El teatro por dentro - 7

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EDMUNDO ROSTAND

Doce años hace que conocí á Edmundo Rostand; fué una tarde de invierno,
en la redacción de _Le Gaulois_. Días antes se había estrenado «Cyrano»,
y aquel éxito, sin precedentes en la historia del teatro, parecía ceñir
á la figura delicada del joven autor un halo de oro y de luz. Un
apretado grupo de literatos y periodistas rodeaba al poeta. Era éste un
hombre de mediana estatura, frágil, y vestido con arreglo á las leyes de
la más estricta elegancia inglesa. Bajo la ancha frente, su rostro,
según aparece en la hermosa caricatura que le hizo Cappiello, se
modelaba sobre la línea vertical de un perfil lleno de voluntad. Hablaba
en voz baja, y sus manos, débiles y blancas, accionaban muy poco.
Parecía distraído. Su aspecto, al mismo tiempo, era amable y glacial.
Eugenio Rostand, padre del poeta, fué en sus mocedades un versificador
estimable que tradujo á Cátulo bastante bien, y que más tarde dedicóse
ahincadamente á la fundación de Bancos populares, de habitaciones para
obreros y otras obras benéficas. De aquel filántropo, que ofrendó á la
caridad un inolvidable y largo poema de buenas acciones, heredó su hijo
la delicadeza sentimental, la exaltada ternura femenina que aroman toda
su obra y ponen en cada una de sus estrofas la fragancia de una lágrima
y el bálsamo evangélico de una caricia.
Nació Edmundo Rostand en Marsella en 1868. A los veinte años publicó un
libro de versos á lo Teodoro de Banville, titulado «Musardises»
(Frivolidades ó Pasatiempos), que ofreció en una dedicatoria alada,
rebosante de ingenio melancólico y dulce, á «sus buenos amigos los
fracasados».
«Personnages funambulesques,
Laids, chevelus et grimaçants,
Pauvres dons Quichottes grotesques
Et cependant attendrissants...»
Aquella obra sin pretensiones pasó inadvertida; era un libro que estaba
bien y nada más. Poco después Rostand, en unión de Enrique Lee, un autor
hoy completamente olvidado, escribió en cuatro noches, y con destino al
teatro de Cluny, un «vaudeville» en cuatro actos titulado «El guante
rojo». La crítica actual nada dice de aquel vago engendro, del que ni
siquiera tengo noticia que llegara á estrenarse. Al año siguiente el
poeta, modesto y obscuro, desposaba á cierta señorita de notable belleza
y distinción, que también publicaba versos bajo el seudónimo de
«Rosamunda Gérard», y á quien los literatos que concurrían á las
reuniones de Leconte de Lisle habían aplaudido fervorosamente más de una
vez.
«Rosamunda», que estudiaba la declamación con Féraudy, y Edmundo
Rostand, distraían sus ocios y los de sus amigos íntimos representando
comedias. En cierta ocasión, no teniendo nada que ensayar, el futuro
dramaturgo escribió un diálogo en verso titulado «Los Pierrots».
«Rosamunda» cogió el manuscrito y se lo llevó á Féraudy para que lo
leyese, y éste, entusiasmado, habló de ello con Julio Claretie, quien
impresionable y optimista como buen meridional, llamó á Rostand á su
despacho de la Comedia Francesa para decirle que su obrita le había
gustado mucho y que pensaba estrenarla.
Reunido el Comité encargado de la admisión y revisión de obras, el
diálogo de Rostand, á pesar de los esfuerzos de Féraudy, que lo leyó
magistralmente, fué rechazado por unanimidad.
Aquel mismo día había muerto Banville, y el recuerdo de sus «Pierrots»
emborronaba sin duda, el mérito de los de Rostand. Claretie estaba
desesperado. «Nunca me consolaré--escribía luego al futuro autor de
«Cyrano»--de ver desvanecerse esa pompa irisada de jabón...» Para
recobrarse del descalabro sufrido, Julio Claretie pidió á Rostand «otro
acto», asegurándole que, por lo menos, sería leído. El poeta (lo ha
confesado él mismo después, corroborando así la teoría, un poco
fatalista, de Capus), «_sintió_ en aquel momento pasar la fortuna», y
repuso:
--Le traeré á usted tres actos.
Así fué; al mes siguiente, Edmundo Rostand, que trabaja muy de prisa,
cumplía lo ofrecido, entregando á Claretie el manuscrito de «Les
Romanesques». El poeta leyó su obra ante el Comité; la lectura duró una
hora y quince minutos. Transcurrieron varios días sin que el fallo de
aquél se conociese; molestado en su amor propio, Rostand reclamó de
Claretie una contestación categórica. Al cabo, los miembros del Comité,
señores graves, llenos en casos tales de impertinente y campanuda
suficiencia, declararon que la obra sería admitida «siempre que su
lectura no durase más de una hora». Realmente no era mucho exigir.
Alegre y confiado, Rostand empezó su tarea por acostumbrarse á leer más
de prisa, suprimió las acotaciones, abrevió las explicaciones
concernientes á la «mise en scène», pero no sacrificó ni un solo verso.
Reunido nuevamente el Comité, Mounet-Sully sacó su reloj, del que ni un
instante apartó los ojos. Esta vez la lectura de «Les Romanesques» duró
una hora justa; la obra fué admitida.
«Fué aquella--dice el poeta,--mi entrada en la escuela de la paciencia.»
Transcurrieron dos años. El poeta se hallaba en Luchon cuando el
bondadoso Claretie le escribió rogándole que fuese á París, sin pérdida
de tiempo, para leer su comedia á la compañía. Hízolo así Rostand, y su
obra ya estaba definitivamente corregida y sacada de papeles, cuando M.
de Curel entregó el original de «L'Amour brode». El autor novel quedó
postergado; era natural. Pasaron otros tres ó cuatro meses, y Rostand,
¡al fin!... pudo leer su comedia. La impresión fué excelente: el papel
de «Sylvette» lo interpretaría Mlle. Reichenberg; M. Le Bargy,
representaría el de «Percinet»; Féraudy se embozaría en la capa y
ceñiría la espada del bravucón y delicioso «Straforel».
Inmediatamente comenzaron los ensayos, y, ¡caso raro!... según los
actores iban dominando sus papeles, su entusiasmo del primer momento
decrecía. Este malestar fué en aumento: Le Bargy, Féraudy, Leloir,
Laugier... todos aconsejaban á Rostand que retirase su obra; aun era
tiempo; ¿para qué ir á un fracaso que tantos comediantes experimentados
y meritísimos estimaban seguro?... El poeta llegó á creer que se había
equivocado, y que sus amigos los actores tenían razón. Mlle. Reichenberg
era la única que le animaba; ni un instante, en el tráfago enervante de
los ensayos, decayó su fe; la exquisita actriz, confiada y alegre,
sostuvo la voluntad, ya vacilante, de Rostand, y le infundió ánimos para
llegar al estreno.
La obra, efectivamente, triunfó; el primer acto, sobre todo, risueño,
pintoresco, rebosante de frescura y de elegante frivolidad, hipnotizó al
público; á cada verso de «Sylvette» ó de «Straforel», contestaban los
espectadores con un aplauso. Julio Claretie, el verdadero «descubridor»
de Rostand, reventaba de gozo. Esto ocurría en la Comedia Francesa la
noche del 21 de Mayo de 1894.
Citaré, á propósito de «Les Romanesques», una anécdota muy curiosa:
Una noche, Edmundo Rostand, que, según decía Coquelin, posee facultades
extraordinarias de actor, interpretó en Marsella y en honor de sus
conterráneos, el papel de «Percinet». Al terminar la representación, un
empresario inglés ofreció al poeta doscientos francos diarios por
trabajar en Londres. Sonriendo, el ilustre autor repuso:
--¡Pero si yo no soy actor!... Soy Edmundo Rostand...
--¡Ah! En tal caso--replicó su interlocutor, imperturbable,--mejoro mi
oferta. ¿Le convienen á usted cuatrocientos francos?...
La proposición, efectivamente, era tentadora, pero Rostand la rechazó;
los tiempos varían: el gran Molière, en su lugar, seguramente la
hubiese aceptado.
En 1895, y sobre el escenario de la Renaissance, estrenó Sara Bernhardt
«La princesa lejana». Son cuatro actos brumosos y tristes, vagamente
simbólicos, escritos sin duda bajo la turbia luz de las literaturas
septentrionales, entonces en auge. No obstante, el verbo conciso y
diáfano, con limpidez meridiana, del excelso poeta latino, derramaba
sobre las vaguedades del conjunto relieves preciosos. El asunto de la
obra tiene melancolías de égloga. Un viejo príncipe solitario concluye
por enamorarse ciegamente de cierta princesa, de quien todos le refieren
bellísimos y peregrinos lances, y no quiere morir sin conocerla.
«Ils en parlèrent tant que soudain, se levant,
Le prince, le poète épris d'ombre et de vent,
La proclama sa dame, et, depuis lors fidèle,
Ne rêva plus que d'elle et ne rima que d'elle,
Et s'exalta si bien pendant deux ans qu'enfin,
De plus en plus malade et pressentant sa fin,
Vers sa chère inconnue il tenta le voyage,
Ne voulant pas ne pas avoir vu son visage...»
La dotación del buque donde el anciano príncipe «enamorado de la sombra
y del viento», se embarca, la componen foragidos, piratas y aventureros
de la peor especie. No importa. La nave así parece un corazón
avanzando, á despecho de los ruines instintos que lo muerden, hacia la
perfección del Ideal.
La Prensa, que quería ver á Rostand más cerca de Regnard que de Ibsen,
maltrató á «La princesa lejana». Pero ello no bastó para que su autor,
que parecía complacerse en pulsar y examinar minuciosamente todos los
registros variadísimos de su inspiración, estrenase dos años después «La
Samaritana». A pesar de sus innegables bellezas líricas, esta obra, que
el poeta calificaba de «evangelio en tres cuadros», gustó poco. El poeta
cometió la torpeza--su imprevisión merece llamarse así,--de sacar á
escena á Jesús, y la figura del divino apóstol del perdón, es demasiado
subjetiva, demasiado abstracta para encerrada entre bambalinas. El
público, unánimemente, la rechazó; fué una caída á plomo.
«Cyrano de Bergerac» se estrenó el 28 de Diciembre de 1897. ¿Cómo en
poco más de tres años pudo Rostand salvar la enorme distancia de
perfección que separa «Les Romanesques» del magnífico «Cyrano?»...
Porque «Cyrano de Bergerac» es algo sublime, arquetipo, maravillosamente
armónico, donde todas las vibraciones innúmeras de la carne y del
espíritu humanos dejaron prendidos un suspiro y un matiz; obra
admirable, alternativamente pintoresca y sombría, alegre y trágica,
caballeresca, triste, heróica unas veces á lo Bayardo, y otras,
elegante, frívola y burlona á lo Luis XIV, noble siempre, latina, en
fin, hasta en sus quintas esencias más íntimas y depuradas, ella sola
embebió y conserva en la catarata refulgente y sagrada de sus
alejandrinos toda el alma y toda la inspiración de Edmundo Rostand.
El éxito alcanzado por «Cyrano» no tiene precedentes en la historia del
teatro. A su autor, que asistió al estreno y aun tomó parte en la
representación disfrazado de cortesano de Luis XIII y como comparsa, la
crítica le ensalzó, y diputándole inmortal, buscóle un puesto de honor
entre los dioses del arte. Ningún dramaturgo había llegado á la gloria
antes que él; cuando iba por los «boulevards», el público se detenía
paria verle pasar; los autores le espiaban, le imitaban; diariamente la
Prensa hablaba de él; hasta los mueblistas y los sastres explotaron la
popularidad sin fronteras del poeta: hubo «sillones Rostand», «chalecos
Rostand», corbatas y cuellos «á lo Rostand». Aquel nombre glorioso,
repetido por millones de labios, volaba por los hilos del telégrafo de
un continente á otro y llenaba el mundo: hasta las estrellas parecían
saberlo.
Después del estreno de «L'Aiglon», drama en seis actos, que si no
emborronó, tampoco mejoró en un ápice el prestigio de su autor, éste,
que siempre fué hombre de constitución delicada y voluntad apacible, y
por lo mismo inclinado á la vida rústica, se retiró á su magnífica
posesión de Villa Arnaga, en Cambo.
Para ser feliz, cierto poeta oriental necesitaba fabricar una casa cuyos
sólidos muros hablasen de su breve tránsito por la tierra á la
posteridad; engendrar un hijo que prolongase su raza, y escribir un
libro que eternizase su espíritu. De igual opinión debe de ser Edmundo
Rostand: sus hijos Juan y Mauricio aseguran la conservación de su
apellido, y «Cyrano», por sí solo, le garantiza la inmortalidad. ¿Por
qué no tener también una casa?... Y con este pensamiento, el gran poeta
levantó esa Villa Arnaga, que, si no es la más excelsa de sus obras,
tampoco es la peor.
Ocupa el palacete de Rostand la cima de un altozano situado en la
confluencia de los ríos Nive y Arnaga. Un trozo del bien cuidado jardín
que la rodea es copia afortunada del «Petit Trianon» versallés. Los
terrenos colindantes, sembrados de encinares, son feraces y agrestes, y
en la quietud estrellada de las noches de estío se oye la voz del Nive,
espumoso y violento. El paisaje, rudo y tranquilo, tiene una majestad
religiosa: á un lado, el terreno deriva en ondulaciones suaves hacia
Bayona; al otro aparecen los Pirineos, con sus lomas nevadas, y la
vecindad de Roncesvalles habla al «turista» de heroísmos centenarios. El
mismo Rostand dirigió y compuso la arquitectura, á trozos vasca y á
trozos bizantina, de su hotel. Las habitaciones, decoradas por Juan
Veber, Enrique Martín, Gastón La Touche, Mlle. Dufau y otros artistas,
ofrecen perspectivas espléndidas. El gabinete de «Rosamunda» lo pintó
Veber con asuntos tomados de los cuentos de Perrault: un mundo
extravagante y encantador de ogros, de gnomos encapuchados, de paisajes
feéricos, donde los árboles tienen formas humanas, evocan las
extraordinarias aventuras de «La bella dormida en el bosque» y de
«Cendrillon».
La luz y las pinturas de cada estancia están armónicamente dispuestas;
entre aquellas elevadas paredes, que los azules cerúleos, los tonos
verdes claros, los violetas y los amarillos llenan de sol y de panoramas
de Arcadia, las habitaciones, amuebladas fastuosamente, parecen más
grandes.
En ese retiro, Edmundo Rostand pasó varios años, y su silencio, ¡caso
raro! preocupaba á la opinión. De tarde en tarde los críticos
preguntaban: «¿Qué hace Rostand?...»
A fines de 1902 llegó á París la noticia de que el desterrado de Arnaga
había concluído de escribir una comedia maravillosa, arquetipa:
«Chantecler».
«Es superior á Cyrano de Bergerac», clarineaban los periódicos.
Inmediatamente el gran Coquelin toma el tren para Cambo. Mame. Rostand
le recibe, y sus grandes ojos, pensativos y dulces, reflejan melancolía
profunda.
--No puede usted ver á Edmundo--dice;--Edmundo está enfermo.
El insigne comediante explica su deseo, ruega, se exalta, llega á la
cólera, y al fin, consigue su propósito. Rostand se muestra abatido, y
le estrecha las manos fríamente.
--Mi obra, en efecto--declara,--está terminada. Puse en ella toda mi
alma. Sólo me falta corregirla. Pero crea usted que estoy desanimado: á
trozos me disgusta, á trozos me agrada. ¿La verdad?... Ignoro lo que he
hecho.
Coquelin quiere conocerla: para eso ha ido á Cambo. El poeta se
defiende; al cabo, con la «bonhomie» de un dios que se resignase á
descender unos momentos de su altar, coge el manuscrito de «Chantecler»
y lee. ¡Admirable! Coquelin se entusiasma, grita, llora; su corazón, su
gran corazón, donde cupo «Cyrano», estalla de júbilo. Rostand le escucha
conmovido: ¿es posible que aquella comedia sea su obra mejor? Al
principio duda; luego, poco á poco, dignamente, se deja persuadir y
ofrece al actor emprender sin pérdida de tiempo la corrección de
«Chantecler».
De regreso á París, Coquelin alquila un teatro para ir arreglando la
«mise en scène» de la nueva comedia, y continuamente y en todas partes
repite los versos esplendorosos del «Himno al Sol», que oyó de labios
del maestro y que se trajo robados en la memoria. Su entusiasmo es
círculo de fuego donde se abrasan cuantos le rodean; los rotativos
propalan la noticia, que, al rebasar las fronteras francesas, es
recogida por la Prensa de todas las naciones y vuelve á París ensalzada,
magnificada. El estreno de «Chantecler» se convierte en un asunto de
interés mundial.
Transcurren varios meses, durante los cuales la curiosidad pública,
lejos de descaecer con la espera, se exacerba é irrita. De pronto,
Coquelin aparece desesperado: Rostand se halla gravemente enfermo de
neurastenia; los médicos le han prohibido trabajar. Un periódico
indiscreto pregunta: «¿Está loco Edmundo Rostand?»... Y cuenta que sus
criados le han hallado metido en un baño sin agua y completamente
vestido ¡Pobre Coquelin!
Pasan otros dos años; de tarde en tarde, á intervalos prudentemente
calculados, los diarios hablan del maestro: el recuerdo de «Chantecler»
persiste triunfador.
Al cabo, el poeta, ya recobrado de sus achaques, llega á París para
dirigir por sí mismo los ensayos y decorado de su obra; y cuando parece
que las dificultades que se oponían al estreno están vencidas... muere
Coquelin.
La desaparición del famoso _coq_ levanta entre los grandes comediantes
parisinos formidable revuelo: todos quieren sustituirle: Le Bargy
declara que, por representar «Chantecler», está dispuesto á salir de la
Comedia Francesa; los «societaires» de la Casa de Molière protestan; el
asunto llega á la Cámara, y las discusiones continúan, hasta que Edmundo
Rostand entrega su comedia á Luciano Guitry. ¡Buena elección! Lentamente
las discusiones de los actores van encalmándose, y con la noticia de que
los ensayos han empezado, la curiosidad ardiente del público recibe un
terrible y definitivo espolazo. También se habla de la «mise en scène»,
que será fastuosa y originalísima. Jusseaume, Paquereau y d'Amable, han
pintado las decoraciones; los trajes son soberbios: algunos han costado
doce mil francos. Las plumas empleadas en el vestuario pesan novecientos
kilos y valen más de seis mil duros. Pero no hay que impacientarse:
Rostand no quiere que su comedia se estrene hasta pasado el primer
aniversario del fallecimiento de Coquelin. Es una delicadeza respetuosa
que todos aplauden.
Al cabo, los periódicos fijaron la fecha del estreno de «Chantecler», é
inmediatamente una multitud hipnotizada se arremolinó ante las taquillas
del teatro de la Porte Saint-Martín. En pocos días el importe de las
localidades vendidas para las primeras representaciones de la obra,
ascendió á la enorme suma de doscientos mil francos. «Todo París», ora
por legítima curiosidad, ora por «snobismo», quería verla. El Sena,
desbordándose, suspendió la tan esperada función. Transcurrieron ocho ó
diez días. El río comenzó á bajar, la circulación iba restableciéndose
rápidamente, el sol devolvió su regocijo habitual á las calles
inundadas... Y por cuarta ó quinta vez, los periódicos anunciaron el
estreno de «Chantecler».
Este se celebró, al fin, en la noche del 7 de Enero de 1910, y ante la
misma batería que hace trece años alumbró los últimos momentos
magníficos de «Cyrano de Bergerac».
En la historia general de la literatura tropezamos con otras obras
similitudinarias de la de Rostand: «Las aves», de Aristófanes, por
ejemplo, y «El reino de los caballos», de Swift; á Goethe también le
tentó el mismo asunto.
Julio Claretie dice que los antecedentes de «Chantecler» deben de
buscarse en la famosa «Historia cómica de los estados é imperios del
Sol», que publicó en la primera mitad del siglo XVII aquel gran
extravagante, mitad sabio, mitad espadachín, que se llamó Cyrano de
Bergerac. En este libro memorable habla su autor de su odio á las aves
nocturnas y de la libertad que dió al loro que una prima suya tenía
encerrado en una jaula; y asegura que los pájaros sostienen entre sí
largas conversaciones, y que él mismo había aprendido el arte de
entenderse con ellos; añadiendo otros muchos pormenores donosos á
propósito del severo proceso que las aves incoaron contra él, y del que
salió libre y sano merced á la bondadosa intervención de cierta urraca
amiga suya.
Edmundo Rostand ha dicho que el asunto de «Chantecler» se le ocurrió
bruscamente una tarde que, al regresar á Villa Arnaga, entró en el
corral de una casa de labor á beber un vaso de leche. Mientras le
servían, el poeta examinó el sitio donde estaba: sobre un montón de paja
y de estiércol había varias gallinas, un pato, un perro, un mirlo en una
jaula... y todos parecían sostener animado diálogo. De pronto las
conversaciones cesaron: ¿por qué?... Lentamente, muy orondo, muy
teatral, el mirar impertinente y dominador, un gallo se acercaba...
--«¡Chantecler!»...--pensó Rostand.
Y ya no vaciló: la obra estaba hecha.
Poco á poco, influenciado por la quietud montaraz y bravía de la región
vasca, el poeta fué empapándose de todos los colores, de todos los
gritos de la naturaleza, que habían de vibrar más tarde en las estrofas
del extraño poema que iba componiendo. Su comedia sería de «animales»,
porque el lirismo de una obra poética no armoniza con el horrible
prosaísmo de la indumentaria moderna; y por otra parte, es imposible
vestir con trajes de los siglos XV ó XVI personajes que han de pensar y
hablar modernamente.
Todas estas dificultades--ha declarado el mismo Rostand al periodista
Emilio Berr,--se obviaban sustituyendo á los hombres por animales.
¿Acaso unos y otros, en lo que tienen de más esencial, no son
idénticos...?»
El primer acto de «Chantecler» se desarrolla en un corral: el segundo en
una eminencia desde donde se columbra un valle: amanece; el tercero, en
una huerta: el cuarto, en una selva; es de noche.
Argumento:
Una faisana, ligeramente herida por un cazador, cae en el corral donde
impera «Chantecler», hermoso y sultán. La belleza frágil y mimosa de la
hembra conquista y rinde la voluntad arisca del gallo, quien, en un
soberbio «Himno al Sol», la descubre su amor. Varios pájaros nocturnos,
en quienes el poeta personifica los malos instintos, celosos de
«Chantecler», quieren exterminarle, y para ello le preparan una
emboscada, en la que un gallo inglés, de espolones acerados, ha de darle
muerte. «Chantecler», sin embargo, triunfa de su enemigo, y sigue á su
faisana al bosque, donde espera vivir libre de envidias y de rencores.
Una vez allí, ella, á fuer de hembra envolvente y dominadora, quiere
aprisionarle entre los hilos de su cariño, torcer su porvenir, impedirle
que cante. Discuten... Pero «Chantecler», más fuerte que Reinaldos, no
olvida la sagrada misión que debe cumplir sobre la tierra, é impone á su
amada su voluntad.
* * * * *

LA FAISANA
«...Je suis la Faisane
Qui du male superbe a pris les plumes d'or!
CHANTECLER
Vous n'en restez pas moins une femelle encore,
Pour qui toujours l'idée es la grande adversaire!
LA FAISANA
Serre-moi sur ton coeur, et tais-toi!
CHANTECLER
Ja te serre,
Ouì, sus mon coeur de Coq! Mais c'eût été meilleur
De te serrer contre mon âme d'éveilleur!
LA FAISANA
Me tromper pour l'Aurore! Eh bien, quoi qu'il t'en coûte,
Trompe-là pour moi!
CHANTECLER
Moi! Comment?
LA FAISANA
Je veux...
CHANTECLER
Ecouté...
LA FAISANA
Que tus restes un jour sans chanter!
CHANTECLER
Moi!
LA FAISANA
Je veux
Que tus restes un jour sans chanter!
CHANTECLER
Mais, grands dieux,
Laisser sur la vallée, au loin, l'ombre installée?...
LA FAISANA
Oh! quel mal cela peut-il faire à la vallée?
CHANTECLER
Tout ce qui trop longtemps reste dans l'ombre et dort
S'habitue au mensonge et consent à la mort!»
* * * * *
«Chantecler» es el drama del esfuerzo humano en su lucha implacable por
la vida; es el calvario del varón fuerte que, luego de vencer á su rival
poderoso y de sobreponerse á las asechanzas de los cobardes que le
envidian, encuentra á la faisana, la mujer emancipada, celosa del poder
y de los ideales del macho--ideales que no comprende y ante los cuales
se siente postergada,--y que sólo á regañadientes concluye por rendirle
pleitesía.
El distinguido crítico y académico Emilio Faguet, consigna--y es una
observación curiosa que merece anotarse--la escasa intervención que
tiene el amor en el Teatro de Edmundo Rostand. Así es, efectivamente. En
«La Samaritana» y en «L'Aiglon», v. gr., este sentimiento falta por
completo; «Les Romanesques», más que la historia de dos enamorados, es
una sátira contra el amor; en «La princesa lejana», la pasión que anima
al anciano príncipe es algo abstracto y platónico, casi místico; y en el
mismo «Cyrano de Bergerac», no es el Cyrano enamorado, sino el
espiritual y heroico, el que predomina.
Algo semejante ocurre en «Chantecler». En vano la faisana tratará de
sobreponerse á la voluntad del gallo galán y dictador. «Chantecler»
cantará siempre: su clarín es el grito que ahuyenta las sombras de la
tierra, y aleja las estrellas sin apagarlas, y llena los campos de
matices y echa sobre los surcos la alegría fecundante del trabajo: él es
quien llama al sol; él, símbolo de toda actividad, es la llave de oro de
la vida...
En estos días, y mientras cuatro compañías francesas se disponen á
salir de París para llevar á las principales ciudades de Europa y de
América el gran grito lírico de «Chantecler», Edmundo Rostand ha vuelto
modestamente á su retiro de Cambo.
Rostand es un ordenado que, como Balzac, escribe de prisa y siempre de
noche. A pesar de sus triunfos, el poeta está triste; continuamente se
lamenta de su constitución débil, que le impide realizar largos
esfuerzos mentales.
--Yo concibo mucho--dice,--pero no puedo trabajar: me canso; por lo
mismo, presiento que la mitad de las fábulas y de los personajes que he
ideado, morirán conmigo...
Y, aunque trabajase mucho, sería igual. Yo sé que ese dolor que
atormenta al poeta no tiene cura: como á todos los grandes, la sed que
atormenta á Edmundo Rostand, es sed de Infinito...
* * * * *
DESDE MI BUTACA
APUNTES PARA UNA PSICOLOGÍA DE NUESTROS ACTORES
POR
EDUARDO ZAMACOIS
En este sujestivo libro que ningún actor ni ningún aficionado al teatro
debe desconocer, se explica la técnica, el modo de declamar, de
accionar, de prepararse para la escena, de estudiar; el ser íntimo, en
fin, de los más renombrados actores que actualmente pisan la escena de
España y América. Salpicado el relato de anécdotas curiosísimas,
constituye esta obra perfecta un verdadero tesoro del arte de Talía.
Un tomo de 288 páginas con 13 buenos retratos de actores y actrices: 2
pesetas.

CARTAS DE AMOR
POR
MARCEL PRÉVOST

Este libro, cuyo autor goza de gran fama y renombre en todos los pueblos
cultos, se distingue de entre los más notables en lo que llamaríamos
«salirse de filas». En sus maravillosas páginas, de un atrevimiento
elegante y encantador, desfilan bellas amadoras que en sus cartas dejan
su espíritu galante, delicado y malicioso. Un tomo de 254 páginas: 1
peseta.

Obras de Guy de Maupassant
A PESETA el tomo en rústica y á 1'50 encuadernado.
El buen mozo.--2 tomos.
La señorita Perla.
La criada de la granja.
Berta.
Bajo el sol de Africa.
El testamento.
La loca.
La abandonada.
Miss Harriet.
Inútil belleza.
El suicido del cura.
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