores de granado.
En todo esto reparó en conjunto Mutileder, pero sin analizar, como
nosotros, porque estaba algo cortado y sin saber lo que le sucedía. La
cosa no era para menos; sobre todo, tratándose de un mozuelo que, si
bien despejado y audaz, carecía de experiencia y jamás se había visto en
lances de aquel género.
Absorto, mudo, con la boca abierta, estaba Mutileder, cuando la dama se
levantó y mostró de pié su gallarda estatura, esbelta y cimbreante como
las palmas de Tadmor; y vino a él, y tomándole la mano, en la que él
sintió como una conmoción eléctrica, le llevó a sí y le dijo:
--Siéntate. ¿Qué te asusta?
Y Mutileder se sentó, al lado de la dama, en un taburete bajito.
Luego que Mutileder se hubo serenado, oyó a la dama con la debida
atención, y le respondió con concierto.
Ella le dijo que se llamaba Chemed, que era viuda y rica y natural de
Tiro, que había sabido su dolor, que se interesaba por él, a causa de
una súbita e irresistible simpatía, y que anhelaba dar consuelo y
remedio a sus males.
Aunque Chemed lo había averiguado todo, quiso que Mutileder le refiriese
su historia. Mutileder la refirió con elocuencia. Al hablar de
Echeloría, aunque era hombre recio, se le saltaron las lágrimas. Con las
lágrimas sobre sus mejillas y velando sus ojos azules, estaba el
muchacho lo más bonito que puede imaginarse. Chemed no se hartaba de
mirarle; pero ¡con qué miradas! Vamos, no es posible explicar cómo eran.
Chemed tenía cerca de treinta y cinco años. Mutileder no había conocido
a su madre. No sabía lo que era la amistad y el cariño de la mujer.
--¡Pobrecito mío! exclamaba Chemed. ¡Pícaro Adherbal! No paga con la
vida el mal que te ha hecho. Haces bien en querer vengarte y salvar a
Echeloría de las garras de ese monstruo. Mira, Mutileder: dentro de
cuatro días debo yo salir para Tiro, donde tengo que arreglar mis
asuntos, muy desordenados desde que mi marido murió. Tú vendrás en mi
compañía. Considérame como a tu amiga más leal.
Y sencillamente Chemed tomaba la mano del inocente mozo, y la estrechaba
entre las suyas y la retenía en cautividad, equilibrando el calor
superior que había en las de ella con el calor que él tenía en su mano.
Todavía se puso más interesante y bonito Mutileder cuando habló con
efusión del eterno amor y de la fidelidad que él y Echeloría se habían
jurado. Chemed celebraba todo esto, y lo hallaba muy a su gusto.
--Sí, hijo mío, decía a Mutileder, así debe ser. Dichosa Echeloría, que
encontró en ti un modelo de amantes. No suelen ser como tú los demás
hombres, sino volubles y perjuros. Todas mis riquezas, toda mi posición
daría yo si hubiese encontrado un amante tan resuelto y fino como tú.
En suma, esta conversación siguió largo rato, y yo tengo notas y apuntes
que me ha suministrado D. Juan Fresco y que me harían muy fácil
referirla con todos sus pormenores; pero, como mi historia tiene que ir
en un ALMANAQUE sin excitar a nadie a que los haga, y no puede
extenderse mucho, sino ser a modo de breve compendio, me limitaré a lo
más esencial, deslizándome algunas veces, con rapidez y como quien
patina, en aquellos pasajes que más se presten a ello por lo
resbaladizos.


V.

Cuatro días después de la conferencia primera entre Chemed y Mutileder,
salían ambos de Málaga para Tiro en una magnífica nave. Mutileder iba en
calidad de secretario privado de la dama para llevarle la
correspondencia en lengua ibérica.
La amistad de ambos era íntima, y Mutileder, siempre que se veía en
presencia de Chemed, estaba contento y como orgulloso de tener tan
elegante y discreta amiga. Chemed tenía además mucho chiste y
felicísimas ocurrencias: decía mil graciosos disparates; y Mutileder se
regocijaba y reía sin poderlo remediar; pero, cuando estaba sólo, amarga
melancolía se apoderaba de su alma, pensamientos crueles le
atormentaban, y algo parecido a remordimientos le arañaba el corazón,
como si fueran las uñas de un gato, o digamos mejor, de un tigre.
Mutileder hablaba entre dientes, lanzaba desconsolados suspiros,
manoteaba y hasta se golpeaba y pellizcaba sin compasión, y solía
exclamar:
«¡Qué diablura! ¡Qué diablura!»
En presencia de Chemed o se olvidaba de su dolor o le refrenaba y
disimulaba. Ésta, a no dudarlo, era la diablura, a que su exclamación
aludía.
Mutileder había tenido ya tiempo para meditar, reflexionar y hacer
severo examen de conciencia, y no se absolvía, sino que se condenaba por
débil, perjuro y desleal, en grado superlativo.
A veces quería disculparse consigo mismo, y no lo lograba.
«Yo, decía, sigo amando a Echeloría, y Chemed no obsta para ello. Voy a
buscar a Echeloría, a libertarla y a vengarla, y Chemed me ayuda en mi
empresa. El cariño de Chemed tiene algo de maternal. ¡Es tan buena
conmigo!--¡Es tan alegre y chistosa! ¡Qué tonterías tan saladas se le
ocurren! ¿Cómo no he de reírme al oírlas? ¿He de estar siempre llorando?
No: no es menester llorar: no es menester negarse a todo consuelo, como
una bestia feroz, para demostrar que es uno fiel y consecuente. Ya
veremos cuando me encuentre con Adherbal si amo a Echeloría o si no la
amo.»
Estas y otras sutilezas y quintas esencias alambicaba, fraguaba y se
representaba Mutileder para justificarse; pero, como hemos dicho, no lo
lograba nunca.
De aquí su pena cuando estaba solo: y no sé de dónde, el olvido de su
pena cuando de Chemed estaba acompañado. ¡Contradicciones inexplicables,
raras antinomias de los corazones de los mortales!
De esta suerte, en soliloquios románticos, acerbos y dignos de Hamlet,
siempre que estaba sin Chemed; y en coloquios amenos, en pláticas
tiernas, y en juegos y risas, cuando Chemed aparecía, vivió Mutileder; y
así se pasó el tiempo, caminó la nave, se detuvo en varios puntos de
África y en algunas islas del archipiélago de Grecia, y llegó al fin a
Tiro, capital entonces de Fenicia desde la ruina de Sidon, cuando los
filisteos, rubios descendientes de Jafet, vinieron de Creta por mar,
mientras que del lado del desierto de Arabia entraban los israelitas en
la tierra de Canaan y lo llevaban todo a sangre y fuego. Tiro había
hecho después renacer el poder cananeo o fenicio y estaba en toda su
gloria y florecimiento. Sobre el trono de Tiro resplandecía el rey
Hiram, amigo de Salomón, hijo de David. Israelitas y fenicios eran
estrechos y felices aliados.
Muy largo sería describir aquí la grandeza de Tiro. Dejémoslo para mejor
ocasión. Lo que importa es decir que Mutileder buscó a Adherbal en
seguida y no le halló. Pronto supo con rabia que el infatigable marino,
sin reposar casi, se había encargado del mando de la flota, que Hiram y
Salomón expedían con frecuencia a la India, desde el puerto de
Aziongaber en el mar Rojo. Tres días antes de la llegada de Mutileder y
de Chemed, Adherbal se había puesto en marcha para tomar el mando
referido.
Adherbal debía pasar por Jerusalén. Mutileder no pensó más que en
perseguirle y alcanzarle, antes de que se embarcara para tan larga
navegación, de la que sabe Dios cuándo volvería.
Temiendo que le faltasen las fuerzas y el valor para despedirse de
Chemed, Mutileder preparó su viaje con el mayor sigilo, aprovechando la
salida de una caravana; y, montado en un ligero dromedario, salió para
Jerusalén, cuando Chemed menos lo sospechaba.
Chemed lo supo y lo lloró al leer una carta que él escribió antes de
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