El teatro por dentro - 4

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Cuando regresó á Burdeos declaró que no volvería al mar, y
sucesivamente, trató de ser carpintero, herrero, broncista, sastre...
Pero su complexión bohemia era más fuerte que su voluntad, y como antes
en el seminario, ahora en el taller su alma de vagabundo languidecía.
¡Qué tediosos los días: las noches qué largas, qué iguales!...
Lafontaine huyó otra vez, y sus biógrafos le encuentran en París
vendiendo de casa en casa las obras por entregas que publicaba el editor
Lachatre: novelas folletinescas, libros de viajes, libros de Historia,
de Geografía, de Arquitectura. Enrique Thomas iba leyéndolos por las
calles, devorado su espíritu por una comezón repentina de saber, y luego
los vendía, empleando para ello su pintoresca y abundante verbosidad
meridional. Su clientela adoraba en él; era simpático, envolvente,
inagotable. Jamás tuvo el editor Lachatre un representante igual.
Cierta noche Lafontaine vió en el teatro de la Porte-Saint-Martín á
Frédérick Lemaitre, al gran Frédérick, romántico y enorme como Hugo, «y
su alma--dice Daudet,--experimentó esa trepidación reveladora que sólo
sienten los artistas y los amantes». Enrique Thomas se decretó un
porvenir.
--Seré actor--dijo.
A la noche siguiente fué á visitar al viejo y popularísimo Sevestre,
protector de los comediantes jóvenes y especie de cacique ó de
gobernador general de todos los pequeños teatros de los arrabales
parisinos. Contaba á la sazón Lafontaine poco más de veinte años: era de
mediana estatura y recio de hombros, y al mirar ladeaba la cabeza en un
gesto resuelto y simpático de desafío; tenía la boca byroniana, triste y
audaz; los ojos, fulgurantes; el mento, conquistador; la nariz,
respingueña y cínica; el ademán, amplio; la frase frondosa y colorista.
Todo en él era fuego, conversación, impulso; el gesto se adelantaba á la
palabra; la palabra á la idea. Su alma parecía un desbordamiento.
Tanta vivacidad y tanta belleza impresionaron las viejas pupilas, llenas
de experiencia, de Sevestre.
--¿Tú has trabajado alguna vez?--le preguntó.
--Nunca.
--Entonces...
--Pero no importa. He visto representar á Frédérick, y sé que sirvo; lo
sé... ¡Me atrevería á hacer lo que él hace!...
Había en sus afirmaciones exaltación inquebrantable, fe inmensa,
contagiosa; ¡demonio de muchacho!... Y Sevestre, bonachón, se dejó
convencer, y Enrique Thomas «debutó». Su viril hermosura interesó á las
mujeres; sus ojos, ardientes, emocionaron; su voz, metálica,
admirablemente templada, como la de Talma, para orquestar la furiosa
sinfonía de las pasiones, hizo vibrar las almas. El público aplaudió, y
Enrique Thomas, después de trabajar algún tiempo en los teatros de
Sceaux y de Grenelle, pudo pisar el escenario glorioso de la
Porte-Saint-Martín.
Su primer maestro fué Frédérick Lemaitre. El famoso actor, que entonces
llegaba al cénit deslumbrante de su celebridad, sintió hacia el
aventurero bordelés un afecto paternal; él mismo le decía cómo debe
estudiarse; refrenaba sus intemperancias, corregía la exaltación
meridional de sus gestos y la dureza hirviente de su voz. Por las
noches, después de la función, le llevaba á su casa, y allí le obligaba
á sacudir el sueño y á meditar sus «papeles». Lafontaine se rebelaba,
juraba á grandes voces que él no «podía sentir así», que su ademán era
otro; quería marcharse... Pero Frédérick le dominaba con su experiencia
y le imponía el grillete de su voluntad.
--Esto se dice así--repetía,--nada más que así.
Y Enrique Thomas, agotado, enervado, casi doloroso, concluía por
someterse.
Muchos años después pasó al teatro del Gimnasio, y allí, bajo la
autoridad durísima del veterano Montigny, siempre descontento y regañón,
acabó de perfeccionarse en su arte. A Montigny todo le parecía mal.
--No levante usted tanto los brazos; no abra usted tanto los ojos...
Baje usted la voz... ¿Pero por qué se encoge usted de hombros? ¿No
comprende usted que ese ademán rara vez puede ser elegante?...
¡Oh! Montigny era peor aún que Frédérick... A Lafontaine, rabioso,
despechado, se le saltaban las lágrimas; su alma inquieta de
seminarista, de grumete, de repartidor de obras por entregas, toda su
alma díscola y errante, protestaba iracunda contra tantas y tan
estrechas imposiciones. Pero al cabo cedía y su técnica se refinaba.
No obstante, Enrique Thomas fué siempre un actor tempestuoso,
arrebatado, que estuvo más cerca de Mounet-Sully que del circunspecto
Le-Bargy. En «Kean» obtuvo un éxito inmenso. Había algo en él que le
ponía fuera de sí mismo. Mas no por esto su prestigio menguaba; al
contrario. Las mujeres le adoraban, y más de una noche, al salir del
teatro y en medio de las sonrisitas envidiosas de sus compañeros, se vió
en el dulce compromiso de subir á un coche que no era el suyo.
* * * * *
Yo conocí á Lafontaine á fines de 1897, en Versalles. Era muy viejecito.
Del antiguo seminarista bordelés, del bizarro galán joven del teatro del
Gimnasio, ya no quedaba nada: los ojos habían perdido su mocero
ardimiento; los labios, pálidos, temblaban en el óvalo pulcramente
afeitado del rostro enjuto; el ademán era frío y borroso; el busto se
inclinaba hacia la tierra; en el mento, antes desafiador y petulante, ya
no quedaba voluntad. Caminaba á pasos lentos y breves, y al hacerlo se
apoyaba en un bastón. Por lo tristes y lo blancos, de nieve parecían sus
cabellos.
Residía en Versalles hacía mucho tiempo, sin otra compañía que su
esposa, viejecita como él, á quien adoraba; y en la decoración fastuosa
de aquellos jardines, que sirvieron de refugio á los amores de Luis XIV,
el rey libertino y magnífico, la figura delgada, vestida de negro, del
anciano actor parecía más fúnebre.
Una tarde de Diciembre, Lafontaine y su esposa paseaban por el bosque, y
la color gris del cielo nuboso y el crujir de las hojas caídas y el
silencio de las fuentes heladas debían tener para ellos elocuencia muy
triste. De pronto, un árbol se desplomó sobre la anciana, aplastándola.
Lafontaine lanzó un grito, su mejor grito tal vez, y perdió el
conocimiento. Su corazón estalló. Cuando le recogieron estaba muerto.
Los periódicos hablaron de él muy poco, porque entonces el _affaire_
Dreyfus lo llenaba todo. _Le Journal_, al dar la noticia, añadía:
«A su entierro no fué nadie.»
¡Nadie!
¡Oh, lectora! A ti, que de haberle conocido joven, acaso le hubieses
amado también, ¿no te espanta la horrible negación, el vacío espantoso,
el abismo de ingratitud, contenidos en esas dos sílabas?...
«¡Nadie!»
«Sic transit gloria mundi.»


EL PÚBLICO

Examinando atentamente y con algo de mala intención las obras de
nuestros novelistas, no es difícil sorprender en ellas inseguridades de
desarrollo, titubeos y frivolidades de concepto, que atestiguan cuán
menguado ó somero es el lastre científico de sus autores. ¿Y cómo no,
cuando para muchos de ellos, todo, en literatura, es cuestión de
forma?...
A este reproche justísimo los aludidos podrían redargüir que los libros
de «vulgarización científica» de los naturalistas y de los médicos
adolecen del defecto contrario: todos ellos descubren un desconocimiento
«práctico» de los hombres y de las cosas, la ignorancia que tienen de la
vida esas buenas almas, apacibles y sabias, que maduraron en la
austeridad candorosa de los laboratorios y de las bibliotecas; son obras
frías, en las que falta ese complejo perfume de vicios, de virtudes, de
alegrías ingenuas y también de recóndito dolor, que constituye lo que
apropiadamente podríamos llamar «olor á humanidad».
Yo estoy seguro de que si el amenísimo Gustavo Le Bon, después de
estudiar concienzudamente «el alma» de los pueblos asirio y caldeo, y de
buscar en Herodoto, y de aprenderse de memoria páginas de Suetonio y de
Salustio, se hubiese tomado el trabajo de frecuentar durante dos ó tres
temporadas los bastidores de un teatro, hubiera podido aljofarar con
muchos y muy nuevos y curiosos «puntos de vista» su famoso libro
«Psicología de las multitudes».
Nada, en efecto, ayuda tanto á escrutar la vida, como la «contrafigura
de la vida»; es decir, el teatro, porque sobre el escenario, ante el
resplandor de la batería y entre rocas de madera y muros y horizontes de
trapo, laten el amor, los celos, la ambición, la codicia, el disimulo,
todas las ruindades y pasiones, en fin que riñen y se cotizan en el
cruel mercado humano; que es la farándula, lector, «un mundo» abreviado
ó miniaturizado, «del mundo»...
Así, para conocer pronto á un pueblo, no nos detengamos á examinar sus
museos, ni sus bibliotecas, ni sus periódicos, ni menos sus costumbres,
pues todo esto--lo último especialmente,--exige hondos y sostenidos
sacrificios de atención; nos bastará con estudiar sus teatros. En el
escenario, como sobre un espejo, el ánima de la estirpe se retrata. Poco
importa que «los intelectuales» comulguen en estas ó aquellas tendencias
estéticas, pues todas esas «modas de belleza» son accidentales y
pasajeras: lo importante para el _turista_ que por primera vez se asoma
á una ciudad, es «el rebaño», la multitud abigarrada y omnipotente; y
ésta, en sus juicios, siempre fué inconsciente y unilateral.
El espíritu irreflexivo y nuboso de los pueblos septentrionales vibra en
las obras de Ibsen y de Bjorson, sus dramaturgos predilectos; los
teatros londinenses copian el carácter inglés, frío y correcto, incapaz
de batir palmas en honor de ningún artista; el carácter alemán, carácter
fuerte, enamorado sanamente de la diosa Risa, se refleja en comedias un
poco grotescas, llenas de traviesa hilaridad; como el alma francesa se
burla y coquetea en las obras de Lavedán, de Bataille y de Capus; obras
eclécticas, como dictadas por la gran indulgencia de un supremo
cansancio. En cambio el alma española, hosca y rebelde, reaparece en su
insana afición á los dramas sanguinarios, inspirados por ideas atávicas,
homicidas, de valentía y de honor, como la caliente idiosincrasia
italiana clarinea violenta en las tragedias--tragedias infernales de
sangre y de hollín--con que asombran á Europa Grasso y Aguglia Ferrau
en sus _tournées_.
En estos largos trazos ó contornos, el alma de cada pueblo no varía, y
siempre aparece única y semejante á sí misma. Mas dentro de ésta aun
restan por estudiar muchos detalles, muchos dintornos imprevistos, que
constituyen el gran espíritu temblequeante de las multitudes; y para su
perfecto conocimiento y análisis, nada tampoco más útil que el teatro.
«El público» es un demonio raro, una conciencia que, á pesar de su
propensión á lo rutinario, á lo instituído, ofrece anomalías extrañas,
crisis momentáneas, fuera de toda lógica y razón, en que el espíritu
enorme de la colectividad se retuerce y ríe ó ruge, como una mujer en un
ataque de histerismo.
¿A qué motivos deben achacarse esas contorsiones icarias de la
multitud?... Nadie podría decirlo; pero los comediantes que luchan con
ella diariamente, las adivinan y las temen, por lo mismo que ni su arte,
ni aun la experiencia--madre ubérrima de todo saber--les dá ardides
seguros para combatirlas.
--Hoy el público--dicen,--viene de mal humor.
Este grito de alarma lo dá el apuntador, el traspunte, el racionista,
que, distraídamente, se detuvo á mirar por el agujerillo del telón de
boca, cualquiera... Tratándose de esto, ningún «hombre de teatro» se
equivoca. Si le preguntásemos al que lo dice el «por qué» de su
afirmación, probable sería que no supiese contestarnos. Pero, no
importa: seguros debemos estar de que no yerra y de que el peligro
existe; es algo amenazador que flota en el aire, que vibra, como un
gruñido de cólera, en el estrépito con que los espectadores van ocupando
sus asientos.
La noticia ha corrido por los bastidores, ha penetrado en el saloncillo
de autores, ha llegado también á los «camerinos», donde las actrices
acaban, entre risas, de alegrar con carmín la frescura bermeja de sus
labios. Durante un momento todos quedan preocupados; «hoy el público
viene de mal humor». ¿Qué sucederá cuando el telón se levante?... Y por
las frentes pasa un gesto de inquietud; han sido aquellas palabras como
una corriente de aire frío...
Las mujeres son las más sensibles á esta emoción miedosa: Rosario Pino,
Nieves Suárez, Lolita Bremón (las devotas abundan) antes de salir á
escena se persignan llenas de unción; Ramona Valdivia coge «su papel» y
lo repasa febrilmente, haciendo un último y desesperado esfuerzo de
memoria; la misma María Guerrero, tan dueña de sus nervios y de «su
público», palidece y en el livor del rostro la nariz diríase que se
encorva, y que los ojos, los grandes ojos trágicos, se inmovilizan y
oscurecen.
Y es que todos los artistas, aun los más independientes y de
personalidad más firme, son esclavos de la multitud; el gran enemigo
cuya voluntad multiforme palpita hostil en la amplitud de la sala.
Otras noches, en cambio, «el público está bueno». ¿Por qué? Tampoco se
sabe; pero es así, y actrices y actores acuden entonces al escenario
rientes y tranquilos, como á una fiesta.
Dentro de estos, que podríamos llamar «antojos ó caprichos de la
opinión», hay reglas constantes: el público, v. gr., de los sábados y
domingos, «es malo»; el de las tardes, «bueno», y más accesible que
ningún otro á la emoción de la risa; el público de los estrenos es el
más descontentadizo, pero también el más respetuoso y atento. Pero,
dentro de estas líneas generales, se producen aberraciones
inexplicables: hay en las obras teatrales donaires de situación ó de
frase que unas noches son reídos y otras no; como hay momentos
dramáticos que unas veces dominan en absoluto la atención de la
multitud, y otras, sin razón concreta ninguna, la dejan impasible.
El origen de estas mascaradas del sentir colectivo es lo que los
comediantes ignoran y lo que todavía ningún psicólogo ha explicado. Yo
creo que en tales extravagancias del humor influyen los vaivenes
políticos, las jugadas de Bolsa, y, más que nada, el tiempo; una noche
de lluvia y de ventisca agría el carácter de los espectadores, y, sin
que ellos lo adviertan, les irrita y predispone á la protesta; la noche,
en cambio, que sigue á un día tibio y soleado, inclina á los espíritus á
la indulgencia, el aplauso y la risa. ¡Tan poco somos, tan poco valemos,
que todo el rumbo de nuestras ideas basta á cambiarlo á veces un simple
vaso de vino ó un rayo de sol!
Y es porque el alma del público, esa alma que creemos enorme y terrible,
es, en el fondo, un alma frágil y movible de mujer.


CÓMO ESTUDIAN LOS ACTORES

¿Quién podría medir las miríadas de ideas, de voliciones, de recuerdos,
de anhelos, vertiginosamente minúsculos, que cooperan al génesis de una
obra literaria?
Es evidente, con evidencia vertical que no necesita limitaciones ni
comentarios, que los agentes capitales de la producción mental son el
«momento nervioso» por que atravesaba el artista, la orientación
pasajera de su espíritu, la cantidad de sangre que circulaba por los
capilares de su cerebro durante aquellas horas de convulsión creadora; y
un poco detrás, las grandes tendencias de su carácter, sus alegrías ó
sus abatimientos recientes, su idiosincrasia y otros varios detalles
étnicos, que ponen á la historia de cada individuo un largo proemio.
Pero aún hay otros factores: son todas las lecturas, todas las
impresiones que fué recogiendo en su camino por la vida, todas sus
ufanías y desengaños de un instante, todo ese «polvillo de realidad» que
sobre el espíritu va depositando la experiencia, lo que desde lejos,
desde muy lejos, influye más ó menos eficazmente en el definitivo entono
y arquitectura de la obra artística. Sumemos todo ello, y teóricamente
(porque el humano cálculo nunca puede descender á profundidades tan
arcanas), veremos cómo el fruto de Belleza, sea libro, página musical,
lienzo ó escultura, es el cociente de cuantas ideas surcaron el alma del
artista desde su niñez más remota, el acorde sinfónico de cuanto ha
oído, la síntesis pasmosa de todo lo que ha visto.
La fisiología ó mecánica de ese maravilloso fenómeno que llamamos
pensamiento, es bien sencilla: el artista recibe directamente las
impresiones sensitivas, las amolda á su temperamento, las devuelve
después. Nada más.
La labor del comediante, en cambio, es más compleja, porque en ella
interviene otro elemento inspirador: el autor. Quiero decir que el
«cómico», al mismo tiempo que busca personalmente en la naturaleza los
insustituibles acicates inspiradores de su arte, ha de examinarla á
través del criterio de los dramaturgos que interpreta, y componérselas
de modo que el estudio «directo», que es el de la naturaleza, y el
tortuoso ó «reflejo», que es el de los autores, se complementen y
fortifiquen de suerte tal, que lo «vívido» confirme lo leído, y esto, á
su vez, ratifique y corrobore lo por él visto y escuchado.
Aquí reside la dificultad suprema del arte teatral, el abismo de
imperfección que constriñe á los grandes comediantes á esfuerzos
inacabables de observación y estudio. Téngase presente que el escritor,
cuando produce, «ve» y «oye» simultáneamente á sus personajes, cual si
tras el «telón corrido» de la frente las ideas maniobrasen en un
diminuto escenario, y que más tarde el actor, si quiere ser perfecto, ha
de hallar dentro de sí mismo aquella voz y aquellos gestos que antes
vibraron en el cerebro del artista genuinamente creador.
«Es necesario--dice Iffland,--que el actor se aplique á explicarnos por
qué razones el personaje es tal como allí aparece, y qué circunstancias
depravaron su alma; siendo, en suma, el paladín oficioso del carácter
que representa.»
Ello supone una fusión completa, una identificación sin omisiones ni
suturas, entre el dramaturgo y el comediante, un dilatado trabajo de
penetración que éste habrá realizado para capturar cuantas vibraciones
agitaron el alma de aquél. Así no debe extrañar que actores como
Zacconi, como Novelli, como Coquelin, esos reyes del gesto que han
bordado las perfecciones supremas de su arte, tengan un repertorio
pequeño; los Balzac no abundan; la intensidad, grata á los atenienses,
generalmente se logra á expensas de la cantidad, que admiran los
bárbaros. Hay tipos, como el de Hamleto, cuyo estudio bastaría á llenar
la vida de un actor. «Mis meditaciones acerca de este carácter--dice
Macready,--han perdurado hasta el final de mi carrera».
Para obtener tan elevadísimos grados de selección, el comediante no sólo
habrá de pulir su espíritu, sino también educar su rostro, su voz y sus
ademanes, de suerte que todo ello, en un preciso momento, vibre al
servicio de la misma expresión.
«La vida--escribe Rafael Salillas,--es una obra que se desenvuelve en
nuestro interior y que tiene en la fisonomía su escenario, un escenario
que cambia, que no es el mismo en la sucesión de los tiempos, que
empieza por ser un teatro Guignol y se muda en teatro cómico y dramático
y trágico, y lírico también y de todas las variedades conocidas: género
chico y género grande.»
Lo que el ilustrado médico dice, refiriéndose á las evoluciones por que
pasa la cara de los niños, es perfectamente aplicable al semblante de
los actores. Considérese que, como el mar acepta todas las presiones del
viento, así la fisonomía del comediante queda obligada á traducir
cuantas impresiones le imponga el dramaturgo. Estos, ya lo sabemos,
jamás saben expresar acabadamente lo que piensan, y todas sus
creaciones, aun las más perfectas, son aspectos ó «aproximaciones» de un
ideal estético, que el abismo infranqueable que divorcia al fondo de la
forma, hace inaccesible. El tormento de la frase lo han padecido los
genios mayores; si Shakespeare hubiese podido decir todo lo que quiso,
su gloria sería infinitamente más grande. Toda obra, por tanto, deja en
el ánimo de su creador la inquietud de algo inconcluído, de algo no
dicho, que inmediatamente le impulsa á escribir otra... y otra después.
Así el semblante de los actores: sus facciones deben aspirar á poseer
aquella movilidad que el autor lleva en el pensamiento; sus ojos, sus
labios, su entrecejo, constituirán un libro de infinitos tomos, un
«devenir» inacabable. Es el escenario, unas veces cómico, otras trágico,
por donde sucesivamente resbalan todas las gracias, todas las muecas
torvas, todos los guiños del juvenil contento, de las pasiones, de la
melancolía viril. Cada expresión nueva, por tanto, que el actor
descubra, debe constituir una verdadera y legítima obra de arte.
Análogas consideraciones podrían hacerse á propósito de la voz. Como los
ojos, la garganta de un actor excelente puede expresarlo todo, ó, al
menos, «apuntar» panoramas psíquicos muy diversos, que no es más
generoso en policromias el espectro solar, que lo es la escala
cromática en penumbras y matices de armonía.
Lo acredita así la costumbre que muchos profesores franceses de
declamación tienen de que sus alumnos traduzcan, con una frase vulgar
cualquiera, estados de ánimo diferentes. Por ejemplo, el discípulo habrá
de exclamar:
--¡Hola..., un perro!...
Alternativamente, según las inflexiones de la voz, estas tres palabras
le servirán para revelar alegría, terror, cólera, fastidio,
indiferencia. Todo el encanto radicará en la dicción, en la distribución
hábil, apenas perceptible, de los acentos, en la suavidad con que la
intención resbale de una sílaba en otra. Es una gimnasia de inagotables
actitudes, un dinamismo altamente educador, que suelta, fortalece y
sutiliza la anatomía del aparato vocal. ¿Se me dirá que tantos
refinamientos son excesivos?... ¡No! De esto y de bastante más necesitan
ser capaces los buenos actores. ¿Acaso ellos, sobre el escenario del
teatro, no deben hallar, como nosotros en el escenario de la vida, la
exactitud de esos gritos ó de esas modulaciones que, en determinados
momentos, son como miniaturas maravillosas de cuanto fuimos y hemos de
ser?
M. Andrieux dividía á los comediantes en tres grupos: los que «cantan»,
los que «gritan» y los que «hablan».
Vulgarmente, los artistas dramáticos empiezan «gritando» sus papeles.
Esto suele indicar exceso de facultades, y también emoción, falta de
imperio sobre sí. Es un defecto que la misma Sara Bernhardt ha padecido:
á la vista del público, un estremecimiento nervioso la obligaba á
crispar los dientes, y por entre sus mandíbulas cerradas la voz pasaba
sibilante, con una dureza metálica que después muchos actores,
equivocadamente, han querido imitar. Otros comediantes «cantan»; éstos
son peores: son los esclavos del «latiguillo» odioso, los siervos del
ritmo, en quienes la costumbre de «oírse» mata el hechizo avasallante de
la emoción. Para obviar ambos defectos, el actor necesita tener presente
que la perfección suma de su arte es «la naturalidad». El actor que,
sabiendo de memoria su papel, lo diga, no como quien «repite», sino como
quien «improvisa», esto es, hablando desenfadadamente unas veces,
tartamudeando otras, según acontece en la vida, habrá conseguido darnos
la sensación de la realidad.
A estas excelencias, que pudiéramos denominar adquiridas ó de estudio,
necesita el actor añadir una gran capacidad de asimilación y cualidades
físicas nada vulgares. Un comediante bizco, patizambo ó jorobado, por
mucho genio que tenga, nunca logrará imponerse ni agitar el corazón de
las multitudes. Como los profetas, como los oradores, como todos los que
triunfaron con el gesto, el actor necesita ser bello. A despecho de los
siglos, Grecia y Roma viven en nosotros. Adoramos la línea. A
«Cuasimodo» le perdonamos el extravío de su espina dorsal, porque
sabemos que, bajo su joroba de bufón, hay un buen mozo.
Dumas (hijo) creía que un comediante podía triunfar sólo con la
emotividad, con lo que él denominaba «el demonio interior». El veterano
crítico Francisco Sarcey, se muestra más iconólatra; proclama la
importancia de la forma. «Al público--dice,--se le seduce con una buena
figura y una voz expresiva. Lo demás es obra del instinto».
El antiguo comediante y luego profesor del Conservatorio,
M. Worms, también reconoce la supremacía de la escultura.
«Primeramente--escribe,--las cualidades físicas son indispensables: la
voz, que tan decisiva influencia ejerce sobre el público; la mirada, ese
reflejo intenso del pensamiento, sin el cual no puede haber comediante
bueno; un temperamento nervioso y sensible; la capacidad de
«exteriorizar» rápidamente, un don de observación robusta, y memoria,
capacidad que desempeña papel importantísimo en el funcionamiento ó
dinámica de todas estas facultades.»
Coquelin, más astuto, establece ciertas clasificaciones: para traducir á
los clásicos exige una irreprochable «dicción»; para la interpretación
de obras inferiores, una buena presencia, y en la voz un «tic»
agradable.
Mounet-Sully, sólo quiere que el comediante tenga «sensibilidad,
imaginación». Pero esto es raro: los actores todos, desde Mélingue á
Luciano Guitry, piden para sus compañeros, antes que genio, elegancia y
belleza.
A propósito de esto, podrían citarse muchas anécdotas. Cuentan que
cierta noche, M. Dormeuil, director del antiguo teatro del Palais-Royal,
le dijo á Derval, al hermoso Derval, que entonces empezaba su carrera y
tenía el pelo muy rubio y las cejas muy abundantes y negrísimas:
--Hijo querido, quítese usted esas cejas; hoy se las ha pintado usted
demasiado.
Sorprendido el actor, repuso:
--¿Cómo? ¿Que me las borre?... ¡Pero si son mías!
El bondadoso M. Dormeuil reparó mejor.
--Es cierto--dijo.--¡Oh! Usted triunfará pronto. En usted esas cejas
constituyen una originalidad y un contraste más.
La observación es justa. Como Derval, otros muchos actores han acelerado
la hora de sus éxitos, merced á la expresión sugestiva de sus facciones.
Sirva de ejemplo Antonio Vico: yo creo que la mitad de su poder trágico
residió en el bosque hirsuto, terriblemente amenazador y elocuente, de
sus cejas irritables.
Claro es que, por obra de ese poder mejorador que la función ejerce
sobre el órgano, así como la gimnasia desenvuelve los músculos del
acróbata, de modo análogo la costumbre de fingir una y otra vez las
mismas expresiones, perfecciona las particularidades fisonómicas de los
artistas de teatro, educa la línea de los labios, dá expresión á la
frente y al mento, agranda los ojos, de suerte que hallaremos
constantemente en los actores veteranos una diversidad de miradas y de
guiños, que nunca tiene el rostro del comediante joven.
Pero la educación del semblante no basta: la distancia que separa al
escenario de las butacas, la riqueza de las decoraciones, y más que
nada, el resplandor de la batería «comen» mucho; es decir, merman la
importancia de las figuras, las empequeñecen y emborronan, y de ello ha
nacido el _maquillaje_ ó arte de fortalecer ó «abultar» las expresiones,
de modo que éstas puedan llegar al público en su absoluta intensidad y
pureza.
El _maquillaje_ es al semblante lo que éste es á la idea: algo que lo
reanima, que le dá plasticidad y relieve, una especie de careta ó de
«segundo rostro», que, unido al primero, al rostro real, coopera á la
«materialización» perfecta, acabada, del pensamiento del autor.
Todos los grandes artistas de teatro han reconocido la importancia del
_maquillaje_, cuya invención se atribuye á Daniel Bac, famoso actor bufo
de en tiempos del segundo imperio. El célebre Lafont no tardaba nunca
menos de tres horas en pintarse; y M. Febvre se extraña de que en los
Conservatorios no haya una clase especial donde los alumnos puedan
aprender, razonadamente, el arte de caracterizarse.
El _maquillaje_, en efecto, constituye una especie de rinconcito de la
ciencia, cuyo discreto cultivo requiere ciertos conocimientos
anatómicos. Caracterizarse como suelen hacerlo José Santiago ó Simó
Raso, que supo ofrecernos en «El rayo verde» y en «Los malhechores del
bien» dos «cabezas» inolvidables, es muy difícil. Requiere saber todos
los secretos habladores de la fisonomía: las arrugas por donde corre la
burla, los pliegues del abatimiento, los surcos de la desconfianza y de
la cólera; y conocer también, como un pintor, la armonía que debe mediar
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