El teatro por dentro - 2

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en las relaciones de los actores para con el autor. Entre sí, los
comediantes, separados por el deseo de brillar, celosos unos de otros,
se destrozan fieramente en una lucha taimada y sin cuartel: sus
rivalidades personales rebasan los límites de los bastidores y les
acompañan sobre el escenario, y allí se recrudecen. Ante la sala
silenciosa y palpitante, tan fácil al aplauso como á la protesta, los
artistas se despedazan, noblemente unas veces, recurriendo otras á
triquiñuelas de mala ley. Los hombres olvidan su galantería, las mujeres
su misericordia. Si el galán puede «pisarle» una frase ó «robarle un
efecto» á la primera actriz, lo hace, y viceversa. Se acabaron los
sexos; nadie tiene piedad de nadie; la sed de gloria lo envenena todo.
El encono llega al extremo de que el actor cómico, por ejemplo, diga un
chiste que no estaba en su papel, ó deja caer una silla ó haga algo
hilarante y grotesco, sin otro propósito que el de distraer al público
para que no aplauda á otro actor que «se había preparado» un mutis
magistral...
¿Diremos por esto que los comediantes son peores que los demás hombres?
No. ¿Por qué?
¿Acaso todos nosotros, abogados, médicos, ingenieros, comerciantes, en
el gran teatro humano, no hacemos lo mismo?


LOS NOVELISTAS EN EL TEATRO

La figura enorme de Balzac, que á pesar de hallarse en la ubérrima y
gloriosa plenitud de su labor, necesitaba escribir diecisiete y
dieciocho horas diarias para pagar sus deudas, es prueba concluyente de
que raras veces el libro produce lo necesario para vivir holgadamente.
Los novelistas, sin embargo, sienten cierto aristocrático desdén hacia
la literatura dramática, á su juicio sobradamente artificiosa y
mercantil.
Cuentan que Honorato de Balzac y Alejandro Dumas se encontraron una
tarde en la puerta de la Comedia Francesa. Dumas acababa de entregar el
manuscrito de _La señorita de Belle-Isle_.
--Cuando me sienta cansado--dijo orgullosamente Balzac,--escribiré para
el teatro.
A lo que Alejandro Dumas repuso, irónico:
--Le aconsejo á usted empezar cuanto antes, querido amigo.
El autor de _Antony_ tenía razón. El teatro, á pesar de esos moldes
inquebrantables de tiempo y de espacio en que necesariamente ha de
desarrollarse, no es inferior á la novela: es... «otra cosa»; y el
radical antagonismo de ambos géneros, si divorciados esencialmente, más
separados aún en cuanto concierne á su complexión y arquitectura, impide
fijar entre ellos puntos discretos de comparación.
Lo que sí reconozco son las grandes dificultades de la novela, los
milagros de penetración filosófica y de arte indispensables para
escribir una obra-tipo: una _Madame Bobary_, por ejemplo. La novela es
narración de acontecimientos, descripción de figuras y de escenarios,
examen científico, y al mismo tiempo bello y ameno, de caracteres. A un
dramaturgo le basta con escribir al margen de su original la siguiente
acotación: «Salón elegante.--Es de noche.--Fulana y Zutana aparecen por
la izquierda y en trajes de baile...» No necesita añadir más; el resto
queda encomendado á la diligencia de los comediantes y del director de
escena. Pero el novelista tiene que decirlo todo, y de manera que sus
explicaciones, sin pecar de aburridas, sean lo bastante minuciosas para
dar al lector la emoción exacta del ambiente ó lugar donde los
personajes van á moverse. Alternativamente psicólogo y pintor, su
inspiración irá del sujeto al objeto, y viceversa, ora alambicando la
germinación y crecimiento de nuestra vida sentimental, ora estudiando
las impresiones que el mundo exterior determina en los individuos, y las
reacciones amables ó perversas que en éstos produce, según su educación
y temperamento. Paisajes, costumbres, caracteres, modos de hablar,
antecedentes étnicos, nada cae fuera del vastísimo campo de acción de la
novela: género admirable, amasijo exquisito de ciencia y de arte, donde
campean, junto á las trascendentes afirmaciones de la sociología y de la
medicina, las frivolidades de las nueve musas; obra suprema, en fin,
ordenada á reflejar dentro de una inquebrantable unidad todos los
colores y todos los rumores, y todos los perfumes y todas las
complejidades, sin guarismos, de la vida. Novelar es bucear, inquirir.
Una buena novela es un laboratorio. Hablan los personajes, y el autor
debe decirnos por qué hablan así, ó lo que es igual, cuáles sean sus
sentimientos; y remontándose, habrá luego de explicarnos también por qué
sienten de aquel modo y no de otro diferente, lo que inmediatamente le
obligará á internarse por las selvas obscuras de la herencia.
Por lo mismo, la inspiración del novelista es eminentemente analítica;
su labor capital, faena de clasificación y desmonte.
Esta cualidad, fertilísima, omnímoda y preexcelente dentro del libro, se
transforma en enemiga tenaz, á veces invencible, del novelista, cuando
éste, sin verdadera vocación, y atraído sólo por las ganancias pingües
que suele reportar el teatro á sus mantenedores, trata de encerrar las
frondosidades de su fantasía dentro de los prietos moldes de la comedia.
La transición es demasiado brusca; su costumbre de avizorar
pacientemente en las almas para desmenuzar los móviles de cada
sentimiento ó pasión, les vuelve prolijos; sus personajes, obligados á
decir todo lo que en el libro los novelistas, aun los más impersonales,
acostumbran á explicar por su cuenta al lector, «hablan demasiado»; las
escenas van devanándose con lentitud desesperante; los actos «pesan».
La única razón, por tanto, de que sean contados los grandes novelistas
que hayan obtenido en el teatro verdaderos triunfos, es una razón de
temperamento; porque rarísimas veces suele unirse al vigor analítico que
desciende á las causas de todo fenómeno, esa visión sintética que
únicamente aprecia los efectos, y que si alguna vez examina su origen,
siempre lo hace de soslayo y como al descuido. El teatro es síntesis,
refundición, abreviatura: algo que para interesar, para vivir, necesita
tener toda la rapidez palpitante de la vida; la intensidad, superficial
y compendiosa, del gesto; la pintoresca movilidad de una cinta
cinematográfica.
¿Un ejemplo?
«La casa de la dicha», de Jacinto Benavente.
Seguramente los que aplaudieron las magnificencias de pensamiento y de
forma que resplandecen en «Rosas de otoño», «La princesa Bebé», y «La
noche del sábado», no recuerdan ese dramita que representado dura media
hora apenas, y es, no obstante su brevedad, una de sus creaciones más
afortunadas y memorables del extraordinario dramaturgo. «La casa de la
dicha» tiene una simplicidad ibseniana. Todo en ella es perfectamente
vulgar: los tipos, el diálogo, el asunto. «Federico», el protagonista,
es un padre modelo y un esposo ejemplar, consagrado á la felicidad de
los suyos; su amabilidad, su buena conducta, la dulzura de su carácter,
le han granjeado las simpatías del vecindario. Inopinadamente aparece un
inspector que, de orden judicial, va á prenderle por falsificador. La
esposa, que ignora la vida secreta de su marido, grita: «¿Qué has hecho,
Federico, qué has hecho?...» El responde: «¡Mujer, calla por Dios!
Vamos...» El matrimonio sale escoltado por los agentes; la niña, viendo
que se llevan á sus padres, llora desoladamente. Una vecina exclama:
«¡Pobre hija! ¿Qué será de ella? Si se pensara en los hijos, no se haría
nada malo». A lo que la portera responde con esta frase, que resume
toda la filosofía sencilla y enorme del drama: «¡Quién sabe! También
por ellos se hacen muchas cosas.»
Hoy... ayer... siempre, á cada momento, leemos en la Prensa diaria
noticias parecidas: «Anoche, el inspector señor Z. detuvo en su
domicilio á X., reclamado por este Juzgado, por delito de
falsificación...» Efectivamente, son incontables las veces que en el
gran teatro amargo de la realidad se ha representado «La casa de la
dicha». De aquí su fuerza, su terrible fuerza de lance humano y vivido;
vigor que no proviene de la originalidad de los caracteres, ni de la
novedad desusada del argumento, ni de las brillanteces artificiosas del
estilo, sino del hecho mismo; porque en el teatro, donde un ademán, ó
una inflexión de voz, ó un timbre que suena, pueden tener más elocuencia
que una frase, la retórica es lo de menos. De aquí que el mérito
literario (no artístico) de muchas obras teatrales modernas sea bien
exiguo.
Pero los novelistas ignoran esa sencillez preciosa del arte teatral;
acostumbrados á explicarlo todo, tipos y paisajes, no comprenden que,
ante las luces de la batería, se pueda responder con una mirada á un
largo discurso, ni que un suspiro de amor y una ventana abierta para dar
paso á un rayo de luna, basten á servir de desenlace á una comedia; de
aquí su frondosidad barroca, sus vaguedades y esa pesadez de detalles
que el público no perdona. Añádase á lo expuesto el desdén que sienten
hacia el teatro, y que Honorato de Balzac no disimulaba, y se
comprenderán sus frecuentes fracasos.
Al teatro hay que ir «por amor», por vocación respetuosa, no por
bastardo prurito de lucro y granjería. Hay que querer, con cariño
fetiquista, esa vida, bella y ridícula á la vez, de la farándula; hay
que sentir la majestad de los escenarios, la religión de sus pobres
paredes de trapo, de sus bambalinas, de sus cielos de gasa, de sus
árboles pintados, de sus montañas y de sus bosques druídicos, fabricados
con madera y cartón, de «sus multitudes» que rugen, obedeciendo á una
señal, entre la obscuridad de los bastidores; y hay que amar también á
ese tipo extraño, compuesto de docilidad y de orgullo, de fatuidad y de
sencillez, indomable á ratos y á ratos también manejable y candoroso
como un niño, que se llama actor.
Únicamente así podremos comprender la grandeza del teatro y la majestad,
majestad de altar, de esos telones que unos hombres vulgares levantan
todas las noches ante el misterio de la vida.


EL DOLOR DE ESTRENAR

Un público heteróclito se agolpa impaciente bajo la gran claridad blanca
irradiada por los tres arcos voltáicos que alumbran la fachada del
teatro: los automóviles se acercan trompeteando; uno tras otro; los
landós se detienen al borde de la acera, y de ellos descienden
diligentes mujeres hermosas cubiertas de pieles y de encajes, con la
magnificencia de sus cabellos y la nieve de sus gargantas desnudas,
aljofaradas de piedras preciosas; mantones plebeyos, capas, boinas,
gabanes elegantes y relucientes sombreros de copa, se acercan ó separan,
siguiendo esos extraños calofríos que rizan el lomo temblequeante de las
multitudes, y al cabo desaparecen por las puertas del teatro; puertas
voraces, contraídas en una especie de succión insaciable.
Un joven, modestamente vestido, atraviesa resuelto aquel enjambre de
mujeres y de hombres, á los que mira con una expresión compleja de
respeto y desdén. Va pensando: «Algún día, muy pronto quizás, vendréis á
oírme...» Desaparece por una puertecilla lateral. Un empleado que pasea
por allí metido en un largo gabán de paño azul, el aire aburrido, las
manos á la espalda, le detiene:
--¿Qué desea usted?...
El interpelado responde aplomadamente:
--Ver al señor X... Conozco el camino.
Y sigue adelante, pisando recio, y dueño de sí mismo. Su entereza le
salva; parece «de la casa». El portero le saluda amablemente. ¡Menos
mal! El intruso recorre un largo pasillo, empuja una mampara, tuerce á
la izquierda, baja dos peldaños, sube después una escalerilla estrecha.
Ya está «entre bastidores». Aquel segundo corredor parece una calle, y
lo es, en efecto; una calle del grande y amable mundo de la farándula: á
ambos lados del pasillo hay puertas numeradas, éstas cerradas, aquellas
abiertas. Un individuo, con fiebre de impaciencia en los ojos, va de una
á otra precipitadamente, diciendo:
--¡Señorita A..., señorita B..., señorita C..., que se va á empezar!
Los cuartos se abren con estrépito, é invaden el corredor murmullos
arpegiantes de conversaciones y de risas, y frufruteos de faldas.
Aparecen las actrices sobresaltadas, los rostros embadurnados,
prendiéndose aún los últimos alfileres, y luego, gallardas en medio de
su inquietud, se dirigen hacia el escenario. Pasa un actor, rígido,
aparatoso, con una enorme nariz ciranesca y un bigote postizo. El recién
llegado le interroga:
--¿Tiene usted la bondad de decirme: el señor X...?
El comediante, sin detenerse, mira á su interlocutor de arriba abajo;
adivina en él á un autor incipiente; su gesto es despectivo.
--Al fondo, en el saloncillo...--responde.
Y se va.
El visitante encuentra al señor X... discreteando amenamente con varios
autores: allí están, sentados y formando semicírculo, D. Pedro y don
Luis, dramaturgos de altísima y merecida reputación; el señor N...,
crítico literario muy estimable; el señor O..., sainetero excelente,
Pontífice Máximo de la Risa, y otros escritores de menor historia y
cuantía. De pie, y apoyados familiarmente sobre el respaldo de los
sillones, algunos comediantes, vestidos ya para salir á escena, escuchan
la conversación y celebran sus donaires.
Al aparecer el intruso, todas las miradas refluyen hacia él, y por cada
uno de aquellos semblantes burlones y mundanos de «gente de teatro»,
pasa el mismo pensamiento, la misma expresión de sorpresa irónica: «¡Un
autor novel!» Siente el mozo en las mejillas el choque, casi hostil, de
tantos ojos curiosos, mas no se desconcierta, y confiado, sereno, con
esa serenidad risueña que distingue á los fuertes de voluntad, avanza
hacia el grupo:
--¿El señor X...?
--Servidor de usted.
Se levanta despacio, disimulando un gesto de mal humor, y sale al
encuentro del visitante.
--Yo soy H... Usted habrá recibido una carta que le anunciaba una
visita...
--¡Ah, sí!...
Los dos hombres se dan la mano.
--Pues aquí tiene usted mi comedia. Tres actos. Usted la leerá, ¿no es
eso?...
--Sí, sí, señor... ¿por qué no?... Advierto á usted que tengo en ensayo
muchas obras. Sin embargo...
--¿Cuándo quiere usted que vuelva por aquí?
--De hoy en un mes.
--Perfectamente. Servidor de usted.
--Beso á usted la mano.
Y transcurre aquel mes y el siguiente, y el señor X... no lee la comedia
de H..., tales y tantas son las preocupaciones que le agobian. Pero la
espera no debilita las energías del joven autor; al contrario, seguro de
vencer, busca recomendaciones, insiste, suplica, porfía, amenaza, y
luego, diplomáticamente, se amansa y vuelve á rogar. ¡Cuánta paciencia,
cuántos paseos inútiles, cuántas antesalas humillantes le cuesta el
pequeñísimo honor de ser leído!
--¿El señor director?
--Acaba de marcharse.
--¡Demonio! ¿A qué hora podré verle?
--Hoy, imposible. Venga usted mañana.
Y al día siguiente:
--¿Está?
--Sí; pero muy ocupado. Pásese usted por aquí más tarde.
Y después:
--¿El señor?...
--Se ha ido enfermo.
--¡Cómo ha de ser! Volveré mañana.
Y la persecución continúa sañuda, implacable, hasta que el señor X...,
vencido, obsesionado, lee la comedia.
--Sí--dice,--la obra está bien; pero si quiere usted verla representada
en mi teatro, ha de modificarla mucho.
H..., sin vacilar, responde:
--Cuanto sea preciso.
¿Y cómo no, si ve la victoria inmediata, resplandeciente, detrás del
estreno?... Lleno de inmensa fe en sí mismo, pone manos diligentes á su
labor: pule, corrige, burila, aligera unas escenas, alarga otras,
justifica ciertas situaciones, interpola en el papel de la primera
actriz varias frases un tanto platerescas y enfáticas, pero que
seguramente han de ser aplaudidas..., y con todo ello, ya «bien peinado»
y puesto en limpio, vuelve al despacho del señor director.
--Aquí tiene usted mi comedia; ó, mejor dicho, «nuestra comedia».
--Muy bien; la leeré otra vez.
--Y suponiendo que le guste á usted mucho, ¿cuándo podrá representarse?
--La temporada próxima.
¡Un año perdido, ó dos... ó acaso tres!... Bueno, á la juventud, para la
que toda la vida es porvenir, el tiempo no le importa.
Estos odiosos trances por que han pasado cuantos escritores llegaron al
teatro antes de haber conquistado en el libro ó en la Prensa un nombre
respetable, constituyen los prolegómenos--nada más que los
prolegómenos--de lo que propiamente podría llamarse «el dolor de
estrenar»; Gólgota durísimo, Calvario de ingratitud, al que ningún
autor, ni aun los privilegiados, puede estar nunca completamente seguro
de haber subido.
Aquella alegría indescriptible, tan vehemente y aguda, que llegaba á ser
dolorosa, con que el dramaturgo novel veía acercarse la noche de su
primer estreno, es algo precioso que va amortiguándose, por grados
insensibles y fatales, en el curso soporífero, interminable, de los
ensayos. Todos los días, desde las dos hasta las cinco ó las seis de la
tarde, el autor asiste á esa labor lenta, tenaz, puramente mecánica, de
los comediantes, que, poco á poco, van asimilándose sus papeles. Desde
el primer «ensayo de mesa», hasta que la obra, mal aprendida aún, «baja
á la concha», ¡cuántas horas monótonas, cuántas repeticiones, cuántos
tanteos baldíos, cuántas energías apagadas en el martirio, sin gritos ni
gestos, de la paciencia!...
Al principio, el autor experimenta un placer inefable «en oírse».
«Todo eso, tan bonito y «que suena» tan bien--piensa,--lo he escrito
yo...»
Cuanto el apuntador va diciendo, lo repiten los actores, lo que equivale
á dos representaciones simultáneas y paralelas. Pero el gozo narcisiano
de escucharse se reproduce tantas veces, que llega á emborronarse; los
pensamientos, á fuerza de resobados, se deslustran y vulgarizan; las
frases pierden su frescura, su elasticidad jugosa; las escenas de más
alta tensión dramática, pierden su calor. Lo que fué inspiración, ahora
es rutina; las figuras se desdibujan, el interés se apaga..., y al pobre
autor, desconcertado, incapaz de recobrar la tensión nerviosa en que se
hallaba al escribir su obra, le parece que nada de aquello que oye
decir, es suyo.
Añádanse á esto las perplejidades torturantes que en el ánimo del
dramaturgo incipiente van sembrando las pequeñas exigencias de los
actores y los consejos, impertinentes casi siempre de los amigos. En un
entreacto del ensayo, la primera actriz le llama con cierto misterio.
--¿Quiere usted explicarme--murmura,--cómo debo «decir» esta frase?...
Yo la he estudiado mucho y «no la siento».
Añade algunas observaciones:
--¿Ve usted?... Si la grito, desentona; si la digo con ironía,
también...; si la digo riendo, ¡peor!...
Efectivamente; la primera actriz parece tener razón. Además, ha
confesado que aquella frase «no la siente», y no sintiéndola, ¿cómo va á
repetirla bien?... El autor trata entonces de sustituir algunas
palabras; pero esto, así, de sopetón, tampoco es posible; mejor será
cambiarlo todo.
--¡No pase usted apuros--exclama;--mañana la traeré á usted una frase
nueva!
Lo peor es que la característica también le pide otra frase para adornar
un mutis que, bien aderezado, puede ser de gran lucimiento para ella; y
que el galán afirma que tal ó cual escena es empachosamente larga, y
conviene á todo trance aligerarla; y que el actor cómico se lamenta de
que su papel es corto, y hay en él pocos chistes... Batiéndose en
retirada, el autor infeliz promete á todos lo mismo:
--Yo lo pensaré, yo lo estudiaré... Desde luego, lo que usted indica me
parece muy bien. Lo importante es que usted, dentro de su papel, se
encuentre á gusto...
Pero su suplicio no termina aquí. Al salir del ensayo, su mejor amigo le
traba por un brazo.
--Tu obra--dice,--es muy hermosa; pero, á mi juicio, está mal
construída. Yo, en lugar de tres actos, hubiera escrito cuatro, más
cortos; y casi todo lo que ahora es segundo acto, pasaría á ser
primero...
El autor defiende su obra, insiste el otro, discuten acaloradamente y no
llegan á un acuerdo. El amigo concluye, con énfasis profético:
--Hijo mío, haz lo que quieras; mi opinión leal, ya la sabes; yo creo
que caminas á un desastre. ¡Ahora, tú allá!...
Y cuando se marcha el dramaturgo, desorientado, piensa que su pobre
comedia, en efecto, debe de ser muy poca cosa cuando nadie, ni la
primera actriz, ni el galán, ni la característica, ni el actor cómico,
ni el amigo que ha presenciado los ensayos, acaban de encontrarla
completamente bien.
Un autor primerizo se halla en el teatro, según la frase vulgar, «como
gallina en corral ajeno». La misma timidez que informa sus gestos y
palabras, desautorizándole, eriza su camino de pequeños obstáculos. Sus
incertidumbres, su miedo al fracaso, le hacen accesible á las
observaciones de todo el mundo. Así, el apuntador, el electricista, el
maestro carpintero, el individuo encargado de mover el telón, animados
de los mejores deseos, también le aconsejan, aumentando con ello la
selva de sus terribles inquietudes.
Y, al fin, llega la noche del estreno; noche dramática, cruel,
desgarradora; noche injusta, en la que el éxito es para todos, y el
fracaso para el autor únicamente.
Pero no; no seamos pesimistas y coloquémonos en un término medio
prudente: supongamos que la obra ha gustado bastante.
¿Y después?
Nada ó casi nada. Los periódicos hablan sumariamente de la nueva
comedia, el nombre del dramaturgo vive unas cuantas horas la vida
febril, inapresable, de la actualidad, y el público que lee aquel nombre
por primera vez, lo olvida en seguida. Una noche, sólo una noche, ha
bastado para destrozar y convertir en liviano recuerdo los esfuerzos,
las amarguras y las zozobras de tantos años. La obra subsiste en el
cartel quince, veinte días...; luego cae en olvido. Su autor, que á
fuerza de verla ensayar casi la odia, ni siquiera tiene el consuelo de
ir á verla: no puede, se aburriría; todos sabemos que Alfredo de Musset
se durmió profundamente y hasta llegó á roncar, en un palco de la
Comedia Francesa, durante la representación de «Un capricho», su
comedia mejor...
Tal es, lectores, la escena de ese calvario durísimo, de ese triunfo
inane y filante, de esa victoria aniquiladora y cruel como una derrota,
por la que suspiran tantos autores y en la que sólo hay la desilusión de
un gran dolor: «el dolor de estrenar...»


LOS OLVIDADOS


ALBERTO GLATIGNY

El espíritu errabundo, lleno de lozanos verdores, de Alfredo de Musset,
flotaba sobre Francia, y la estrella del divino Hugo incendiaba el cielo
del arte con resplandores inmortales; era como un florecimiento
esplendoroso de juventud, el mocerío, deslumbrado por los magos del
lirismo, sufría la sed exquisita de los amores caballerescos, de los
viajes arriscados, de las aventuras extremadas y peregrinas.
Alberto Glatigny era hijo de un carpintero. A los quince años tropezó en
la bohardilla de la casa paterna un volumen, roído de polillas y medio
deshecho, de las «Obras completas» de Ronsard, y aquel libro, cuyos
versos se acostumbró á recitar en voz alta, fué para su alma temprana
una revelación. Dos años después el futuro poeta huía de su pueblo para
ir á establecerse en Pont-Audemer, donde, mientras se dedicaba á
aprender el oficio de tipógrafo, escribió un drama en tres actos. Una
compañía de comediantes vagabundos pasó por allí, y Glatigny, cautivado
por aquel vivir errante, se unió á ellos: su alma debió de experimentar
entonces una emoción análoga á la que produce la música en las tardes de
lluvia; la misma sensación de melancolía y de silencio que con vigores
rembranescos retrata Rusiñol en su inolvidable cuento «La alegría que
pasa».
Aquella existencia nómada enajenó su alma. «A esos enamorados de la
luna--dice,--á esos perseguidores de una estrella, les he amado con todo
mi corazón, y al buscarles por los incontables caminos de la vida, les
hallé siempre. Yo he oído la alegre canción que vibra en ellos, y os
juro que es una alegre canción de amor y de esperanza, como aquella cuyo
eco mortecino susurrea entre los labios entreabiertos y risueños de los
niños dormidos».
Pocas historias conozco tan accidentadas ni tan dolorosas como la de
Alberto Glatigny, quien en poco más de quince años ejercitó las
profesiones de apuntador, comediante, autor dramático, improvisador y
poeta.
Tras una dilatada excursión por provincias, Glatigny, siguiendo la
opinión de varios amigos que le querían bien y el duro consejo de los
públicos que le habían silbado, resolvióse á cambiar el teatro por la
poesía, y marchó á la conquista de París. Iba solo, hambriento, sin
recomendaciones ni otro equipaje que un manuscrito guardado en el
bolsillo interior de su larga levita gris. En París conoció á Teodoro de
Banville, su maestro predilecto; á Baudelaire, Leconte de Lisle, Cátulo
Mendés, Bataille, Monselet y demás contertulios del cafetín de «Los
Mártires», y figuró entre los fundadores del grupo El Parnaso
Contemporáneo, que tantos nombres había de legar á la posteridad.
Durante aquella época, Glatigny, que acababa de publicar «Los Pámpanos
Locos», su primer libro de versos, luchaba desesperadamente con la
miseria. «Cierta noche--escribe Mendés,--en pleno invierno, bajo las
frías estrellas, después de haber cenado una zanahoria cogida en el
campo, no tuvo otro abrigo que un extraño traje de teatro, fabricado con
periódicos viejos, manchados de vivos colores...
Cansado de tanta miseria, el desgraciado poeta volvió al teatro,
oficiando, simultáneamente, de comediante y de autor, y en Nancy estrenó
«La sombra de Callot», y en el Casino de Vichy la linda comedia «Hacia
los sauces», que el público, no siempre avisado, rechazó injustamente.
Más tarde regresó á París, donde publicó el libro «Flechas de oro», que
obtuvo gran éxito, y se batió con Alberto Wolf, que había censurado sin
miramientos la obra de Banville. El desafío fué á pistola. Al oír pasar
cerca de su cabeza la primera bala, Glatigny se volvió hacia sus
padrinos, diciendo con resignación exquisitamente cómica: «Está visto
que han de silbarme en todas partes...»
Pero la poesía produjo siempre poco, y Glatigny, que había vivido una
corta temporada en el Concierto del Alcázar improvisando versos, tuvo
que volver á su antigua vida nómada. Entonces compuso sus comedias «Los
dos ciegos» y «El bosque», que más tarde había de representarse en el
teatro Odeón; y poco después, hallándose en Córcega, publicó un libro
autobiográfico, esmaltado de graciosos paisajes de alma, que titulaba
«El primer día del año de un vagabundo», y le valió de Víctor Hugo un
billete de cien francos y una carta que empezaba así:
«Su libro me ha recreado y conmovido. Usted, dulce y querido poeta, nos
mueve á sonreír con lo mismo que le hizo sangrar, y tiene usted el arte
amable y doloroso de extraer de sus propios sufrimientos un placer para
nosotros...»
A los treinta y dos años Alberto Glatigny regresó al lado de su familia,
pero ya la enfermedad de riñones que había de matarle le tenía cogido.
Allí, en Lillebonne, su pueblo natal, le esperaba, con el amor de la
santa Emma Gavien, la única dicha que el destino le reservaba como
queriendo poner, á su triste vida un ocaso de mayo. Para el pobre
poeta, feo y seco, en quien las mujeres jamás detuvieron una mirada,
aquel amor fué, al mismo tiempo que una gran alegría, una regeneración.
Odió la bohemia, sintió la afición al hogar y una saludable reacción
ordenadora invadió su alma, ganosa de gustar en la quietud de su retiro
los placeres que no halló en los caminos y en el acogimiento frío y
banal de las habitaciones alquiladas.
Por aquella época, lleno el pensamiento de su amor á Emma, escribía á
Mallarmé:
Et les yeux mouillés, j'admire
ce coeur humble et grand; alors
á pleins poumons je respire;
je suis fort parmi les forts.
Et voulant qu'elle soit fiere
du moi, plus tard, je reprende
la besogne familiere:
j'arrete les vers errants.
Deseaba ser rico y famoso para ella; para que ella, «_plus tard_...»,
cuando él no existiese, pudiera enorgullecerse de haberle querido.
Pero no pudo; no pudo resistir la luz de aquella gran felicidad que
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